martes, 26 de diciembre de 2017

CUENTOS BRUJOS Y OTROS ESPANTOS


 Pedro Conde Sturla

ALUCINACIONES Y ESPANTACIONES


Confieso que Gógol me hace recordar episodios de la remota infancia pueblerina, veladas a la luz de velas y velones o temblorosas luces incandescentes amarillas, literatura oral, cuentos espeluznantes y espeleznudos en boca de personas que creían y te hacían creer al pie de la letra en lo que contaban, cuentos  de galipotes, de muertos que salen o aparecen, del diablo en persona fumando cachimbo, echando fuego por la nariz, cuentos que te ponían los pelos de punta, la piel de gallina, te aflojaban el fulimiñín y te ponían a ver nimitas (admitiendo que existan esas palabras), convertían el corto e interminable camino de regreso a la casa en una dimensión desconocida...
Un cuento que nunca se me olvida es el del compadre. El compadre iba por la vereda, ¿saben?, la que pasa junto al arroyo y se mete en el cacaotal, que comenzaba a teñirse de sombras, y se moría de miedo, de ganas de fumar. Pero los fósforos se habían mojado y había que aguantarse las ganas, aguantarse el miedo y las ganas de fumar, que era peor. Iba pitando, silbando como de costumbre, para espantar las ánimas, para espantar el miedo que no se le quitaba, las ganas de fumar y de repente…
De repente lo vio cuando venía hacia él, allá lejos lo vio, a una distancia eterna. Claro está que lo vio, aunque de lejos, aunque al principio lejos. Y venía caminando, igualmente quizás venía pitando, venía quizás silbando pero también fumando: en la boca la lumbre lo alumbraba.
Y se seguía acercando a paso lento, pero ya no silbaba. Era un paisano, con su machete al cinto. Cuando lo vio de cerca la lumbre no alumbraba, tenía dientes de oro, todos los dientes de oro.
            El compadre le dijo buenas noches y le pidió candela para prender el pachuché. El otro abrió la boca y le enseño los dientes, todos los dientes de oro, a modo de saludo y se tanteó un bolsillo, en búsqueda de fósforos.
         Que Dios me lo bendiga, dijo entonces el compadre. El otro se detuvo, se le mudó el semblante, se lo quedo mirando un segundo y le enseñó los dientes, todos los dientes de oro, le dijo ¡Prenda aquí!, y largó un candelazo por la boca…
         Algo parecido le paso a Moreno hace muchos años. Moreno regresó cansado de trabajar y se encerró en el ranchito que había alquilado el día anterior, techo de zinc, tablas de palma, piso de cemento. Lo había alquilado a buen precio porque a nadie en los alrededores parecía interesarle y tenía un buen tiempo desocupado a causa de rumores infundados, chismes de patio, supercherías en las que Moreno no creía.
         Viviriá allí con su familia, su mujer y cuatro hijos, dos varones, dos hembras, un perro prieto. Pero esa noche estaba sólo, estaría solo hasta que llegara la mudanza con el resto de los muebles y su gente.
         Los vecinos lo habían visto llegar, lo saludaron de lejitos, lo miraron con  aprensión, con  recelo, se hicieron cruces. En esa casa no se puede vivir, le habían dicho, hay presencias extrañas, se oyen voces, la mecedora empieza a mecerse.
La mecedora, sí, cuál mecedora. Moreno no creía en esas cosas y se sentó en la cama, empezó a decir sus oraciones, a quitarse las botas. No creía en esas cosas, pero más le valiera haber creído.
No quería creerlo hasta que vio la mujer, la cabeza de la mujer que lo miraba desde el rincón. Empezó a creerlo de verdad cuando la cabeza de la mujer comenzó a crecer, a llenar con su presencia todo el espacio sin dejar de mirarlo. Lo miraba a los ojos con un olor podrido y se acercaba. Moreno se puso blanco, momentáneamente blanco, tembloroso y ajado como un papel. Encomendó su alma al Altísimo. Ahora estaba creyendo. Misericordia, Señor, misericordia. Ahora estaba creyendo de verdad…
El mejor de todos los cuentos me lo contó varias veces tío Raúl. Tío Raúl venía en su mula de paso fino de la finca de El Pozo y le había cogido la noche, noche negra encendida. Amenazaba lluvia y el cielo estaba tronando, relampagueando. Antes de llegar al puente la mula se espantó, se frenó. Tío Raúl le clavó las espuelas y la montura no respondió. Estaba aterrada. Trató de convencerla por las buenas hablándole al oído, pero la mula no quiso entrar en razones.
Alguien, con sombrero, de estatura imponente, estaba reclinado en una barandilla del puente y parecía estar mirándolo  con malos ojos. Tío Raúl le pidió que por favor se quitara del  lugar, que le estaba espantando la montura, que lo dejara pasar, pero el hombre del sombrero no se movió, no respondió, se quedó mirándolo con la misma impertinencia.
Por, favor, repitió tío Raúl, mire que está casi lloviendo y va a caer un diluvio. El hombre del sombrero no se inmutó, no se movió, no respondió y lo seguía mirando con malos ojos.
Al cabo de un buen rato, después de agotar sus mejores recursos persuasivos, tío Raúl se apeó de su mula de paso fino y se dirigió hacia el impertinente que lo doblaba en tamaño. Ya había perdido la paciencia. De nuevo le pidió, le rogó para que por favor lo dejara continuar pero el impertinente volvió a dar la callada por respuesta y lo miraba con sorna, con descaro. En ese momento pareció llevarse la mano al cinto y tío Raúl supo que se estaba jugando la vida. Sacó raudo el machete, tiró un planazo al cuerpo, escuchó un ruido seco, paff, y vio la figura desplomarse, caer más bien al río como una yagua seca.
Como lo que era.

