sábado, 23 de diciembre de 2017

LA ROTONDA

Pedro Conde Sturla
    

La rotonda de Boca Chica tenía mala fama. Todos decían que la mujer vestida de blanco se montaba en el vehículo y no decía una sola palabra durante el viaje y al llegar a la capital pedía que la dejaran en la puerta del cementerio de la Tiradentes y desaparecía. El chofer se volteaba para cobrarle cuando llegaban a la puerta del cementerio y la mujer ya no estaba. Simplemente desaparecía.


En cuanto anochecía, la rotonda cambiaba como de apariencia y temperamento, se convertía en algo extraño, maligno, y ninguno de los choferes que se ganaban la vida transportando pasajeros por esa zona se detenía en el lugar. No circulaban ni cerca de la rotonda, porque siempre se oían voces.

Sin embargo, a mí me pasó lo que me pasó en otro lugar, cuando regresaba del aeropuerto donde había ido a llevar una pareja que iba a viajar para los nuevayores. 
Me la encontré a prima noche, más allá del cruce de la salida del aeropuerto con la avenida de las Américas, muy lejos de la rotonda, pero estaba vestida de blanco y no quise pararme a recogerla. 

Más adelante me detuve a comprar una fría, una cerveza bien fría, una ceniza color de novia que botaba humo como una chimenea por lo fría que estaba. Sudaba de frío.

El primer trago me supo a gloria y seguí mi camino, rumbo a la capital, pero el segundo no pude tomarlo. La mujer vestida de blanco estaba de nuevo en la pista esperando transporte. Me hizo señas para que me detuviera y yo pisé el acelerador y ni la miré al pasar. No quería mirarla.

Hice un alto en la bomba para echar gasolina un par de kilómetros más adelante, y mientras llenaban el tanque me llevé la botella de cerveza a la boca y no pude tomarla. Ya se había calentado y sabía a lo que tenía que saber, a puro meado.

Ya estaba listo para irme cuando una puerta se abrió con un chirrido y volví la cabeza. Una punzada, un calambre frío empezó a bajarme por la espalda y siguió bajando hasta el lugar en que la espalda pierde el nombre. Se me alojó en el huesito de la sopa, allí donde el sol no alumbra. La mujer vestida de blanco se había acomodado en el asiento trasero y me miraba con expresión risueña.

Era la muchacha más linda que había conocido en mucho tiempo, la más linda que había conocido en mi vida y su belleza y simpatía disiparon todas mis aprensiones.

Me pareció haberla visto más atrás.

Quizás por el vestido. Hoy es día de los muertos. Día de los Santos difuntos. Muchas mujeres se visten de blanco. O de negro.

La fiesta de los muertos, sí, lo había olvidado. 

¿Se le hace difícil pensar en una fiesta de todos los muertos?

Soy estudiante de medicina en la UASD y pienso que la vida de los muertos debe ser muy difícil. Por algo dicen que la muerte es un país donde no se puede vivir.

 ¿Ha estado usted muerto alguna vez?

Hasta ahora no, por pura suerte, pero estoy casi seguro de que algún día me tocara morirme.

¿No le da miedo?

Bueno, a pesar de todo lo que se dice, no conozco ningún muerto que se haya quejado de la muerte y eso es alentador.
¿No ha oído hablar de almas en pena?

Por estos lugares pasan muchas casi todos los días. La gente de por aquí no se cansa de contar la historia de una mujer vestida de blanco como usted. Por eso la rotonda de Boca Chica tiene mala fama. Una mujer vestida de blanco se monta en el vehículo como usted, no dice una sola palabra en todo el viaje y al llegar a la capital pide que la dejen en la puerta del cementerio de la Tiradentes y desaparece. El chofer se voltea para cobrarle cuando llegan a la puerta del cementerio y la mujer ya no está. Simplemente desaparece. Una mujer vestida de blanco como usted, pero usted no parece muy muerta.

Hasta ahora no, por pura suerte.

Y además usted habla, pone conversación, no me parece nada muerta.

Todavía.
!Y no me diga que se va a quedar en la puerta del cementerio de la Tiradentes!

No, yo me quedo enfrente del cementerio de Los Minas.

A partir de ese momento la mujer no volvió a decir palabra y yo empecé a sentir que la botella de cerveza que llevaba entre las piernas se estaba enfriando, se había puesto otra vez color ceniza. Ceniza color de novia. Botaba humo como una chimenea por lo fría que estaba. Sudaba frío.

Entonces tomé otro trago y me supo a gloria, pero la mujer no volvió a decir palabra. Temí que se hubiera ofendido por algo y yo tampoco hablé más durante el viaje.

Sólo una vez rompió el silencio. Me dijo que no pusiera música.

De ahí en adelante fingí ignorar su presencia, la ignoré por completo. No le dirigí la palabra ni la mirada. Al llegar al cementerio de Los Minas le anuncié con fina cortesía que habíamos llegado y me volví para cobrarle y descubrí que había sido engañado como un tonto. ¿Cómo podía una mujer tan educada y fina y bonita ser tan tramposa y deshonesta? Sí, la simpática y linda mujer ya no estaba. Simplemente había desaparecido frente a la puerta del cementerio sin despedirse y sin pagar y ya no estaba.


pcs, jueves 22 de diciembre de 2017





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