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sábado, 20 de febrero de 2021

sábado, 30 de enero de 2021

Acuarela (3)

https://acento.com.do/opinion/acuarela-3-8907618.html

Acuarela (3)

La alegría se disipaba en el rostro de mi madre y adquiría un grave aspecto de tristeza cuando pasábamos frente a la casa de una viuda a la que mucha gente negaba el saludo.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Por un bistec (1)

Pedro Conde Sturla

11 septiembre, 2020

Una vez Jack London escribió un cuento, o más bien un relato, que es como una radiografía del alma de un boxeador llamado Tom King. Es la historia de un bistec que no pudo comprar (el bistec que da título a la obra) y de una pelea memorable en la que un púgil empeña el alma más que los puños. Un relato introspectivo, una apología de la derrota y de la dignidad a la vez. Historia de sueños rotos al límite de la perfección.

El añoso y veterano Tom King se enfrenta una noche, en la que será su última pelea, al vigoroso y juvenil Sandel. Tom King tiene tantos años como deudas y el carnicero se negó a fiarle un buen bistec, el bistec que le daría fuerzas para ganar la pelea. Con la harina que le prestó “la vecina del piso de enfrente”, su amante esposa le preparó un tentempié y cenaría frugalmente. Una cena que no alcanzó para los hijos ni para ella.

“Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.
“La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza”.

Tan mala era la situación económica que Tom King se ve precisado a caminar tres kilómetros para llegar al lugar de la pelea (por suerte, se le había acabado el tabaco y no pudo fumar su pipa). Sin embargo, antes de salir imprime un beso a su esposa. Un emblemático beso. Hay un refrán que dice que Dios aprieta, pero no ahorca. Por mala que sea la situación económica, Tom King es dueño de un invaluable tesoro. Su esposa, dos hijos, el amor que los une.

Tom era un típico boxeador y había conocido mejores tiempos. Tiempos de gloria o fama efímeras, y de dinero que se le escurrió entre las manos. El único oficio que conocía era el de los puños, aparte de ayudante de albañilería, y ya no tenía tiempo de aprender otro.

“Bastaba verle la cara a Tom King para comprender cuál era su profesión. Aquel rostro era el típico del boxeador, del hombre que ha pasado muchos años en el cuadrilátero y que, a causa de ello, ha desarrollado y subrayado en sus facciones los rasgos característicos del animal de lucha. Era una fisonomía que intimi daba, y para que ninguno de aquellos rasgos pasara inadvertido iba perfectamente rasurado”.

A pesar de las apariencias era un tipo noble y de buen temperamento. Un alma noble en un cuerpo de gorila:
“Cuando estaba en el cuadrilátero, pegaba con intención de hacer daño, de lesionar, de destruir; pero no había animosidad en sus golpes: era una simple cuestión de intereses. El público acudía y pagaba para ver cómo dos hombres se vapu leaban hasta que uno de ellos quedaba inconsciente. El vencedor se quedaba con la parte del león de la bolsa”.

La pelea comienza y Tom King se enfrenta al brioso y exhibicionista Sandel con un juego de inteligencia en el que todos sus movimientos están calculados, reducidos a un mínimo. Sandel salta y se mueve como una ardilla, ataca sin cesar a su oponente.
Tom King se enroca, a la manera del armadillo. Espera pacientemente. La paciencia es la mejor arma del veterano.
“Sandel atacaba, retrocedía, estaba aquí y allá, en todas partes. Con pies ligeros y corazón vehemente, deslumbrante con su carne blanca y sus potentes músculos, tejía un ataque maravilloso, saltando y deslizándose como una ardilla, eslabonando mil movimientos ofensivos, todos ellos encaminados a la destrucción de Tom King, del hombre que se alzaba entre él y la fortuna. Y King soportaba pacientemente el chaparrón. Conocía su oficio y sabía cómo era la juventud, ahora que la había perdido. Se dijo que tenía que esperar a que su oponente fuese perdiendo fogosidad, y sonrió para sus adentros mientras se agachaba para parar un fuerte directo con la base del cráneo. Era una argucia innoble, pero correcta, según el reglamento del pugilismo”.

La descripción del combate es tan vívida que permite al lector asistir al escenario en primera fila. Hace posible ver, casi literalmente, a los púgiles en acción. Se escucha el sonido de la campana, el bramido del público y sobre todo el fragor de la lucha interior que sostiene Tom King, la lucidez con que enfrenta la situación, la forma en que por momentos se crece y revierte el pugilato a su favor. Tom King combate por dinero, combate por dignidad, combate por la familia que lo espera en su hogar. La suya será una historia como aquellas que narraba Hemingway. La del vencedor vencido:

“Cuando, al terminar el asalto, fue a sentarse en su rincón para descansar, se recostó con las piernas extendidas y apoyó los brazos en el ángulo recto que formaban las cuerdas. Entonces su pecho y su abdomen empezaron a subir y a bajar en profundas aspiraciones, mientras le acariciaban el rostro el aire de las toa llas con que le abanicaban sus segundos.

“Con los ojos cerrados, Tom King escuchaba el clamoreo del público.

“—¿Por qué no luchas, Tom? —le gritaron— ¿Es que tienes miedo?
“—Le pesan los músculos —oyó que comentaba un espectador de primera fila—. No puede moverse con más rapidez. ¡Dos libras contra una a favor de Sandel!

“Sonó la campana y los dos púgiles abandonaron sus rincones. Sandel recorrió tres cuartas partes del cuadrilátero, ansioso de reanudar la contienda. King apenas se apartó de su rincón. Esto formaba parte de su plan de ahorro de fuerzas. No había podido entrenarse como era debido, no había comido lo suficiente, y el menor movimiento innecesario tenía su importancia. Además, había que tener en cuenta que había recorrido a pie más de tres kilómetros antes de subir al ring. Aquel asalto fue una repetición del primero: Sandel atacaba en tromba y el público, indignado, abucheaba a King al ver que no combatía. Aparte algunas fintas y varios golpes lentos e ineficaces, se limitaba a mantener una guardia cerrada, parar golpes y agarrarse al adversario. Sandel deseaba acelerar el ritmo del combate, y King, hombre de experiencia, se negaba a secundarlo. En su rostro deformado por los golpes había una melancólica sonrisa, y Tom seguía economizando fuerzas celosamente, como sólo puede hacerlo un boxeador maduro. Sandel era joven y derrochaba sus energías con la prodigalidad propia de su juventud.