P.S.: Cerca de ese lugar había un ranchito de mala muerte que no parecía tener dueño, nadie lo había reclamado en años. Era el ranchito que había alquilado Moreno .

14 a 17 febrero 2017



  MECEDORAS



El caso es que la mecedora se mecía, comenzaba a mecerse brevemente y la piel a ponerse de gallina. A veces se sentía un aire dulce, tibio, y luego el sonido de la mecedora, como si el aire dulce y tibio la meciera, empezara a mecerla.Corría un rumor insano, si acaso no lo son todos. En la casita de madera había vivido y envejecido una señora que se pasó los últimos años meciéndose en una mecedora de caoba y después de muerta se mecía, seguía meciéndose, inconfundiblemente se mecía y remecía a altas horas de la noche sobre el piso de madera y el mecimiento se escuchaba en el cuarto de servicio. A veces la señora pedía su leche y llamaba en voz alta a la muchacha, que no duraba en el empleo. Ninguna duraba en el empleo, ya ni siquiera lo aceptaban. Soplaba el viento, el viento de las ánimas, y se mecía con el viento la señora en su mecedora a veces toda la noche, toda la inmensa noche.
De día era diferente. La casita de madera tenía dos niveles, una apariencia alegre, una reata con flores y tres delgadas palmas, de las llamadas areca, que crecían justo al frente y se movían alegremente al viento. Soplaba continuamente el viento y nada de lo que se escuchaba estaba fuera de lugar.
En el segundo nivel había una sola habitación donde se congregaba cada noche un grupo de universitarios para estudiar y fumar, planificar, entre otras cosas, el próximo fin de semana, y ninguno creía, por supuesto, en cuentos de aparecidos y ancianas difuntas que se mecían en mecedoras. Sólo el estudiante de odontología le concedía al fenómeno el crédito de la duda, aguzaba de vez en cuando los oídos, creía oír lo que no oía y los demás se burlaban, se reían, le hacían pesadas bromas, lo tachaban de supersticioso y timorato. Hasta que un día, una noche, les fue revelada “una gran maldad”.[i] 



Sopló un viento nocturno esa noche, no podía ser de otra manera, todos sintieron el sonido del viento, y al estudiante de odontología le pareció escuchar la mecedora que los demás no escucharon. Pero el viento arreció y empezó sentirse un raque raque y todos palidecieron. Era el viento de las ánimas. Soplaba, al parecer, el viento de las ánimas, y se mecía al viento la mecedora.En la casita de madera había vivido y envejecido una señora que se pasó los últimos años meciéndose en una mecedora de caoba y después de muerta se mecía, seguía meciéndose, inconfundiblemente se mecía y remecía a altas horas de la noche sobre el piso de madera y el mecimiento se escuchaba en el cuarto de servicio y ahora en toda la casa, incluyendo el cuarto de estudio y una inmensa cagazón invadió a todos los estudiantes.
El estudiante de ingeniería miró en derredor, miró hacia arriba, se asomó a una ventana, buscó una explicación lógica, pero no la encontró. Los demás se miraron unos a otros las caras pálidas, los ojos desorbitados, el pellejo erizado, los cabellos descompuestos por el fuerte viento de las ánimas, que entraba por todas las ventanas de la ventilada habitación.
El estudiante de odontología hizo acopio de prudencia, cerró el libro, dio por terminada la sesión, se puso de pie y se dirigió a la puerta de salida. El estudiante de medicina -el futuro Dr. Mime- hizo lo mismo. El estudiante de química no quiso quedarse atrás.
El estudiante de ingeniería dudó un instante, volvió a mirar en torno y hacia arriba, buscando una explicación que no encontró y finalmente les siguió los pasos.



Uno y otro tras otro abandonaron el lugar con el rabo entre las piernas, sintiendo esta vez que la piel se les ponía de cocodrilo, sintiendo con pavor el viento de las ánimas que movía la mecedora, todas las mecedoras y los troncos de las palmas. Las tres delgadas palmas, de las llamadas areca, que crecían justo al frente de la casita de madera y se movían lúgubremente al viento. Los troncos de las tres delgadas palmas que se mecían y remecían con el viento, que rozaban una de las planchas del techo de zinc y pronunciaban un sonido quejumbroso como el de una anciana señora en su mecedora sobre un piso de madera.

