domingo, 4 de marzo de 2018

EL GALLEGO (1-4)

El Gallego (1)
Pedro Conde Sturla
A las galleguitas y galleguitos


El Gallego nació por casualidad en Madrid, una ciudad que, según entiendo, queda muy lejos de Galicia, pero aquí a nadie le importa la geografía: Un español es o era, al igual que en Cuba, siempre un gallego. Al madrileño Manolo, Manuel Eugenio González y González, lo convertimos en Gallego y Gallego fue casi toda la vida. Un gallego madrileño. Dominicogallego.



Lo conocí, al Gallego, en la casa de la viuda Pichardo y volví a verlo en la azotea de la panadería Quico, en la efímera sede del segundo comando constitucionalista fundado por militantes del Partido Socialista Popular durante la insurrección de abril de 1965…con armas robadas al Gallego.
La anécdota forma parte de un capítulo de mi libro Uno de esos días de abril:
“Media hora después de los sucesos de la calle Espaillat, el Gallego y los demás integrantes del comando del PSP bajaron desde la azotea de una casa vecina al patio de la viuda para esconder las armas en la carbonera del fondo y salir en procura de otras armas que tenían a buen recaudo.
“Con admiración y respeto, y en estricto silencio, vimos al Gallego demorar en el trámite, casi aposta, metiendo en sacos y cubriendo con carbón tras carbón las preciosas metralletas Cristóbal de doble gatillo que envidiábamos con los ojos. No era difícil adivinar nuestras intenciones y el Gallego era adivino.
“Al terminar la operación de encubrimiento, el Gallego nos encaró con mala cara, su cara habitual en esos casos, nos advirtió que de ninguna manera habláramos de esas armas, que de ninguna manera les pusiéramos las manos. Estaban destinadas a compañeros que habían hecho entrenamiento militar en Cuba y no a carajetes universitarios que podían matarse entre sí por falta de experiencia. La orden era terminante: ¡Qué nadie, en su sano juicio, se atreva a desobedecer! Pero el juicio nuestro no era muy sano.
“Al día siguiente, miércoles 28 de abril, cuando el Gallego volvió a buscar las armas a la carbonera sólo encontró carbón, como era de esperar, y le dio un encojonamiento, una rabieta de madre, pero a la larga tuvo que aceptar el hecho cumplido, aunque no sin haber defecado, metafóricamente, en las once mil vírgenes y todas las putas que nos parieron.
“Ese día, en horas de la mañana, se había iniciado el asalto a la Fortaleza Ozama y los carajetes universitarios habíamos tomado las armas de la carbonera y habíamos formado un comando en la azotea de la panadería de Quico al mando de Valentín Giró, un ex marino, hijo del poeta homónimo, y nos habíamos fogueado por primera vez en el combate acosando a cascos blancos que escapaban de la fortaleza por la parte trasera y se rendían, salvo ex­cepciones, al primer disparo, y entregaban las armas. Ya no éramos carajetes universitarios, sino combatientes que en la refriega habíamos capturado enemigos y nos habíamos hecho dueños de más armas que las que habíamos robado al Gallego, todo un botín.
