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sábado, 5 de septiembre de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey: Emilio Castro Kundhardt (13)

Pedro Conde Sturla
4 septiembre, 2020

Emilio Castro Kundhardt y Félix García Castellanos abonando con tierra dominicana el Árbol de la fraternidad del instituto Tecnologico de Monterrey

(El autor agradece a Naya Despradel por las valiosas informaciones que hicieron posible la realización de este trabajo).

Pienso que Emilio Castro Kundhardt no olvidaría nunca aquella infausta ocasión en que el general Alcántara se apareció en su celda y se quedó mirándolo, posiblemente mirándolo, mientras Emilio yacía —abatido y sin fuerzas—, junto a otros compañeros de infortunio en un rincón. Abatido y sin fuerzas, quizás más bien exhausto, desnudo y apaleado, apretujado en los estrechos límites de una fétida mazmorra donde se mezclaban seguramente el olor de la sangre con el olor de los orines y las materias fecales y el dolor de los gritos. Los espantosos gritos de los condenados. Los presos torturados.

El tenebroso general Alcántara, José María Alcántara (el guaraguao Alcántara, como le decían los dominicanos o malfiní Alcantará como le llamaban los haitianos en creol), había ganado fama de asesino y torturador al frente de El Sisal de Azua, una especie de campo de concentración y trabajos forzados de la gloriosa era de Trujillo. En realidad había ganado fama de torturador y asesino en todos y cada uno de los pueblos en que había estado de servicio como militar, tanto en el Este como en el Suroeste, y sobre todo en Nagua. Pero fue en la frontera donde se superó a sí mismo, en el pueblo o poblado de Pedro Santana. Allí, durante la matanza haitiana de 1937, asesinó hombres, mujeres y niños sin compasión, incontables haitianos y dominico-haitianos sin compasión. Los sometía a suplicio, los mataba o los hacía matar a balazos o los ahorcaba en una ceiba o un monte que los haitianos bautizaron con su nombre.
Ese fue el hombre que se apareció un día o una noche en la celda de Emilio. Ahora, en estos momentos, en algún momento de su estadía en el infierno, Emilio vio que el general Alcántara se encontraba en la puerta de la celda, mirándolo fijamente, y era más que evidente que no venía a hacerle una visita de cortesía. Lo miraría con odio, con infinito odio. Se tomaría su tiempo para sacar la pistola, la rastrilló, le apuntó, le disparó, quizás a la cabeza...
Emilio y su hermano Luis José, alias Cuqui, habían sido inquietos políticamente desde siempre. Una inquietud que llevaban un poco en la sangre, herencia familiar. El padre de ambos, Rafael Octavio, también había estado preso por su oposición al régimen junto a Papito Sánchez Sanlley y Amiro Pérez Mera. Pero quizás el mayor sembrador de inquietudes con el que tuvieron contacto Emilio y su hermano fue el sacerdote Daniel Cruz Inoa, que dirigía la ACC, Acción Clero Cultural (entre cuyos fundadores se encontraban Fafa Taveras y Leandro Guzmán).
Por su cercanía e influencia, el sacerdote fue un factor determinante para que los hermanos se integraron al movimiento clandestino de lucha contra el tirano desde que se crearon las primeras células. Las mismas que fueron multiplicándose poco a poco y luego se fusionaron y dieron origen al Movimiento 14 de Junio.
Antes de que se produjera la consolidación de las células clandestinas que había en el país, durante el mes de enero de 1960, se realizaron incontables reuniones preparatorias en Salcedo y Mao. Con la precaución que el caso ameritaba (y el peligro que conllevaba) muchas de esas reuniones se celebraron en la casa de los Castro Kunhardt, en Santiago.
El movimiento se había constituido y construido tras la derrota de la gloriosa repatriación armada de 1959. El sacrificio, el valor, el martirio que habían sufrido los expedicionarios, inspiraba a los integrantes Del Movimiento 14 de junio y estaban dispuestos todo. El objetivo común era liquidar el régimen de Trujillo, liquidar a Trujillo, que ya estaba por cumplir treinta años en el poder, y se planteaba abiertamente la lucha armada. Al parecer había alguna relación con la revolución cubana y alguna vez corrieron rumores de que la ACC en algún momento estuvo esperando armas de ese país, con las cuales propiciarían guerrillas urbanas. En realidad, se estaba hablando de insurrección.
Cuando los servicios secretos del régimen “develaron el complot” y desmantelaron la organización, muchos se quedaron asombrados por las ramificaciones que tenía en todo el país. Se descubrió, con asombro, que algunos militantes eran miembros de connotadas familias de trujillistas y superaban en número lo que podía esperarse.
Emilio tenía 18 años cuando fue hecho prisionero en enero de 1960, pero su hermano Cuqui evadió la prisión, ocultándose prudentemente.