25 noviembre, 2017



[i] Leopoldo Marechal, “El banquete de Severo Arcángel”

 GALIPOTES




Tenían días buscándolo después que mató al general y se dio a la fuga, pero no le habían visto ni la sombra. Treinta uniformes detrás de un fugitivo al que todos habían visto en algún lugar y no aparecía en parte alguna. Días y noches buscándolo sin descanso, sin comer, sin dormir, sin resuello, sin fuerzas, con las patas hinchadas y adoloridas.
La orden era apremiante, había sido apremiante y apremiadora, aquí no vuelvan sin él, pero el fugitivo sabía esconderse, sabía estar y no estar. Entre esas lomas podía estar en cualquier sitio y no estar en ninguno. Y a lo peor se escondía a simple vista.
Aparte de cansada y hambrienta, la tropa estaba nerviosa. Todos estaban nerviosos. Habían peinado la zona, habían tumbado puertas y ventanas a culatazos, habían tumbado dientes para hacer que la gente hablara. Hasta en las letrinas habían buscado y no le habían visto ni la huella al fugitivo. Los lugareños estaban aterrados. ¿Dónde podía haberse metido?
A lo peor se esconde a simple vista. El hombre tiene poderes.
A mi no me venga con ese cuento.
Hay cuentos que no son cuentos, mi comandante.
¿Cómo el del abogado de Pimentel que tenía una crianza de ciguapas?
Si al fugitivo le hicieron un ensalmo está protegido y si es un galipote tiene poderes y no hay quien pueda con él.
Déjese de pendejadas y organice la tropa para que descanse. Y que nadie se quite las botas, que después no les entran.
El galipote se vuelve guaraguao y se vuelve chivo, como ese que está pasando, se vuelve piedra y se vuelve tocón como ese mismo donde usted puso la gorra ahora mismo. Un tocón de caoba o lo que sea. Y no hay quien pueda con él.
Si, ya lo sé, y también se vuelve perro, pero no muerde como las ciguapas. Es más malo que el diablo y no le hacen efecto las oraciones ni le entran los tiros de ametralladora. Deja que lo encontremos.
Dicen que no tiene sombra ni tiene alma. Que les chupa la sangre a los niños, como las culebras. Qué está fuera de la ley de Dios.
Y también le gusta espantar a la gente, hacer maldades, extraviar a los caminantes, derricarlos por los barrancos. Y enamorar mujeres ajenas.
Eso yo no lo sé, comandante, pero un tío mío vio uno y le dio un ataque de ferecía. Estuvo a un tris de morirse.
El comandante era un hombre instruido y conocía de memoria aquellas historias. Había honrado el uniforme desde la época del corte, la gran masacre de haitianos (hombres mujeres y niños, por orden del ilustre Jefe), y había pasado por las armas a muchos de ellos. Había estado como quien dice toda la vida oyendo hablar de brujos que curaban enfermedades incurables con ensalmos, oraciones y resguardos o le causaban la muerte a un semejante echándole un guanguá, una muerte lenta y dolorosa.
Un brujo poderoso podía convertirse en galipote y el galipote podía convertirse en muchas cosas, igual que el zángano, el zancú, que camina dando zancadas y de una sola zancada puede cruzar un río. También puede hacerse invisible. Pero el zancú es inofensivo, sólo es travieso y cuando se hace invisible es para asustar a los niños.
Los brujos más ambiciosos pactan con el maligno a cambio de su alma o la vida y el alma de sus hijos y sobrinos, y engendran un bacá, una criatura demoníaca que multiplica sus poderes, los hace ricos, multiplica sus riquezas, los protege, los cura en salud.
En Pimentel -durante una conferencia del Dr. Mora Serrano- el comandante había oído hablar del mal de ojos, cabañuelas, amarradores de agua, de la mágica y primera agua de mayo, de ciguapas, marimantas, nimitas y biembienes, y de la pesadilla con una mano agujereada y otra llena de tesoros que puede hacerte rico…
El comandante se las sabía todas. Eran supercherías, puras supercherías, supersticiones de dominicanos y haitianos ignorantes. Creencias que conocía y despreciaba y en las cuales toda la tropa creía
Ahora, después de un merecido descanso, la tropa de uniformados tenía que ponerse en marcha y el comandante dio la orden de ponerse en marcha y todos se pusieron en marcha.
Hay que encontrar al fugitivo, y si no lo encontramos lo fabricamos. Necesitamos un culpable con carácter de urgencia o por lo menos un sospechoso.
Después de un breve andar, alguien se percató de que el comandante había olvidado la gorra y preguntó, mi comandante, si se la voy a buscar. Al comandante no le gustaba que le pusieran la mano a su gorra y dijo que no y volvió sobre sus pasos a buscar la gorra.
Regresó al poco rato con la gorra pues, pero ya no era el mismo. Traía el semblante blanco, mortecino, los pelos engrifados, la piel engranujada, transfigurado el rostro.
Parecía haber visto una aparición y la vio. O mejor dicho había, presenciada una desaparición. Había encontrado la gorra el comandante, en el mismo lugar en que la había dejado, exactamente en el mismo lugar donde también habría debido encontrar el tocón de madera de caoba donde había puesto la gorra. El fatídico tocón de caoba que debía estar y  no estaba. 