“El Gallego no volvería a empatarse con las Cristóbal de la carbonera y tampoco le harían falta. Cuando volví a verlo portaba una Thompson que pesaba más que él y luego la cambió por un fusil M1 que se adecuaba mejor a su delgada, casi frágil anatomía, y a su vozarrón de mando”. (PCS, Uno de esos días de abril)].
Cincuenta y dos años han pasado de aquel encuentro con el Gallego en la azotea de la panadería Quico y lo recuerdo. Más de medio siglo y lo recuerdo todavía claramente. Lo veo allí sentado, con su chamarra militar de camuflaje, junto al viejo Justo, Justino José del Orbe, escuchando atentamente las noticias de la voz del imperio para enterarse de todo lo que no estaba sucediendo. La voz del imperio había invadido casi todas las frecuencias de radio y televisión y se oía en todas partes. Los constitucionalistas estábamos robando bancos, saqueando iglesias, violando monjas y fusilando curas (o quizás al revés). Era un pandemonio, casi igual a lo que sucede hoy día, ahora mismo en la Venezuela de CNN, se estaba acabando el mundo.
La voz del imperio denunciaba entre otras cosas la infiltración comunista en el movimiento insurreccional, la influencia decisiva del comunismo internacional en la dirección del movimiento que era apenas liberal y boschista, y de repente salió a relucir el nombre del Gallego. Manuel González y González era un conocido y temerario veterano de la guerra civil española, socio de un funesto Diego Bordas en contrabando de armas y otros menesteres, amigo personal de Fidel Castro, todo un agente de Cuba, un terrorista (así figuramos muchos en una lista suministrada por la CIA). Hoy le habrían añadido sin duda el título de narcotraficante.
Entre las fechorías que le atribuían al Gallego ninguna era tan honrosa como la de veterano de la guerra civil española. Manolo había nacido el 14 de noviembre de 1923. Convertirse en veterano de la guerra civil española (1936-1939) a tan temprana edad (entre los doce y quince años) hubiera sido una hazaña portentosa.
Uno de los compañeros le preguntó al Gallego si lo que se decía era cierto y el Gallego se llevó un dedo a la nariz y lo mandó a callar, shisss. Evidentemente la información le divertía, a pesar de que podía costarle el pellejo, pero a él lo tenía sin cuidado.
En los días siguientes la voz del imperio siguió dando informaciones retorcidas, machacando, perfilando, remodelando el perfil del abominable personaje y en poco tiempo el Gallego se transformó en una de las figuras emblemáticas del movimiento constitucionalista convertido en guerra patria, saltó a la fama junto a los militares que lo dirigían. Fue uno de los combatientes más conocidos dentro y fuera del país.
Un periodista mexicano llamado Luís Suárez, columnista y enviado especial a Santo Domingo de la entonces célebre revista Siempre, le hizo una entrevista que salió publicada con un título más bien sarcástico:
“Manuel González y González, ese odioso rojillo”.
Desde el título, el periodista mexicano anunciaba la intención de desacreditar, burlarse de las fuentes desinformativas y mentirosas del imperio, y la pregunta final que le hizo al Gallego fue sobre la opinión que le merecían. El Gallego respondió con su peculiar llaneza expresiva:
“Esas fuentes me las paso por donde usted sabe”.