Estuvo preso y mal preso en el centro de tortura conocido como La 40, estuvo preso en el 9 (el centro de tortura del kilómetro 9 de la Carretera Mella), estuvo otra vez en La 40 y finalmente en la cárcel de La Victoria. Allí permaneció hasta junio de 1960, cuando juzgaron a muchos de los complotados que habían sobrevivido y los dejaron libres. Muchos serían reapresados y asesinados.
Emilio Bernabé Castro Kunhardt aparece, por cierto, en una lúgubre fotografía del libro “Complot develado” (“Génesis y evolución del movimiento conspirativo-celular ‘14 de junio’ contra el gobierno dominicano, descubierto por el ‘SIM’ en enero de 1960”). Una lúgubre foto con su correspondiente prontuario “delictivo” y vistiendo una de las tres camisas que se usaron para todos los presos. Fue una publicación del gobierno de Trujillo para desacreditar a los integrantes del movimiento con todo tipo de insultos, y le atribuyeron calumniosamente la autoría a Rafael Valera Benítez, uno de los conjurados. Pero la vulgar calumnia nunca prosperó.
A la brillante pluma de Valera Benítez se debe una espeluznante descripción del ambiente carcelario de La 40:
“La noche que yo llegué al centro de tortura, aquello parecía la obra de alguna alucinación dantesca. En todo el patio de la prisión y en sus diversas dependencias se torturaba del más diverso modo en medio de un frenesí bestial en el que aparecían entremezclados esbirros y hombres desnudos y esposados dando alaridos y revolcándose como gallinas decapitadas.
“Cuando alguien perdía el conocimiento, como consecuencia de las pelas aplicadas en un cuadrilátero denominado El Coliseo, por dos o tres esbirros a la vez, sobre el cuerpo despellejado, sanguinolento y en carme viva del cautivo, era derramada una lata de agua de sal o se le sentaba en La Silla para reanimarlo con descargas eléctricas”.
De acuerdo con informaciones proporcionadas por Amaury Dargam, que compartió celda con Emilio y otros en La 40, el espacio en que estaban confinados había sido diseñado para unas tres personas, pero metían siete u ocho. Cuenta Amaury que los mantenían desnudos, y que por supuesto, los azotaban, los golpeaban con palos y látigos, y que una de las torturas mentales era que los llevaban a la silla eléctrica, los amarraban, los interrogaban, pero no les pasaban corriente. Era una forma de forzarlos a hablar.
A Emilio lo torturaron con chuchos y palos, y con las pelas que propinaban en el cuadrilátero denominado El Coliseo.
Nada, sin embargo, según lo que cuenta su hermano Cuqui, fue peor para Emilio que aquella infausta ocasión en que el demoníaco general Alcántara se apareció en su celda, rastrilló la pistola, le apuntó y le disparó.
Emilio le contó que el tiempo se detuvo...que no sabía el tiempo que había transcurrido, hasta que se dio cuenta de que no estaba herido..., que le habían disparado con bala de salva..., le dijo que ese fue el día que perdió el miedo a morir..., su peor tortura..., mucho peor que los golpes y la picana eléctrica...
Después de su amarga experiencia carcelaria y el ajusticiamiento de Trujillo, Emilio militó brevemente en la Unión Cívica Nacional, antes de abandonar la política para siempre.
Partiría, al cabo de un tiempo y ciertas vicisitudes en Venezuela, con una beca, rumbo al Instituto Tecnológico de Monterrey, donde se graduó de ingeniero electro-mecánico, carrera que no existía en nuestro país, y se convirtió en uno de los primeros dominicanos que obtuvo ese título. Además, tuvo un desempeño académico brillante. Junto a Miguel Gil Mejía fue uno de los pocos que calificó para impartir clases en el Tecnológico cuando eran ya estudiantes de término.
En Monterrey contraería matrimonio con la mexicana Carolina Fuentes, su maravillosa compañera de toda la vida. Tuvo un primer hijo al que llamó Ernesto, y tuvo otro al que llamó Hugo, en honor de su pariente Hugo Kunhardt, uno de los valientes que vino en la Invasión de Luperón de 1949 y que murió calcinado en el hidroavión Catalina, inmisericordemente bombardeado por la Aviación Militar Dominicana. También tuvo una hija a la que llamó Dafne en tributo a su querida madre.
Durante algunos años trabajó en Santiago de los Caballeros como profesor de la Universidad Madre y Maestra, trabajó en Colombia, pero finalmente se estableció en Monterrey. Allí ocupó cargos de importancia en la prestigiosa empresa Grupo Alfa, pionera en el establecimiento de industrias, y luego pasó a Cementos Mexicanos, Cemex.
Al cabo de una feliz, fructífera y larga unión matrimonial la muerte puso fin a sus días en la misma ciudad de Monterrey el 24 de agosto de 2020.
En palabras breves y esenciales, Emilio Castro Kunhardt fue, a carta cabal, una persona distinguida que honró en todo momento su profesión y sus principios, un hombre de incontables méritos, gran nobleza y valor a toda prueba. Gloria y paz a sus restos.