 29 de noviembre de 2017



LA YEGUA TROTONA 


Le aconsejo que no vaya por ese camino, magistrado, y mucho menos a estas horas. Le va a coger la noche y el agua. La mala noche. Es un camino difícil y pasan cosas raras. Tenga cuidado con la ciénaga y los derricaderos. Y tenga pendiente que si se mete en el arenal se lo traga con todo y montura.El magistrado tenía que estar temprano en el tribunal y salió de Samaná para Sánchez en la yegua trotona. Era la misma ruta que tomaba cuando viajaba a San Francisco (cinco o seis horas a caballo y otras tantas en tren). La yegua trotona se la conocía de memoria.
El caso que le ocupaba era particularmente extraño. Un pescador de la zona se había sentido mal cuando desyerbaba el conuco y al poco rato empezó a sentirse peor, mucho más que peor.
Primero lo atacó un dolor en la boca del estómago y después en el cuerpo y en el alma. Todo el cuerpo y el alma. El padrejón tenía que ser. Le dolía el cuerpo y el alma y apenas tenía resuello.
En esas condiciones atravesó la bahía en su cayuco y puso rumbo hacia Miches, más bien hacia la vivienda donde malvivía un curandero haitiano que tenía fama de milagrero, en los alrededores de Miches, casi como quien dice en los alrededores de un poblado despoblado que antes se llamaba El Jovero. Al lugar llegó casi muerto o casi vivo y no encontró señales del curandero, no había por el momento nadie ni cosa alguna en qué poder sentarse. Una vivienda era porque allí se vivía, se malvivía.
Apenas un bohío, apenas tablas de palma, techo de yaguas, piso de tierra y ceniza apisonadas. Y no había nadie, por el momento nadie. Y nada en que sentarse.
El milagrero y el milagro se hicieron esperar y al cabo de mucha espera el visitante empezaría a desesperarse. Decidió forzar la puerta de entrada y la forzó. Hacía un rato que la había forzado cuando llegó el curandero haitiano. Venía de trabajar, con la azada al hombro, y no le gustó lo que vio.
El intruso había violado la puerta de entrada, que no ofreció resistencia y la había dejado abierta, había sacado una silla, una de las mejores sillas y allí estaba sentado con aire de dueño de casa. El haitiano le echó lo que pareció una maldición en creole y el otro se la devolvió con una mirada de mala muerte.
El magistrado se sorprendió al escuchar la historia, pero cuando conoció a los personajes se negó a creerla. El pescador era un hombrecito flaco, chiquito, esmirriado, un rebejío que se había pasmado durante el desarrollo, cuerpo de niño con cara de viejo.
Todo lo contrario del curandero haitiano que casi lo doblaba en tamaño, en corpulencia, en vigor y que además estaba armado con un temible instrumento de labranza. Sin embargo, el hombrecito no tuvo mayores dificultades para arrebatarle la azada. Casi como quien dice jugando, jugando con un niño, se la quitó, lo tumbó, le hizo unos concienzudos cortes superficiales con la afilada hoja del instrumento desde la cabeza a los pies. En ese estado había llegado de alguna manera al hospital.
Por el momento está más vivo que muerto -magistrado-, pero el pronóstico es reservado.
Lo que pasó después es algo más sorprendente. El tal Hiciano, el agresor, se había recuperado como por encanto de sus dolencias, se había sanado solo o en contacto con el curandero. Vaya usted a saber.
Así que lo trancaron. Lo trancaron provisionalmente en una celda de la fortaleza en la que cabían cinco presos y había diez o doce, quizás más. Lo recibieron con alegría, como si fuera un juguete nuevo. En mala hora comenzaron a burlarse del hombrecito rebejío, a darle empujones, desconsiderarlo. Casi de inmediato se armó la pelotera. El tal Hiciano agarró una de las cubetas donde los reclusos hacen sus necesidades y comenzó a repartir cubetazos y mierdazos a trocha y moche.
