Pedro Conde Sturla
(1)
[Donde se describen
las peripecias de nuestro héroe en los llanos venezolanos y la aventura galante
con una marquesa telefónicamente infiel durante su luminosa estadía en París].
Uno
se lo imagina todavía, a Dato Pagán Perdomo, rodeado de serpientes en los
llanos venezolanos. Ahora está sentado a una de las mesas del Palacio de la Esquizofrenia -la Cafetería Restaurante
El Conde-, compartiendo con sus cofrades. Minutos antes viajaba en el autobús
que había embestido contra aquel objeto que parecía moverse y se movía. La
anaconda del grueso de una palmera había salido de la nada y el autobús repleto
de pasajeros le pasó por encima y estuvo a punto de dar un vuelco. Fue un tumbo
fantástico, de casi dos metros, por lo menos. El autobús se elevó en la pista,
cayó con un ruido enorme –gritos despavoridos de los pasajeros- y anduvo un
trecho en dos ruedas, hasta que recobró la estabilidad.
Cualquiera pensaría que aquello fue un desastre, ¿verdad?: el
enorme animal apachurrado, quizás trozado en tres partes, la sangre
derramándose, la cola agonizando. Pero Dato dice que no, que no le sucedió
prácticamente nada, que el inmenso ofidio siguió su camino como si le hubiera
picado un mosquito y ni se dio por enterado. El autobús, en cambio, tenía una
goma pinchada a causa del golpe, o quizás a causa de las escamas de la
serpiente. Todos los pasajeros, menos Dato, bajaron de inmediato a desaguar, a
reponerse del susto, a curiosear. Dato bajó de último, casi a desgano. Absorto
como estaba en la lectura de Kant, apenas comenzó a percatarse cabalmente del
suceso en el momento en que se vio, de pronto, solo en el autobús. De manera
que en él la sorpresa fue mayor que el susto, aunque no mayor que el disgusto
de abandonar el libro para salir a entender lo que pasaba. Una vez afuera, echó
un vistazo de experto, una mirada de reconocimiento para aquilatar la gravedad
de la situación. El conductor y un ayudante habían cambiado la rueda con
presteza y estaban listos para partir. Aparentemente no había daños mayores.
Pero era sólo el principio.
El autobús se detuvo más adelante –un calentón, esta vez- en
medio de una nube de vapor de agua que escapaba del capó, impidiendo casi por
completo la visibilidad. Una escama del monstruo había perforado el radiador,
con las consecuencias que todos podemos ver. Ahora el autobús estaba parado en
el llano, con una avería de pronóstico reservado. Y mientras el conductor y su
ayudante se daban mañas para corregir el problema, Dato bajó deprisa, impelido por una necesidad
inconfesable. Discretamente se alejó por
el descampado, hasta un lugar donde se veían unos matorrales, detrás de una
roca de tamaño providencial. Pero es la discreción lo que lo pierde, además de
la prisa. Ahora cualquiera puede anticipar sus intenciones. Y algo peor.
Conforme a su natural pudendo, se aleja más allá de lo prudente y cae, de improviso, en una trampa mortal.
Sin darse cuenta había ido a parar en medio de un convite de cascabeles en
celo, por lo menos quinientas cascabeles en celo en torno a mí, cascabeleando
al unísono, un ruido infernal, se lo imaginan.
En la mesa presidencial, donde tiene su cátedra el otro
profesor, el profesor emérito, el Dato que no miente enfrenta el asombro y la
incredulidad de sus contertulios. El Teddy que peca de impecable lo escucha con
impaciencia. Aldemar y Jacobo lo escuchan con estupor. El profesor emérito lo
escucha distraído y sonríe. ¿Pero cómo escapó? ¿Salió corriendo? ¿Quinientas
serpientes de cascabel en celo rodeándolo? ¿Y las contó, profesor Pagán? Las
conté. ¿Las contó? Un estimado, quiero decir. ¿Pero cómo salió sino volando? El
secreto es contener la respiración y el sudor, caminar hacia atrás. Escapar de
esa situación no fue más difícil que escapar del marido de la marquesa en
París. ¿Cuál marquesa?
Lo de marquesa es otra historia. Ahora Dato está en París de
Francia. El relato de cómo la sedujo y la llevó al orgasmo por teléfono es una
suerte de filigrana. El Dato se acomoda, dirige las antenas del recuerdo en
dirección a la memoria feliz de aquel encuentro, se prepara para darle largas a
un relato y relata. Era la primera vez que cometía adulterio por teléfono...
Pero
la marquesa telefónicamente infiel era ninfómana, insaciable, una mujer difícil
de satisfacer, en pocas palabras. Difícil, incluso, hasta para un hombre come
él, dotado por supuesto con la potencia sexual de un fauno. De manera que,
después del primer asalto, cuando Dato daba por cumplida su misión, creyendo
haberla complacido a saciedad, la marquesa reaccionó como una gata en calor,
dando muestras de un renovado apetito. El apetito de quien ha probado apenas un
bocadillo, un simple aperitivo, y siente que el estómago se expande. Tenía
hambre, más hambre, y la comida era él. Ahora le tocaba a ella seducir al
seductor y lo sedujo, lo atrajo a la perdición con cantos de sirena. La
marquesa era mujer de una belleza implacable, y de tal modo experta en artes
amatorias que con el guiño apropiado era capaz de provocarle una erección a la
estatua de un santo.
Primero
fue el chasquido en el auricular. Dato se estremeció. Con un simple chasquido
de la lengua le puso todos los pelos de punta, por no hablar de otra cosa. Un
miauguleo sensual crispó sus nervios, una jaculatoria obscena lo sacó de casillas,
perdió el control –a sus años- y allí lo estamos viendo en su cama de hotel
barato parisino, momentáneamente abandonado a la vergüenza de la jaculación
precoz, junto al teléfono.
Dato
se empleó a fondo en el siguiente asalto con toda su mala leche, de la cual más
adelante le quedaría poca, y al cabo de un complicado preámbulo erótico basado
en técnicas orientales que no podía revelar, le acarició fonéticamente el pubis
(Dató, Dató, mon amour). Casi rendida, la marquesa ripostó con un nuevo
chasquido, una vez y otra vez y otra vez. Pero en esta ocasión Dato estaba
prevenido –ya lo hemos visto- y le soltó un pasaje del Cantar de los
cantares en un latín tan licencioso y provocativo que le alborotó
gravemente el hormonamen. (Dató, Dató, mon amour). Hubo una pausa, un silencio. Al otro lado escuchó los gemidos de una
diosa en agonía, arrastrando las eres en forma proporcional a la intensidad del
placer, y dio por terminado el asunto. Pero la marquesa se repuso en breve y
volvió a la carga con susurros y siseos, frases y fraseos parecidos a cosas del
demonio y en cuanto bajó la guardia (o mejor dicho: al revés) lo ordeño sin
piedad hasta que se puso azul, como hacía con todos sus amantes. Azul pintado
de azul.