“El tercer asalto comenzó como los anteriores. Sandel llevaba la iniciativa y castigaba duramente a su adversario. Pero, aún no había transcurrido medio minuto, el joven, excesivamente confiado, se olvidó de cubrirse, y los ojos de King centellearon a la vez que su brazo derecho se lanzaba como un rayo hacia adelante. Fue su primer golpe de verdad: un gancho reforzado, no sólo por el hábil movimiento del brazo, sino por el peso de todo el cuerpo. El león adormecido acababa de lanzar un imprevisto zarpazo. Sandel, tocado en un lado de la mandíbula, cayó como un buey abatido por el matarife. El público se quedó pasmado: algunos aplaudieron tímidamente, mientras por toda la sala corrían mur mullos de admiración. ¡Caramba, caramba! King no tenía los músculos tan embotados como se creía, sino que era capaz de asestar verdaderos mazazos”.




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sábado, 8 de febrero de 2020

Memoria y desmemoria de Monterrey (3)

Pedro Conde Sturla
7 febrero, 2020


Dominicanos en Monterrey durante una ofrenda floral con motivo de la fiestas patrias. 

Con toda candidez, sin imaginar siquiera la poca flexibilidad de los reglamentos, durante el primer semestre de su estadía en Monterrey los dominicanos se hospedaron en las residencias del internado del Tecnológico y muy pronto tuvieron motivos para arrepentirse. Desde el principio se vieron sometidos a una insobornable disciplina que establecía y establece que ni siquiera en sábados y domingos podían estar fuera después de la una de la mañana sin un permiso especial. La violación de esta regla acarreaba un reporte de parte del encargado del edificio y ocho reportes eran suficientes para motivar la expulsión. Eso no disuadió por completo a los becarios. Algunos se saltaron las reglas y llegaron tarde un par de veces. Cuando fueron intimados por el prefecto a identificarse, dieron los nombres de conocidos peloteros de aquella época: Juan Marichal, Felipe Rojas Alou, Alonzo Perry. Otro dijo llamarse Rodrigo de Triana. Sin  embargo, el gracioso recurso, o lo que parecía gracioso a los  estudiantes, no obtuvo buenos resultados. El Jefe de    
residencia llamó a capítulo a inocentes y culpables, pronunció 
 un largo discurso de género admonitorio y después de 
muchos rodeos concedió el perdón condicional a condición 
de que no volviera a suceder, muchachos. Traducido en buen 
cristiano, el significado redondo de sus palabras se resumía 
en una seria advertencia: vayan por la sombrita.

sábado, 21 de diciembre de 2019

Melodía inconclusa

Pedro Conde Sturla
21 diciembre, 2019
Recuerdo todavía su mano alada o el ala de su mano que me decía adiós desde la ventanilla del tren, un adiós para siempre. Lo que se llama siempre. El tren que se alejaba, su rostro que se perdía en la distancia (el rostro de ella, no el del tren), las lágrimas que se asomaban a sus ojos (a los ojos de ella, no del tren). Recuerdo la soledad que me embargaba en la atiborrada y a la vez desolada estación de Termini. Roma estaría vacía para mí en adelante durante los pocos meses que me quedaban. Habían bastado unos segundos, ni siquiera un minuto, para que se esfumara una relación de cinco años y el mundo parecía de pronto un lugar inhóspito y sombrío. Pensé en “Las hojas muertas”, en aquella canción que tanto se nos parecía, en Jacques Prévert que la escribió, en los años felices en que fuimos amigos y amantes (quiero decir ella y yo, no Jacques Prevert y yo). Pensé, desde luego, en la época en que la vida era más bella y el sol brillaba más que nunca, pensé en las hojas muertas que el viento se lleva a la noche fría del olvido o algo parecido, en los recuerdos y lamentos. Pensé necesariamente en Yves Montand y en Mireille Mathieu que tanto cantaron “Las hojas muertas” hasta que el mar borró en la playa las huellas de los amantes desunidos. Pensé en la novia aquella que tuve en Monterrey.

sábado, 31 de agosto de 2019

Herminio Almendros : Pueblos y leyendas

Pedro Conde Sturla



Cuando cursaba el sexto nivel de la escuela primaria me obsequiaron un libro maravilloso que con el correr del tiempo perdí de vista, desapareció virtualmente de las librerías hasta el día de hoy (salvo en Cuba), pero lo he mantenido siempre vivo en la memoria.
Su autor es Herminio Almendros (1898-1974) un escritor y maestro español que desarrolló una brillante labor pedagógica durante su exilio en Cuba. Aparte de su obra, dejó como legado para la humanidad al laureado cineasta Néstor Almendros.  
(De él dijo Mario Cremata Ferrán, periodista de Juventud Rebelde : “Hay mortales que no debieran morir nunca, como tampoco aquello que en su tiempo de vida hicieron por el mejoramiento de sus semejantes. Esa idea da vueltas cuando se piensa en hombres como Herminio Almendros”).
El título de la obra es “Pueblos y leyendas”, uno de los libros más editados en Cuba, y contiene un total de 26 relatos pertenecientes a las más variadas culturas de la geografía del planeta, que el autor adaptó, con el concurso de sus alumnos.
El ambicioso proyecto incluye a Japón, China, India, Rusia, países escandinavos, del Rin y de las islas Brítánicas, Francia, Africa, negros de Usamérica.
Almendros escribía libros para niños, pero ya se sabe que los libros para niños también están destinados a los adultos.
“El mundo de la fantasía – afirma Horacio Calle Restrepo- es el recurso más necesario, desde el punto de vista emocional, en la existencia de toda persona ya sea a nivel individual o  como miembro de un grupo social mayor. Los mitos de los  pueblos son productos de esta realidad fantasiosa y por eso se ha dicho con sobrada razón que si el sueño es el mito del individuo, los mitos son el sueño de los pueblos.” 
Entre las leyendas que recoge el libro de Almendros, hay algunas cómicas y otras que te parten el alma, alguna es picaresca, una habla del sueño de libertad y redención de un pintor, otra de los abusos del poder y todas en general de la complejidad de la humana existencia.
Como botón de muestra se ha escogido a la primera, “El viejo guardián”, por lo que tiene, trágicamente, de actual.
PCS



EL LIBRO


Este libro ha sido escrito y se publica con el deseo de
responder al marcado interés que los niños sienten por las
narraciones; sin el propósito de administrar enseñanzas ni de
infundir en el niño, como es costumbre, repertorios de
normas en comprimidas moralejas.
Por eso el libro se ofrece cargado de narraciones recogidas
y adaptadas al margen de la habitual intención docente y
adoctrinadora.
La tarea del autor ha consistido sólo en la búsqueda y
adaptación de leyendas y cuentos. En la selección ha sido
asesorado por niños de escuelas de España. Niños de diez, de
once, de doce, de trece años. Ellos fueron los que, después
de la lectura de seis cuentos y leyendas de cada país, elegidos
entre muchos, decidieron cuáles habían de figurar en la
selección definitiva.
Se ha comprobado así que este haz de lecturas tiene un
singular atractivo para el gusto y las preferencias de la
infancia. También puede afirmarse que en este libro se ha
conseguido reducir la inadaptación a la inteligencia verbal
de los escolares en las edades indicadas.  
Si los niños decidieran con su simpatía el acierto de esta
colección de cuentos y leyendas, procuraríamos completarla
con nuevos trozos antiguos del alma popular, que no han
tenida aquí ocasión ni cabida.