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sábado, 18 de julio de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (12)

Pedro Conde Sturla
17 julio, 2020
“Camiones trompudos” de transporte público en la Ave. Venustiano Carranza del Monterrey de los años sesenta

Si la memoria infiel no me traiciona, las cosas que estoy contando ocurrieron hace ya más de medio siglo, y si no me traiciona, por lo menos me está jugando sucio. Puede que no recuerde bien ni las cosas que pasaron ni las cosas que escribo. Reconozco también que me confundo, como le sucedía, por ejemplo, a Cervantes con el burro de Sancho Panza después que se lo robaron. Entiendo que Sancho Panza estaba arriba del burro y durmiendo, y se lo robaron deslizándolo por debajo de la montura, si acaso no fue esto lo qué ocurrió con Frontino, Brunello y Sacripante en aquel Orlando furioso o quizás en el Orlando enamorado. El hecho es que el burro, el noble rucio que montaba Sancho aparece y desaparece a capricho del autor. Pero nada de esto me ayuda a entender lo del carterista que me cayó a navajazos en Monterrey. Yo recuerdo la escena, me veo retrocediendo en plena calle con una cara de espanto de antología, mientras aquel miserable no se cansaba de abanicarme con la navaja, pero no entiendo la causa.

Yo, nada más llegar a Monterrey a fines de 1965, me hospedé en un hotel barato del centro y con un mapa en la mano me vine caminando a la Colonia Roma a saludar a a Carlitos, un amigo de la infancia que me ayudó a buscar pensión y organizarme, y me dio una introducción al paisaje urbano. En la pensión conocí a Gaspar y a dos chamacas dulcísimas —las hijas de la dueña—, con las que Gaspar y yo comenzamos a soñar plácidamente desde el primer día.
Yo venía de la guerra, venía de una derrota y una tragedia familiar, desorientado, confuso, y era estudiante de química por razones ajenas a mi vocación. La revuelta constitucionalista de abril de 1965 había provocado una nueva intervención armada del imperio norteamericano en el país, un enfrentamiento
desigual, una guerra de baja intensidad, como se dice en jerga militar. Combatientes mal equipados, por un lado y por otro lado un ejército que había utilizado profusamente el fuego de morteros, cañones, ametralladoras de alto calibre, y que ya había comenzado a cobrar venganza contra muchos de los que se habían atrevido a enfrentarlo militarmente.
Nunca imaginé que, después de cuatro meses en la trinchera a merced de los gringos, pocos días después de mi llegada a Monterrey, iba a estar a punto de dejar el pellejo a manos de un carterista que me agredió en un camión de trasporte, un autobús, una guagua, como decimos nosotros.
Con la debida exageración para imprimirle veracidad a este relato, tengo que aclarar que aquel dichoso camión estaba tan lleno que no cabía ni lugar a dudas, estaba viejo y mugroso y se desplazaba un poco de medio lado por una calle que estaba en peores condiciones. Había llovido recientemente y había agua y había lodo en el pavimento, que era de asfalto y de tierra un poco a partes iguales: algo muy típico de ciertos barrios de Monterrey. En ningún otro lugar he vuelto a ver calles como esas, asfaltadas de un solo lado.
De cualquier manera yo disfrutaba del viaje, que casi llegaba a su fin (cómodamente de pie y muy cerca de la salida delantera), en compañía de Gaspar y otros paisanos. En eso se escuchó una queja, una protesta de alguien que sintió que le agarraban posiblemente la cartera.
—¡Abusado! —le oí decir, sin entender el significado.
El conductor detuvo el vehículo y se quedó mirando un segundo por el espejo retrovisor, identificó al maleante y con una voz educada pero firme lo invitó a bajar, al tiempo que se abría la puerta delantera.
Era un tipo mestizo, chaparro, desafiante, con cara de perdonavidas, un arrogante, un matasiete y no pareció darse por aludido.
—¡Abusado! —dijo esta vez el conductor—: ¡O ahorita hablamos con la policía!
Esta vez el carterista entendió el mensaje y se fue abriendo paso entre la gente en dirección a la salida. Más bien la gente se le quitaba del medio y a mi me pareció prudente hacer lo mismo, pero algo no parece haberle gustado en mi figura o en mi cara y al pasar por mi lado me dio un codazo en la madre. Lo que significa en dominicano que me dio un coñazo durísimo o por lo menos ofensivo.
Lo peor de todo es que con el pasar de los años se me ha borrado un poco la película y ahora no recuerdo bien lo que pasó entre el codazo-coñazo y el momento en que aquel indeseable empezó a tirarme navajazos a izquierda y derecha.
Oscuramente presiento qué ocurrió algo parecido a lo siguiente: se me zafó sin querer una patada y el tipo fue a caer al lodo, fuera del autobús. Ahí hubiera terminado todo, por supuesto, si la puerta hubiera obedecido al conductor cuando intentó cerrarla, pero la maldita puerta se atoró. El mecanismo de la chingada puerta se trabó.
Entonces comencé a ver —como quien dice en cámara lenta—, que el tipo se metía la mano en la cintura, que sacaba y abría con destreza o pericia una navaja enorme, surrealista, que se me pareció a la de Cantinflas en el bombero atómico.
—¡Híjole! —dije para mis adentros pensando en mejicano.
En aquel autobús atestado de pasajeros yo no tenía mucha oportunidad de defenderme. Todo el mundo iba a recular, iban a comprimirse los de alante contra los de atrás en cuanto el carterista y su navaja entraran, y yo estaría al frente, con una mínima libertad de movimiento, a manera de escudo. De manera que hice probablemente lo único que podía hacer, dar un tremendo salto fuera del autobús mientras el carterista todavía se encontraba en el suelo, alejarme, coger una piedra, lo que encontrara a mano, pero el lodo entorpeció mis movimientos, el caído se incorporó, lo veo y lo recuerdo todavía queriendo acariciarme la cara o la barriga con la navaja.
Para peor, en algún momento escuché la voz de Gaspar que me decía:
—¡Pedro, deja esa vaina!
No sé lo que le respondí a Gaspar, si por casualidad le respondí algo, pero debo haberle mentado por lo menos la madre por telepatía. No estaba en mis manos dejar esa vaina sino evitar que el carterista me sacara la madre y el padrejón de un navajazo.
Para evitarlo, retrocedía a toda marcha, saltaba más bien hacia atrás al estilo canguro, si acaso los canguros saltan hacia atrás, pero el carterista tenía la ventaja y yo tenía todas la probabilidades de perder la partida.
La situación cambió de repente a mi favor cuando comenzaron a llover las piedras. Algunos de mis paisanos se habían bajado del camión (entre ellos el santo Fraile, que era pícher o cuarto bate del equipo de pelota dominicano en Monterrey), y casi de inmediato las piedras comenzaron a zumbar cerca de la cabeza del carterista. Fue la amenaza de las piedras lo que produjo el cambio en la actitud de aquel hombre. En cuanto se vio rodeado por unos cuates que lo amenazaban con piedras y peñones en las manos y que parecían tener muy buena puntería, el tipo entró en razón, se fue calmando, se retiró sin prisa, pero sin dejar de amenazar y blandir la cantinflesca navaja surrealista.
Me salvaron, en fin, en esa ocasión, unos amigos a los que apenas conocía y me salvó el beisbol, gracias a Dios. O quizás viceversa.