Dato
se aplicó de nuevo con la voz y el tacto, el tacto de la voz –su único órgano
sexual disponible en ese momento. Se aplicó con devoción, con destreza
inaudita, soplándole al oído unas palabras aladas de aquellas de las que habla
Homero en la Ilíada.
Halagó su inteligencia, su vanidad -por supuesto- su belleza.
Sutilmente la condujo a un estado de éxtasis que era primero místico antes que
sensual, y la marquesa se desvaneció dulcemente. Esta vez había tratado de
ganársela y se la ganó espiritualmente, apelando a sus sentimientos profundos y
no a sus bajos instintos, hurgando entre los pliegues preciosos del alma, no
del sexo. En algún lugar había encontrado a la marquesa virginal y casta, que
era la que ahora le interesaba. La marquesa, en efecto, dormía tranquila, con
un sueño apacible al otro lado del teléfono. La experiencia del diestro había
triunfado sobre el instinto animal. Podía tomar su merecido reposo de guerrero.
Dormiría también, junto al teléfono abierto, por si acaso.
Fue
entonces cuando escuchó aquel jadeo de fiera enardecida que lo llenó de terror.
El asunto iba en serio, muy en serio. Ahora –pensó- le sacaría la sangre,
porque otra cosa no le quedaba. Ocurrió, entonces, lo que nadie habría podido
imaginarse a esas alturas. La marquesa se pronunció con una voz liviana,
afrodisíaca, plena de leche y miel bajo la lengua libidinosa de serpiente del
paraíso, una voz en la cual estaban conjuradas todas las artes de Venus y las
argucias del demonio. Dato acusó el golpe –¡Misericordia, Señor, misericordia!-
antes de verse arrastrado al torbellino de un orgasmo múltiple que le dejó el
corazón en mangas de camisa.
En
la mesa presidencial se produce un revuelo, una ligera conmoción. Nueva vez, el
Dato que no miente desafía los límites de la imaginación y enfrenta el
desconcierto, la incredulidad de la audiencia. El Teddy que peca de impecable
se lleva las manos a la cabeza y pone la mirada en abstracto, una mirada beata,
¡ay, Dios mío!, y hace un gesto mecánico, innecesario, como para desagurrar la
inmaculada chacabana de lino. El profesor emérito le dedica al semental una
sonrisa de sorna. Aldemar y Jacobo lo observan estupefactos con un dejo de
admiración. ¡Orgasmo múltiple, profesor Pagán? ¿Increíble, verdad? A mí también me habría parecido.
Y en
fin, aquello fue un duelo, un choque de titanes, una carnicería. Al cabo de
siete horas de sexo oral –salvo el alivio de una breve caída de la comunicación
equivalente a un coitus interruptus- la ninfa y el macho cabrío quedaron
extenuados. Cuando el marqués entró a la habitación de la marquesa y la encontró,
exhausta, con el teléfono entre las piernas, supo de inmediato que había sólo
un hombre capaz de dejarla en ese estado. Monsieur Dató podía darse por muerto.
(2)
[Donde se detallan los pormenores de un
riesgoso episodio que vivió nuestro esforzado personaje en la clandestinidad, y
algunos encuentros tan extravagantes como indeseables con personajes famosos de
la cultura Light].
Durante
los días siguientes, Dato se mantuvo a la expectativa. Sólo salía a la calle
cuando era menester y siempre armado –armado de valor y prudencia, con todos
sus sentidos alerta, cuidándose las espaldas. Fogueado desde joven en la lucha
antitrujillista, rápidamente adoptó y se adaptó a otro estilo de vida que
conocía al dedillo: la clandestinidad. En la clandestinidad había que moverse
con la fluidez de una sombra, vestir como una sombra -la capa negra, el rostro
embozado, la gorra negra calada hasta las orejas. En la clandestinidad debía
desdibujarse, camuflarse, confundirse con el paisaje urbano, caminar –por
ejemplo- del lado interior de la acera, pegado a los edificios para proteger un
flanco, el izquierdo (como le habían enseñado en Cuba durante el último
entrenamiento) y sobre todo hacerse el disimulado y permanecer vigilante,
observándolo todo con el rabillo del ojo, la visión periférica. Dato recelaba, por supuesto de una cornada a
traición, una puñalada trapera. Cuando advertía el menor asomo de peligro buscaba refugio en los más discretos
bistrós del Barrio Latino, donde pasaba horas muertas sorbiendo café y leyendo,
fingiendo leer, más bien, detrás de un periódico que le servía de observatorio.
A toda costa trataba de preservar el
incógnito y pasar desapercibido. Cosa en verdad difícil para un hombre
como él en una ciudad como esa.
Un día en que, por descuido, se distrajo
mirando libros frente al escaparate de una librería anodina de Saint Germain,
Dato escuchó una voz familiar que le produjo un sobresalto, un breve
escalofrío. La voz decía: “Dató, Dató, Dató”. Pero no era la marquesa ni el
marido. Era Sartre. El imprudente de Jean Paul Sartre llamándolo a voz en
cuello desde la acera de enfrente, a esa hora del día. Allí estaba de pie,
desgarbado y bizco, con aquella expresión abolida, vendiendo periódicos de la
izquierda radical, y en compañía del pintor Silvano Lora además. ¿Cuándo
volveremos a cenar juntos, Dató? Simone
te extraña. Claro que Simone lo extrañaba. Aunque pasadita de edad, y de peso,
Otro
día, en otra librería, a la cual había entrado para calentarse y matar el
tiempo curioseando, volvió a tener otro encuentro que en circunstancias distintas habría sido
feliz y no lo fue. El memorable encuentro, con un inglés esta vez, le dejó
un vaho de incertidumbre respecto a sus
habilidades miméticas y aumentó considerablemente sus aprensiones. El hecho es
que, mientras se sacudía del cuello de la capa una ligera pátina de fría llovizna otoñal, Dato se sintió de pronto
atraído por un copioso volumen de la
Lógica de Hegel, situado en la parte superior de un anaquel,
y cuando intentó retirarlo para darle una ojeada al texto que había sido parte
esencial de sus entrañables lecturas de infancia, encontró una resistencia
inexplicable en términos físicos. Alguien, del otro lado, halaba del libro, y
cuando por fin, de un tirón, Dato se hizo dueño del volumen, divisó en el hueco
un perfil conocido. Otro filósofo, otro premio Nóbel. Dato lo saludó
cortésmente: Bertrand Russell, de la Universidad de Oxford. El perfil le respondió al
vuelo, en términos equivalentes: Dato Pagán Perdomo, de la Universidad Autónoma
de Santo Domingo.
Sus
peores temores se confirmaron horas más tarde, rondando por los alrededores de La Cité , cuando alcanzó a ver a
García Márquez, a distancia de un tiro de piedra. Dato bajó la cabeza hasta las
rodillas pero el colombiano lo reconoció en el acto y abrió la bocota,
llamándolo por nombre y apellidos. Tenía semanas asediándolo, pidiéndole su
opinión sobre un libraco de moda que en alguna ocasión le había obsequiado,
ceremoniosamente, y del cual Dato únicamente había leído la dedicatoria
ampulosa y solemne. De modo que, sin responder el saludo, se escabulló entre el
gentío de aquel París canalla, dejando tras de sí el eco de su nombre en boca
del escritor. Otro imprudente que ponía
en peligro su pellejo sin darse cuenta.