Los Editores.


JAPÓN


En el mapa aparecen las islas japonesas, recortándose
como una guirnalda sobre el limpio azul del Océano
Pacífico.
Sobre ellas reina un cielo puro de finas nubes plateadas.
La tierra está salpicada de jardines y frondosos árboles
por entre los que asoman las casitas de madera con graciosas
cubiertas rizadas.
El suelo se extiende en suaves colinas y anchos valles y
picos volcánicos que se reflejan en los lagos tranquilos.
Pocos países del mundo tienen tan bellos paisajes.
En pocos lugares del mundo el hombre ama a la
naturaleza como aquí, y la cuida y dispone como un
escenario maravilloso.
Pueblo de hombres pequeños de estatura, pulidos y
corteses, nerviosos y enérgicos, patriotas y guerreros.
Mujeres graciosas y afables, de color de marfil.
Hermoso país de las flores y de las sedas, del té y de los
extensos arrozales, de las porcelanas finísimas, de los
pintados vestidos, de las ciudades adornadas con papeles y
sedas y luces amarillas, verdes, rojas... 
Las costas del Japón han sufrido siempre los terribles efectos de sacudidas sísmicas o de
erupciones volcánicas submarinas. Olas gigantescas han barrido las costas japonesas produciendo
tremendas catástrofes que arrasan regiones enteras, destruyendo muchos pueblos y ciudades.
La leyenda del viejo guardián es la tradición de una de estas catástrofes ocurridas en tiempo inmemorial.


EL VIEJO GUARDIAN


tradición oral japonesa


¡Qué gusto daba mirar desde lo alto los barcos que resbalaban sobre el mar como en un espejo! El pequeño Yon se sentía feliz en la cima de aquel monte. Sin padre, había ido a vivir con su abuelo en aquella casita de la montaña, en medio de los campos de arroz, dorados como el oro. Gozaba allí de aire puro y sol y libertad como los pájaros. Podía correr y jugar alegremente. ¡Qué bien se vivía en aquella paz campesina!
El pueblecito estaba allá abajo, a lo largo de la costa, frente al mar incendiado de sol. Yon veía las casas, pequeñitas, blancas, limpias; todo el pueblo como un lindo juguete. Y a los hombres y a los niños los veía como hormigas grandes y hormigas pequeñas. Entre el monte y el mar solo había una estrecha faja de tierra, donde los hombres construyeron sus casas.
Los campos cultivados estaban en aquella planicie de la montaña, húmeda y fértil, donde vivía Yon. El abuelo era el guardián de los extensos arrozales del pueblo. El niño amaba los grandes campos de arroz. Siempre estaba dispuesto a ayudar en el trabajo de abrir las acequias de riego, y nadie como él ahuyentaba los pájaros en la época de la siega.
Yon se sentía feliz. Su abuelo lo quería mucho. Vivían los dos en la casita menuda y limpia, y estaba seguro de que los otros niños le tendrían envidia. Aquel viejo fuerte y serio era el mejor de todos los hombres.
Un día en que las espigas amarillas brillaban al sol, el viejo guardián miraba a lo lejos, al horizonte del mar. Su mirada era fija y llena de sorpresa. Una especie de nube grande se elevaba en el confín como si el agua se revolviera contra el cielo. El viejo seguía mirando fijamente. De pronto, se volvió hacia la casa y gritó:
-¡Yon!, ¡Yon!, trae del fuego una rama encendida.
El pequeño Yon no comprendía el deseo de su abuelo, pero obedeció al momento y salió corriendo con una tea en la mano. El viejo había cogido otra y corría hacia el arrozal más próximo. Yon lo seguía sorprendido. ¿Sería posible? Y al ver horrorizado que tiraba la tea hecha llamas en el campo de arroz, gritó:
-¡Qué haces, abuelo! ¡Qué quieres hacer!
-¡De prisa, de prisa, Yon, prende fuego a los campos! Yon quedó inmóvil. Pensó que su abuelo había perdido la razón, y todo su cuerpo se llenó de espanto. Pero un niño japonés obedece siempre, y Yon tiró la antorcha entre las espigas.
Primero fue una lumbre débil donde se retorcían los tallos resecados; después se extendió el fuego en llamaradas rojas, y bien pronto fueron los arrozales una inmensa hoguera. La montaña se elevaba hasta el cielo en una columna de humo.
Desde allá abajo, los habitantes del pueblecito vieron sus campos incendiados y, dando gritos de rabia, corrieron desesperados, trepando por los senderos tortuosos del monte; subiendo, subiendo hasta agotar las fuerzas. Nadie quedaba atrás. También las mujeres subían con los niños a la espalda.
Al llegar al llano y ver los extensos arrozales desvastados, la indignación se oyó en un grito de furia: -¿Quién ha sido? ¿Quién es el incendiario?
El viejo guardián se adelantó a los hombres y dijo con serenidad:
-¡Yo he sido!
Yon sollozaba. Un grupo los rodeó en actitud amenazadora, gritando:
-¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?
El viejo se volvió severo y extendió la mano señalando al horizonte.
-Mirad allá –dijo.
Al fondo, donde unas horas antes la gran superficie del mar era plana como un espejo, se levantaba ahora hasta el cielo una espantosa muralla de agua. Una ola oscura y gigantesca avanzaba desde el confín. Hubo un momento de horror.
Ni un grito… Los corazones latían con fuerza. La muralla de agua avanzó hasta la tierra con un ronco bramido, se volcó y fue a romperse, en un trueno, invadiéndolo todo, y fue a romperse en un trueno desgarrado y furioso, contra la montaña… Una ola más. Después otra más débil… Luego, el mar se fue retirando con un rugido sordo.
La tierra apareció revuelta y socavada. El pueblecito había desaparecido, desecho y arrastrado por aquella ola inmensa.
El viejo guardián miró satisfecho a todos los habitantes bien seguros en la cima del monte. Su presencia de ánimo los había salvado de la invasión del mar.

