El Gallego (1)
Pedro Conde Sturla
A las galleguitas y galleguitos
El Gallego nació por casualidad en Madrid, una ciudad
que, según entiendo, queda muy lejos de Galicia, pero aquí a nadie le importa
la geografía: Un español es o era, al igual que en Cuba, siempre un gallego. Al
madrileño Manolo, Manuel Eugenio González y González, lo convertimos en Gallego
y Gallego fue casi toda la vida. Un gallego madrileño. Dominicogallego.
La anécdota forma parte de un capítulo de mi libro Uno de esos días de abril:
“Media hora después de los sucesos de la calle
Espaillat, el Gallego y los demás integrantes del comando del PSP bajaron desde
la azotea de una casa vecina al patio de la viuda para esconder las armas en la
carbonera del fondo y salir en procura de otras armas que tenían a buen
recaudo.
“Con admiración y respeto, y en estricto silencio,
vimos al Gallego demorar en el trámite, casi aposta, metiendo en sacos y
cubriendo con carbón tras carbón las preciosas metralletas Cristóbal de doble
gatillo que envidiábamos con los ojos. No era difícil adivinar nuestras
intenciones y el Gallego era adivino.
“Al terminar la operación de encubrimiento, el Gallego
nos encaró con mala cara, su cara habitual en esos casos, nos advirtió que de ninguna
manera habláramos de esas armas, que de ninguna manera les pusiéramos las
manos. Estaban destinadas a compañeros que habían hecho entrenamiento militar
en Cuba y no a carajetes universitarios que podían matarse entre sí por falta
de experiencia. La orden era terminante: ¡Qué nadie, en su sano juicio, se
atreva a desobedecer! Pero el juicio nuestro no era muy sano.
“Al día siguiente, miércoles 28 de abril, cuando el
Gallego volvió a buscar las armas a la carbonera sólo encontró carbón, como era
de esperar, y le dio un encojonamiento, una rabieta de madre, pero a la larga
tuvo que aceptar el hecho cumplido, aunque no sin haber defecado,
metafóricamente, en las once mil vírgenes y todas las putas que nos parieron.
“Ese día, en horas de la mañana, se había iniciado el
asalto a la Fortaleza
Ozama y los carajetes universitarios habíamos tomado las
armas de la carbonera y habíamos formado un comando en la azotea de la
panadería de Quico al mando de Valentín Giró, un ex marino, hijo del poeta
homónimo, y nos habíamos fogueado por primera vez en el combate acosando a
cascos blancos que escapaban de la fortaleza por la parte trasera y se rendían,
salvo excepciones, al primer disparo, y entregaban las armas. Ya no éramos
carajetes universitarios, sino combatientes que en la refriega habíamos
capturado enemigos y nos habíamos hecho dueños de más armas que las que
habíamos robado al Gallego, todo un botín.
“El Gallego no volvería a empatarse con las Cristóbal
de la carbonera y tampoco le harían falta. Cuando volví a verlo portaba una
Thompson que pesaba más que él y luego la cambió por un fusil M1 que se
adecuaba mejor a su delgada, casi frágil anatomía, y a su vozarrón de mando”.
(PCS, Uno de esos días de abril)].
Cincuenta y dos años han pasado de aquel encuentro con
el Gallego en la azotea de la panadería Quico y lo recuerdo. Más de medio siglo
y lo recuerdo todavía claramente. Lo veo allí sentado, con su chamarra militar
de camuflaje, junto al viejo Justo, Justino José del Orbe, escuchando
atentamente las noticias de la voz del imperio para enterarse de todo lo que no
estaba sucediendo. La voz del imperio había invadido casi todas las frecuencias
de radio y televisión y se oía en todas partes. Los constitucionalistas
estábamos robando bancos, saqueando iglesias, violando monjas y fusilando curas
(o quizás al revés). Era un pandemonio, casi igual a lo que sucede hoy día,
ahora mismo en la Venezuela de CNN, se estaba acabando el mundo.
La voz del imperio denunciaba entre otras cosas la
infiltración comunista en el movimiento insurreccional, la influencia decisiva
del comunismo internacional en la dirección del movimiento que era apenas
liberal y boschista, y de repente salió a relucir el nombre del Gallego. Manuel
González y González era un conocido y temerario veterano de la guerra civil
española, socio de un funesto Diego Bordas en contrabando de armas y otros
menesteres, amigo personal de Fidel Castro, todo un agente de Cuba, un
terrorista (así figuramos muchos en una lista suministrada por la CIA). Hoy le
habrían añadido sin duda el título de narcotraficante.