Los guardias acudieron al oir los gritos y encontraron a los presos arrinconados, enmierdados, encaramados los unos sobre otros, y al tal Hiciano hecho una furia, poseído como quien dice por un demonio y repartiendo golpes de cubeta.
No fue fácil, sacarlo, magistrado, a culatazos limpio lo sacaron y lo metieron en solitaria. Pero los culatazos no parecían hacerle efecto, lo golpeaban sin misericordia y no se aplacaba su furia.
El cuento no termina ahí, magistrado. Desde que lo metieron en solitaria no dejó de dar gritos, gritaba de día y de noche y sacudía las rejas con tal fuerza que parecía capaz de desprenderla y la desprendió. Salió con ella al patio de la fortaleza una vez y tuvieron que meterlo en otra celda y encadenarlo, pero el maldito no deja de gritar, no come ni bebe, pero no deja de gritar. Nos tiene locos a todos. Ya están pensando en matarlo.
El magistrado no olvidaba esas palabras. Una sentencia de muerte. Por eso tenía tanto empeño en regresar. Interpondría de alguna manera sus buenos oficios para tratar que el caso no tuviera un desenlace fatal. Era evidente que el tal Hiciano no sobreviviría mucho tiempo en la cárcel y el magistrado había pensado en negociar un traslado al manicomio de Nigua, que se encontraba por cierto a poca distancia del leprocomio. Sólo en el manicomio de Nigua, bajo la dirección del Dr. Zaglul, podían garantizarle hasta cierto punto la vida. El mayor riesgo era que se contagiara de lepra.
No le faltaba mucho para llegar a Sánchez cuando lo agarró el temporal, o más bien un diluvio. Empezaron a caer rayos y centellas y todo se ponía intermitentemente más negro y más brillante. El resplandor lo deslumbraba y lo cegaba a la vez. Ya no podía verse ni las palmas de las manos.
A la yegua trotona no parecía afectarle, en principio, y continuaba por el camino que conocía de memoria, pero a un cierto punto empezó a ponerse nerviosa, insegura, aminoró la marcha, pese a que el magistrado la apremiaba con golpes de talón, perdió aparentemente el rumbo y se puso mañosa. El magistrado seguía apremiándola con golpes de talón, pero la bestia no respondía, respondía mal, de mala gana, y el magistrado seguía apremiándola con golpes de talón. De repente se detuvo y ya no quiso seguir. La golpeó entonces con la rienda en los flancos y la yegua trotona no se movió. Siempre había sido mansa, dócil, pero ahora había perdido sus buenos modales y no avanzaba ni se movía. Se había clavado a la tierra. No reaccionaba con golpes ni caricias.
El magistrado no tenía espuelas ni las habría usado en caso de tenerlas, pero de alguna manera tenía que reducir el animal a la obediencia. No podía permitirse el lujo de quedarse allí varado por quién sabe cuánto tiempo. Llevaba puesto un capote militar, una reliquia de la época de la intervención militar yanqui, pero ya estaba empapado hasta los huesos. Hecho una sopa. Y la yegua no se movía. La tozuda yegua no se movía. El temporal arreciaba, arreciaba con violencia el viento y todo se movía menos la bestia inmóvil.
La castigó bien fuerte de nuevo con la rienda y los talones, y la maldita bestia no se movió. No se movería. Pero esta vez relinchó como si estuviera protestando o más bien advirtiendo y el magistrado se conmovió, sintió pena, le acarició la crin. En ese momento un relámpago iluminó la escena y al magistrado se le pusieron todos los pelos de punta. Se le cayó el alma al suelo cuando por un momento pudo ver lo que tenían delante. Allí estaban parados -la bestia y el magistrado -, justo al borde de un barranco en el que se habrían roto en pedazos si la bendita yegua trotona hubiese dado un paso adelante.