Isogai, el humilde

30 agosto, 2019
Diego Rivera, El picapedrero
Hace algunos años escribí algo sobre Herminio Almendros, un escritor y maestro español que vivió muchos años exilado en Cuba. Almendros es el autor de una obra que venero, una obra de culto titulada “Pueblos y leyendas”. Es una obra de recopilación y adaptación de relatos en la que tomaron parte los alumnos de Almendros. Veintiséis relatos de la más variada procedencia geográfica y cultural. Relatos y mitos que confirman “que si el sueño es el mito del individuo, los mitos son el sueño de los pueblos”. En todos ellos se habla en general de la complejidad de la humana existencia, del lado trágico, cómico o tragicómico de la vida, el hambre del poder, el insaciable deseo de libertad o de superación personal, la abnegación, el sacrificio, todas las cosas que insuflan ánimo y sentido al barro que nos moldea.
Uno de los relatos de “Pueblos y leyendas” trata de un individuo llamado Isogai, “Isogai, el humilde”, alguien que se lamenta por la suerte que le ha tocado. Isogai realiza un trabajo durísimo en una cantera de granito y es pobre de solemnidad. Desea ser rico y se hace rico en un “sueño maravilloso” y empieza a disfrutar de la riqueza, pero cuando conoce al emperador se desencanta de ser rico, ya no le basta. Ahora quiere ser emperador y se convierte en emperador y empieza a disfrutar de su condición imperial hasta que el sol comienza a humillarlo. Ahora quiere ser sol y se convierte en sol hasta que una simple nube ataja sus rayos y opaca su brillantez. Ahora quiere ser nube y se convierte en nube, derrama agua raudales sobre la tierra y empieza a disfrutar de su poder, hasta que una roca lo desafía impunemente. Entonces se convirtió en roca y pensaba que nada se igualaba en el mundo a su condición, hasta que un día vino un picador de piedra y empezó a arrancarle pedazos. Isogai comprendió que era mejor ser obrero, un picador de piedra como lo que era y colorín colorado.
El cuento de Isogai habla quizás de la incapacidad de mucha gente de conformarse con lo que tiene y de la ambición que echa a perder tantas cosas, quizás quiere decir que toda cosa en el mundo tiene su pro y su contra, quizás quiere decir que todos deben resignarse a su suerte, quizás predica el conformismo o habla del poder de la clase obrera. Quizás quiere decir que ningún relato es inocente por más que lo parezca y que la lectura no está exenta de trampas y riesgos. Ninguna lectura es inocente. Los relatos, los cuentos, las narraciones, los mitos, leyendas funcionan como reguladores del comportamiento social y el significado a veces puede ser perverso. Por eso hay que aprender a leer entre líneas, a explorar el sentido recóndito de las cosas.
El final de “Isogai, el humilde” me parece sospechoso. Isogai se siente contento de volver a ser pobre, da una cátedra sobre la importancia de ser pobre. Ahí está la trampa. A veces el elogio de la pobreza, de la humildad y del trabajo duro solo se hace en perjuicio de los pobres, de los humildes, de los que trabajan duro y no tienen en qué caerse muertos.
En fin, saque cada quien su conclusión.
Isogai, el humilde
Vivía una vez en el Japón un pobre hombre llamado Isogai, que trabajaba de simple obrero en unas canteras de granito. Su salario era tan escaso que no le permitía mejorar su miserable modo de vivir.
Un día volvió a su casa rendido de fatiga. El pobre hombre se lamentaba de su suerte y envidiaba a los poderosos para los que la vida es cómoda y amable en los hermosos palacios.
—Si yo llegara algún día a ser muy rico — pensaba Isogai,— sería un hombre respetable, querido y admirado de todo el mundo. Ahora soy un pobre desdichado. No valgo para nada y jamás podré salir de esta vida triste y miserable. ¡Si yo tuviera muchas riquezas… !
El pobre trabajador se durmió con este pensamiento y tuvo un sueño maravilloso:
Isogai, el buen, Isogai, se encontró de pronto convertido en un hombre riquísimo. Tenía un hermoso palacio de mármol y descansaba en una habitación cubierta de sedas.
Tras los amplios ventanales veía pasar a todas las gentes atareadas de la ciudad.
Cierto día acertó a pasar el Emperador montado en una soberbia carroza de oro, y seguido de magníficos caballeros y criados que sostenían sobre su cabeza un parasol resplandeciente de dorados y pedrería.
Isogai sintió envidia y pensó:
— ¿De qué me sirve ser rico si no me es permitido salir como el Emperador con una brillante escolta y con criados que me protejan con un parasol de oro? Mi ilusión — dijo — es llegar a ser emperador.
No bien hubo dicho esto, el desgraciado Isogai se vio convertido en un soberbio emperador. Y por las calles era seguido de una escolta de caballeros y de criados que lo cubrían con un parasol magnífico.
Pero el calor era bochornoso. El Sol brillaba ardiente y cegador de luz.
— Nunca hay dicha completa — pensó Isogai —He aquí a un pobre emperador que tiene que sufrir este terrible calor del sol. Si yo fuera el Sol me consideraría el ser más poderoso del mundo.
Isogai quedó convertido inmediatamente en el Sol que alumbra todas las cosas. Un sol que llegaba a todos los lugares de la Tierra y lo caldeaba y tostaba todo: las mieses y los hombres, las fieras y los príncipes. A todo alcanzaba su poder.
Pero, de pronto, una nube vino a colocarse descaradamente entre el Sol y la Tierra. La nube formaba una pantalla que los rayos de luz no podían atravesar. El Sol estaba, furioso.
— Conque sí — exclamó — ¿conque una nube es capaz de oponerse a mi fuerza deteniendo mis rayos? Entonces más valdría ser nube.
Isogai pasó en el acto a ser una nube. En seguida, para probar su poder, se puso delante del Sol de manera que lo venció y dejó en sombra a la Tierra. Después dejó caer una lluvia tan fuerte, que los arroyos y los torrentes se desbordaron y los ríos inundaron los campos arrasándolo todo.
Isogai, desde lo alto, se complacía en admirar el poder de su fuerza. Ahora sí que no había nada que le resistiera.
Estaba satisfecho. Miró un poco más fijamente y se quedó sorprendido. Allá abajo divisaba una roca que no se movía.
Nada podía el empuje de la corriente de agua que rugía y se rompía contra ella sin conmoverla.
Entonces la nube pensó:
— Si no tengo poder para imponerme a una roca, me valdría más ser como ella.
Y he aquí que Isogai quedó transformado en una roca que resistía los ardores del sol y la furia de la tormenta y el embate de los torrentes desbordados.
Pero allí, al pie de la piedra dura, vino a trabajar un hombre de apariencia miserable. El hombre tenía unos picos de hierro y un gran martillo. Y, poco a poco, golpe a golpe, fue quitando grandes pedazos a la piedra y los fue labrando en formas diversas.
— ¿Cómo es esto? — exclamó la roca —. ¿Puede un hombre vencerme tan calladamente y arrancarme trozos y moldearme con tanta facilidad? Entonces es preciso que vuelva a ser hombre.
Y, en un último esfuerzo para alcanzar el poder sin límites, Isogai despertó de su sueño y se sintió satisfecho de ser hombre; orgulloso de ser obrero vencedor de la roca viva a la que seguiría diariamente arañando en las canteras de granito.