Entre las fechorías que le atribuían al Gallego
ninguna era tan honrosa como la de veterano de la guerra civil española. Manolo
había nacido el 14 de noviembre de 1923. Convertirse en veterano de la guerra
civil española (1936-1939) a tan temprana edad (entre los doce y quince años)
hubiera sido una hazaña portentosa.
Uno de los compañeros le preguntó al Gallego si lo que
se decía era cierto y el Gallego se llevó un dedo a la nariz y lo mandó a
callar, shisss. Evidentemente la información le divertía, a pesar de que podía
costarle el pellejo, pero a él lo tenía sin cuidado.
En los días siguientes la voz del imperio siguió dando
informaciones retorcidas, machacando, perfilando, remodelando el perfil del
abominable personaje y en poco tiempo el Gallego se transformó en una de las
figuras emblemáticas del movimiento constitucionalista convertido en guerra
patria, saltó a la fama junto a los militares que lo dirigían. Fue uno de los
combatientes más conocidos dentro y fuera del país.
Un periodista mexicano llamado Luís Suárez, columnista y enviado especial a Santo
Domingo de la entonces
célebre revista Siempre,
le hizo una entrevista que salió publicada con un título más bien sarcástico:
“Manuel González
y González, ese odioso rojillo”.
Desde el título, el periodista mexicano anunciaba la
intención de desacreditar, burlarse de las fuentes desinformativas y mentirosas
del imperio, y la pregunta final que le hizo al Gallego fue sobre la opinión
que le merecían. El Gallego respondió con su peculiar llaneza expresiva:
“Esas fuentes me las paso por donde usted sabe”.
pcs, miércoles 26 de abril de 2017
El Gallego (2)
Pedro Conde Sturla
Un poco en serio y un poco en broma, al Gallego lo
describí en parte con tintas muy encendidas en el relato “Fábula del fabulador”
de Los cuentos negros, que recomiendo
a todos los lectores:
“Era pequeño, enjuto, displicente, autoritario y
atrabiliario, y su mayor fuerza visible era su fuerza de cara y el vozarrón de
mando, el bigote terrible a manera de remache y unos ojos torvos, felinos,
pequeños y alucinantes. Ni claros ni serenos, ni de un dulce mirar tan
alabados. Eran ojos puñales, dotados de un extraño merodear torcido”.
Manolo era así de alguna manera, un tipo odioso, antipático,
sobre todo para quienes no lo conocían, y tenía también otras maneras de ser. En el comando San Lázaro, del cual era
de hecho comandante, todos lo respetaban porque había dado muestras de
valentía, y muchos lo querían. (Una vez,
por cierto, entré sin tocar a su habitación y me lo encontré en paños menores y
de inmediato me disparó una ráfaga de rayos y centellas).
El comando San Lázaro era un comando de apoyo, estaba
lejos del frente, aunque no fuera del alcance
de la artillería enemiga. Durante los enfrentamientos con las tropas del imperio y sus lacayos
sudamericanos (la Fuerza
interamericana de paz), los combatientes teníamos que movilizarnos de un lugar
a otro. Así, los días 15 y 16 de junio de 1965, ante el avance de las fuerzas
de ocupación que pretendían tomar la zona, al Gallego y varios compañeros les
tocó ir a reforzar la guarnición del comando B-3. (A mí, en cambio, algún
ocurrente -de cuya madre quisiera acordarme- tuvo la idea de incluirme en un
grupo que enviaron a proteger los bancos).
El comando B-3, enclavado en una cuesta de la calle Jacinto de la Concha y con tres pisos de
altura, sobresalía entre los edificios de los alrededores y estaba en peligro,
bajo fuego de ametralladoras y lluvia de morteros. La lluvia de morteros no
permite salir con un paraguas a la calle, hay que dejar que escampe,
simplemente, y ponerse a resguardo mientras tanto, como hacían los compañeros
del B-3. El Gallego me contó que estaba en cuclillas cerca de Jacques Viau
Renau, el poeta haitiano, mi inolvidable maestro de francés. Jacques Viau
estaba tumbado en el suelo junto a una pared, en posición horizontal como casi
todos los demás, pero con las piernas flexionadas. En algún momento el Gallego
se paró, se dirigió a la habitación
contigua con la intención de hacerle una llamada a su esposa Clara para decirle
que estaba por el momento vivo y escuchó la explosión.
