domingo, 4 de marzo de 2018

Los cortesanos de Vargas Llosa

Un capítulo del libro
El chivo de Vargas Llosa
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Pedro Conde Sturla
      30/7/2000

En la novela de Vargas Llosa se alude repetidas veces, y no por casualidad, a un personaje histórico que es, también, un personaje de novela. Es el Petronio de la Roma imperial, un rico terrateniente, propietario de miles de esclavos. (Ese Petronio es el autor de Satiricón, una obra con la cual me identifico por razones de complicidad y de apellido). Pero es, además, el Petronio de Quo vadis?, el Petronio de la novela de Enrique Sienkiewicz que alguna vez se vendía como pan caliente. Es el Petronio árbitro de la elegancia, el arbiter elegantiorum, el áulico por excelencia. Un personaje emblemático, sin duda.

Petronio, en la novela, es el más refinado y exasperante de los aduladores de Nerón. Pero Petronio es un adulador desencantado, uno que está atrapado, que no está allí por gusto. En la adulonería pone en juego toda su inteligencia y, a veces, la vida. La adulonería es cuestión de argucia, de agudeza mental, mediante las cuales implica todo lo contrario de lo que dice. He aquí la escena:
Nerón acaba de declamar unos versos de su canto al incendio de Troya. El auditorio lo adula a una sola voz. Petronio disiente. Dice que esos versos son dignos del fuego. Sobreviene un intervalo de terror. A todos les pareció que había sellado su sentencia de muerte. El César demanda una explicación y Petronio da un giro a sus palabras. Castiga  la     ligereza de los presentes. Ninguno allí entiende nada de poesía. Esos versos son dignos de Ovidio, de Virgilio, incluso de Homero, pero no son dignos de ti, Nerón, que estás a mayor altura. Nerón lo mira con ojos aguados, conmovidos. Sólo tu, Petronio, me dices la verdad.  
A Petronio, en el fondo, todo aquello le repugnaba y de eso dejó constancia en las pocas páginas del Satiricón que han llegado hasta nosotros. Del servilismo se redimió en vida, participando en la conjura de Pisón, por lo cual fue  condenado a abrirse las venas. En la novela de Sienkiewicz se  redime, desde la muerte, con una carta que no tiene desperdicio:
“¡Salud, augusto, y no cantes; asesina, pero no hagas versos; envenena, pero no bailes; incendia, pero no toques la cítara!”
El ejemplo de Petronio no abunda entre los cortesanos de la era de Trujillo, pero se dieron casos parecidos de intelectuales, sobre todo, que colaboraban con el régimen y pasaron a la oposición, pluma en ristre, pagando la letra con la sangre (Galíndez, Almoina, Requena). 
Los áulicos de La fiesta del chivo actúan, en general, de otra manera. Son epígonos, no disidentes, como sugiere Juan Daniel Balcácer en un artículo reciente. No toman riesgos (y es casi lo único que no toman), están encantados de estar donde están y se disputan a codazos los favores de Trujillo.  Lo peor que puede pasarles es caer de la gracia del Jefe, y a veces caen, paradójicamente, por exceso de celo, exceso de servilismo. El golpe bajo en la novela de Vargas Llosa va dirigido precisamente contra estos aduladores palaciegos, los  cortesanos. Es un golpe bajo, bajísimo, por la propia naturaleza del objetivo, una especie de misil de vuelo rasante.  El autor condena, sin duda, a los esbirros, castiga y mortifica la falta de escrúpulos de los delatores, denuncia la crueldad de los torturadores y presenta a Trujillo como asesino vesánico, pero son los cortesanos los que reciben la peor parte, a ellos está reservado el fallo más adverso, la pena máxima en el último círculo del infierno dantesco. Los cortesanos son la oveja más negra de la novela y han acusado el golpe: han pegado el grito, o han disimulado el escozor con palabras sinuosas, pero más les valiera permanecer callados. La especie abominable de los cortesanos inspira repugnancia. Son advenedizos a los que “les gustaba ensuciarse”, a los que  parecería que “trujillo les sacó del fondo del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban.” El cortesano, parece decirnos Vargas Llosa, es tanto más  deleznable en cuanto tiene el don de la inteligencia y ha recibido el beneficio de la cultura. A la bellaquería el cortesano suma la ausencia de valores morales, incluso la ausencia de valor personal, la ausencia de ideales. De hecho, el cortesano no aspira ni tiene voluntad para aspirar a un ideal. El cortesano carece de heroísmo, para el cortesano no hay redención posible. Es un prostituto. Si ofrece la mujer o la hija es porque ya se ha ofrecido a sí mismo. 