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sábado, 27 de julio de 2019

Juan Bobo y Pedro Animal

Juan Bobo y Pedro Animal

Juan Bobo y Pedro Animal eran parte de la infancia. Muchos crecimos con ellos y con los “Los cuentos de seño Ambrosio”, de César N. Perozo. Cuentos de humor ingenuo que pocos conocen ya o simplemente recuerdan. Juan Bobo y Pedro Animal estaban en boca de los niños de escuelas, campesinos y letrados, circulaban en mis años juveniles como literatura oral y hasta hace poco tiempo pensaba que eran producto del folklore nacional, de la cultura que compartimos en esta parte del mundo. De hecho, hay quien considera que Juan Bobo pertenece a la literatura infantil dominicana, y bajo este rótulo aparece en un blog el cuento “En una misa me rompieron la camisa” (https://infantojuvenildominicana.blogspot.com/2018/05/juan-bobo-en-una-misa-me-rompieron-la.html).
En relación a Pedro Animal no tengo ninguna documentación que acredite su procedencia, y es casi nada lo que conservo en la memoria. De alguna manera se me antoja que quizás, sólo quizás, podría tratarse de un duplicado criollo de Juan Bobo.        
  

martes, 25 de junio de 2019

PROFUNDO PÚRPURA

(Un relato de Los cuentos negros)
Pedro Conde Sturla
 
[Una vez, si mal no recuerdo, Sara Pérez escribió una serie de artículos que llevaron a la revista Rumbo a la quiebra. Eran artículos  graciosísimos sobre la más graciosa y regalada e intrigante vida de los príncipes de la jerarquía eclesiástica dominicana y los príncipes se resintieron.
Al poco tiempo, casi por arte de magia, los anuncios desaparecieron y la revista Rumbo  se convirtió en un folletín de pocas páginas y poco después dejó de existir. 
Yo, confieso, me di tremendo banquete con lo de Sara y empecé a elucubrar y rascarme y a pensar en escribir uno de esos relatos retorcidos e irreverentes a los que soy  propenso. Irremediablemente sentí que me había picado una mosca o el moscardón de la divina o diabluna inspiración y fabriqué un relato al que le puse provisionalmente el título de una película italiana: Profundo  púrpura.
Sara es, pues, la culpable y un poco coautora del relato, o por lo menos un poco cómplice. He ahí la razón de la dedicatoria que aparece al final: A Sara Pérez, por supuesto.
Confieso que no la conozco personalmente. El algoritmo de Facebook nos aleja de vez en cuando y de vez en cuando vuelve a juntarnos, o mejor dicho a reunirnos, pero abrigo la esperanza de que nos encontremos algún día, aunque sea, quizas, en el purgatorio. PCS]