pcs, miércoles 26 de abril de 2017
El Gallego (2)
Pedro Conde Sturla


Un poco en serio y un poco en broma, al Gallego lo describí en parte con tintas muy encendidas en el relato “Fábula del fabulador” de Los cuentos negros, que recomiendo a todos los lectores:
“Era pequeño, enjuto, displicente, autoritario y atrabiliario, y su mayor fuerza visible era su fuerza de cara y el vozarrón de mando, el bigote terrible a manera de remache y unos ojos torvos, felinos, pequeños y alucinantes. Ni claros ni serenos, ni de un dulce mirar tan alabados. Eran ojos puñales, dotados de un extraño merodear torcido”.
Manolo era así de alguna manera, un tipo odioso, antipático, sobre todo para quienes no lo conocían, y tenía también otras maneras de ser. En el comando San Lázaro, del cual era de hecho comandante, todos lo respetaban porque había dado muestras de valentía, y muchos lo querían. (Una vez, por cierto, entré sin tocar a su habitación y me lo encontré en paños menores y de inmediato me disparó una ráfaga de rayos y centellas).
El comando San Lázaro era un comando de apoyo, estaba lejos del frente, aunque no fuera del alcance de la artillería enemiga. Durante los enfrentamientos con las tropas del imperio y sus lacayos sudamericanos (la Fuerza interamericana de paz), los combatientes teníamos que movilizarnos de un lugar a otro. Así, los días 15 y 16 de junio de 1965, ante el avance de las fuerzas de ocupación que pretendían tomar la zona, al Gallego y varios compañeros les tocó ir a reforzar la guarnición del comando B-3. (A mí, en cambio, algún ocurrente -de cuya madre quisiera acordarme- tuvo la idea de incluirme en un grupo que enviaron a proteger los bancos).
El comando B-3, enclavado en una cuesta de la calle Jacinto de la Concha y con tres pisos de altura, sobresalía entre los edificios de los alrededores y estaba en peligro, bajo fuego de ametralladoras y lluvia de morteros. La lluvia de morteros no permite salir con un paraguas a la calle, hay que dejar que escampe, simplemente, y ponerse a resguardo mientras tanto, como hacían los compañeros del B-3. El Gallego me contó que estaba en cuclillas cerca de Jacques Viau Renau, el poeta haitiano, mi inolvidable maestro de francés. Jacques Viau estaba tumbado en el suelo junto a una pared, en posición horizontal como casi todos los demás, pero con las piernas flexionadas. En algún momento el Gallego se paró, se dirigió  a la habitación contigua con la intención de hacerle una llamada a su esposa Clara para decirle que estaba por el momento vivo y escuchó la explosión.
Un obús de mortero, uno de tantos, reventó en una ventana o cerca de una ventana, sacudió el edificio, escupió centenares de agujas o fragmentos, diminutas agujas fusiformes de acero incandescente. Hubo varios heridos. A Jacques Viau las agujas o fragmentos de acero incandescente le pulverizaron piernas y muslos. Al Gallego lo hubieran partido en dos. Jacques Viau Renau moriría pocos días más tarde.
A raíz de los acontecimientos del 15 y 16 de junio el Gallego estuvo por un tiempo de un humor extraño, lo marcó otro episodio del que nunca habló mucho, salvo contadas ocasiones. Algo que ocurrió en un lugar que no puedo precisar, muy próximo a la primera línea del frente norte.
El Gallego formaba parte de un equipo que había ido a observar y reforzar la resistencia, y en un piso alto de un destartalado edificio encontró a un solitario combatiente que parecía haberse escapado de una pintura surrealista. Se mantenía de espaldas contra una pared, casi pintado en la pared, y miraba de soslayo hacia fuera, echaba miradas furtivas hacia el exterior. Con ambas manos sostenía un fusil Máuser casi tan grande como él.
El Gallego lo saludó y se acercó, pero el solitario apenas le prestó atención. Estaba enfrascado en una tarea que consumía todas sus fibras nerviosas, al acecho de una presa que observaba por momentos, como se ha dicho, muy cautelosamente, a través de uno de los tantos agujeros que había en la pared. Con mayor cautela se retiraba ligeramente hacia atrás, abandonaba casi de inmediato el observatorio, volvía al poco rato a mirar hacia lo que parecía de lejos una trinchera enemiga y lo era. Al Gallego le saltó el corazón cuando comprendió de que se trataba.
         Muy de cuando en cuando y bajo un ruido ensordecedor de artillería, un soldado de la fuerza de paz sacaba imprudentemente medio cuerpo, disparaba un par de ráfagas de ametralladora y volvía a sumergirse en la trinchera de sacos de arena.
         El combatiente solitario le disparó sin éxito un par de veces, sin que el soldado pacifista -en medio de tanto silbido de balas- se diera cuenta. La tercera vez que falló, el Gallego se fijó en la mira del Mauser y advirtió que estaba mal calibrada,  le pidió que le permitiera por un momento el fusil, hizo un estimado de la distancia (fuera de alcance de la Thompson que portaba) y ajustó la mira.
         El tirador solitario disparó una vez más cuando el soldado enemigo emergió otra vez de la trinchera, casi de espaldas, y le atinó al parecer bajo la nuca. El impacto, o quizás el espasmo de la muerte, lo catapultó un poco hacia fuera, sobre los sacos de arena, y allí quedó tendido unos instantes, hasta que unas manos invisibles lo halaran hacia abajo.
         La reacción de combatiente solitario sorprendió al Gallego. Lo miró con espanto, horrorizado. ¡Por culpa suya!, gritó. Y el Gallego no supo que decir. Pero al poco rato lo convenció de que se alejaron del lugar, antes de que lo demolieran a cañonazos.
         Cuando el Gallego me contó esta historia me pareció que quizás de alguna extraña manera le pesaba el alma.
        
Nota: El edificio “Cumbres de Meriño”, que aparece en la foto antes de su remodelación, fue construido en 1929 por el sacerdote José Napoleón Andrickson en los altos de Villa Francisca en la ciudad de Santo Domingo. Fue sede del comando B-3 durante la insurrección de 1965 y posteriormente se convirtió en “Ensanche Cucaracha”. Desde1993 sirve de local a la Casa de la Juventud de la Pastoral Juvenil de la Iglesia Católica.