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sábado, 11 de julio de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (11)

Pedro Conde Sturla
10 julio, 2020
William Jerez, al centro, rodeado de estudiantes dominicanos del Tecnológico de Monterrey

Ya lo dije en el primer capítulo de esta serie y puede que lo vuelva a decir y no me importa. Dije que desde que llegaron aquí, a Monterrey, los dominicanos se hicieron notar. Nada más sufrir las primeras novatadas se organizaron en bolas de montoneros y novatearon a los veteranos. La mera verdad (afirman los habladores), los madrearon, los cubrieron de brea y plumas, los arrojaron en pleno invierno a la alberca, los guindaron imaginariamente por las pelotas. En consecuencia, todos o casi todos fueron llamados a capítulo, reprendidos severamente. Los miembros de la comisión disciplinaria recuerdan lo difícil que se hacía encontrar una fórmula para sancionar a tantos estudiantes de nuevo cuño. Al final dieron con una solución salomónica y se prohibieron las novatadas, algo típico de una institución que tiene por símbolo y mascota a un borrego.
Recuerdo que también dije —y ahora vuelvo a repetir— que los dominicanos que fueron a estudiar a Monterrey en los años de 1960 provenían de todos los estratos sociales, que formaban un grupo heterogéneo, que había jóvenes de veinte y otros de treinta años que no habían podido costearse los estudios universitarios, y que la beca les cambió radicalmente la vida.
Dije que uno de ellos, llamado William Jerez, era marino y era músico y saltó como quien dice del barco para convertirse en pocos años en ingeniero. Dejó de ser marino y se convirtió en ingeniero, pero nunca dejaría de ser músico.
Dicho de otra manera —que viene siendo más o menos la misma—, William Jerez había recibido la noticia de la beca a bordo de un barco mercantil. Era marino y seguiría siéndolo: marino, trompetista, pianista, músico, artista, y desde luego un poco loco por definición y un poco pobre, más bien pobre en el sentido literal de la palabra. Tenía una inteligencia despejada que, sin embargo, no le permitía otras realizaciones hasta el día en que recibió la beca que el gobierno de Juan Bosch (fundador sietemesino de la democracia dominicana después del ajusticiamiento de Trujillo) dispensaba a granel a estudiantes meritorios sin importar clase ni origen.
En Monterrey —como escribí en el relato Noche sin fondo—, William se adaptó como pez en el agua en todos los ambientes que había conocido, a pesar de que era desierto lo que rodeaba a la ciudad. Al poco tiempo de llegar ya había formado un grupo de música popular que tocaba en fiestas familiares, salones de baile y ciertos lugares non sanctos a ritmo de merengue y salsa y otros géneros musicales menos gastronómicos.
En 1965, durante los primeros meses de la segunda intervención armada del imperio del norte a Santo Domingo, los cheques de la beca dejaron de llegar y los casi cien becarios dominicanos en Monterrey (y otros muchos lugares) empezaron a pasarla mal.
Algunos recibieron ayuda de sus familiares o se ayudaron mutuamente o ambas cosas, y otros lograron vivir o sobrevivir de lo que García Márquez llamaba en sus tiempos heroicos de París “el milagro cotidiano”.
Casi todos, sin contar a William, se vieron en serios aprietos económicos. William se instaló bajo contrato con su conjunto musical en un centro nocturno de mala muerte, o mejor dicho de mala vida, y allí se pasaba la noche tocando la trompeta y estudiando, ganándose el sustento y cierta fama por su aplaudida interpretación de El manicero.
Todo este repetir de repeticiones, y lo que seguirá más adelante, tiene por objeto construir, diseñar un boceto de este ser multifacético, que interviene a cada momento en mis relatos, a veces contra mi voluntad, me hace perder el hilo, me desorienta, me obliga a cambiar de tema.