Poco
tiempo después, meditando gravemente en un banco del parque de Montsouris,
llegó a una conclusión. No podía seguir en París. Definitivamente, por la
seguridad de su vida y de la
Causa , no podía seguir en la Ciudad Luz , esa especie
de aldea cosmopolita donde hasta los
gatos parecían familiarizados con su
presencia. Entonces pensó en Sánchez Córdova. El número de teléfono de Sánchez
Córdoba era confidencial. Sánchez Córdova era confidencial. El legendario Mario
Sánchez Córdova, en ese momento, era el hombre clave de la izquierda dominicana
pro soviética en Europa. Ingresaba y salía de cualquier país, valiéndose de
documentos impecablemente falsos. Con disfraces de ocasión y documentos falsos,
cuyos rasgos de autenticidad envidiaban los originales, burlaba la seguridad
del tenebroso régimen de los doce años de Balaguer, burlaba a la CIA , a la Interpol y algunas veces
a la propia KGB soviética. Con documentos falsos, disfrazado de monje budista,
había asistido en representación del Partido Comunista Dominicano al reciente
Congreso de Moscú, donde muchos lo vieron llegar y nadie lo vio salir.
Sencillamente había aparecido y se había desvanecido, al igual que días
después, en Viet Nam y Corea del Norte. En ese tiempo se encontraba,
casualmente, en París, viviendo como turista inofensivo, y Dato tenía el dato.
En París, Sánchez Córdova vivía al abrigo de su amistad con Fournier, un héroe
de la resistencia, miembro del Comité Central y jefe de los organismos de
seguridad del Partido Comunista Francés. En la práctica, Sánchez Córdova era
uno de los pocos privilegiados que gozaba de plena confianza a nivel de las más
altas instancias de dirección de ese partido. A él –y a muy pocos como él- se
le permitía el acceso a recursos
extraordinarios, de esos que le permitían cambiar de pasaporte, de
personalidad, de país e incluso de sexo cuando era menester. Por si fuera poco,
también tenía acceso a refugios,
albergues y madrigueras secretísimos que databan de la época de la lucha contra
la ocupación nazi.
Cuando
Dato le expuso el problema, el veterano Sánchez Córdova intuyó la gravedad de la situación y le envió un
mensaje con la discretísima Jean Texier. El mensaje contenía una dirección en
clave. París XV, Rue Madame 33, octavo piso, sin ascensor. Era una buhardilla
inocente. La misma buhardilla que alguna vez fue el escondite favorito del
poeta Louis Aragón y del propio Georges Marchais, Secretario General del
Partido Comunista Francés, y amigo personal de Sánchez Córdova, por supuesto.
En el lugar lo esperaban dos personas, y
cuando la primera se acercó a saludarlo, Dato aún no había reconocido a su
entrañable amigo y compañero de lucha. Sánchez Córdova llevaba pantalones rojos
de poliéster, una escandalosa camisa de ramos del mismo material, un sombrerito de pana, y, desde luego, una
cámara, colgando del hombro izquierdo. Como Dato no salía de su asombro, tuvo
que presentarse formalmente, después de lo cual se abrazaron y rieron a
carcajadas, incluso a horcajadas.
La segunda persona era un desconocido y,
por su atuendo, parecía dominicano, pero las facciones eslavas lo desmentían.
Vestía, para la ocasión, un pantalón informal, de color caqui, una camisa
suelta y una gorra del equipo de pelota de los Tigres del Licey. Nadie hubiera
pensado que era el embajador de la Unión Soviética en París. El embajador
no habló. No saludó. No se presentó. Ni siquiera pestañó. Le entregó a
Dato un pasaje aéreo, de Alitalia, y le colocó en la solapa de la capa un
prendedor en forma de mariposa del tamaño de un pequeño sello de correo, del
cual en ningún momento debía desprenderse. Dato iría a Roma donde lo esperaría
Lourdes Luciano, una persona de confianza. Lourdes Luciano le presentaría a
Nadia Guandalini, la italiana misteriosa de la cual nunca, o casi nunca habló,
y de la cual en ningún momento habría de apartarse durante su inolvidable
estadía en la luminosa ciudad de los césares y de los papas. Después de un
tiempo prudente iría a Rusia, invitado por el Konsomol de las Juventudes
Soviéticas.
(3)
[En donde se relata y dan noticias del idilio platónico
de nuestro protagonista con una italiana en Italia, y de la tempestuosa y
ardiente relación con una rusa en Rusia]
De la mano de Nadia Guandalini, Dato vivió
algunos de los días más gratos de su vida. De la mano de Nadia Guandalini llegó
a su habitación de hotel de lujo en Parioli, donde dormían en camas separadas.
De la mano de Nadia Guandalini, Dato bajaba temprano hacia el fastuoso
Lungotevere, el paseo encantado sobre las márgenes del mitológico río Tiber,
que en nada envidia a los bulevares de París. De la mano de Nadia Guandalini,
bajo el soleado invierno de la ciudad que alguna vez fue capital del mundo,
emprendía caminatas infinitas que a
ningún lado conducían, sino a Roma. De la mano de Nadia conoció el Mausoleo de
Adriano, el Vaticano, la
Capilla Sixtina , la
Fuente de Trevi, los Foros Imperiales, Plaza Navona y todos
los lugares comunes de las guías turísticas, incluyendo la misteriosa Via delle Botteghe Oscure, donde convivían en contubernio las sedes del Partido
Comunista Italiano y del Partido
Demócrata Cristiano.
Pero Nadia Guandalini lo llevó de la mano a conocer otra Roma que
pocos conocen. De la mano lo condujo por la compleja red de callejas que se
inicia en los alrededores del Mausoleo de Augusto. Aquellas inextricables,
laberínticas callejas, callejuelas,
callejones, rincones y vericuetos de la
Roma vieja –verdaderamente vieja- donde no entran los carros,
ni el sol, ni los turistas.
Por el resto de su vida -de la mano de
Nadia Guandalini, en Monte Sacro-, Dato recordaría aquellos gloriosos
atardeceres romanos en que el ocre de la ciudad eterna parece que se funde y
parece que se incendia de nuevo cada día en los rojísimos colores de
crepúsculo.
Nadia
Guandalini lo acompañó, por supuesto, al aeropuerto de Fiumicino, a tomar el avión de Aeroflot, y
allí lo despidió para siempre con un beso en la mejilla.
