Un capítulo del libro
El chivo de Vargas Llosa
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Pedro Conde Sturla
30/7/2000
En la novela de
Vargas Llosa se alude repetidas veces, y no por casualidad, a un personaje
histórico que es, también, un personaje de novela. Es el Petronio de la Roma
imperial, un rico terrateniente, propietario de miles de esclavos. (Ese
Petronio es el autor de Satiricón,
una obra con la cual me identifico por razones de complicidad y de apellido).
Pero es, además, el Petronio de Quo
vadis?, el Petronio de la novela de Enrique Sienkiewicz que alguna vez se
vendía como pan caliente. Es el Petronio árbitro de la elegancia, el arbiter elegantiorum, el áulico por
excelencia. Un personaje emblemático, sin duda.
Petronio, en la
novela, es el más refinado y exasperante de los aduladores de Nerón. Pero
Petronio es un adulador desencantado, uno que está atrapado, que no está allí
por gusto. En la adulonería pone en juego toda su inteligencia y, a veces, la
vida. La adulonería es cuestión de argucia, de agudeza mental, mediante las
cuales implica todo lo contrario de lo que dice. He aquí la escena:
Nerón acaba de
declamar unos versos de su canto al incendio de Troya. El auditorio lo adula a
una sola voz. Petronio disiente. Dice que esos versos son dignos del fuego.
Sobreviene un intervalo de terror. A todos les pareció que había sellado su
sentencia de muerte. El César demanda una explicación y Petronio da un giro a
sus palabras. Castiga la ligereza de los
presentes. Ninguno allí entiende nada de poesía. Esos versos son dignos de
Ovidio, de Virgilio, incluso de Homero, pero no son dignos de ti, Nerón, que
estás a mayor altura. Nerón lo mira con ojos aguados, conmovidos. Sólo tu,
Petronio, me dices la verdad.
A Petronio, en el
fondo, todo aquello le repugnaba y de eso dejó constancia en las pocas páginas
del Satiricón que han llegado hasta
nosotros. Del servilismo se redimió en vida, participando en la conjura de
Pisón, por lo cual fue condenado a abrirse las venas. En la novela de
Sienkiewicz se redime, desde la muerte, con una carta que no tiene desperdicio:
“¡Salud, augusto,
y no cantes; asesina, pero no hagas versos; envenena, pero no bailes; incendia,
pero no toques la cítara!”
El ejemplo de
Petronio no abunda entre los cortesanos de la era de Trujillo, pero se dieron
casos parecidos de intelectuales, sobre todo, que colaboraban con el régimen y
pasaron a la oposición, pluma en ristre, pagando la letra con la sangre
(Galíndez, Almoina, Requena).
Los áulicos de La fiesta del chivo actúan, en general,
de otra manera. Son epígonos, no disidentes, como sugiere Juan Daniel Balcácer
en un artículo reciente. No toman riesgos (y es casi lo único que no toman),
están encantados de estar donde están y se disputan a codazos los favores de
Trujillo. Lo peor que puede pasarles es caer de la gracia del Jefe, y a veces
caen, paradójicamente, por exceso de celo, exceso de servilismo. El golpe bajo
en la novela de Vargas Llosa va dirigido precisamente contra estos aduladores
palaciegos, los cortesanos. Es un golpe bajo, bajísimo, por la propia
naturaleza del objetivo, una especie de misil de vuelo rasante. El autor
condena, sin duda, a los esbirros, castiga y mortifica la falta de escrúpulos
de los delatores, denuncia la crueldad de los torturadores y presenta a
Trujillo como asesino vesánico, pero son los cortesanos los que reciben la peor
parte, a ellos está reservado el fallo más adverso, la pena máxima en el último
círculo del infierno dantesco. Los cortesanos son la oveja más negra de la
novela y han acusado el golpe: han pegado el grito, o han disimulado el escozor
con palabras sinuosas, pero más les valiera permanecer callados. La especie
abominable de los cortesanos inspira repugnancia. Son advenedizos a los que
“les gustaba ensuciarse”, a los que parecería que “trujillo les sacó del fondo
del alma una vocación masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos,
maltratados, que sintiéndose abyectos se realizaban.” El cortesano, parece
decirnos Vargas Llosa, es tanto más deleznable en cuanto tiene el don de la
inteligencia y ha recibido el beneficio de la cultura. A la bellaquería el
cortesano suma la ausencia de valores morales, incluso la ausencia de valor
personal, la ausencia de ideales. De hecho, el cortesano no aspira ni tiene
voluntad para aspirar a un ideal. El cortesano carece de heroísmo, para el
cortesano no hay redención posible. Es un prostituto. Si ofrece la mujer o la
hija es porque ya se ha ofrecido a sí mismo.
En las páginas de
La fiesta del chivo, que son muchas,
hay un despliegue, una parada, todo un glorioso desfile de personajes del
género reptante, de esa subespecie de
cortesanos, palaciegos, áulicos, alcahuetes, celestinos, proxenetas,
limpiasacos, lambones, tumbapolvos, adulones, alabarderos, bufones y sicofantes
que se les quiera llamar. No son todos los que estaban, ni están todos los que
eran: apenas un muestrario representativo. El autor evidentemente se encariñó
con algunos de ellos y no quiso mostrar sus vergüenzas. De lo contrario
habríamos asistido a espectáculos espeluznantes y espeleznudos, orgías y misas
negras, danzas macabras de cortesanos bailando en trajes de mujer.