Recuerdo, por ejemplo, claramente, el día que William se apareció en el colmadón de los furufos, en medio del relato homónimo que estaba escribiendo o viviendo, y en presencia de Bonilla, de Barón y Gustavo, de Agustín y otros cuates, y no tuve más remedio que incorporarlo al guión.
Llegó con su acostumbrada bonhomía a flor de piel, saludando a boca de jarro y en voz alta.
Bonilla había hecho un brindis en ese momento, el típico brindis de Bonilla, dedicado a todos los miembros del grupo, con el brazo levantado a manera de antorcha y había dicho en tono solemne:
—Los quiero con carácter retroactivo...
En eso vio venir a William y volvió a levantar el vaso como una antorcha y la atmósfera se tornó incendiaria, incandescente, al tiempo que decía:
—A ti también te quiero con carácter y efecto retroactivo, un vaso y una silla para el ingeniero.
William estaba indignado y feliz como una pascua. Empezó a hablar mal del gobierno, de todos los gobiernos y los funcionarios de los gobiernos. William es un tipo expansivo,  habla hasta por los codos y con los codos, habla hasta por los ojos, habla por señas y por telegrafía. Gesticula de tal manera que a una cuadra de distancia puede uno saber de qué está hablando, sobre todo cuando habla de sexo. Y al poco rato, en efecto, se olvidó del gobierno y comenzó a hablar de sexo, del encuentro con una enfermera posiblemente imaginaria...
Comenzó a describir con las manos su anatomía, su cuerpo de guitarra, la acarició, la besó, emitió unos sonidos guturales y finalmente la desnudó a la enfermera imaginaria y la tendió sobre la mesa imaginariamente desnuda y se la empezó a comer por el ombligo como un pastel de cumpleaños, cometió relaciones imaginariamente sexuales y raudo como vino se marchó al improviso, hablando mal del gobierno, de todos los gobiernos.
Me parece recordar que William iba y venía siempre de prisa. Parecía sentirse incómodo si se quedaba mucho tiempo en algún lugar.
De la misma manera, siempre me pareció que William se sentía incómodo en las fiestas cuando no era él que tocaba. Por lo general bailaba un par de piezas, hablaba con amigos, tomaba un par de tragos, y poco a poco, de alguna manera discreta, se iba acercando a los músicos, entablaba amistad con ellos. Lo suyo era tocar, no bailar, y hasta que no lo conseguía merodeaba inquieto alrededor de la tarima donde actuaba el conjunto, y en el momento en que menos lo pensabas estallaba la trompeta, el inconfundible toque de trompeta de William Jerez y el manicero se va.
Muchos lo recuerdan en la noche sin fondo de tantas correrías, a bordo del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, en el asiento trasero, mientras recibía en el rostro el golpe alado de la brisa fría y William sonreía bajo la luz cobriza de la Calzada Madero.
Bajo esa misma luz he querido zurcir estos retazos, esta repetición de repeticiones, para recordar con alegría a un viejo amigo que sólo con alegría merece ser recordado.
William con la trompeta en la mano, tarareando una melodía, manicero, el manicero se va. William acariciando la trompeta de maní, maní, maní el manicero se va. La noche sorda de Monterrey creciendo, el viento frío que comenzaba a apretar y la trompeta de William que empezaba a sonar. Maní, maní, eternamente maní, el manicero se va, eternamente maní y eternamente hasta siempre al querido amigo.




sábado, 4 de julio de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (10)

Pedro Conde Sturla
3 julio, 2020


Grupo de egresados del Tecnológico de Monterrey. Fuente externa

Ya sé que más o menos lo he dicho y repetido en estas notas, esta especie de diario sentimental y aguado, estas memorias dulces de la muy ilustre y chingona ciudad de Monterrey, pero lo cierto es que había un poco de todo entre los dominicanos que allí estudiaban en los gloriosos años de 1960. Había en verdad para elegir y digerir. Había bohemios y abstemios, había tarados y genios, había santos y santones y variedad de diablos y diablillos y diablejos. Un despelote de madre.

