sábado, 25 de julio de 2020

Ei señoi Cru

Pedro Conde Sturla
24 julio, 2020
Eugenio Cruz Almánzar. 

En realidad se llamaba Eugenio Cruz Almánzar, pero en San Francisco de Macorís se hablaba cibaeño, igual que en casi todos los pueblos del Cibao, y los estudiantes le decían señoi Cru. Ei señoi Cru, le decían, porque era el director de la escuela pública y merecía respeto y era querido y respetado. Bueno día, señoi Cru, buena taide, señoi Cru.
Además estaba casado con una tía mía que se llamaba Marielba o Maria Elba Sturla Ricchetti y era también tío mío y de todos mis hermanos y de mis primos y primas y primates de apellido Sturla. Sin embargo, los familiares y amigos no le decían señoi Cru. Le decían Gengo, Genguito, tío Genguito.

viernes, 24 de julio de 2020

La tregua de Navidad

Pedro Conse Sturla
16 febrero, 2013

Este es un documento que tenía planeado publicar durante el último diciembre, en la fecha más próxima posible a la Navidad, pero el ácido viejúrico me jugó una trastada y  se me perdió de vista hasta el día de hoy, cuando he vuelto a encontrarlo por casualidad, y a releerlo, por supuesto, con la misma emoción. Ocurrió en una Navidad, en medio de la horrenda primera guerra mundial, la Gran Guerra, a la cual siguió la pandemia de gripe llamada española que causó más muertes que la guerra. 

sábado, 18 de julio de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (12)

Pedro Conde Sturla
17 julio, 2020
“Camiones trompudos” de transporte público en la Ave. Venustiano Carranza del Monterrey de los años sesenta

Si la memoria infiel no me traiciona, las cosas que estoy contando ocurrieron hace ya más de medio siglo, y si no me traiciona, por lo menos me está jugando sucio. Puede que no recuerde bien ni las cosas que pasaron ni las cosas que escribo. Reconozco también que me confundo, como le sucedía, por ejemplo, a Cervantes con el burro de Sancho Panza después que se lo robaron. Entiendo que Sancho Panza estaba arriba del burro y durmiendo, y se lo robaron deslizándolo por debajo de la montura, si acaso no fue esto lo qué ocurrió con Frontino, Brunello y Sacripante en aquel Orlando furioso o quizás en el Orlando enamorado. El hecho es que el burro, el noble rucio que montaba Sancho aparece y desaparece a capricho del autor. Pero nada de esto me ayuda a entender lo del carterista que me cayó a navajazos en Monterrey. Yo recuerdo la escena, me veo retrocediendo en plena calle con una cara de espanto de antología, mientras aquel miserable no se cansaba de abanicarme con la navaja, pero no entiendo la causa.