pcs, viernes 5 de mayo de 2017



El Gallego (3)
Pedro Conde Sturla

Los enfrentamientos entre las tropas de los invadidos y el ejército de los invasores -que se produjeron durante los días 15 y 16 de junio de 1965- se cuentan entre los más sangrientos de la contienda, y a  consecuencia de ellos el espacio de la zona constitucionalista se redujo considerablemente. Pero las tropas del imperio no volverían a intentar tomarla por la fuerza de las armas. Lo que siguió fue una nueva ronda de negociaciones y ablandamiento. Había negociaciones con la OEA y además nos negociaban y ablandaban con morteros a intervalos irregulares para que no nos acostumbrásemos al ritmo. Morteros por la mañana, morteros por la tarde, morteros trasnochadores, morteros madrugadores que nos mantenían en constante zozobra y en permanente estado de alerta.
Las trincheras de sacos de arena ofrecen en general  una buena protección contra los proyectiles de mortero, siempre que no caigan dentro, y en esos días ya conocíamos por experiencia la conveniencia de permanecer en ellas durante los períodos de  guardia en el exterior, sobre todo durante la guardia nocturna (las ocho horas reglamentarias de guardia, cuando no doce o veinticuatro).



Una noche aparentemente apacible me encontraba, como tantas otras veces, zambullido entre sacos de arena en una trinchera de la calle Santomé, casi frente al comando San Lázaro, en compañía de amigos muy queridos, compañeros de armas y de alma. Recuerdo, en particular, al lumpen Melendito y al lumpen Marinito (así nos llamábamos cariñosamente), a José Amado Camilo y a Cocolo Canova (un seudónimo). También recuerdo que fue una  noche lírica. Para vencer el tedio, el aburrimiento, Cocolo empuñó el Mauser por la culata, lo apoyó sobre el hombro izquierdo como si fuera el arco de un violín  y comenzó a interpretar El lago de los cisnes. De modo que allí estábamos, deleitándonos con la prodigiosa interpretación de la música de Tchaikovsky (cualquiera sea la forma en que se pronuncie) y de repente un mortero, una granada de mortero nos dio una sacudida monumental, sacudió toda la zona. Había hecho impacto a una distancia imprudente, posiblemente sobre un techo de zinc, y luego cayó otra y cayó otra en diferentes lugares, se escuchó el tableteo de las pesadas ametralladoras del imperio, un par de cañonazos, luego la débil respuesta de nuestra artillería en la periferia de la zona constitucionalista. Los combatientes que dormían se despertaron con las armas en las manos, empezaron a salir del comando San Lázaro, de todos los comandos, uno tras otro, en una sucesión que parecía interminable. El espectáculo era de alguna manera alucinante. Siempre me llamó la atención ver tanta gente con tanta disposición para el combate en tan desiguales condiciones.
Media hora más tarde, cuando todo había por el momento terminado, salimos de la trinchera, hicimos un recorrido por los alrededores en busca de muertos o heridos. Al regresar al refugio nos dimos cuenta de que el Máuser, el arco del violín del violinista imaginario, estaba tirado en el suelo, pero el violinista había desaparecido. 
Al poco rato, en el momento en que me disponía a volver a la rutina, lo vi venir a Manolo, el Gallego, con la Thompson en una mano y con cara de estar buscándome. Precisamente a mi venía a buscarme. Ese día, sin duda, me había levantado con el pie izquierdo. Lo supe, quizás, casi en el momento en que me desperté en casa de la viuda Pichardo, donde me quedaba a pernoctar de vez en cuando.
Dormía con ropa, muchas veces, como demandaban las circunstancias, pero en la casa de la viuda me quitaba medias y zapatos y cuando me levanté y me disponía a ponérmelos noté que faltaba una media. Sí, una media no estaba en un zapato, había cambiado de lugar durante la noche. La busqué con la mirada en el suelo y no la hallé. Me agaché a mirar bajo la cama, miré bien, muy bien, hasta que los ojos se me pusieron redondos y la encontré dentro de una caja, junto a varios cartuchos de dinamita y me puse frío y me sentí al mismo tiempo extrañamente apático. ¡Ay Nicolás, pensé! Era un descuido, sin dudas, tenía que ser un descuido, un olvido, una distracción de Nicolás Pichardo en el frenesí de los primeros días de la guerra (Nicolás Pichardo Vicioso, hermano de Jacintico, por si alguien no me cree y quiere preguntarles).
En fin lo que podía haber pasado no pasó, pero pudo haber pasado y todavía hoy no quiero pensar en ello. Además, la culpa se la hubieran echado injustamente al imperialismo.
Ahora, cuando apenas me reponía de los efectos del morterazo que había puesto fin a la noche lírica), estaba preocupado por otra cosa. El Gallego vino a buscarme y me pidió que lo acompañara y pensé ¡qué vaina! Se dirigió hacia el comando y lo seguí como un perrito faldero, pero sin mover la cola. Estúpidamente le pregunté que adónde íbamos y me miró de reojo. Volví a pensar ¡qué vaina!, pero esta vez en voz alta.
En el amplio salón que daba a la puerta de entrada había varios compañeros de guardia y uno de ellos estaba vestido de mujer y era mujer. Era Altagracia, la esposa de Justino del Orbe. Ella y Clara Tejera, la esposa del Gallego, estaban al frente de la intendencia del comando, el suministro de alimentos para los combatientes. Pero Altagracia también empuñaba las armas de vez en cuando.
El Gallego hizo un gesto que parecía un saludo, se encaminó hacia el comedor y seguí tras él valientemente o por lo menos pacientemente. Pasamos junto a los dormitorios del fondo del patio, torcimos a la derecha, atravesamos un jardín que al parecer cuidaban con esmero. Luego nos internamos en territorio prohibido: Una biblioteca muy bien surtida (que permanecería más o menos intacta hasta los días finales de la guerra), las habitaciones vacías de las monjas, el comedor, la cocina de las monjas. La majestuosa iglesia colonial de San Lázaro y sus dependencias. El antiguo leprocomio.