sábado, 25 de abril de 2020

ROQUE DALTON: OFICIÓ DE POETA

Pedro Conde Sturla
23 de marzo de 2014 | 12:41 pm 

Roque Dalton: Oficio de poeta (1)

[El Salvador. Revista Cultura 89, e n e r o – a b r i l 2005El crítico dominicano Pedro Conde Sturla nos envió este texto, que sirvió como prólogo a la edición de “Taberna y otros lugares” aparecida en su país,  en 1980. Conde Sturla se enfrenta lucidamente a uno de los libros más indóciles del poeta salvadoreño, tomándolo desde sus ángulos más espinosos, desconfiando de las posibles trampas que el poeta tiende a los lectores desprevenidos y entrando en diálogo crítico con Roberto Armijo e Italo López Vallecillos.
Nota: En este número conmemorativo de Roque Dalton figuran, entre otras, notables colaboraciones de Claribel Alegría, Ernesto Cardenal y Mario Benedetti.]

sábado, 21 de marzo de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (9)

Pedro Conde Sturla
20 marzo, 2020
Estudiantes dominicanos del Tecnológico de Monterrey. De izquierda a derecha, Ramón Campechano, Ramón Bonilla, Otto Cruz Peguero (+), Pedro Mejía, Francisco Villalba, Dinápoles Soto Bello. En cuclillas, Luis Fontana y Gumersindo Estévez.

sábado, 14 de marzo de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (8)

Pedro Conde Sturla
13 marzo, 2020


Caonabo Estrella, al centro, en compañía de estudiantes dominicanos del Tecnológico de Monterrey. Foto de 1965. 

Caonabito dominaba en grado superlativo el arte de dar cuerda o más bien de mofarse graciosamente de los demás, pero sin ofender ni herir los sentimientos. Sus burlas hacían reír muchas veces incluso a la personas de las cuales se  burlaba y provocaban risotadas cargadas de buena salud,  buenos auspicios. Era algo que hacía casi sin darse cuenta,  con una técnica impecable y un riguroso orden circular, en   
principio. Sus horas favoritas para dar inicio a una sesión de  cuerda colectiva eran las de la comida o de la cena.

sábado, 7 de marzo de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (7)

Pedro Conde Sturla
6 marzo, 2020

Directorio de la revista Quisqueya fundada en Monterrey por Dinápoles Soto Bello. 
Era difícil encontrar entre los dominicanos de Monterrey alguien parecido a Juanín, un estudiante de economía que en realidad era estudiante de todo lo que estuviera a su alcance, un tipo especial, con una curiosidad y un afán de conocimiento insaciables, un enamorado de las ciencias políticas. Juanín era como una esponja, era una esponja, absorbía los conocimientos del medio que lo rodeaba como por contacto. Dicen que todo se lo aprendía sin darse cuenta, desde los nombres de las calles hasta los números de las casas. Pero esto puede ser una exageración.

sábado, 29 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (6)

Pedro Conde Sturla
28 febrero, 2020

Estudiantes dominicanos del Tecnológico de Monterrey. De izquierda a derecha: Emilio Castro Kunhardt, ¡?, Dinápoles de Jesús Soto Bello, Manuel Pérez Vázquez (el Fraile), Gustavo Alba Sánchez, ¡Carlos Dalmau?.

jueves, 27 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (1-12)

Memoria y desmemoria de Monterrey (1)
 27 de enero de 2020 | 


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Yo ruego a la diosa voluble y arbitraria que preside los destinos
 de los hombres, que vuelque sobre todos nosotros
los dones de su favor... Pero, por mucho que quiera
protegernos, nunca nos dará tanto como hemos tenido;
como perdemos ahora. Podrá colocarnos en las que la
imbecilidad o cortedad de vista de las gentes llama cumbres; pero nunca volverá a ponernos tan alto como hemos estado, porque nunca más, ¡ay, amigos!, seremos
estudiantes!...

Alejandro Pérez Lugín
La casa de la Troya 
(estudiantina)


Memoria y desmemoria de Monterrey (1)

Pedro Conde Sturla
24 enero, 2020

Yo ruego a la diosa voluble y arbitraria que preside los des-
tipos de los hombres, que vuelque sobre todos nosotros
los dones de su favor... Pero, por mucho que quiera
protegernos, nunca nos dará tanto como hemos tenido;
como perdemos ahora. Podrá colocarnos en las que la
imbecilidad o cortedad de vista de las gentes llama cumbres; pero nunca volverá a ponernos tan alto como hemos estado, porque nunca más, ¡ay, amigos!, seremos
estudiantes!...

Alejandro Pérez Lugín
La casa de la Troya 
(estudiantina)


Comenzaron a llegar en bandadas a partir de 1963 (el año aquel dichoso en que eligieron a Juan Bosch presidente de la República Dominicana), y en bandadas siguieron llegando por un tiempo. Llegaban como en racimo, en grupos de diez y quince y hasta cuarenta estudiantes, y seguirían llegando hasta ser más de cien. Un centenar de estudiantes dominicanos de todos los lugares del país, becados en su mayoría por la Corporación de Fomento Industrial, por el dichoso y visionario gobierno de Juan Bosch y Gaviño que Dios lo tenga en su gloria.