Un obús de mortero, uno de tantos, reventó en una
ventana o cerca de una ventana, sacudió el edificio, escupió centenares de
agujas o fragmentos, diminutas agujas fusiformes de acero incandescente. Hubo
varios heridos. A Jacques Viau las agujas o fragmentos de acero incandescente
le pulverizaron piernas y muslos. Al Gallego lo hubieran partido en dos.
Jacques Viau Renau moriría pocos días más tarde.
A raíz de los acontecimientos del 15 y 16 de junio el
Gallego estuvo por un tiempo de un humor extraño, lo marcó otro episodio del
que nunca habló mucho, salvo contadas ocasiones. Algo que ocurrió en un lugar
que no puedo precisar, muy próximo a la primera línea del frente norte.
El Gallego formaba parte de un equipo que había ido a
observar y reforzar la resistencia, y en un piso alto de un destartalado
edificio encontró a un solitario combatiente que parecía haberse escapado de
una pintura surrealista. Se mantenía de espaldas contra una pared, casi pintado
en la pared, y miraba de soslayo hacia fuera, echaba miradas furtivas hacia el
exterior. Con ambas manos sostenía un fusil Máuser casi tan grande como él.
El Gallego lo saludó y se acercó, pero el solitario
apenas le prestó atención. Estaba enfrascado en una tarea que consumía todas
sus fibras nerviosas, al acecho de una presa que
observaba por momentos, como se ha dicho, muy cautelosamente, a través de uno
de los tantos agujeros que había en la pared. Con mayor cautela se retiraba
ligeramente hacia atrás, abandonaba casi de inmediato el observatorio, volvía
al poco rato a mirar hacia lo que parecía de lejos una trinchera enemiga y lo
era. Al Gallego le saltó el corazón cuando comprendió de que se trataba.
Muy de cuando en cuando y bajo un ruido
ensordecedor de artillería, un soldado de la fuerza de paz sacaba
imprudentemente medio cuerpo, disparaba un par de ráfagas de ametralladora y
volvía a sumergirse en la trinchera de sacos de arena.
El combatiente solitario le disparó sin
éxito un par de veces, sin que el soldado pacifista -en medio de tanto silbido
de balas- se diera cuenta. La tercera vez que falló, el Gallego se fijó en la mira del Mauser y advirtió que estaba mal calibrada, le pidió que le permitiera por un momento el fusil,
hizo un estimado de la distancia (fuera de alcance de la Thompson que portaba) y
ajustó la mira.
El tirador solitario disparó una vez
más cuando el soldado enemigo emergió otra vez de la trinchera, casi de
espaldas, y le atinó al parecer bajo la nuca. El impacto, o quizás el espasmo
de la muerte, lo catapultó un poco hacia fuera, sobre los sacos de arena, y
allí quedó tendido unos instantes, hasta que unas manos invisibles lo halaran
hacia abajo.
La reacción de combatiente solitario
sorprendió al Gallego. Lo miró con espanto, horrorizado. ¡Por culpa suya!,
gritó. Y el Gallego no supo que decir. Pero al poco rato lo convenció de que se
alejaron del lugar, antes de que lo demolieran a cañonazos.
Cuando el Gallego me contó esta
historia me pareció que quizás de alguna extraña manera le pesaba el alma.
Nota: El
edificio “Cumbres de Meriño”, que aparece en la foto antes de su remodelación, fue construido en 1929 por el sacerdote José
Napoleón Andrickson en los altos de Villa Francisca en la ciudad de Santo
Domingo. Fue sede del comando B-3 durante la insurrección de 1965 y
posteriormente se convirtió en “Ensanche Cucaracha”. Desde1993 sirve de local a
la Casa de la Juventud de la Pastoral Juvenil
de la Iglesia
Católica.
pcs, viernes 5 de mayo de 2017
El Gallego (3)
Pedro Conde Sturla
Los enfrentamientos entre las tropas de los invadidos
y el ejército de los invasores -que se produjeron durante los días 15 y 16 de
junio de 1965- se cuentan entre los más sangrientos de la contienda, y a consecuencia de ellos el espacio de la zona
constitucionalista se redujo considerablemente. Pero las tropas del imperio no
volverían a intentar tomarla por la fuerza de las armas. Lo que siguió fue una
nueva ronda de negociaciones y ablandamiento. Había negociaciones con la OEA y además nos negociaban y ablandaban con morteros a
intervalos irregulares para que no nos acostumbrásemos al ritmo. Morteros por
la mañana, morteros por la tarde, morteros trasnochadores, morteros
madrugadores que nos mantenían en constante zozobra y en permanente estado de
alerta.