pcs, jueves, 11 de mayo de 2017


El Gallego (y 4)
Pedro Conde Sturla

En compañía del Gallego, y en la soledad del recinto monacal (o por lo menos monjacal) de San Lázaro, me sentía intranquilo y curioso al mismo tiempo. Por más que me devanaba la sesera no alcanzaba a entender qué maquinaba el Gallego. La situación no presagiaba, no auguraba nada bueno y en la medida en que nos desplazábamos por aquel escenario de películas de suspenso se ponía peor, se iba poniendo, poco a poco, color de hormiga, o así me parecía. Era la de joderse o no haber nacido, como decía el mismo Gallego, el lema del Gallego.
¿Qué estamos haciendo aquí? le pregunté, y volvió a mirarme de reojo, sin decir palabra, con cara de machete. Pensé otra vez ¡qué vaina, sí, que vaina! Vainas y vainillas.
Unos días antes, en vísperas de una visita de inspección de un organismo de la OEA, el Gallego había convocado al mismo lugar a tres compañeros del G-4 -el grupo que estaba directamente bajo su mando-, y les ordenó que dejaran las armas en un armario casi repleto de cajas de Kotex. Luego señaló unas grandes botellas de vidrio que contenían un líquido que prometía ser gasolina, olía a gasolina y tenía que ser gasolina. Los compañeros las miraron y se miraron. El Gallego indicó que las cargaran, que las trajeran con precaución, una en cada mano, alejadas del cuerpo, se colgó en el hombro izquierdo un grueso rollo de soga, les pidió secamente, o por lo menos gallegamente que lo siguieran y lo siguieron.  
         Con ellos se internaría, media hora más tarde, en unos patios arbolados en las cercanías de la iglesia de Santa Bárbara y allí hicieron un alto. El Gallego indicó por señas que permanecieran en silencio y lo esperaran, y desapareció, casi de inmediato -con la soga al hombro- por un angosto y oscuro callejón. Durante un tiempo largo e indefinido no se supo de él. Cuando regresó traía solamente un cabo de la cuerda y lo puso en manos de los tres compañeros. Ordenó que tiraran, que halaran duro y con fuerzas de la cuerda y la cuerda se puso tensa, rígida. Un bulto en el otro extremo pesaba como una tonelada y apenas se movía. Pesaba como un muerto y era un muerto, lo sintieron en el aire que empezó a corromperse, en el  olor podrido del muerto que llegó primero que el muerto. Había que contener la respiración, si se podía, y las ganas de vomitar, la nausea que a todos invadió cuando lo vieron, cuando por fin lograron sacar al patio aquella enorme masa inflada, rechoncha, descompuesta. Quizás la victima de un francotirador, de un obús de mortero, una bala perdida. El posible detonador de una epidemia.
         Sólo faltaba darle un baño, un último piadoso baño con abundante gasolina. Rajarle primero los pies con un cuchillo, las piernas y los muslos y los brazos, el pecho y el abdomen, echarle gasolina por la boca, los ojos, la nariz, inundar los intestinos y la cavidad torácica, las extremidades inferiores y superiores… Arrojar desde lejos un fósforo, salir huyendo a todo vapor bajo una densa balacera…
         Ahora, rememorando el lúgubre episodio y en compañía del hermético Gallego me sentía más intranquilo, qué vaina. Quemar muertos no era mi diversión favorita y menos a esa hora de la noche y bajo amenaza de fuego de mortero. Era, definitivamente, la de joderse o no haber nacido.
         Mientras tanto nos dirigíamos hacia el fondo, hacia la cocina, y en la cocina se veía una pequeña nevera blanca, un tétrico refrigerador que me dio una mala impresión, me pareció de mal agüero. ¿Qué tramaba el Gallego, qué estábamos haciendo allí? Cualquier cosa podía pasar y pasaría. 