Llegaron jubilosos y en tropel, llenos de juventud, llenos de brío y grandes ilusiones a lo que resultó ser una tierra prometida: la surrealista y engañosamente apacible ciudad de Monterrey, sede del TEC.
El Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (el ya famoso y prestigioso ITESM), atraía estudiantes de muchos estados de México y de varios países latinoamericanos, y había allí un poco de todo. Docenas de venezolanos, panameños y otros centroamericanos, unos pocos sudamericanos y unos cuantos haitianos. Los dominicanos hicieron liga desde el primer momento con los dos primeros, más parecidos en el habla y las costumbres que los circunspectos mesoamericanos. La amistad con los haitianos, especialmente en lo que respecta a Michael Roy, se convirtió en una hermandad.
Los dominicanos provenían de todos los estratos sociales y formaban un grupo heterogéneo, había jóvenes de veinte y otros de treinta años que no habían podido costearse los estudios universitarios, que se ganaban el pan nuestro en empleos mal remunerados, sin esperanzas en un futuro mejor, y a los cuales la beca les cambió radicalmente la vida. Uno de ellos, llamado William Jerez, era marino y era músico y saltó como quien dice del barco para convertirse en pocos años en ingeniero. Dejó de ser marino, pero nunca dejaría ser músico. Otro, llamado Luis Arthur, dejaría de ser empleado público para convertirse también en ingeniero, pero nunca dejaría de ser Luis Arthur.
Unos pocos eran de clase holgada, otros de origen modesto, cuando no de origen humilde. Algunos eran avispados y tenían cierto aire mundanal, otros era más bien provincianos y algunos tenían todavía los cadillos pegados de las ropas y las greñas. Pero todos, sin excepción, tenían la inocencia y el asombro en los rostros, y sus ojos bailaban de alegría por la oportunidad que se les había presentado.
Se distinguieron desde el principio por bullosos, bacanosos, peleoneros, malapalabrosos, incluso indisciplinados, rebeldes, revoltosos. Se distinguieron, en pocas palabras, por lo que se distinguen los dominicanos, pero se distinguirían igualmente por ser buenos estudiantes. Algunos se distinguirían entre los mejores. Algunos, como el inolvidable Miguel Gil Mejía y Dinápoles Sotobello se distinguirían entre los mejores y más prestigiosos estudiantes que alguna vez pasaron por el TEC.
El choque de los becarios con el medio no tardó en hacerse sentir. Chocaron primero con el clima que es un clima díscolo, inestable en invierno, con una temperatura que sube y baja a todas horas del día. Chocaron con la comida, que es picante y muy diferente a la dominicana. Chocaron con el idioma plagado de mejicanismos que tuvieron que aprender para comunicarse correctamente y no meter la pata. El día que un dominicano le pidió a una mejicana un chin de agua, la mejicana se ofendió. Había que pedir tantita agua, un poquito de agua y nunca un chin porque la palabra chin se parece a chingada y es bien fea en México, refea, por lo menos entre las personas refinadas, de las cuales había que cuidarse para no ofender oídos sensibles. Las personas más refinadas en algunos lugares de México no dicen nalgas y ni siquiera posaderas, y mucho menos culo como los españoles. A esa parte del cuerpo le llaman delicadamente “las de sentarse”, ni siquiera sentaderas.
En Monterrey hay que agarrar y no coger el teléfono, agarrar y nunca coger a la izquierda o la derecha porque la palabra coger remite vulgarmente al acto sexual y no se usa entre personas decentes. Tampoco se podía coger la guagua y ni siquiera un taxi. En México se le llama camión a los autobuses y los dominicanos podían subirse en ellos pero nunca cogerlos. ¡Por el amor de Dios, qué salvajada!