Su Eminencia Reverendísima terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras solícitas, piadosas, parecía santa de altar en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda -la ofrenda de la virgen- y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita delgadita, bañadita, desnudita –de las que se cosechan todavía en los cerros de Gurabo-, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no era un obsequio del Señor, directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago –mano de Dios en cualquier caso- y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa el Príncipe Piadoso la devoraba intensamente -boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre una sabana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había desayunado y conversado con el papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele a pobre.
Allí no había nada que hacer sino bañarla de nuevo porque la muchacha había sido pobre toda la vida y el olor no se le quitaba a pesar de cinco baños corridos. Olía a pobre serrana y el olor no se quitaba y quizás no se le quitaría a pesar de los baños ni se le quitaría en toda la vida, ni la pobreza. Su Eminencia Reverendísima hizo un gesto apenas perceptible apenas suficiente para indicar que la audiencia había terminado por el momento y las camareras y la virgen se retiraron hasta el próximo baño.
Media hora más tarde la corte de camareras solícitas, piadosas, volvió a entrar sin anunciarse en compañía de la virgen envuelta como quien dice en una nube de velos vaporosos. Y la exhibieron de nuevo, desnudita, a manera de ofrenda y de trofeo. Esta vez la habían estregado y enjuagado y exprimido varias veces como a un trapo, la habían sumergido en una bañera con agua más caliente que tibia de sales perfumadas, la habían ungido con cremas, aceites y afeites y la virgen parecía limpia, pura e inodora. Más bien parecía despedir un halo de gloria. Pero el Príncipe Piadoso no se distrajo de sus menesteres, firmaba papeles y papeles y no levantó la cabeza, no se dignó mirarla a pesar de que la virgen despedía un halo de gloria. El discreto movimiento de sus narices anunciaba, de nuevo, desaprobación. Huele a pobre.
Cuando la trajeron por última vez pasó la prueba. Ahora Estaba deslavada, deslucida, translucida, casi a punto de botar la piel, como si la hubieran restregado con lejía, pero olía verdaderamente a limpio, limpito. Y además no aguantaba más baños ni refregas.
El Príncipe Piadoso ordenó que la llevaran a su recamara y respiró satisfecho. Después hizo un alto en el trabajo y fue a mirarse al espejo, aquel espejo gigante del vestidor que lo retrataba de cuerpo entero. Mirarse al espejo, varias veces al día, era un ejercicio gratificante, una forma de relajarse y aliviar el estrés, una terapia. Mirábase, pues, complacido al espejo -de soslayo, para lucir más coqueto- y ocasionalmente demoraba en el trámite, inmerso en una especie de trance, el éxtasis de los místicos. En realidad se extasiaba en lo que veía. Era un príncipe, un verdadero príncipe, con el traje a la medida de Maquiavelo. Aquí se lo puede ver ahora, plantado frente al espejo que no miente, y desde aquí se pueden deducir los aspectos fundamentales de su personalidad en términos del ilustre florentino fundador de la ciencia política:
Si algo caracteriza su figura es la apostura, amén de la impostura. Si una palabra le cuadra de cuerpo entero es altanero. Si una cualidad lo define es la arrogancia. Si alguna vez un rasgo de soberbia fue típico de alguien, el hombre es, sin duda, típicamente soberbio. Jamás –en honor a la verdad- ha cometido este Príncipe pecado de humildad. La humildad que es al santo lo que a la mar el pez, no enturbia su conciencia. En un palacio vive este siervo de Cristo que nunca se rebaja en el amor al pueblo. Las masas que para uno eran ovejas, las tiene el otro por chusma. De la intolerancia ha hecho virtud, de la indolencia divisa. La ostentación es su vicio. Su moral es el poder, su única patria el poder, el único santo de su devoción es el poder. Amén del Vaticano, que es también, y sobre todo, el poder.
Al Vaticano apuntan sus ambiciones. Grupos de oración generosamente retribuidos, a Dios rogando y con el mazo dando, piden al Celestísimo la pronta conversión del Príncipe en heredero del trono de San Pedro. En corrillos y mentideros se hace correr la bola, en círculos generalmente bien informados se rumia, se rumora, se comenta que el Príncipe es papable, molto papabile.
Pero el Príncipe tenía un problema de imagen, una fractura en su imagen pública como decían los especialistas. La soberbia que ejercía, por supuesto, en nombre de Cristo y su fama de tenorio le habían creado una mala reputación. Por mucho que se esforzara, tenía más aspecto de dandy que de pastor de almas. Por mucho que practicaba –juntando las manos a la altura del pecho en actitud contrita- no lograba asumir convincentemente la típica pose de santo que era de rigor en su profesión, su profesión de fe. De hecho, nunca lucía más taimado que al tratar de fingir la perversa virtud de la inocencia.
Además, su Eminencia Reverendísima, candidato al solio papal, era como ya se podrá imaginar alérgico a la multitud, un secreto a voces. De la multitud –la chusma- emanaba el olor a pobre que su Eminencia reprobaba como si fuese el mismo olor del demonio y en una procesión de Semana Santa estuvo a punto de desmayarse. Pero fue en misa, una misa solemne en la Catedral, donde perdió el control un día que oficiaba transformando el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo en presencia de atildados funcionarios del gobierno de turno. La mayoría de los funcionarios habían dejado de ser pobres nada más tomar posesión de sus canonjías y andaban con escolta y vehículos de lujo, y trajes a la medida –por no mencionar el oro y los diamantes de los Rolex de doce mil dólares- pero algunos seguían oliendo a pobres por debajo y por encima de sus elegantes y costosas vestimentas. Durante la comunión, cuando su Eminencia Reverendísima, ofrecía la hostia consagrada, lo agredió un tufo agrio y salvaje, mezcla agraria y letal que aturdió sus sentidos: la sobaquina del senador de una provincia del sur, que no era adicto al baño y se había bañado en perfume de París de Francia. Y allí mismo, sobre sus fieles arrodillados y adinerados, vomitó su Eminencia la sangre y el cuerpo de Cristo.
La envidia, la maledicencia, los comunistas, el bajo clero e incluso el imperialismo tenían mucho que ver con su mala prensa en el país. Ya se sabe, por demás, que nadie es profeta en su tierra. Porque en Roma, lo que se dice Roma, es decir en el Vaticano, gozaba de inmenso prestigio y se encontraba por los menos entre los veinte favoritos a la sucesión del Santo Padre polaco, que no reparaba en chismes y nimiedades sino en el don de autoridad y ciega obediencia. Con la ayuda de ciertos capitales criollos depositados oportunamente en el Banco Ambrosiano, le bastaría quizás un empujón, un empujoncito para ceñir la tiara y lucir el anillo de Borgia, salvo que el Opus Dei –enquistado ahora en las más altas instancias eclesiásticas por obra del mismo polaco- no dictara otra cosa.
Ya podía imaginarse, sin embargo -para envidia de todos los envidiosos- sentado en el trono de Pedro, pero a manera del Zeus o Júpiter de Fidias, a escala monumental. Imponente, macizo, cuadrado, pedante, engreído, envanecido. Lo último que se le podría imputar -como decía una periodista atea, comunista y disociadora-sería algún tipo de mansedumbre de espíritu. Y ni falta que le hacía Si no tenía la apariencia de un pescador de almas como el maestro y sus discípulos, a su manera pesca y peca mucho. Enfundado en su púrpura, por ejemplo, el príncipe enloquece a las infantas y muchas veces pesca y peca. A su Eminencia Reverendísima -su Eminencia Gris a no dudar- se le antojaba mejor ser un patriarca bíblico. Largos años de vida, dulce follar asaz, larga progenie, mucho pescar y pecar y después la redención. Judaísmo y cristianismo, a diferencia de otras religiones, no tienen sentido sin la redención del pecador. Había, pues, que pescar y pecar. ¿Qué otra cosa habían hecho David y Salomón? ¿Quién era él para oponerse al mandato divino?