Yo, nada más llegar a Monterrey a fines de 1965, me hospedé en un hotel barato del centro y con un mapa en la mano me vine caminando a la Colonia Roma a saludar a a Carlitos, un amigo de la infancia que me ayudó a buscar pensión y organizarme, y me dio una introducción al paisaje urbano. En la pensión conocí a Gaspar y a dos chamacas dulcísimas —las hijas de la dueña—, con las que Gaspar y yo comenzamos a soñar plácidamente desde el primer día.
Yo venía de la guerra, venía de una derrota y una tragedia familiar, desorientado, confuso, y era estudiante de química por razones ajenas a mi vocación. La revuelta constitucionalista de abril de 1965 había provocado una nueva intervención armada del imperio norteamericano en el país, un enfrentamiento
desigual, una guerra de baja intensidad, como se dice en jerga militar. Combatientes mal equipados, por un lado y por otro lado un ejército que había utilizado profusamente el fuego de morteros, cañones, ametralladoras de alto calibre, y que ya había comenzado a cobrar venganza contra muchos de los que se habían atrevido a enfrentarlo militarmente.
Nunca imaginé que, después de cuatro meses en la trinchera a merced de los gringos, pocos días después de mi llegada a Monterrey, iba a estar a punto de dejar el pellejo a manos de un carterista que me agredió en un camión de trasporte, un autobús, una guagua, como decimos nosotros.
Con la debida exageración para imprimirle veracidad a este relato, tengo que aclarar que aquel dichoso camión estaba tan lleno que no cabía ni lugar a dudas, estaba viejo y mugroso y se desplazaba un poco de medio lado por una calle que estaba en peores condiciones. Había llovido recientemente y había agua y había lodo en el pavimento, que era de asfalto y de tierra un poco a partes iguales: algo muy típico de ciertos barrios de Monterrey. En ningún otro lugar he vuelto a ver calles como esas, asfaltadas de un solo lado.
De cualquier manera yo disfrutaba del viaje, que casi llegaba a su fin (cómodamente de pie y muy cerca de la salida delantera), en compañía de Gaspar y otros paisanos. En eso se escuchó una queja, una protesta de alguien que sintió que le agarraban posiblemente la cartera.
—¡Abusado! —le oí decir, sin entender el significado.
El conductor detuvo el vehículo y se quedó mirando un segundo por el espejo retrovisor, identificó al maleante y con una voz educada pero firme lo invitó a bajar, al tiempo que se abría la puerta delantera.
Era un tipo mestizo, chaparro, desafiante, con cara de perdonavidas, un arrogante, un matasiete y no pareció darse por aludido.
—¡Abusado! —dijo esta vez el conductor—: ¡O ahorita hablamos con la policía!
Esta vez el carterista entendió el mensaje y se fue abriendo paso entre la gente en dirección a la salida. Más bien la gente se le quitaba del medio y a mi me pareció prudente hacer lo mismo, pero algo no parece haberle gustado en mi figura o en mi cara y al pasar por mi lado me dio un codazo en la madre. Lo que significa en dominicano que me dio un coñazo durísimo o por lo menos ofensivo.
Lo peor de todo es que con el pasar de los años se me ha borrado un poco la película y ahora no recuerdo bien lo que pasó entre el codazo-coñazo y el momento en que aquel indeseable empezó a tirarme navajazos a izquierda y derecha.
Oscuramente presiento qué ocurrió algo parecido a lo siguiente: se me zafó sin querer una patada y el tipo fue a caer al lodo, fuera del autobús. Ahí hubiera terminado todo, por supuesto, si la puerta hubiera obedecido al conductor cuando intentó cerrarla, pero la maldita puerta se atoró. El mecanismo de la chingada puerta se trabó.
Entonces comencé a ver —como quien dice en cámara lenta—, que el tipo se metía la mano en la cintura, que sacaba y abría con destreza o pericia una navaja enorme, surrealista, que se me pareció a la de Cantinflas en el bombero atómico.
—¡Híjole! —dije para mis adentros pensando en mejicano.
En aquel autobús atestado de pasajeros yo no tenía mucha oportunidad de defenderme. Todo el mundo iba a recular, iban a comprimirse los de alante contra los de atrás en cuanto el carterista y su navaja entraran, y yo estaría al frente, con una mínima libertad de movimiento, a manera de escudo. De manera que hice probablemente lo único que podía hacer, dar un tremendo salto fuera del autobús mientras el carterista todavía se encontraba en el suelo, alejarme, coger una piedra, lo que encontrara a mano, pero el lodo entorpeció mis movimientos, el caído se incorporó, lo veo y lo recuerdo todavía queriendo acariciarme la cara o la barriga con la navaja.
Para peor, en algún momento escuché la voz de Gaspar que me decía:
—¡Pedro, deja esa vaina!
No sé lo que le respondí a Gaspar, si por casualidad le respondí algo, pero debo haberle mentado por lo menos la madre por telepatía. No estaba en mis manos dejar esa vaina sino evitar que el carterista me sacara la madre y el padrejón de un navajazo.
Para evitarlo, retrocedía a toda marcha, saltaba más bien hacia atrás al estilo canguro, si acaso los canguros saltan hacia atrás, pero el carterista tenía la ventaja y yo tenía todas la probabilidades de perder la partida.
La situación cambió de repente a mi favor cuando comenzaron a llover las piedras. Algunos de mis paisanos se habían bajado del camión (entre ellos el santo Fraile, que era pícher o cuarto bate del equipo de pelota dominicano en Monterrey), y casi de inmediato las piedras comenzaron a zumbar cerca de la cabeza del carterista. Fue la amenaza de las piedras lo que produjo el cambio en la actitud de aquel hombre. En cuanto se vio rodeado por unos cuates que lo amenazaban con piedras y peñones en las manos y que parecían tener muy buena puntería, el tipo entró en razón, se fue calmando, se retiró sin prisa, pero sin dejar de amenazar y blandir la cantinflesca navaja surrealista.
Me salvaron, en fin, en esa ocasión, unos amigos a los que apenas conocía y me salvó el beisbol, gracias a Dios. O quizás viceversa.