A Vargas Llosa se
le escapó o dejó escapar, concretamente, por lo menos uno de los cortesanos más
indignos de la era gloriosa. El hijo de ese cortesano, que medró a la sombra
del poder, ahora es un hombre de poder, con su propia corte de áulicos y
áuliquitos, y eso explica muchas cosas. Las culpas del padre no son las culpas
del hijo, por supuesto, pero el hijo ha sabido fabricarse un historial
siniestro, que es fruto de su esfuerzo y sólo de su esfuerzo, y carga sobre sus
hombros con responsabilidades que no heredó del padre. De manera que se trata
de un personaje abominable por derecho propio: la personificación de la
arrogancia. Es un personaje, más bien, surrealista, de cara tan dura que se ríe
en público de chistes antitrujillistas y persevera en prácticas trujillistas,
con la complacencia de gobiernos liberales. A su antojo, por ejemplo, ha
manejado, manipulado, depredado el archivo de Trujillo para lavar la honra de
familias patricias, incluyendo la propia.
Algunos
cortesanos aparecen en la novela de Vargas Llosa con nombres y apellidos más o
menos deformados y más y menos reconocibles. Otros, como Henry Chirinos, con
nombres y apellidos inventados, y otros, como Balaguer, con nombres y apellidos
reales. Balaguer, de cualquier manera es inconfundible y de poco o nada le
valía el camuflaje de un nombre ficticio. En la novela de Viriato Sención se
llamaba Doctor Ramos y el azufre era el mismo. El misterio, en cambio, envuelve
a Henry Chirinos. La gente de cierta edad se pregunta por Chirinos, los
conocedores indagan sobre Chirinos y no lo identifican, porque Chirinos es, a
todas luces, un prototipo, el prototipo de varios cortesanos. Su descripción
corresponde probablemente a una mezcla de físicos y personalidades de
cortesanos de la era: gordo como Fulano, sucio como Zutano, beodo como Mengano, etc. Chirinos es un poco todos, un
menjurje, un cóctel, una batida de cortesanos, batida de indignidad. [1]
Sólo Balaguer es único, inequívoco, apabullantemente igual a sí mismo.
El misterio no radica en su identidad, sino en su personalidad. Balaguer se
lleva en parte la atención, el morbo, la curiosidad, se lleva un poco la
admiración del narrador, y de seguro la mayoría de adjetivos no laudatorios de
la novela. A costa de Balaguer, el autor ensaya todas las alusiones despectivas
que puedan imaginarse, y Balaguer, por supuesto, se las merece, califica, sin
duda, como objeto de tan cruel y justiciero ejercicio de la inteligencia.
Curtido en el ejercicio demoníaco del poder, Balaguer es, sin duda, la figura
más nefasta de la historia dominicana. Por encima de Báez y Trujillo, Balaguer
es, sin duda, la figura más repulsiva de nuestra historia. Otros gobernantes
fueron producto de circunstancias. Balaguer eligió las circuntancias, él creó
las condiciones para el establecimiento de un régimen basado en la corrupción,
él llevó a la moral pública a un estado de putrefacción del que no ha podido
recuperarse hasta ahora. Pudo haber consagrado por lo menos una parte de su
existencia a una causa decente, medianamente justa, y la consagró entera a la
maldad. Para eso ha vivido casi un siglo. “Nada conserva tanto como el odio”,
ha dicho un autor del que no puedo acordarme, y ahí está Balaguer para
demostrarlo.
El chivo de Vargas Llosa
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Pedro Conde Sturla
[1] “...al hablar del cortesano Henry Chirinos, y decir que son varios en
uno sólo y único personaje con nombre y apellido cambiado, como en otros casos
hace MVLL en esta y otras novelas, (Pedro Conde Sturla, paréntesis mío, PCS) no
sabe o no recuerda que el nombre –en inglés en este caso- y el apellido
corresponden a uno de los colaboradores políticos más cercanos a MVLL en
tiempos del FREDEMO, pasado luego en flagrante traición a las filas de
Fujimori, Montesinos y el peor de los fujimorismos morales y políticos”. J. J. Armas Marcelo, Vargas Llosa, el
vicio de escribir. p. 452.
De venta en
[1] “...al hablar del cortesano Henry Chirinos, y decir que son varios en
uno sólo y único personaje con nombre y apellido cambiado, como en otros casos
hace MVLL en esta y otras novelas, (Pedro Conde Sturla, paréntesis mío, PCS) no
sabe o no recuerda que el nombre –en inglés en este caso- y el apellido
corresponden a uno de los colaboradores políticos más cercanos a MVLL en
tiempos del FREDEMO, pasado luego en flagrante traición a las filas de
Fujimori, Montesinos y el peor de los fujimorismos morales y políticos”. J. J. Armas Marcelo, Vargas Llosa, el
vicio de escribir. p. 452.
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