¿Nunca más volvió a verla, profesor? Nunca
más. ¿Nunca le escribe, no la llama, no ha vuelto a saber de ella? Dato sacude
tristemente la cabeza. Nunca le escribe ni la llama por teléfono, ni sabe nada
de ella. Nada de Nadia. Le preguntan por qué, y no responde. Le preguntan cómo
era y no responde, le preguntan si tuvo relaciones de otro tipo con ella y no
responde. Le preguntan si no le gustaba y no responde. El Teddy le pregunta, si
acaso, alguna vez, la vio desnuda, y Dato, extrañamente, no responde. Aldemar y
Jacobo insisten. ¿Era bonita, al menos, profesor? Dato no responde. En su
silencio hay un sentimiento profundo. Por primera vez, y para siempre con
relación a este tema, se muestra celoso de su intimidad. Sólo saben que Nadia
era delgada y nada más, porque Dato le tenía fobia a las gordas a raíz de una
traumática experiencia de infancia en la que su virilidad se vino a pique. De
modo que Nadia, era delgada, muy delgada, sumariamente delgada y nada más. De
Nadia, nadie le sacaría otra palabra. De Nadia nada. El profesor emérito lo
mira con un dejo de admiración. ¿Está mintiendo una verdad o está callando una
mentira?
En el aeropuerto Sheremetyevo de Moscú lo
recibiría Constantín Kurin, un referente del Partido, veterano de la guerra de
Praga. A Constantín le entregaría Dato el prendedor en forma de mariposa del
tamaño de un pequeño sello de correo. Constantín pondría el prendedor en manos
de un oscuro miembro de la KGB
que se desvaneció al instante en su oscuridad. De inmediato Constantín pondría
a Dato en manos de Liudmila Paukovaya, una pirivochi
despampanante, de proporciones monumentales. La pirivochi –es decir, su
traductora y su guía- era una rusa blanca, de Minsk, blanca como la nieve, y
vestía toda de blanco. La pirivochi blanca como la nieve abreviaría los
rigurosos trámites de ingreso a la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y en unos pocos minutos lo
conduciría al parqueo del aeropuerto donde los esperaba una limosina negra como el pecado, Lincoln
Continental, con chofer y escolta. De modo que allí estaba Dato en Moscú,
capital del imperio soviético, en una limosina negra como el pecado, con chofer
y escolta, a salvo del marqués y la marquesa, y en compañía de Blancanieves.
Blancanieves era alta, muy alta, y él sería su enanito.
La limosina negra lo conduciría al hotel
del partido donde los milicianos de turno lo recibirían con un saludo marcial, como ocurría con
Sánchez Córdova cuando iba de visita oficial al Kremlin. En compañía de la pirivochi
cenaría frugalmente. La despediría, hasta mañana, spasibo, con una
mirada acuosa y un beso en la mano. Dos veces más le diría gentilmente spasibo,
una de las tres o cuatro palabras que conocía en ruso, la más hermosa de todas:
spasivo, spasibo, gracias, gracias. En la mesita de noche de su
habitación encontraría una carta de Mario y una extraña foto de Mario. Mario
Sánchez Córdova con peluca y trencitas rubias, al estilo rastafari, ojos
verdosos, dentadura prominente y arete mariconil en el lóbulo izquierdo. Había
regresado felizmente a la isla, burlando los servicios de seguridad de la CIA con pasaporte de modisto
jamaiquino.
¿Y
el prendedor, profesor? Lo del prendedor no viene a cuento. Dato mira hacia
atrás, receloso, y hace con la mano un gesto de stop. El prendedor es un tema
tabú, le va la vida de por medio. Ni el prendedor ni Nadia vienen a cuento.
Además el prendedor y Nadia interfieren con Liudmila. Ahora está en Moscú, en
pleno invierno, pero sin el prendedor y sin Nadia. Pasean alegremente por Las
Colinas de Lenin, un parque recoleto en las cercanías de la Universidad Lomonosov.
El
primer día de su estancia en Moscú fue más bien rutinario. Liudmila lo llevó a
conocer los monasterios de las afueras de la ciudad, visitaron museos, la Plaza Roja , la momia de
Lenin. Esa noche disfrutaron de la ópera en asientos de primera fila, cenaron
juntos, regresaron al hotel y spasibo. El segundo día fue un poco una
reedición del primero en términos turísticos, pero con más clase. Después de
una mañana en el impresionante Museo Borodino, asistieron a la sede de la Exposición Permanente
de los logros de la
Unión Soviética. Allí lo agasajaron como a un príncipe,
montándolo en trineo, un trineo tirado por renos y conducido por una pareja de
esquimales de rostros rojos como la pitajaya. Esa noche, confortablemente
instalados en un palco, presenciaron una mediocre actuación del Ballet Bolshói,
cenaron juntos, regresaron al hotel y spasibo, spasibo.
Liudmila
no había dado hasta el momento una señal equivoca. Cumplía sus funciones con la
profesionalidad de un cuadro del partido, cordial y distante a la vez, un beso
apenas en la mejilla, un apretón de manos menos efusivo que otro, cero efusiones
sentimentales. En la medida en que Dato entraba en calor, Liudmila parecía
ponerse más fría. Toda su fina inteligencia, su gentileza y galantería, sus
encantos de fino mulato caribeño no lograban romper, en apariencia, la coraza
de aquella mujer de hielo. Pero algo debía pasar y pasaba en su interior, algo
como un naufragio, un rehundimiento del Titanic, algo se estaba yendo a pique
dentro de ella, desmoronando su resistencia, su pose de intelectual fría y
distante.
El
tercer día, durante el almuerzo en un restaurante frecuentado por estudiantes
de la Lomonosov ,
un brindis a la rusa, un vaso de vodka completito y sin parar hasta el fondo
hizo el milagro. Liudmila encendió un Papirosa y le arrojó una bocanada de humo
a la cara. Era la primera vez que la veía fumando. En su mirada líquida, en sus
ojos aguados, Dato intuyó el prodigio.
Bajaron
despacito hacia el parque recoleto de nombre pomposo –casi como quien dice al
pie de la universidad- y ahora podemos verlos de nuevo en Las Colinas de Lenin,
paseando alegremente, con los brazos trenzados. El frío había calado de forma
tan agresiva que no había un solo moscovita a la vista, diecisiete grados bajo
cero y una brisa asesina. Empero el caribeño caminaba confortablemente,
abrigado por el calor que emanaba de la hembra. De repente Liudmila se quitó el
abrigo blanco y se reveló a sus ojos completamente desnuda como un pollo. Se
tumbó en la nieve tan blanca, tan lánguida y tan desnuda que su blancura se
confundía con la nieve. ¿Con ese frío, profesor? Sólo una matita de vello impúdico indicaba la entrada,
la puerta del tesoro. Dato se enardeció como una fiera, se despojó de su
vestimenta y como fiera se lanzó sobre el botín y el festín. ¿Con ese frió,
profesor? Frío por fuera, fuego por dentro. Aquella mujer de hielo era un
volcán en su interior. Al contrario de la marquesa, Liudmila hacía y agradecía
el amor con ternura: dispensaba el amor genererosamente, como un surtidor de
Champagne o Coca-cola. Decía despacito spasibo, lentamente spasibo, dulcemente
spasibo, infinitamente spasivo, agradecida y tiernamente spasibo,
inolvidablemente y para siempre spasibo. Durante aquellas horas de esplendor en
la nieve, el hielo bajo sus cuerpos se derretía
y al final quedó un claro de unos cinco metros a la redonda. Cuando
volvieron a vestirse, sudaban copiosamente y no aguantaban los abrigos.