9 diciembre, 2017



LA ROTONDA


La rotonda de Boca Chica tenía mala fama. Todos decían que la mujer vestida de blanco se montaba en el vehículo y no decía una sola palabra durante el viaje y al llegar a la capital pedía que la dejaran en la puerta del cementerio de la Tiradentes y desaparecía. El chofer se volteaba para cobrarle cuando llegaban a la puerta del cementerio y la mujer ya no estaba. Simplemente desaparecía.
En cuanto anochecía, la rotonda cambiaba como de apariencia y temperamento, se convertía en algo extraño, maligno, y ninguno de los choferes que se ganaban la vida transportando pasajeros por esa zona se detenía en el lugar. No circulaban ni cerca de la rotonda, porque siempre se oían voces.

Sin embargo, a mí me pasó lo que me pasó en otro lugar, cuando regresaba del aeropuerto donde había ido a llevar una pareja que iba a viajar para los nuevayores. 
Me la encontré a prima noche, más allá del cruce de la salida del aeropuerto con la avenida de las Américas, muy lejos de la rotonda, pero estaba vestida de blanco y no quise pararme a recogerla. 
Más adelante me detuve a comprar una fría, una cerveza bien fría, una ceniza color de novia que botaba humo como una chimenea por lo fría que estaba. Sudaba de frío.
El primer trago me supo a gloria y seguí mi camino, rumbo a la capital, pero el segundo no pude tomarlo. La mujer vestida de blanco estaba de nuevo en la pista esperando transporte. Me hizo señas para que me detuviera y yo pisé el acelerador y ni la miré al pasar. No quería mirarla.
Hice un alto en la bomba para echar gasolina un par de kilómetros más adelante, y mientras llenaban el tanque me llevé la botella de cerveza a la boca y no pude tomarla. Ya se había calentado y sabía a lo que tenía que saber, a puro meado. 
Ya estaba listo para irme cuando una puerta se abrió con un chirrido y volví la cabeza. Una punzada, un calambre frío empezó a bajarme por la espalda y siguió bajando hasta el lugar en que la espalda pierde el nombre. Se me alojó en el huesito de la sopa, allí donde el sol no alumbra. La mujer vestida de blanco se había acomodado en el asiento trasero y me miraba con expresión risueña.
Era la muchacha más linda que había conocido en mucho tiempo, la más linda que había conocido en mi vida y su belleza y simpatía disiparon todas mis aprensiones.
-Me pareció haberla visto más atrás.
-Quizás por el vestido. Hoy es día de los muertos. Día de los Santos difuntos. Muchas mujeres se visten de blanco. O de negro.
-La fiesta de los muertos, sí, lo había olvidado. 
-¿Se le hace difícil pensar en una fiesta de todos los muertos?
-Soy estudiante de medicina en la UASD y creo que la vida de los muertos debe ser muy difícil. Por algo dicen que la muerte es un país donde no se puede vivir.
- ¿Ha estado usted muerto alguna vez?
-Hasta ahora no, por pura suerte, pero estoy casi seguro de que algún día me tocara morirme.
-¿No le da miedo?
-Bueno, a pesar de todo lo que se dice, no conozco ningún muerto que se haya quejado de la muerte y eso es alentador.
-¿No ha oído hablar de almas en pena?
-Por estos lugares pasan muchas casi todos los días. La gente de por aquí no se cansa de contar la historia de una mujer vestida de blanco como usted. Por eso la rotonda de Boca Chica tiene mala fama. Una mujer vestida de blanco se monta en el vehículo como usted, no dice una sola palabra en todo el viaje y al llegar a la capital pide que la dejen en la puerta del cementerio de la Tiradentes y desaparece. El chofer se voltea para cobrarle cuando llegan a la puerta del cementerio y la mujer ya no está. Simplemente desaparece. Una mujer vestida de blanco como usted, pero usted no parece muy muerta.
-Hasta ahora no, por pura suerte.
-Y además usted habla, pone conversación, no me parece nada muerta.
Todavía.
-!Y no me diga que se va a quedar en la puerta del cementerio de la Tiradentes!
-No, yo me quedo enfrente del cementerio de Los Minas.
A partir de ese momento la mujer no volvió a decir palabra y yo empecé a sentir que la botella de cerveza que llevaba entre las piernas se estaba enfriando, se había puesto otra vez color ceniza. Ceniza color de novia. Botaba humo como una chimenea por lo fría que estaba. Sudaba frío.
Entonces tomé otro trago y me supo a gloria, pero la mujer no volvió a decir palabra. Temí que se hubiera ofendido por algo y yo tampoco hablé más durante el viaje.
Sólo una vez rompió el silencio. Me dijo que no pusiera música.
De ahí en adelante fingí ignorar su presencia, la ignoré por completo. No le dirigí la palabra ni la mirada. Al llegar al cementerio de Los Minas le anuncié con fina cortesía que habíamos llegado y me volví para cobrarle y descubrí que había sido engañado como un tonto. ¿Cómo podía una mujer tan educada y fina y bonita ser tan tramposa y deshonesta? Sí, la simpática y linda mujer ya no estaba. Simplemente había desaparecido frente a la puerta del cementerio sin despedirse y sin pagar y ya no estaba.