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sábado, 11 de julio de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (11)

Pedro Conde Sturla
10 julio, 2020
William Jerez, al centro, rodeado de estudiantes dominicanos del Tecnológico de Monterrey

Ya lo dije en el primer capítulo de esta serie y puede que lo vuelva a decir y no me importa. Dije que desde que llegaron aquí, a Monterrey, los dominicanos se hicieron notar. Nada más sufrir las primeras novatadas se organizaron en bolas de montoneros y novatearon a los veteranos. La mera verdad (afirman los habladores), los madrearon, los cubrieron de brea y plumas, los arrojaron en pleno invierno a la alberca, los guindaron imaginariamente por las pelotas. En consecuencia, todos o casi todos fueron llamados a capítulo, reprendidos severamente. Los miembros de la comisión disciplinaria recuerdan lo difícil que se hacía encontrar una fórmula para sancionar a tantos estudiantes de nuevo cuño. Al final dieron con una solución salomónica y se prohibieron las novatadas, algo típico de una institución que tiene por símbolo y mascota a un borrego.
Recuerdo que también dije —y ahora vuelvo a repetir— que los dominicanos que fueron a estudiar a Monterrey en los años de 1960 provenían de todos los estratos sociales, que formaban un grupo heterogéneo, que había jóvenes de veinte y otros de treinta años que no habían podido costearse los estudios universitarios, y que la beca les cambió radicalmente la vida.
Dije que uno de ellos, llamado William Jerez, era marino y era músico y saltó como quien dice del barco para convertirse en pocos años en ingeniero. Dejó de ser marino y se convirtió en ingeniero, pero nunca dejaría de ser músico.
Dicho de otra manera —que viene siendo más o menos la misma—, William Jerez había recibido la noticia de la beca a bordo de un barco mercantil. Era marino y seguiría siéndolo: marino, trompetista, pianista, músico, artista, y desde luego un poco loco por definición y un poco pobre, más bien pobre en el sentido literal de la palabra. Tenía una inteligencia despejada que, sin embargo, no le permitía otras realizaciones hasta el día en que recibió la beca que el gobierno de Juan Bosch (fundador sietemesino de la democracia dominicana después del ajusticiamiento de Trujillo) dispensaba a granel a estudiantes meritorios sin importar clase ni origen.
En Monterrey —como escribí en el relato Noche sin fondo—, William se adaptó como pez en el agua en todos los ambientes que había conocido, a pesar de que era desierto lo que rodeaba a la ciudad. Al poco tiempo de llegar ya había formado un grupo de música popular que tocaba en fiestas familiares, salones de baile y ciertos lugares non sanctos a ritmo de merengue y salsa y otros géneros musicales menos gastronómicos.
En 1965, durante los primeros meses de la segunda intervención armada del imperio del norte a Santo Domingo, los cheques de la beca dejaron de llegar y los casi cien becarios dominicanos en Monterrey (y otros muchos lugares) empezaron a pasarla mal.
Algunos recibieron ayuda de sus familiares o se ayudaron mutuamente o ambas cosas, y otros lograron vivir o sobrevivir de lo que García Márquez llamaba en sus tiempos heroicos de París “el milagro cotidiano”.
Casi todos, sin contar a William, se vieron en serios aprietos económicos. William se instaló bajo contrato con su conjunto musical en un centro nocturno de mala muerte, o mejor dicho de mala vida, y allí se pasaba la noche tocando la trompeta y estudiando, ganándose el sustento y cierta fama por su aplaudida interpretación de El manicero.
Todo este repetir de repeticiones, y lo que seguirá más adelante, tiene por objeto construir, diseñar un boceto de este ser multifacético, que interviene a cada momento en mis relatos, a veces contra mi voluntad, me hace perder el hilo, me desorienta, me obliga a cambiar de tema.