En las páginas de La fiesta del chivo, que son muchas, hay un despliegue, una parada, todo un glorioso desfile de personajes del género reptante,  de esa subespecie de cortesanos, palaciegos, áulicos, alcahuetes, celestinos, proxenetas, limpiasacos, lambones, tumbapolvos, adulones, alabarderos, bufones y sicofantes que se les quiera llamar. No son todos los que estaban, ni están todos los que eran: apenas un muestrario representativo. El autor evidentemente se encariñó con algunos de ellos y no quiso mostrar sus vergüenzas. De lo contrario habríamos asistido a  espectáculos espeluznantes y espeleznudos, orgías y misas negras, danzas macabras de cortesanos bailando en trajes de  mujer.
A Vargas Llosa se le escapó o dejó escapar, concretamente, por lo menos uno de los cortesanos más indignos de la era gloriosa. El hijo de ese cortesano, que medró a la sombra del poder, ahora es un hombre de poder, con su propia corte de áulicos y áuliquitos, y eso explica muchas cosas. Las culpas del padre no son las culpas del hijo, por supuesto, pero el hijo ha sabido fabricarse un historial siniestro, que es fruto de su esfuerzo y sólo de su esfuerzo, y carga sobre sus hombros con responsabilidades que no  heredó del padre. De manera que se trata de un personaje abominable por derecho propio: la personificación de la arrogancia. Es un personaje, más bien, surrealista, de cara tan dura que se ríe en público de chistes antitrujillistas y persevera en prácticas trujillistas, con la complacencia de gobiernos liberales. A su antojo, por ejemplo, ha manejado, manipulado, depredado el archivo de Trujillo para lavar la honra de familias patricias, incluyendo la propia.
Algunos cortesanos aparecen en la novela de Vargas  Llosa con nombres y apellidos más o menos deformados y  más y menos reconocibles. Otros, como Henry Chirinos, con nombres y apellidos inventados, y otros, como Balaguer, con nombres y apellidos reales. Balaguer, de cualquier manera es inconfundible y de poco o nada le valía el camuflaje de un nombre ficticio. En la novela de Viriato Sención se llamaba Doctor Ramos y el azufre era el mismo. El misterio, en cambio, envuelve a Henry Chirinos. La gente de cierta edad se pregunta por Chirinos, los conocedores indagan sobre Chirinos y no lo identifican, porque Chirinos es, a todas luces, un prototipo, el prototipo de varios cortesanos. Su descripción corresponde probablemente a una mezcla de físicos y personalidades de cortesanos de la era: gordo como  Fulano, sucio como Zutano, beodo como  Mengano, etc. Chirinos es un poco todos, un menjurje, un cóctel, una batida de cortesanos, batida de indignidad. [1]
Sólo Balaguer es único, inequívoco, apabullantemente igual a sí mismo. El misterio no radica en su identidad, sino en su personalidad. Balaguer se lleva en parte la atención, el morbo, la curiosidad, se lleva un poco la admiración del narrador, y de seguro la mayoría de adjetivos no laudatorios  de la novela. A costa de Balaguer, el autor ensaya todas las  alusiones despectivas que puedan imaginarse, y Balaguer, por supuesto, se las merece, califica, sin duda, como objeto de tan cruel y justiciero ejercicio de la inteligencia. Curtido en el ejercicio demoníaco del poder, Balaguer es, sin duda, la figura más nefasta de la historia dominicana. Por encima de Báez y Trujillo, Balaguer es, sin duda, la figura más repulsiva de nuestra historia. Otros gobernantes fueron producto de circunstancias. Balaguer eligió las circuntancias, él creó las condiciones para el establecimiento de un régimen basado en la corrupción, él llevó a la moral pública a un estado de putrefacción del que no ha podido recuperarse hasta ahora. Pudo haber consagrado por lo menos una parte de su existencia a una causa decente, medianamente justa, y la  consagró entera a la maldad. Para eso ha vivido casi un siglo. “Nada conserva tanto como el odio”, ha dicho un autor del que no puedo acordarme, y ahí está Balaguer para demostrarlo. 



[1] “...al hablar del cortesano Henry Chirinos, y decir que son varios en uno sólo y único personaje con nombre y apellido cambiado, como en otros casos hace MVLL en esta y otras  novelas, (Pedro Conde Sturla, paréntesis mío, PCS) no sabe o no recuerda que el nombre –en inglés en este caso- y el apellido corresponden a uno de los colaboradores políticos más cercanos a MVLL en tiempos del FREDEMO, pasado luego en flagrante traición a las filas de Fujimori, Montesinos y el peor de los fujimorismos morales y políticos”.  J. J. Armas Marcelo, Vargas Llosa, el vicio de escribir. p. 452.  
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