Sin embargo, la primera vez que un dominicano le preguntó a un mejicano qué vaina es esa, el mejicano respondió ¿de qué chingados me hablas? Allí la palabra vaina solo tiene significado en cuanto verdura y la palabra coño es desconocida, igual que la mayoría de los vulgarismos o indecentimos dominicanos. Se le podía decir y le decían impunemente lambefuiche o macañema a un mejicano y parecía cosa graciosa, a menos que no se le explicara el significado. Pero no le fueras a decir pendejo en cierto contexto porque se encojonaba o encabronaba en el sentido en que la gente se encabrona en México y te podía responder de mala manera. En cambio se le podía decir a una muchacha ¡mira nomás que cuero de vieja! y no se ofendía. Le estabas
diciendo que era bonita y joven.
En la medida en que fueron relacionándose con el medio, en la mente de los becarios fueron desvaneciéndose mitos, ideas, imágenes falsas y preconcebidas de la ciudad y del país al que habían llegado. Descubrieron con asombro que para los mejicanos los dominicanos cantan al hablar y no al revés, como nos parece a nosotros, descubrieron que en realidad cada manera de hablar y cada pueblo tiene su música propia.
Descubrieron que no podían limpiarse los zapatos con un limpiabotas. Que en México le dicen bolero a la persona que limpia calzados y por eso se llama así aquella famosa película de Cantinflas: El bolero de Raquel. Descubrieron, por supuesto, que la mayoría de la gente no anda con sombreros grandes como en el cine y que no todos llevan pistolas ni el tequila es famoso en todas las gargantas.
Descubrieron, en fin, que para adaptarse al ambiente cultural tenían que dominar un amplio léxico de modismos y regionalismos como quizás no tiene ningún otro país de América Latina. Había que tirarse al ruedo. Había que familiarizarse con una retahíla de palabras que en México tiene un significado a veces desconcertante. Ya no la mames, güey. Bájale de güevos, cabrón.
Había que descifrar y aprender a conjugar en todos sus tiempos los infinitos misterios, significados y significantes del verbo chingar, los sentidos y sinsentidos recónditos de la palabra chingada, que el chingón de Carlos Fuentes o quizás Octavio Paz había ejemplificado a nivel erudito hacía ya un chingo de años.
Había que dominar, definitivamente, esa palabra mágica que abre todas las puertas, el código enigma de la palabra chingada y sus derivados, sin los cuales no es posible remotamente ser mejicano ni entenderse con uno.



sábado, 22 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (5)

Pedro Conde Sturla
21 febrero, 2020
El equipo República Dominicana formado por estudiantes dominicanos en Monterrey, México. Son ellos, de pie: Luis Fontana, Julio Hiraldo U., Carlos Montero, Cristóbal Román, Emilio Castro K., Gumersindo Estevez, Gustavo Zeller, Héctor Cartagena, Félix García, William Jerez. En cuclillas: Osvaldo Padilla T., Darío Jones, Pedro Porrello, Manuel A. Pérez V. En el equipo participan también, Joaquín Cuesta Ortega y Manuel Amor Zalter, quienes no aparecen en la foto.

sábado, 15 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (4)

Pedro Conde Sturla
14 febrero, 2020
Egresados del TEC en el campus de Monterrey, cuando fueron a entregar las obras completas de Juan Bosh en septiembre del 2002. De izquierda a derecha Miguel Gil Mejía, Dinápoles Soto Bello, Carlos Dalmau, Félix García Castellanos y Hendrik Kelner.

Al cabo de unos cuantos meses, algunos de los becados dominicanos se sabían la ciudad de memoria y todos llegarían a conocerla bien, aunque muy pocos en su intimidad. El conocimiento de sus partes íntimas pertenecía al dominio de los iniciados, que eran muy pocos. Una especie de secta. 

sábado, 8 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (3)

Pedro Conde Sturla
7 febrero, 2020


Dominicanos en Monterrey durante una ofrenda floral con motivo de la fiestas patrias. 

Con toda candidez, sin imaginar siquiera la poca flexibilidad de los reglamentos, durante el primer semestre de su estadía en Monterrey los dominicanos se hospedaron en las residencias del internado del Tecnológico y muy pronto tuvieron motivos para arrepentirse. Desde el principio se vieron sometidos a una insobornable disciplina que establecía y establece que ni siquiera en sábados y domingos podían estar fuera después de la una de la mañana sin un permiso especial. La violación de esta regla acarreaba un reporte de parte del encargado del edificio y ocho reportes eran suficientes para motivar la expulsión. Eso no disuadió por completo a los becarios. Algunos se saltaron las reglas y llegaron tarde un par de veces. Cuando fueron intimados por el prefecto a identificarse, dieron los nombres de conocidos peloteros de aquella época: Juan Marichal, Felipe Rojas Alou, Alonzo Perry. Otro dijo llamarse Rodrigo de Triana. Sin  embargo, el gracioso recurso, o lo que parecía gracioso a los  estudiantes, no obtuvo buenos resultados. El Jefe de    
residencia llamó a capítulo a inocentes y culpables, pronunció 
 un largo discurso de género admonitorio y después de 
muchos rodeos concedió el perdón condicional a condición 
de que no volviera a suceder, muchachos. Traducido en buen 
cristiano, el significado redondo de sus palabras se resumía 
en una seria advertencia: vayan por la sombrita.

sábado, 1 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (2)

Pedro Conde Sturla
31 enero, 2020
Edificio de la rectoría del Tecnológico de Monterrey y del Centro de Tecnología Avanzada para la Producción, CETEC, mejor conocido como El Servilletero. El Cerro de la silla, símbolo de Monterrey, al fondo. 

El problema de comunicación entre dominicanos y mejicanos era de doble vía. Los dominicanos no entendían el significado de ciertas expresiones mejicanas y los mejicanos a veces no entendían una palabra, una sola palabra de lo que decían los dominicanos. No es que no entendieran el significado, es que no entendían el sonido de las palabras, el modo aspirado y guillotinado del habla de los dominicanos, la forma hambrienta de comerse las palabras y decir, por ejemplo: “Tato no ta qui” en lugar de “Tato no está aquí”.