La maledicencia, solamente la maledicencia, confundía su pasión por las vírgenes con concupiscencia cuando en realidad no era más que devoción, recordación o rememoración del culto mariano, virgo aparte que se perdía para siempre porque no era el Arcángel San Gabriel ni las tomaba como palomita ni como Espíritu Santo.
Su devoción por el culto mariano revestía, sin embargo, implicaciones más íntimas, profundas. Su Eminencia Reverendísima tenía fantasías eróticas con la Virgen. La Virgen se le aparecía en sueños con la figura de una corista escultural del Petit Châteu a la que había conocido durante una correría nocturna (de incógnito, por supuesto), y hacían y deshacían el amor toda la noche, la poseía y la desposeía, la desfloraba y volvía a florecer –por ser la Virgen- y su sueño se poblaba de murmullos y gemidos celestiales.
La primera vez que le sucedió se despertó temiendo por la salvación de su alma y estuvo casi a punto de pedir un confesor, pero tras breve reflexionar comprendió que sólo podía tratarse de otra manifestación de la gracia divina. Comprendió que era mejor, mucho mejor, dejar las cosas como estaban, entre él y la Virgen, y desechó la confesión por si acaso. Más adelante se impondría una penitencia, tantos Padre Nuestro, tantas Ave María, el cilicio estaba descartado.
No es que fuera un fanático creyente y ni siquiera un beato sincero de esos que veía dándose golpes de pecho como mazazos en misa, pero fingía serlo, tenía que fingirlo aunque fingía mal. Todo lo que tenía -aquel palacio, el poder, la cuantiosa fortuna- lo debía a la fe, a la ostentación de la fe. Había que ser discreto en todo caso, en materia de fe, prudente, mantener las apariencias en un mundo de abrojos y reptiles.
Monseñor Rosas, obispo de la diócesis de La Vega, era un diestro en esa materia. Dominaba en grado superlativo el arte de la simulación. Era, de hecho, el perfecto simulador que a su Eminencia le habría gustado ser. Nadie como él sostenía en público y en privado esa máscara de beatitud tan parecida a la estupidez. La ternura y bondad en el rostro, la sonrisa almidonada, la mirada almibarada detrás de los lentes bifocales, dulce, amable, complaciente. En el más estricto sentido, era un hombre de iglesia, uno que servía a la iglesia más que servirse de ella. Con la burguesía empresarial que financiaba los placeres mundanales de otros obispos, mantenía relaciones cordiales y distantes, no exigía contribuciones para la sustentación de la sede episcopal, no hacía vida social, estaba ausente en banquetes y recepciones. Montaba un carro, un automóvil de poca monta y se sentaba al lado del chofer para conversar, sin pretensiones de gran señor. Además, alguna vez apoyó la lucha del pueblo de Bonao contra una multinacional depredadora. Su Eminencia Reverendísima lo admiraba y le temía. El obispo combinaba su aparente mansedumbre con un concepto sicorrígido en materia de fe. Debajo de su lana de oveja vivía el inquisidor, un eclesiástico fundamentalista que reivindicaba para la iglesia católica el patrimonio absoluto de la verdad –en oposición, incluso, al Santo Padre, que optaba por la pluralidad de los tiempos- y tronaba desde el púlpito contra las sectas religiosas para las cuales pedía el fuego de las hogueras medioevales y renacentistas. A él no le habría confiado en otra época, y ni siquiera en la actual, sus amoríos con la Virgen.
En el extremo opuesto, diametralmente opuesto al modelo de conducta casto y sobrio que representaba monseñor Rosas, había otros personajes cuyo historial pertenecía al dominio de la dolce vita, y al de la opinión publica por supuesto. Entre todos ellos sobresalían el obispo de Santiago y monseñor Pipilino, dos rivales ostentosos cuyas pugnas ponían en entredicho el buen nombre de la iglesia.
El obispo de Santiago -el hombre del anillo- era adicto al whisky y a la opulencia. No era un cura de iglesia, era un cura de ricos, y además un rico empresario, pero los ricos no siempre agradecían su presencia, o mejor, su omnipresencia. De hecho no había ceremonia pública o privada, oficial o religiosa a la cual no asistiera. Se atiborraba de whisky en los banquetes de la alta sociedad y nadie le pasaba por el lado sin que tendiera la mano para que le besara el anillo. Si notaba que alguien se mostraba reacio, la bajaba más de lo normal para obligarlo a doblar la cerviz.
Gracias a sus notables influencias, el obispo imponía su presencia cuasi honorífica en la junta de directores de un banco y varias empresas privadas. Una de ellas –especializadas en el negocio de recogida de la basura- recibía mensualmente del gobierno una dádiva, una subvención millonaria. Y entre otros múltiples privilegios, el mismo gobierno le concedía cada año la exoneración de vehículos de lujo –los más lujosos de la ciudad, acordes con su condición de ministro del Señor- y además de la exoneración recibía desde luego jugosos descuentos de compra por parte de los empresarios y mantenimiento gratis en los talleres de mecánica, sin hablar de viáticos y combustible. Cuando viajaba en avión lo hacía en primera, con boletos costeados por la generosidad de los empresarios. Otras veces viajaba como invitado –o haciéndose invitar- en avión privado con la flor y nata de la oligarquía santiaguense, que tenía unos gustos sofisticados. Ir de compras a Miami o simplemente a cenar, asistir a partidos de pelota en Atlanta, esquiar en Aspen. Aparte de esas minucias el obispo requería cuantiosos óbolos para su manutención y el empresariado había comenzado a resentirse. Mientras tanto, bajo su mando y desidia, la diócesis languidecía, se desplomaba por incuria. Algunos escándalos financieros, las quejas de la burguesía, líos de faldas y alcahuetería mancillaban el esplendor de la púrpura, y el obispo famoso ya por su codicia estaba a punto de saltar del trono. De hecho, su caída era inminente. En las altas instancias vaticanas se habían hecho los aprestos. Su Eminencia Reverendísima estaba al tanto y lo deploraba profundamente, le harían falta sus servicios. En breve el obispo renunciaría a la preciosa, a la preciada sede por su propia voluntad públicamente, pero privadamente a petición del Vaticano. No renunciaría eso sí a la vida social, la dolce vita, realización de la gloria divina en el goce terrenal. Allí estaría, seguiría estando durante mucho tiempo el futuro obispo emérito (léase jubilado) en banquetes y recepciones, presente y repelente como la mosca en la sopa. Todo un personaje.
El otro personaje, monseñor Pipilino, ostentaba sin mérito el flamante cargo de director de una institución eclesiástica de estudios superiores, que en otras circunstancias habría correspondido, por ley, al mismo obispo en desgracia. Pipilino no se destacaba en público por su excesiva afición al whisky, pero compartía con el obispo la pasión por los autos de lujo. Con el mismo celo cultivaba relaciones al más alto nivel social –relaciones cautivas, de intercambio desigual-, y con el mismo desenfado reclamaba villas y castillas para el sostenimiento de su feudo.
Pipilino no era un cura cultivado y de finas manera como el obispo, era más bien un cura rústico, iletrado y preparlante, pero tenía un corazón de oro y, a pesar de sus limitaciones, cierta amplitud de miras y habilidades insospechadas. Dueño de empresas y haciendas, aparte de la riqueza y el boato amaba a los perros de raza, la política y las mujeres, aunque no necesariamente en ese orden ni en ese número. Como buen cristiano eran múltiples sus intereses. Los perros, sin embargo, y las mujeres eran su pasión primaria, y después la política. En cuanto a la crianza de perros -y de mujeres- se había hecho de fama. Nadie en el país tenía mejores castas de Pastor Alemán –ni mejores hembras. A los perros los educaba con mimos, con esmero, los mandaba a curar a una clínica especializada en Nueva York cuando se enfermaban, pero las mujeres tenían que conformarse con la medicina local. Esa discriminación aparente tenía una justificación ética. En su dedicación a los perros de esa raza Pipilino veía una especie de parábola o referencia al Gran Pastor de ovejas, nuestro Señor Jesucristo, mientras que las mujeres eran un hobby, una afición, un entretenimiento no exento de filantropía.