CALLE SIN SALIDA


Aquella suntuosa residencia en los alrededores de Puerta de Hierro tenía un encanto particular y nos sedujo al instante, sobre todo por su ubicación al final de esa arbolada y frondosa calle sin salida. Por eso no dejó de sorprendernos que el vendedor (tan aparentemente nervioso) estuviese  contento de desembarazarse de un inmueble de ese valor a  precio de vaca muerta. Se encontraba, eso sí, en un lugar retirado, prácticamente desolado, en las afueras de la ciudad, casi al lado del río Isabela, pero allí se respiraba aire puro y fresco a pleno pulmón y era un lugar apacible, extrañamente apacible en realidad.
A pesar de la abundante vegetación no vimos pájaros, no se escuchaba el canto de las aves. No se escuchaba ni siquiera el sonido del silencio. Pero en esos momentos nos sentíamos   demasiados felices como para reparar en esos detalles y esa   misma tarde firmamos el contrato en presencia del encargado de la compañía de bienes raíces, que estaba más contento de vender que nosotros de comprar, aunque visiblemente       nervioso, mucho más de lo que estaba cuando nos llevó a conocer la propiedad. Era un bicho raro. Uno de esos tipos de carácter opaco y elusivo que no miran a los ojos y evitan dar respuestas concretas. Cuando le preguntamos por el nombre de la calle emitió una risita indefinida: ji, ji… Dijo que la calle no tenía nombre oficialmente, solamente se llamaba Calle sin salida.
El primer inconveniente se presentó con la gente de la compañía de mudanza.
-No damos servicio en esa zona.
¡Pero si ustedes hacen mudanzas a todo el país!
-Con algunas excepciones. Y esa zona es una de ellas.
-¿Y se puede saber por qué? 
-No, señor, no se puede, política de la empresa.
¿Política de la empresa? Ninguna empresa iba a impedir que nos mudáramos o por lo menos comenzáramos a mudarnos al otro día temprano en la mañana. De modo que le pedí prestada la camioneta a Rafaelito Báez, un viejo amigo y  
compañero de estudios que vivía desde hacía años en Puerta de Hierro. Rafaelito me prestó el vehículo, desde luego, pero  frunció el entrecejo cuando le dije en qué lugar se encontraba la casa. 
Nos pasamos el día, todo el santo día dando viajes, trasladando lo indispensable de un lugar a otro: la cama, la nevera, la estufa, los muebles del comedor, la televisión, el labrador negro gigante que comenzó a brincar, a corretear de felicidad cuando lo solté en el inmenso patio. Pensé que uno de los próximos días iríamos al río a darnos un baño, sin sospechar entonces que el río estaba plagado de caimanes que se habían escapado del zoológico.  
Casi al anochecer devolví la camioneta y regresé cuando las sombras empezaban a tragarse la calle sin salida. Preparamos una cena más o menos frugal y salimos a la galería. Después iríamos a la cama y veríamos una película de Polanski. Pero en la galería nos sorprendió un espectáculo desolador. Todas las casas, menos la nuestra, estaban apagadas. El labrador    ladraba y ningún perro respondía a sus ladridos. Las casas,      todas las casas que en principio pensábamos que estaban          simplemente apagadas, en realidad estaban simplemente deshabitadas o parecían estarlo.
Nos habíamos mudado a una calle fantasma. Eso explicaba en parte la tranquilidad y el silencio, pero no explicaba por qué había a esa hora tantos automóviles estacionados en las entradas de las viviendas y frente a las viviendas. Aparte de aquellos jardines tan esmeradamente cuidados, los buzones llenos de cartas, la basura en fundas plásticas.
Me pareció escuchar un ruido en la casa vecina y toqué la puerta, pero el ruido se desvaneció. Luego me pareció escuchar ruido en otras casas y fui de puerta en puerta tocando puertas con el mismo resultado. No había vecinos en el vecindario, pero estaba poblado, evidentemente poblado.
-Lo mejor es llamar al colmado para que manden unas cervezas -dije al regresar-. Unas cervezas frías, bien frías, cenicientas, y mañana averiguaremos lo que pasa, desentrañaremos el misterio si hay misterio.
El labrador emitió un ladrido de aprobación 
-Tres cervezas frías, por favor, media Marlboro Ligths y una funda de hielo a la Calle sin salida. Creo que así se llama.
-Ahí no vive nadie señor.
-¿Cómo?
-Que en esa calle no vive nadie, señor.
-Ahora vivo yo y le estoy hablando. Estoy viviendo yo y otros que no he tenido el gusto de conocer y le estoy pidiendo tres cervezas frías, por favor, media Marlboro Ligths y una funda de hielo. A la Calle sin salida, por favor.
-Le digo que ahí no vive nadie, señor.
-Y yo le digo que estoy viviendo yo. Mándeme uno de los muchachos con lo que le pido. Doy buenas propinas, las mejores propinas.
-Y le repito, señor, que ahí no vive nadie. No es asunto de propinas. Los muchachos no entran a esa calle y mucho menos de noche. Quien entra de noche a esa calle no vuelve a salir. Ninguno de los que se han mudado a esa calle vuelve a  salir. Desaparecen el primer día, todo se queda igual, pero la gente no vuelve a salir. Desaparece.  
-Pues yo todavía no he desaparecido y mañana voy a salir y vivo aquí.
-Nadie ha salido nunca de ese lugar, se lo repito: ahí no vive nadie. Usted cree que está vivo, pero ahí no vive nadie. Ahí no vive nadie.