Las
trincheras de sacos de arena ofrecen en general
una buena protección contra los proyectiles de mortero, siempre que no
caigan dentro, y en esos días ya conocíamos por experiencia la conveniencia de
permanecer en ellas durante los períodos de
guardia en el exterior, sobre todo durante la guardia nocturna (las ocho
horas reglamentarias de guardia, cuando no doce o veinticuatro).
Una
noche aparentemente apacible me encontraba, como tantas otras veces, zambullido
entre sacos de arena en una trinchera de la calle Santomé, casi frente al
comando San Lázaro, en compañía de amigos muy queridos, compañeros de armas y
de alma. Recuerdo, en particular, al lumpen Melendito y al lumpen Marinito (así
nos llamábamos cariñosamente), a José Amado Camilo y a Cocolo Canova (un
seudónimo). También recuerdo que fue una
noche lírica. Para vencer el tedio, el aburrimiento, Cocolo empuñó el
Mauser por la culata, lo apoyó sobre el hombro izquierdo como si fuera el arco
de un violín y comenzó a interpretar El lago de los cisnes. De modo que allí
estábamos, deleitándonos con la prodigiosa interpretación de la música de Tchaikovsky
(cualquiera sea la forma en que se pronuncie) y de repente un mortero, una
granada de mortero nos dio una sacudida monumental, sacudió toda la zona. Había
hecho impacto a una distancia imprudente, posiblemente sobre un techo de zinc,
y luego cayó otra y cayó otra en diferentes lugares, se escuchó el tableteo de
las pesadas ametralladoras del imperio, un par de cañonazos, luego la débil
respuesta de nuestra artillería en la periferia de la zona constitucionalista.
Los combatientes que dormían se despertaron con las armas en las manos,
empezaron a salir del comando San Lázaro, de todos los comandos, uno tras otro,
en una sucesión que parecía interminable. El espectáculo era de alguna manera
alucinante. Siempre me llamó la atención ver tanta gente con tanta disposición
para el combate en tan desiguales condiciones.
Media
hora más tarde, cuando todo había por el momento terminado, salimos de la
trinchera, hicimos un recorrido por los alrededores en busca de muertos o
heridos. Al regresar al refugio nos dimos cuenta de que el Máuser, el arco del
violín del violinista imaginario, estaba tirado en el suelo, pero el violinista
había desaparecido.
Al
poco rato, en el momento en que me disponía a volver a la rutina, lo vi venir a
Manolo, el Gallego, con la
Thompson en una mano y con cara de estar buscándome.
Precisamente a mi venía a buscarme. Ese día, sin duda, me había levantado con
el pie izquierdo. Lo supe, quizás, casi en el momento en que me desperté en
casa de la viuda Pichardo, donde me quedaba a pernoctar de vez en cuando.
Dormía
con ropa, muchas veces, como demandaban las circunstancias, pero en la casa de
la viuda me quitaba medias y zapatos y cuando me levanté y me disponía a
ponérmelos noté que faltaba una media. Sí, una media no estaba en un zapato,
había cambiado de lugar durante la noche. La busqué con la mirada en el suelo y
no la hallé. Me agaché a mirar bajo la cama, miré bien, muy bien, hasta que los
ojos se me pusieron redondos y la encontré dentro de una caja, junto a varios
cartuchos de dinamita y me puse frío y me sentí al mismo tiempo extrañamente apático.
¡Ay Nicolás, pensé! Era un descuido, sin dudas, tenía que ser un descuido, un
olvido, una distracción de Nicolás Pichardo en el frenesí de los primeros días
de la guerra (Nicolás Pichardo Vicioso, hermano de Jacintico, por si alguien no
me cree y quiere preguntarles).
En
fin lo que podía haber pasado no pasó, pero pudo haber pasado y todavía hoy no
quiero pensar en ello. Además, la culpa se la hubieran echado injustamente al
imperialismo.
Ahora,
cuando apenas me reponía de los efectos del morterazo que había puesto fin a la
noche lírica), estaba preocupado por otra cosa. El Gallego vino a buscarme y me
pidió que lo acompañara y pensé ¡qué vaina! Se dirigió hacia el comando y lo
seguí como un perrito faldero, pero sin mover la cola. Estúpidamente le pregunté
que adónde íbamos y me miró de reojo. Volví a pensar ¡qué vaina!, pero esta vez
en voz alta.