(4)
[De lo que aconteció a nuestro
infatigable aventurero en el transcurso de una misión imposible, precedida por
la inolvidable experiencia del beso casto del adiós]
Liudmila
lo acompañaría después en un viaje maravilloso a las Repúblicas Soviéticas del
Báltico donde las ciudades parecían de fantasía y después al Mar Negro. Allí se
alojarían en alguna de las fastuosas
residencias reservadas a las más altas nomenclaturas del partido, copulando
como conejos, vodka y caviar a saciedad.
Luego viajarían a Bakú y después asistirían al festival de cine de
Tasken. Y en Tasken, por cierto, los sorprendió un terremoto que dejó a la
ciudad destruida y puso fin a la gira. En fin, vacaciones prepagadas, si acaso
había algo por pagar, aparte del prendedor.
Al
regresar a Moscú en un helicóptero de transporte del Ejército Rojo, lo
esperaban noticias de Sánchez Córdova. Noticias cifradas, en clave, poniéndolo
al tanto del inicio de una delicada operación en la cual sus servicios eran
indispensables. Ahora había regresado a las filas.
Volvió
a ver a Liudmila al día siguiente –última vez que la vio. Liudmila con su
carita linda ensombrecida, el rostro desmejorado por la falta de sueño y la
tristeza. Ella también había recibido noticias, instrucciones precisas que
daban por terminada su labor al servicio de Dato. Partía esa misma tarde hacia
Moldavia por razones de seguridad. Con los ojos arrasados en lágrimas lo
despidió con un beso en la frente que todavía le quemaba. Liudmila, desde
luego, le escribía cartas de amor que
Dato no respondía porque tenía marido y Dato no quiso enamorarse.
Y
además en esos días conoció a la nigeriana en una recepción del partido, la del
beso casto del adiós. La nigeriana era
una negra fantástica y delgada, esculpida en mármol africano, de facciones
suaves, con un pelo lacio que caía como cascada sobre sus hombros. Tenía una
boca, una voz, unos labios que alborotaban, en variados idiomas, todas las
fantasías sexuales. Y se prendó de Dato por supuesto, a primera vista, pero era
reticente, y casta. Dato se la jugaba toda en esa época y no había tiempo que
perder. De modo que la invitó a comer, en un segundo encuentro, con la
esperanza de que ella fuera la comida o por lo menos el postre y nadinola. Dato
la invitó a cenar en un tercer encuentro con la esperanza de que ella fuera la
cena y nadinola. La noche antes de viajar a España en la misión suicida que le
habían encomendado por vía de Sánchez Cordoba, Dato la despidió, para siempre,
resignado, en su puerta de habitación de lujo del Hotel Rossía. Y fue allí y
fue entonces que la nigeriana le propuso aquello del beso casto del adiós. Un
beso de despedida. Mejor un beso que nada, por supuesto. Dato puso la boca en
posición de trompa para recibir el premio de consolación, pero he aquí que la
nigeriana se arrodilló, se postró frente a él como santo de altar. La estamos
viendo. Parsimoniosamente descorrió la cremallera y el resto se lo pueden imaginar, si acaso cabe
en la imaginación. La nigeriana tocó la flauta mágica y Dato se convirtió en un
ente abstracto. Por primera vez y última vez en su vida, Dato se sintió ser y
no ser. Sintió ser la armonía, la música y la danza, la cadencia y el ritmo, el
compositor y la composición, y el instrumento musical, sobre todo, la flauta
mágica. Todo su cuerpo, todos sus sentidos se agudizaron, se afinaron, se
convirtieron en una dulce emanación divina, fluido angelical, fuego celeste
corriendo por sus venas, sublime obra de arte. Durante varias semanas le
temblaron las rodillas.
Ahora
está en Barajas, aeropuerto internacional de Madrid, en plena dictadura franquista, visiblemente
agotado y nervioso. No era para menos. Aparte de la nigeriana, y al cabo de
cuarenta horas de vuelo –sin mencionar los intríngulis del vía crucis- la
tensión era insoportable. Había viajado de Moscú a Montreal con pasaporte
mexicano, había viajado de Montreal a Ciudad México con escala en Mérida y
pasaporte canadiense, había viajado de Ciudad México a París con escala en
Jamaica –Kingston y Montego Bay- con
pasaporte venezolano. Desde París había viajado a las islas Canarias con una
simple carta de ruta, y de Canarias a Madrid con pasaporte diplomático
nicaragüense al servicio de la dictadura de Somoza, trabajo de orfebrería del
capítulo de falsificación de la
KGB. Con tantos días de ajetreo, cambios de pasaporte e
identidad, ya no estaba seguro de ser quien era.
A
bordo del avión de Aeroflot en Moscú le habían entregado un instructivo de
cincuenta páginas con lujo de detalles sobre su misión en España. Estaba
escrito en tinta simpática especial que debía memorizar y destruir de
inmediato, a pesar de que los caracteres desaparecían pocos minutos después de
ser expuestos a la más leve luz. En el vuelo a Montreal memorizó diez páginas
que desmenuzó concienzudamente antes de arrojarlos al retrete, o mejor dicho a
los retretes del avión, cinco de ellos en total. En el aeropuerto de Montreal
memorizó quince páginas que convirtió en confeti y arrojó por igual a las
cañerías de varios lavabos. De Montreal a México, memorizó diez páginas que
arrojó a la basura, y de México a Jamaica, en el viaje más corto, memorizó
cinco páginas. Durante el vuelo a París memorizó el resto. Lo arrojó al
desgaire en todos los sitios disponibles, aquí, allá, discretamente, dando
paseítos de incauto en Orly. De París a las Canarias abrió y repasó mentalmente
el texto y lo archivó de nuevo en su memoria fotográfica. Durmió unas pocas
horas en el trayecto a Madrid y ahora está en el aeropuerto de Barajas, ya lo
volvemos a ver, cansado y ojeroso, en la cola de una fila larguísima que conduce a las horcas caudinas de inmigración
y aduana. Una y otra dependencia lo tenían sin cuidado. El pasaporte era
impecable y lo que guardaba en la cabeza era inaccesible. Más bien lo
preocupaba el encuentro con un personaje, un correligionario cuyo apodo
provocaba admiración o espanto, cuando no escalofríos, pero nunca indiferencia.
Era el Gallego, un gallego de Madrid. El nombre y apellidos quedaban reservados
a sus íntimos y nadie los pronunciaba a la ligera.