30 junio, 2018

EL ESPEJO


Viviendo del otro lado del espejo

Siempre tuve miedo del espejo, de quedarme atrapado en ese abismo sin fondo y engañoso, el abismo sin fondo del espejo -junto al armario de caoba-, miedo de las serpientes, miedo de aquellos seres, de tantas cosas muertas que viven en el agua podrida del espejo.
Nadie se daba cuenta y yo gritaba por dentro, los veía moverse y nadie se daba cuenta, los veía venir en el agua infame y traicionera del espejo y nadie se daba cuenta.
-¡Pero sí eras tú mismo!
Me aterraba la mirada de hielo del espejo, la mirada insidiosa, descarada, incesante, brutal con que te mira, la descarada burla de esa cosa que mira fijamente, que nunca se está quieta. 
 -¡Pero sí eras tú mismo!  
En el agua peluda del fondo del espejo descubría la mirada, la mirada que busca, que te busca, la mirada escondida, disimulada entre los pliegues escurridizos del espejo, mirada que te mira y te remira en las aguas movedizas del espejo, la mirada de hielo del azogue infernal.
Nadie se daba cuenta y yo gritaba por dentro, los veía moverse y nadie se daba cuenta, los veía venir en el agua infame y traicionera del espejo y nadie se daba cuenta y comencé a gritar por fuera. Mis padres se alarmaron.
-Sólo hay que bautizarlo -dijo el cura.
Después del bautismo siguió aterrándome la mirada de hielo del espejo, la mirada insidiosa, descarada, incesante, brutal con que te mira, la descarada burla de esa cosa que mira fijamente, que nunca se está quieta.   
Seguía teniendo miedo del espejo, de quedarme atrapado en ese abismo sin fondo y engañoso, el abismo sin fondo del espejo -junto al armario de caoba-, miedo de las serpientes, miedo en fin de los seres, de tantas cosas muertas que viven en el agua podrida del espejo
-Ahora tiene que hacer la primera comunión- dijo el cura.
Le dije al cura que no se trataba de eso, que siempre y más que siempre había tenido y seguía teniendo miedo del espejo, de quedarme atrapado en ese abismo sin fondo y engañoso, el abismo sin fondo del espejo -junto al armario de caoba, miedo de las serpientes y del árbol prohibido, miedo en fin de los seres, de tantas cosas muertas que viven en el  agua podrida del espejo. 
-Primera comunión-, volvió a decir el cura. 
Después de la comunión, en el agua peluda  y podrida del fondo del espejo seguía descubriendo la mirada que busca, que te busca, la mirada escondida, disimulada entre los pliegues escurridizos del espejo, mirada que te mira i te remira en las aguas movedizas del espejo, la mirada de hielo del azogue infernal, La gente que habitaba en el agua podrida del pantano, aquel engendro.
-¡Pero sí eras tú mismo!
Nadie se daba cuenta ni quería darse cuenta y yo gritaba por dentro, los veía moverse y nadie se daba cuenta, los veía venir en el agua infame y traicionera del espejo y nadie se daba cuenta y comencé a gritar por fuera. Mis padres se alarmaron. El cura comenzó a alarmarse.   
-Sólo te ves a ti mismo- dijo para tranquilizarme.
No podía ser yo mismo, los veía venir en el agua infame y traicionera del espejo y nadie se daba cuenta
El hecho es que siempre tuve miedo del espejo, de quedarme atrapado en ese abismo sin fondo y engañoso, el abismo sin fondo del espejo -junto al armario de caoba-, miedo de las serpientes y del árbol prohibido, miedo en fin de aquellos seres, de tantas cosas muertas que viven en el agua podrida del espejo.
-Hay que hacer un despojo-, dijo el santero.
Y me hicieron el despojo, me bañaron, me azotaron, me frotaron con gardenia y apasote para despojarme de los malos espíritus y las malas influencias, con albahaca para prevenir el mal de ojo, con ruda para destruir el maleficio,  con ortiga cocida en agua bendita con miel para darme  protección, con orégano y tomillo para darme vitalidad y me sometieron por último al poder de la oración.   
Después del despojo y las oraciones seguía aterrándome la mirada de hielo del espejo, la mirada insidiosa, descarada, incesante, brutal con que te mira, la descarada burla de esa cosa que mira fijamente, que nunca se está quieta.
-Te repito lo mismo-, dijo el cura-: no eres más que tú mismo.
No. Definitivamente no es lo mismo. El maldito espejo es un pozo maligno que se repite malignamente sin cesar. ¿Acaso no lo ven que es un espejo que se repite a sí mismo, se duplica y triplica hasta el infinito a la manera de un espejo frente a un espejo? Casi del mismo modo en que alguien puede repetir duplicar y triplicar las palabras de un texto a manera de “espejo de papel”.   
Por eso nadie entiende lo que parece absurdo. Están perplejos. ¡Pero fíjense bien que se trata de un espejo que simplemente se repite a sí mismo, se duplica y triplica hasta el infinito a la manera de un espejo frente a un espejo! Casi del mismo modo en que alguien puede repetir duplicar y triplicar las palabras de un texto a manera de “espejo de papel”.  
 En el agua peluda y podrida del fondo del espejo descubría, seguía descubriendo la mirada que busca, que te busca, la mirada escondida, disimulada entre los pliegues escurridizos del espejo, mirada que te mira y te remira en las aguas movedizas del espejo, la mirada de hielo del azogue infernal, aquel engendro.
-Te repito lo mismo dijo el cura: no eres más que tú   mismo, sólo te ves a ti mismo.    
Y no, no era yo mismo, sé que no era yo mismo en aquel   espejo quebradizo y fatídico que me invitaba a entrar, a sumarme al abismo, una puerta de entrada sin salida a la ciudad perdida, ciudad sin esperanzas, poblada de contornos imprecisos, formas escurridizas de seres sin contorno que aullaban, que corrían, el incendio de napalm, las bombas de racimo, ese mar de difuntos, ese río de sangre, esa corriente de pus, esa cosa con cuernos... 

30 de mayo de 2018 / 4  de julio de 2018 


EL ESPEJO


Siempre tuve miedo del espejo, de quedarme atrapado en ese abismo sin fondo y engañoso, el abismo sin fondo del espejo -junto al armario de caoba-, los seres que habitaban en el agua podrida del espejo. 

¡Pero sí eras tú mismo!
Me aterraba la mirada de hielo del espejo, la mirada insidiosa, descarada, incesante, brutal con que te mira, la descarada burla de esa cosa que mira fijamente, que nunca se está quieta.
¡Pero sí eras tú mismo!
…la mirada incesante que te busca, escondida, disimulada entre los pliegues escurridizos del espejo, que te observa en las aguas movedizas del espejo, la mirada de hielo del azogue infernal, aquel engendro.
¡Pero sí eras tú mismo!
Y no, no era yo mismo en aquel espejo quebradizo y fatídico que me invitaba a entrar, a sumarme al abismo, una puerta de entrada sin salida a la ciudad perdida, ciudad sin esperanzas, poblada de contornos imprecisos, formas escurridizas de seres sin contorno que aullaban, que corrían, el incendio de napalm, ese mar de difuntos, esa cosa con cuernos...

pcs, miércoles 30 de mayo de 2018


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