Recuerdo, por ejemplo, claramente, el día que William se apareció en el colmadón de los furufos, en medio del relato homónimo que estaba escribiendo o viviendo, y en presencia de Bonilla, de Barón y Gustavo, de Agustín y otros cuates, y no tuve más remedio que incorporarlo al guión.
Llegó con su acostumbrada bonhomía a flor de piel, saludando a boca de jarro y en voz alta.
Bonilla había hecho un brindis en ese momento, el típico brindis de Bonilla, dedicado a todos los miembros del grupo, con el brazo levantado a manera de antorcha y había dicho en tono solemne:
—Los quiero con carácter retroactivo...
En eso vio venir a William y volvió a levantar el vaso como una antorcha y la atmósfera se tornó incendiaria, incandescente, al tiempo que decía:
—A ti también te quiero con carácter y efecto retroactivo, un vaso y una silla para el ingeniero.
William estaba indignado y feliz como una pascua. Empezó a hablar mal del gobierno, de todos los gobiernos y los funcionarios de los gobiernos. William es un tipo expansivo,  habla hasta por los codos y con los codos, habla hasta por los ojos, habla por señas y por telegrafía. Gesticula de tal manera que a una cuadra de distancia puede uno saber de qué está hablando, sobre todo cuando habla de sexo. Y al poco rato, en efecto, se olvidó del gobierno y comenzó a hablar de sexo, del encuentro con una enfermera posiblemente imaginaria...
Comenzó a describir con las manos su anatomía, su cuerpo de guitarra, la acarició, la besó, emitió unos sonidos guturales y finalmente la desnudó a la enfermera imaginaria y la tendió sobre la mesa imaginariamente desnuda y se la empezó a comer por el ombligo como un pastel de cumpleaños, cometió relaciones imaginariamente sexuales y raudo como vino se marchó al improviso, hablando mal del gobierno, de todos los gobiernos.
Me parece recordar que William iba y venía siempre de prisa. Parecía sentirse incómodo si se quedaba mucho tiempo en algún lugar.
De la misma manera, siempre me pareció que William se sentía incómodo en las fiestas cuando no era él que tocaba. Por lo general bailaba un par de piezas, hablaba con amigos, tomaba un par de tragos, y poco a poco, de alguna manera discreta, se iba acercando a los músicos, entablaba amistad con ellos. Lo suyo era tocar, no bailar, y hasta que no lo conseguía merodeaba inquieto alrededor de la tarima donde actuaba el conjunto, y en el momento en que menos lo pensabas estallaba la trompeta, el inconfundible toque de trompeta de William Jerez y el manicero se va.
Muchos lo recuerdan en la noche sin fondo de tantas correrías, a bordo del flamante Ford Galaxie rojo descapotado, en el asiento trasero, mientras recibía en el rostro el golpe alado de la brisa fría y William sonreía bajo la luz cobriza de la Calzada Madero.
Bajo esa misma luz he querido zurcir estos retazos, esta repetición de repeticiones, para recordar con alegría a un viejo amigo que sólo con alegría merece ser recordado.
William con la trompeta en la mano, tarareando una melodía, manicero, el manicero se va. William acariciando la trompeta de maní, maní, maní el manicero se va. La noche sorda de Monterrey creciendo, el viento frío que comenzaba a apretar y la trompeta de William que empezaba a sonar. Maní, maní, eternamente maní, el manicero se va, eternamente maní y eternamente hasta siempre al querido amigo.




sábado, 4 de julio de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (10)

Pedro Conde Sturla
3 julio, 2020


Grupo de egresados del Tecnológico de Monterrey. Fuente externa

Ya sé que más o menos lo he dicho y repetido en estas notas, esta especie de diario sentimental y aguado, estas memorias dulces de la muy ilustre y chingona ciudad de Monterrey, pero lo cierto es que había un poco de todo entre los dominicanos que allí estudiaban en los gloriosos años de 1960. Había en verdad para elegir y digerir. Había bohemios y abstemios, había tarados y genios, había santos y santones y variedad de diablos y diablillos y diablejos. Un despelote de madre.