         En una ocasión, de la que tengo o creo tener un recuerdo muy vivo, llegó al comando a media noche en  compañía de un oficial con uniforme de camuflaje, y reunió en el patio a todos los integrantes del G-4 que estábamos disponibles, unos doce o quince en total. El oficial era un tipo macizo, robusto, imponente. Tenía un porte marcial como de fisiculturista, de levantador de pesas, un pescuezo de toro, los ojos intranquilos, una mirada fiera y a la vez apacible, fieramente apacible, que inspiraba respeto y a la vez simpatía. Manolo lo presentó con un timbre de orgullo en la voz. Era el coronel Lachapelle. Héctor Lachapelle Díaz.
         Lachapelle saludó, expuso brevemente el motivo de su visita, de su (para nosotros) casi alarmante presencia en el comando San Lázaro. Pidió que lo acompañáramos en una delicada misión. La misión consistía en atravesar al estilo rana, arrastrándonos por el suelo, un solar baldío, infiltrarnos en un edificio vacío de San Carlos en los alrededores del Palacio Nacional, casi nariz con nariz con el ejército del imperio, salir antes del amanecer, informar de cuanto mereciera ser informado. Preservar la vida si era posible.
         La misión fracasó, afortunadamente, o mejor dicho apenas llegó a comenzar. Cuando nos encontrábamos a medio camino, atravesando el solar baldío, se escuchó el sonido inconfundible de una bengala que anunciaba la luz del día, poff, y la luz se hizo. Detrás de la bengala y su radiante luz vino el plomo, la plomería del imperio o de la llamada Fuerza interamericana de paz y la estampida. Tras el plomo la huida, el corredero, la destemplada fuga. Tocata y fuga.
No recuerdo si estaba a la cabeza de los fugitivos, pero de seguro me encontraba entre los delanteros. Ya era, de hecho, un experimentado, inveterado corredor, un escapista, y siempre me sorprendió la velocidad que podía alcanzar cuando me disparaban. Y a pesar de todo me sentí orgulloso. Nunca antes había salido huyendo en tan ilustre compañía y por tan buenos motivos. Sin embargo, y a pesar de que un par de veces, con saco y corbata, en actos conmemorativos de la insurrección de abril he hablado con Lachapelle Díaz, no he tenido el valor de identificarme como uno de los hombres que guió en el histórico, casi heroico episodio de San Carlos.
         Ahora seguía detrás del Gallego en dirección a la cocina, la fatídica cocina donde se veía una tétrica nevera y volví a preguntarle a Manolo, por favor, qué estamos aquí. Me miró con la mirada más severa que podía componer y me sentí irritado. Dije otra vez Manolo, coño, adónde vamos y esta vez me devolvió la mirada de una fiera enardecida. Se paró junto a la nevera, en actitud casi amenazante, abrió la puerta. Ya me tenía en ascuas. Pensé que por lo menos había una cabeza, cartuchos de dinamita o cualquier otro tipo de explosivos que emplearíamos esa noche en alguna misión. Pero la nevera estaba casi vacía. Sólo alcancé a ver un envase plástico de gran tamaño que me inspiró desconfianza. Intenté decir algo y el Gallego me miró esta vez con ojos compasivos, puso el arma sobre una repisa, me dijo que  sacara dos fuentecitas y que sacara dos cucharitas de un armarito y volvió a mirarme con ojos compasivos, demorando en el trámite para redoblar el suspenso. Luego, como un buen samaritano, el jodido Gallego sacó de la fatídica nevera el envase plástico que comenzó a echar humo. Era un tarro de helado de suculento chocolate
 Y me ordenó militarmente que lo sirviera.

pcs, viernes 19 de mayo de 2017
         
        


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