Pipilino no era un tenorio sino más bien una víctima de la tentación de la carne, un mujeriego compulsivo. De ahí que fuera poco discreto, además. En sociedad con un jerarca del Partido Reformista mantenía un harem, un serrallo en una finca del kilómetro 22 de la autopista Duarte, tenía cantidad de queridas en las cuatro esquinas del territorio nacional, salía frecuentemente con secretarias jovencitas y se dejaba ver en los fastuosos balnearios mejicanos de Cozumel y Cancún en compañía de mujeres con cuerpos de apaga y vete, cuerpos monumentales cubiertos apenas por tiritas y tirantes. Pero el tema era tabú. Público y tabú. Nadie en su sano juicio, en la prensa radial, televisada o escrita se atrevía a tocarlo bajo pena de exclusión, expulsión o censura, aparte de la posible perdición del alma. El poder terrenal de Pipilino, gracias a su larga hoja de servicios a la política criolla, iba más allá del poder espiritual. Su protagonismo político ponía rojo de envidia a su Eminencia Reverendísima. Muchas cosas no se movían en el país sin la intervención y anuencia del gran mediador que era Pipilino, el árbitro por excelencia, el hombre clave para redimir entuertos y diferencias entre las cúpulas mafiosas de los partidos del sistema. Su Eminencia Reverendísima era la máxima autoridad eclesiástica -inferior sólo al papa-, pero en materia de política esa autoridad la suplantaba, la ejercía muchas veces su subalterno, el monseñor Pipilino. De hecho, Pipilino llegó al punto de creerse imprescindible en el manejo de tales asuntos, y su vanidad lo movió a cabildear un helicóptero (con el gobierno, primero, y los empresarios después) para cubrir sus frecuentes desplazamientos sobre la media isla, pero la iniciativa fue desestimada, rechazada de plano por desproporcionada y absurda.
A su Eminencia Reverendísima –envidia aparte- le preocupaban menos las aventuras galantes de Pipilino que las últimas noticias sobre el párroco de frontera en Jimaní. El pueblo era tolerante en muchos sentidos y había multitud de curas discretamente amancebados que no llamaban a escándalo. Pero el pecado nefando era otra cosa. Las aberraciones del párroco de Jimaní eran alarmantes y las cartas de quejas, protestas, denuncias y querellas judiciales se amontonaban sobre su escritorio de caoba centenaria. El párroco se había cogido, literalmente, con los niños. Tenía predilección por los varoncitos y ya había derrengado a dos haitianos y cuatro o cinco criollos con un falo desmesurado que utilizaba, al parecer, a manera de ariete. Habría que tomar medidas, por supuesto, a su debido tiempo. Por lo pronto una reprimenda, un cambio de sede.
Sin embargo, el problema peor que confrontaba la jerarquía eclesiástica era el de los curas enganchados a comunistas, curas rebeldes, pendencieros, desobedientes, enfrentados a la autoridad terrenal y espiritual, curas idealistas de la peor ralea, ingenuos que se tomaban en serio lo del amor al prójimo, y para más peor, insobornables. El párroco de Cristo Rey, por ejemplo, un barrio populoso de la ciudad capital, era un incordio. Vivía agitando siempre a favor de los pobres, criticando a los ricos, atacando al gobierno, incumpliendo órdenes superiores, fomentando huelgas y protestas y hasta lanzando piedras contra inocentes y mansos policías. Jodiendo todo el tiempo con la vaina de los pobres –pobres por aquí, pobres por allá, como si los pobres no hubieran existido siempre-, pidiendo para los pobres, reclamando para los pobres y además oliendo a pobre. A él no lo habría recibido en audiencia sin vomitar las tripas. El muy fanático no reparaba en el hecho de que Jesucristo había sido pobre y que el mejor homenaje a Jesucristo era ser pobre. Si a la iglesia la había colmado de riquezas era para mejor servirlo, desde luego.
El párroco de Cristo Rey –como todos los partidarios de la llamada teología de la liberación con la cual el Santo Padre polaco había barrido felizmente en América Latina- era a su juicio un detritus social, un resentido, una escoria, un estorbo, un cuerpo extraño, un indeseable, un tipo zafio, mendaz, desaguisado, entre otras cosas, y tenía asegurado ya su pasaje al caño de las aguas negras. Las medidas, en este caso, serían enérgicas y no se harían esperar. A Namibia lo iban a mandar en calidad de sedicioso, al sur de África. Allí había más pobres que gentes, allí estaría entre los suyos, allí se hartaría de joder a favor de los pobres, allí terminaría de ponerse hediondo a pobre de por vida en nombre de Cristo. Aunque Cristo –por razones de santidad y sentido común- no olía a pobre. Olía a incienso y mirra como la Virgen. ¿La Virgen? Su Eminencia Reverendísima movió la cabeza para sacudirse del pensamiento la imagen del párroco y recordó que en su recámara lo esperaba la otra virgen bien lavada. La pasaría esa noche por las armas.
En realidad la virgen sintió esa noche como si le hubiera pasado un rodillo por encima. Aquel hombrote cuadrado, macizo, se acercó a su lecho y sin mediar palabras hizo la señal de la cruz y la bendijo, se quitó la sotana -debajo de la cual no usaba ropa interior- y se le vino encima con una espada caliente y la ensartó como a una salchicha. La dejó estrujada, maltrecha, con la sensación de no tener un hueso sano. Fiel al mandato de la iglesia, su Eminencia no usaba condón.
En las horas siguientes durmió como un corderito junto a la corderita -que no pegó los ojos-, entre sábanas manchadas en testimonio del sacrificio de la inocencia. Se despertó temprano con la conciencia limpia, alegre y ligerito. Lo despertaron, mejor dicho, sus ayudantas de cámara. El baño estaba listo y lo bañaron y lo perfumaron y masajearon como el atleta que era, y al terminar sus oraciones y volver a la recámara ya habían dispuesto de las sábanas manchadas y de la virgen. 
También estaban dispuestos en sus percheros de caoba centenaria -con aquel brillo celestial- los ornamentos litúrgicos de la Eucaristía Dominical que celebraría, en breve, en la Catedral, y a la que asistiría el Presidente y su gabinete. Los ministros del gobierno habían sido advertidos o amonestados con relación a la delicada cuestión de los olores corporales, en especial un alto funcionario de la Secretaría de Cultura a quien se le había prohibido la entrada por incorregible.
Sobre el robusto cuerpo de su Eminencia Reverendísima se colocó el hábito y sobre el hábito el alba, el lienzo blanco, sinónimo de pureza ritual y despojamiento de toda corrupción. Sobre el alba la estola y la casulla de color rojo púrpura encendido, una especie de manto a modo de poncho indígena, el elemento litúrgico por excelencia para oficiar la Santa Misa. Sobre la casulla luciría la gran cruz pectoral, el anillo pastoral en la mano diestra, el báculo o cayado en la siniestra, la mitra de púrpura encendida coronando la testa. Símbolos del poder episcopal en las grandes celebraciones.
Por un túnel discreto bajo el palacio arzobispal pasó a la Catedral, envuelto como quien dice en la magia de los cantos antifonales que anunciaban el Rito de Entrada, con el cual se inicia la ceremonia sacra. Radiante estaba y bello como un sol, y su sola presencia iluminó la nave. Con una inclinación teatral y un beso saludó el altar venerado. Levantó en alto los brazos volviéndose, para saludar, hacia la numerosa congregación de fieles, y en un gesto consuetudinario compuso, sin proponérselo su mejor mueca de desprecio. Dominus vobiscum. El Señor esté con vosotros. Y en efecto, allí estaba.
A Sara Pérez, por supuesto
Diciembre 2003/enero 2004

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