En
el amplio salón que daba a la puerta de entrada había varios compañeros de
guardia y uno de ellos estaba vestido de mujer y era mujer. Era Altagracia, la esposa
de Justino del Orbe. Ella y Clara Tejera, la esposa del Gallego, estaban al
frente de la intendencia del comando, el suministro de alimentos para los
combatientes. Pero Altagracia también empuñaba las armas de vez en cuando.
El
Gallego hizo un gesto que parecía un saludo, se encaminó hacia el comedor y
seguí tras él valientemente o por lo menos pacientemente. Pasamos junto a los
dormitorios del fondo del patio, torcimos a la derecha, atravesamos un jardín
que al parecer cuidaban con esmero. Luego nos internamos en territorio
prohibido: Una biblioteca muy bien surtida (que permanecería más o menos
intacta hasta los días finales de la guerra), las habitaciones vacías de las
monjas, el comedor, la cocina de las monjas. La majestuosa iglesia colonial de
San Lázaro y sus dependencias. El antiguo leprocomio.
pcs, jueves, 11 de mayo de 2017
El Gallego (y 4)
Pedro Conde Sturla
En compañía del Gallego, y en la soledad del recinto monacal (o
por lo menos monjacal) de San Lázaro, me sentía intranquilo y curioso al mismo
tiempo. Por más que me devanaba la sesera no alcanzaba a entender qué maquinaba
el Gallego. La situación no presagiaba, no auguraba nada bueno y en la medida
en que nos desplazábamos por aquel escenario de películas de suspenso se ponía
peor, se iba poniendo, poco a poco, color de hormiga, o así me parecía. Era la
de joderse o no haber nacido, como decía el mismo Gallego, el lema del Gallego.
¿Qué estamos haciendo aquí? le pregunté, y volvió a mirarme de
reojo, sin decir palabra, con cara de machete. Pensé otra vez ¡qué vaina, sí,
que vaina! Vainas y vainillas.
Unos días antes, en vísperas de una visita de inspección de un
organismo de la OEA ,
el Gallego había convocado al mismo lugar a tres compañeros del G-4 -el grupo
que estaba directamente bajo su mando-, y les ordenó que dejaran las armas en
un armario casi repleto de cajas de Kotex. Luego señaló unas grandes botellas
de vidrio que contenían un líquido que prometía ser gasolina, olía a gasolina y
tenía que ser gasolina. Los compañeros las miraron y se miraron. El Gallego
indicó que las cargaran, que las trajeran con precaución, una en cada mano,
alejadas del cuerpo, se colgó en el hombro izquierdo un grueso rollo de soga,
les pidió secamente, o por lo menos
gallegamente que lo siguieran y lo siguieron.
Con ellos se internaría, media hora más tarde, en unos patios arbolados en las
cercanías de la iglesia de Santa Bárbara y allí hicieron un alto. El Gallego
indicó por señas que permanecieran en silencio y lo esperaran, y desapareció, casi de inmediato -con la
soga al hombro- por un angosto y oscuro callejón. Durante un tiempo largo e
indefinido no se supo de él. Cuando regresó traía solamente un cabo de la
cuerda y lo puso en manos de los tres compañeros. Ordenó que tiraran, que halaran
duro y con fuerzas de la cuerda y la cuerda se puso tensa, rígida. Un bulto en
el otro extremo pesaba como una tonelada y apenas se movía. Pesaba como un
muerto y era un muerto, lo sintieron en el aire que empezó a corromperse, en
el olor podrido del muerto que llegó primero que el muerto. Había que
contener la respiración, si se podía, y las ganas de vomitar, la nausea que a
todos invadió cuando lo vieron, cuando por fin lograron sacar al patio aquella
enorme masa inflada, rechoncha, descompuesta. Quizás la
victima de un francotirador, de un obús de mortero, una bala perdida. El
posible detonador de una epidemia.
Sólo faltaba darle un baño, un último piadoso baño con abundante gasolina.
Rajarle primero los pies con un cuchillo, las piernas y los muslos y los
brazos, el pecho y el abdomen, echarle gasolina por la boca, los ojos, la
nariz, inundar los intestinos y la cavidad torácica, las extremidades
inferiores y superiores… Arrojar desde lejos un fósforo, salir huyendo a todo
vapor bajo una densa balacera…
Ahora, rememorando el lúgubre episodio y en compañía del hermético Gallego me
sentía más intranquilo, qué vaina. Quemar muertos no era mi diversión favorita
y menos a esa hora de la noche y bajo amenaza de fuego de mortero. Era, definitivamente,
la de joderse o no haber nacido.