En
la mesa presidencial del Palacio de la Esquizofrenia se produce un momento de estupor y
encantamiento. El tabaco cae de la boca de Aldemar y Jacobo se estremece. ¿Lo
conoció, profesor? Lo conocí. La sonrisa burlona del otro profesor, el profesor
emérito, se desdibuja momentáneamente y traduce una emoción incontrolada. Sólo
el Teddy se muestra impasible, a medias.
El
sobrenombre y hazañas del Gallego se difuminaban, se mezclaban, se perdían
entre la historia, entre la irrealidad del mito y la leyenda que son la forma
real de la existencia humana, como sabemos por los griegos y hebreos. A los
doce años era veterano de la malograda guerra civil española y así se inició su
carrera como luchador de causas perdidas. Cuando sobrevino la debacle -la
derrota de la República
y el triunfo del franquismo- emigró a Santo Domingo con su familia y la familia
de tantos españoles que se acogieron a la hospitalidad del tirano Trujillo en
el más extraño sainete de los tiempos. El Generalísimo Doctor Rafael Leonidas
Trujillo Molina -hechura y legado de la primera intervención armada del imperio
norteamericano en 1916, anticomunista y partidario de Franco- era sobre todo
racista y ganadero, y soñaba con mejorar la casta, blanquear el color del
pueblo dominicano, aparte del suyo propio, como se dice redundantemente en esta
zona de mal hablar andaluz con mezcla de dialecto canario y extremeño. De modo
que –simpatías políticas aparte- Trujillo patrocinó la emigración masiva de
españoles, al igual que una minoría de húngaros y búlgaros (como el gentilísimo
galeno Damaskine Stefanoff), judíos, lituanos y japoneses a título de
sementales de raza superior. Es decir, por razones de esperma. Pero en cuanto a
los españoles, no midió las consecuencias. Gran parte de la hispanidad se
reveló levantisca y traidora, sembró en el
país su escuela y su secuela de rabia y su decencia republicana,
anarquista y comunista y se volcó en su contra –incluyendo al Gallego, por
supuesto. Surgió la izquierda. La Juventud Democrática
y el Partido Socialista Popular. El comunismo ateo y disociador de origen
hispánico creó un monstruo que Trujillo reprimió bárbaramente y allí acabó el
idilio. Trujillo se convirtió en Campeón del Anticomunismo en América. Todo lo
que se oponía a Trujillo era ateo, comunista y disociador.
El
Gallego militó por años en el Partido Socialista Popular y pagó su cuota de cárcel en las mazmorras
del tirano. Ganó fama en el frente, durante la insurrección constitucionalista
que condujo a la segunda intervención armada del imperio norteamericano a Santo
Domingo en 1965. A
partir de allí esa fama lo precedió. Era pequeño, enjuto, displicente,
autoritario y atrabiliario, y su mayor fuerza visible era su fuerza de cara y
el vozarrón de mando, el bigote terrible a manera de remache y unos ojos
torvos, felinos, pequeños y alucinantes. Ni claros ni serenos, ni de un dulce
mirar tan alabados. Eran ojos puñales, dotados de un extraño merodear torcido.
).
(5)
[Donde se recrean las míticas hazañas de
un mítico personaje y las desventuras carcelarias que vivió el profesor Pagán
en España, así como una tétrica experiencia en las mazmorras de Trujillo en la
grata compañía del poeta Villegas].
Por
sus servicios a la patria, el títere Balaguer, impuesto, por las tropas de
intervención norteamericanas, despojó al
Gallego de la nacionalidad dominicana y lo arrojó al exilio, un doble exilio,
el de su patria nativa y el de su patria
adoptiva.
En
Cuba y en Corea del Norte completó profesionalmente su formación militar. Meses
de privaciones, sacrificios, dedicación
y estudios, durante el más duro de los entrenamientos, en situaciones y
condiciones límites, templaron el acero de su ya de por sí recio carácter.
Célebre, al poco tiempo, como instructor en guerra de guerrillas, el propio Che
Guevara solicitó sus servicios para sustituirlo en el Congo, poco antes de partir
a su destino final en Bolivia. Por sus manos pasaron, en todos los campos de
entrenamiento (Cuba, Corea del Norte, Argelia, Libia), Tupamaros de Uruguay,
Montoneros argentinos, Sandinistas de Nicaragua, miembros del Frente Farabundo
Martí de El Salvador, sin mencionar a un selecto grupo de vietnamitas y
camboyanos.
A
pesar de vivir un poco tan al salto de la mata, con guerrillas por aquí y
guerrillas por allá, el Gallego no descuidaba sus deberes familiares. Viajaba
regularmente, esporádicamente, clandestinamente al país a visitar a su mujer y
sus críos. Y era un padre amoroso, por supuesto, no tan fiero el león como lo
pinto. En una ocasión, por lo menos, llevó al Galleguito –su hijo menor y su
biógrafo- a pasarse las vacaciones en un campamento guerrillero del Congo
asediado por tropas colonialistas. Pero la experiencia fue frustrante para el
muchacho. Por razones de edad no le creció la barba, pero la lengua se le
estiró enormemente.
Dato
tenía que coincidir en Madrid con el Gallego y desde allí partir en tren al
País Vasco. Un grupo de veinte insurrectos, con fines inconfesables, esperaba a
un comandante de guerrillas y a un comisario político, el Gallego y Dato. El
Gallego, sin embargo, no apareció en
parte, su fino olfato, su militar político, lo pusieron sobre aviso y donde
debió estar nunca estuvo. A Dato Pagán
Perdomo, nada más presentar el pasaporte, lo sacaron gentilmente de la fila y
lo llevaron en presencia de un prefecto, el jefe de la policía española en
persona, un honor que Dato no agradecía. El prefecto abrió el pasaporte. Pasó
lentamente las páginas, olió la tinta, lo miró al trasluz, y donde decía Ramón
García Sarmiento, leyó Dató Pagán Perdomo. Dato tenía rango de diplomático pero
el otro tenía rango de policía y ya con eso era suficiente. Sólo le quedaba el
derecho al pataleo. Mi nombre es Ramón García Sarmiento, Embajador at large, como puede ver, del gobierno
nicaragüense y nieto del gran poeta Darío.
Dato
Pagán Perdomo, repitió el jefe de la policía, y Dato se sintió chiquito,
chiquitico. Dato Pagán Perdomo -volvió a decir el prefecto, como si saboreaba
su nombre, el nombre de la presa- tenemos un dossier suyo con fotos en el
congreso del Partido Comunista en Berlín del Este, en Corea y en Cuba, en
Argelia y Viet Nam y en Corea del Norte.
Dato Pagán Perdomo, tenemos fotos suyas de frente, de perfil y de espaldas en
compañía de Fidel Castro, el Che Guevara y Ho Chi Minh, tenemos fotos suyas con
la mujer de un ministro soviético en la posición del misionero y tenemos y no
tenemos, entre otras cosas, este documento seguramente comprometedor, a cuyo contenido
no hemos tenido acceso... todavía. El documento era un texto de cincuenta
páginas, armado y pegado, a retazos a la manera de Frankenstein, y en el que
Dato reconoció, con terror, el instructivo secreto que le habían confiado en
Moscú. Allí no había nada que hacer salvo rendirse a la evidencia o mentir,
seguir mintiendo, que era lo más prudente. Dato se enfrío como un témpano. Dato
Pagán Perdomo, repitió el prefecto abanicándose con el documento
frankensteinniano, ¿qué viene a hacer a España? Señor Embajador Dato Pagán
Perdomo, ¿a qué debemos su honrosa visita?