Mientras tanto nos dirigíamos hacia el fondo, hacia la cocina, y en la cocina
se veía una pequeña nevera blanca, un tétrico refrigerador que me dio una mala
impresión, me pareció de mal agüero. ¿Qué
tramaba el Gallego, qué estábamos haciendo allí? Cualquier cosa podía
pasar y pasaría.
En una ocasión, de la que tengo o creo tener un recuerdo muy vivo, llegó al
comando a media noche en compañía de un oficial con uniforme de
camuflaje, y reunió en el patio a todos los integrantes del G-4 que estábamos
disponibles, unos doce o quince en total. El oficial era un tipo macizo,
robusto, imponente. Tenía un porte marcial como de fisiculturista, de
levantador de pesas, un pescuezo de toro, los ojos intranquilos, una mirada
fiera y a la vez apacible, fieramente apacible, que inspiraba respeto y a la
vez simpatía. Manolo lo presentó con un timbre de orgullo en la voz. Era el
coronel Lachapelle. Héctor Lachapelle Díaz.
Lachapelle saludó, expuso brevemente el motivo de su visita, de su (para
nosotros) casi alarmante presencia en el comando San Lázaro. Pidió que lo
acompañáramos en una
delicada misión. La misión consistía en atravesar al estilo rana, arrastrándonos por el
suelo, un solar baldío, infiltrarnos en un edificio vacío de San Carlos en los
alrededores del Palacio Nacional, casi nariz con nariz con el ejército del
imperio, salir antes del amanecer, informar de cuanto mereciera ser informado.
Preservar la vida si era posible.
La misión fracasó, afortunadamente, o mejor dicho apenas llegó a comenzar.
Cuando nos encontrábamos a medio camino, atravesando el solar baldío, se
escuchó el sonido inconfundible de una bengala que anunciaba la luz del día, poff, y la luz se hizo. Detrás de la
bengala y su radiante luz vino el plomo, la plomería del imperio o de la
llamada Fuerza interamericana de paz y la estampida. Tras el plomo la huida, el
corredero, la destemplada fuga. Tocata y fuga.
No recuerdo si estaba a la cabeza de los fugitivos, pero de seguro
me encontraba entre los delanteros. Ya era, de hecho, un experimentado,
inveterado corredor, un escapista, y siempre me sorprendió la velocidad que
podía alcanzar cuando me disparaban. Y a pesar de todo me sentí orgulloso.
Nunca antes había salido huyendo en tan ilustre compañía y por tan buenos
motivos. Sin embargo, y a pesar de que un par de veces, con saco y corbata, en
actos conmemorativos de la insurrección de abril he hablado con Lachapelle
Díaz, no he tenido el valor de identificarme como uno de los hombres que guió
en el histórico, casi heroico episodio de San Carlos.
Ahora seguía detrás del Gallego en dirección a la cocina, la fatídica cocina
donde se veía una tétrica nevera y volví a preguntarle a Manolo, por favor, qué
estamos aquí. Me miró con la mirada más severa que podía componer y me sentí
irritado. Dije otra vez Manolo, coño, adónde vamos y esta vez me devolvió la mirada de una fiera enardecida. Se paró junto a la nevera, en actitud casi amenazante, abrió la
puerta. Ya me tenía en ascuas. Pensé que por lo menos había una cabeza,
cartuchos de dinamita o cualquier otro tipo de explosivos que emplearíamos esa
noche en alguna misión. Pero la nevera estaba casi vacía. Sólo alcancé a ver un
envase plástico de gran tamaño que me inspiró desconfianza. Intenté decir algo
y el Gallego me miró esta vez con ojos compasivos, puso el arma sobre una
repisa, me dijo que sacara dos
fuentecitas y que sacara dos cucharitas de un armarito y volvió a mirarme con
ojos compasivos, demorando en el trámite para redoblar el suspenso. Luego, como
un buen samaritano, el jodido Gallego sacó de la fatídica nevera el
envase plástico que comenzó a echar humo. Era un tarro de helado de suculento
chocolate
Y me ordenó militarmente
que lo sirviera.
pcs, viernes 19 de mayo de 2017
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