El
ingrato recuerdo de aquel interrogatorio y la nostalgia lo traen de nuevo a la
mesa presidencial junto a sus contertulios del Palacio de la Esquizofrenia
plagado de turistas, y a la juventud y la infancia en el Soco. El Soco, está en
el Soco, en la desembocadura de un río de su provincia natal, tumbando cocos.
La tarde arrebolada de colores dulcemente tropicales. Aquella experiencia en
España le dejó profundas cicatrices emocionales que no era prudente molestar.
Pero los contertulios, picados de infantil curiosidad lo acosan.
¿Lo
torturaron, profesor? Físicamente no, quiero decir, pero hay cosas peores. A
uno de los prisioneros le provocaron una crisis de identidad sexual tan grave
que nunca más supo si era hombre o mujer. A Dato le aplicaron el suplicio de
Tántalo. Mulatas de caderas enloquecidas, como sólo había visto en el fabuloso
nigth club Copacabana de la Habana , entraban a su
celda y bailaban a su alrededor
prodigando a borbotones la sensualidad de sus cuerpos broncíneos semidesnudos y
perfectos sin que Dato –atado a un camastro y desprovisto, literalmente, del
auxilio de una mano amiga- pudiese hacer otra cosa, aparte de mirarlas. El
espectáculo le hacía sudar todas las fiebres –los ojos desencajados saliendo de
sus órbitas- y le producía dolorosos abscesos de priapismo.
Pero
ahora está en la desembocadura del Soco, tumbando cocos. En esa época Dato
subía a las palmeras con agilidad palmaria y tumbaba cocos secos que luego
rompía con la cabeza y abría con las manos y los dientes. El poeta Villegas,
Víctor Villegas -descendiente dominicano del famoso español y no por eso inferior en obra y contenido-, nada en aguas
frecuentadas por tiburones en las inmediaciones del matadero del Soco, sangre y
vísceras en el agua, hervidero de escualos hambrientos. Pero los tiburones no
lo buscan a él. Villegas busca a los tiburones. Villegas era un diestro en la
panqueada, un arte isleño, nadar paralelo al costado del tiburón fingiéndose
tiburón, girar repentinamente sobre su cuerpo y propinar un golpe casi siempre
mortal con el talón en las agallas, el resto era asfixiarlo, si acaso quedaba
vivo, tomarlo por la boca y llevarlo a tierra como a un cachorrito, filetear la
cola y eliminar el resto que era un desperdicio. Esa noche cenarían pescado con
coco en compañía de un grupo de enemigos del régimen y ultimarían detalles de
un plan para matar a Trujillo. Villegas tenía las armas.
Ahora
Dato está preso y sin ropas en compañía de Villegas y los demás enemigos del
régimen en las mazmorras de Trujillo. De hecho esa fue su primera visita a la
cárcel, las cárceles del tirano, no la última. Allí está preso y mal preso, y
sin ropas, a merced de torturadores menos sutiles que en España. Bueno aquí
varias veces lo hemos visto en circunstancias análogas, desnudo y preso de sus
recuerdos y fantasías, feliz y sin ropa. Ahora simplemente está preso y sin
ropas. Ejemplo clásico de que una misma situación no remite a la misma condición, o viceversa.
En fila india avanza desnudo junto a Villegas y los demás enemigos del régimen, plato en la mano, en la
cárcel, para recibir el chao, mezcla de harina de maíz con gusanos. En fila
india, sí. Tristísima fila india de hombres desnudos y humillados en su
desnudez, llevando el plato en una mano y con la otra mano cubriendo su
desamparo, probóscides entumecidas, mustias,
alicaídas, el sexo una vez alegre colgando inútil a manera de butifarra.
Mea
culpa, decía Villegas, en momentos de
intimidad. Mea culpa. Había cometido una indiscreción invitando a un delator al
convite y allí en la cárcel meó y sangró todas sus culpas cuando le aplicaron
la picana eléctrica en el miembro.
(Epílogo)
[De cómo la fina
inteligencia del poeta Villegas lo salvó de una muerta segura en la cárcel y
otras aventuras del intrépido profesor Pagán en las selvas amazónicas y los
llanos venezolanos].
Pero el calvario del grupo apenas había empezado. Los esbirros, por
distraerse, apagaban en sus espaldas colillas de cigarrillo y a veces se
divertían sacando uñas. Esporádicamente los conducían de madrugada a una
especie de paredón y montaban un simulacro de fusilamiento con balas de salva
que en nada afectaban el cuerpo, pero aflojaban el esfínter, con las
consecuencias que todos podemos imaginar. En uno de los días más negros de su
estadía carcelaria los llevaron a Dato y Villegas a una oficina con un aire
acondicionado ruinoso, donde se encontraba Johnny Abbes García, el tenebroso
jefe del Servicio de Inteligencia Militar de la tiranía. La entrevista con el
siniestro era como quien dice una especie de antesala de la muerte. Haría
preguntas insidiosas, ordenaría por rutina la ejecución. He aquí, sin embargo,
que el siniestro tenía sobre el escritorio, a título de orgullo, un recorte de
la última página literaria de El
Caribe en la cual le habían publicado un horrible poema que Villegas por
suerte alcanzó a leer al revés y memorizó con memoria de elefante. El tenebroso
los interrogó a propósito del complot antitrujillista y Villegas cambió el
tema. Citó unos versos del poema y el tenebroso se desorientó, momentáneamente.
El tenebroso volvió a preguntar sobre la conspiración y Villegas comenzó a
celebrar los méritos del poema, citando versos a granel, de modo que el
tenebroso se desencajó, se ablandó, se puso dulce y romántico, pero insistió en
el interrogatorio. Entonces Villegas recitó el poema entero y el tenebroso
preguntó ¿Qué le parece? Villegas dijo que le parecía muy bien, que debía
persistir en el intento, que su condición de militar no invalidaba su condición
de magnífico poeta, que si los distanciaba la política no los distanciaba el
aprecio por la gran poesía, que incluso en aquellas circunstancias trágicas no
podía menos que admirar su talento, y mire que no le miento, leí el poema la
pasada semana y no se me quita de la sesera. En fin que, borracho a fuerza de
elogios, el monstruo reenvió a los muchachos tremendones a seguir cumpliendo
condena en la cárcel. Villegas siempre diría que en esa ocasión lo salvó la
poesía, pero en realidad fue la crítica literaria. De cualquier manera, el
carácter de aquellos hombres no hizo más que templarse en la adversidad.
Villegas jura y perjura que el efecto de
la picana aumentó su potencia sexual, y por lo menos uno de sus hijos se
graduó, casualmente, de Ingeniero Eléctrico. Nada más salir de la cárcel, seis meses
después, descoloridos y flacos como cadáveres ambulantes, volvieron a las
andadas, a conspirar contra el régimen, a las orillas de Soco y ahí los tenemos
de nuevo, recuperando el color y las fuerzas. Dato partiendo cocos con la
cabeza, Villegas extremando audacias, cabalgando a lomo de tiburón.
¿Tiburón?,
dice Jacobo incrédulo y Aldemar lo secunda. El Teddy eleva la mirada en
dirección a la Catedral
Primada y guarda sus pensamientos. El profesor emérito sonríe
con su sonrisa hermética. ¿Cabalgando a lomo de tiburón? Sólo Villegas podía
hacerlo. Muchos perdieron las piernas y otros miembros en el intento. Pero eso
no es nada relevante comparado con lo del Amazonas.
Las
pupilas de Dato se dilatan como para dar cabida a la intensidad del recuerdo y
su mirada se vuelve hacia el interior, ampliando la memoria para acoger la
vastedad amazónica. Ahí va en una piragua, remando frenéticamente. Durante unos
años de su vida, Dato desapareció del mapa y de la historia, posiblemente por razones de seguridad. Ni amigos ni
camaradas supieron de su paradero y Dato nunca fue prolijo al respecto. De
alguna manera insólita fue a parar a Brasil, a una aldea indígena por los
alrededores de Manaus, la ex capital del caucho donde Caruso inauguró un teatro
fastuoso en mitad de la selva. De lo que hizo Dato allí, a cientos de
kilómetros de la costa del Pacifico -salvo follar asaz y campañas de alfabetización- se conoce relativamente
poco. En aquellas instancias desmesuradas, al margen de los refinamientos de la
civilización, Dato vivió un período especial de su vida. Entre los aborígenes
fue acogido como un príncipe y las vírgenes
se le entregaban de regalo.
Ahora
rema frenéticamente, en piragua,
tratando de escapar de un asedio. En su visita a una comunidad cercana le
obsequiaron, en calidad de esclava, una hermosa guaraní recientemente capturada
en una expedición bélica contra grupos rivales. En principio, Dato no pudo
negarse por razones de cortesía, aunque estaba en su intención devolver intacta
la muchacha a sus predios. Era una criatura elemental, de sexo vegetal, húmedo
y frío, casi una niña. Pero nada más zarpar se le entregó. El Dato se dejó
tumbar en la piragua y la guaraní sobre Dato, y en el momento del clímax empezó
a escuchar silbidos como sinfónicos y golpes que se clavaban en la embarcación.
Cuando comprendió que estaba bajo una lluvia de dardos y flechas envenenadas,
se incorporó para tomar los remos sin desprenderse de su pareja, por supuesto.
Ahí va remando, con la fuerza de la desesperación, remando frenéticamente y
haciendo el amor al mismo tiempo con movimientos sincrónicos, tomando poco a
poco distancia de sus enemigos.
Como tantas otras veces, logró escapar de
puro milagro, pero el esfuerzo sobrehumano lo dejo agotado, maltrecho, durante
varios días. Sin embargo no fue ese el escenario de su mayor prueba de fuerza y
destreza sexual. Fue a la sombra de un árbol gigantesco donde empezó aquella
especie de obra maestra de la copulación suicida. El Dato dormitaba disfrutando
su merecido reposo de guerrero, al menos eso intentaba, cuando apareció la
amazona –en el amplio sentido de la palabra- a lomo de un caballo trotón,
atraída por la fama del macho cabrío que los rumores de la selva divulgaban. A
la sombra del árbol gigantesco tuvo lugar la primera parte del escarceo
erótico. Como gallos de traba se miraron, se midieron y caminaron en círculo,
exhibiendo cada uno su plumaje. Se besaron en círculo. Un beso y otros besos,
el despojo del plumaje, provocaron el incendio de la sangre, pero cuando la
mecha de dinamita de Dato estaba encendida, la amazona lo rechazó y trepó
ágilmente por el árbol hasta la cima. Dato la siguió, la persiguió de rama en
rama con su inveterada agilidad palmaria, pero la amazona se evadía, se evadía,
y Dato la perseguía con esa espada caliente digna del Salón de la Fama. Pero la amazona
se evadía y se evadía, haciendo maromas circenses, hasta que Dato, finalmente,
tomó un atajo y colgado de una mano, la atrapó con la otra mano y con genial puntería la ensartó por allí
donde quería. En esa luna de miel arborícola crapularon como simios, hasta que
la mano de Dato se desprendió como una hoja seca y cayeron al suelo derruidos.
El
profesor emérito esta vez no logra contenerse y exclama Dato, por favor, cómo
es posible. ¿Con una sola mano? El Dato
baja humildemente la cabeza y responde con impecable argumento antropológico,
explicando el fenómeno por aquello de lo atávico, ancestral: es que me volví un
orangután. El Teddy se rasca la cabeza. Jacobo y Aldemar lo miran con
admiración no contenida.
Ahora
está preso de nuevo en el país y ya no es fábula, ahora lo persiguen para
matarlo y ya no es fábula, ahora reparte volantes contra la tiranía y ya no es
fábula, ahora participa en una manifestación antitrujillista y ya no es fábula,
ahora es el Dato de carne y hueso que se opuso a la tiranía y ya no es fábula,
es el Dato un poco mitológico y real que se opuso a un régimen de oprobio.
Ahora está en el exilio, media vida en el exilio y la lucha.
Ahora
está de regreso en el Palacio de la Esquizofrenia en compañía de sus cofrades.
Describe en términos poéticos su encuentro con un esbirro mortal que lo
torturó, un asesino tan temible que cuando entraba a un bar de San Pedro de
Macorís se apagaban las velloneras. No tardará mucho en regresar al autobús que
lo conduce a través de los llanos venezolanos, después del incidente con la
anaconda. Esta vez los detiene un puma gigantesco en medio de la pista, devorando
a una presa. El chofer despavorido, los pasajeros despavoridos, cerrando
ventanas y dando gritos. Dato interrumpe de nuevo la lectura de Kant, con
desagrado no bien disimulado. Pide que
abran la puerta, baja y se quita el abrigo de piel, y sale al ruedo, espanta al
puma con lances de torero y preserva lo
que quedaba de la presa para una comilona.
El
Teddy finalmente se encabrita y le pregunta que coño hacía con un abrigo de
piel en los llanos venezolanos a cuarenta grados sobre cero. La respuesta de
Dato lo deja sin habla, sin dicción. Es que al otro día salía para Finlandia y
no quería que se lo robaran.
Vuelve
al Palacio de la esquizofrenia y allí está, allí estará para siempre en
espíritu, en El palacio de la
Esquizofrenia con sus dilectos cofrades, trashumante, andando
y desandando esas viejas calles de la Ciudad Colonial y
fabulando.
Relato
de Los cuentos negros).
a roberto cassá
(9/3/2004)
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