Pedro Conde Sturla
Trementina,
clerén y bongó sugiere diferentes niveles de interpretación o lectura, y a
pesar de que el pensamiento de Julio González Herrera está plagado realmente de
malicia y prejuicios raciales, no hay autor dominicano que haya calado tan
profundamente en el agujero negro de la demencia y de las instituciones totales
que la hacen posible. Por ejemplo, el manicomio.
En los primeros capítulos presenta un drama de tipo documental, neorrealista, al estilo del cine italiano de la segunda posguerra, o sea, casi de la misma época en que se escribió la novela. Drama tragicómico sobre los abismos de la locura y el horror y la preocupación por la locura que vive en cada uno de nosotros. Velada alegoría del poder y los abusos del poder, alegato contra el maltrato de la inocencia y contra el mal que proviene de la ignorancia. Espejo de podredumbre y miserias humanas.
En un capítulo de antología, el
tercero, tratando de ver en sí mismo, Rodolfo medita sobre la delgada “línea
que separa la cordura de la locura” (p. 38). Su propia lucidez no lo engaña,
más bien lo induce a sospechas:
“En cuanto a su locura, aparente o
real, se sentía ya casi bien. Creía, por lo menos, estar mejor que todos los
que se alojaban en aquel pabellón. Él comparaba mentalmente su actitud con la
de sus compañeros y se sentía cuerdo en relación con ellos. Pero lo malo, lo
terrible era que nadie se consideraba allí loco y sin embargo todos lo estaban.
¿No le sucedería a él lo mismo?” (p. 40).
Para comprobar su tesis, Rodolfo decide
hacer un “ensayo”, una especie de encuesta consistente en preguntarle a otros
locos sobre el origen de su locura. El resultado confirma sus peores sospechas
ya que sólo uno de los locos encuestados “acepta la idea de su propia locura”
(p.43). Lamentablemente se trata del llavero Araujo, haciéndose pasar por loco
para gastarle una broma a un loco. Los demás saludan la iniciativa de Rodolfo
con insultos en los que sale a relucir la honra de la autora de sus días.
Total, un par de páginas del más exquisito humor negro que haya producido la
literatura dominicana.
En la descripción de los efectos de la
trementina sobre los pacientes que se tornan impacientes, no hay en cambio,
espacio para el humor, sólo la indignación cabe, una indignación y un asombro
hermanados al horror, a la impotencia, a la forma superior de la rabia que es
la rabia sorda, contenida al borde de la explosión. Todas las emociones se
justifican tomando en cuenta que todavía hoy, en la llamada vida real, se
practica el mismo tratamiento que en la “ficción” de la novela detalla el Dr.
Romano:
“La trementina ha hecho prodigios en
este establecimiento. El tratamiento consiste en inyectar en cada uno de los
muslos de los pacientes una dosis regular de trementina pura…Estas inyecciones
paralizan completamente los miembros inferiores de los pacientes durante diez o
quince días, produciendo un dolor agudo y continuado. Sirve para fijar el enfermo. El menor movimiento
hace aumentar terriblemente el dolor. El enfermo inyectado permanece sin
moverse, cuatro o cinco días. A los diez días ya se mueve un poco, y puede, con
gran esfuerzo, cambiar de posición en la cama. Todavía al mes camina con mucha
dificultad, con las piernas rígidas y rectas, por la imposibilidad de doblar
las rodillas, y arrastrando los pies. Estas inyecciones se aplican
principalmente a los locos furiosos para calmarlos, pues producen un shock nervioso muy beneficioso para el
paciente…” (p. 62).
Se trata, como puede apreciarse, de un
capítulo de atmósfera irrespirable. En los últimos párrafos se hace aún más
indignante, desgarrador, literalmente insoportable a la vista. Cualquier otra
instancia cede su espacio al asco, el infinito asco. Podría acusarse de
tremendismo al autor si su inventario de llagas y podredumbre no fuese un grito
a la conciencia de todos:
“En la enfermería estaba Facunda,
siempre delirante, a quien le había salido un tumor en una pierna y se quitaba
constantemente los ungüentos y vendajes que le ponían para aplicarse saliva,
orines y excrementos. Ahora tenía la pierna completamente descarnada, poblada
de gusanos, y con el hueso a la vista. Estaban también, Ezequiel, con el cuerpo
lleno de pústulas, cuyas costras quitaba meticulosamente para irlas comiendo
como el más exquisito manjar; Pirita, tuberculosa, delgada como un hilo, con
los ojos febriles; y Lino, con un ojo menos que le había arrancado Rafael Pina
en un ataque de furia” (p. 66).
El humor a base de trementina sólo
aparece en el capitulo titulado Venganza
(que es una de las joyas del libro), cuando los locos demuestran a los cuerdos
“lo fácil que es ser loco” (p.143) en aquellas circunstancias. Para devolverles
el uso de la razón en el sentido humano de la palabra, Rodolfo ordena la cura
de la trementina. Médicos, enfermeras, practicantes y carceleros reciben la
panacea a manos de un experto que, con anterioridad, sólo había inyectado cerdos,
y el tratamiento no tarda en surtir efecto:
“A poco rato se oían los lastimeros
ayes de las enfermeras, y los gruñidos de algunos llaveros. Los doctores se
mantenían lo más serenamente que podían: no querían seguramente perder la
ecuanimidad en el duro trance porque estaban pasando. A Petra hubo que
sujetarla entre cuatro. Paula despertó del desmayo al sentir el pinchazo en el
muslo.
…………………..
-Esto es un crimen… -gritaba el
practicante Valdés.
-¡Eso pensé yo también una vez! –le
contestó Rodolfo-. Pero ahora no lo creo. La trementina es un gran medicamento
y los salvará a Uds. de la locura de desconsideración, impiedad e inhumanidad
que han venido sufriendo desde hace tiempo. ¡Qué lo pasen bien!” (p. 148).
Contra esta realidad se construye y se
funda la novela de Julio González Herrera hasta el fatídico capítulo X. A
partir de aquí empieza a perfilarse la desgracia, una desgracia literaria que
no atañe a los personajes sino al texto: la novela se traiciona, pierde la
dimensión social, pierde la instancia dramática, neorrealista, y el relato de
folletín con hondas raíces humanas se convierte en una tesis político-racial,
ensayo de interpretación en clave alegórica –antihaitiana, trujillista y pro
yanqui- de la historia nacional. Incurre en lo que Norberto James Rawlings
llama, en su tesis de doctorado en Boston, “denuncia y complicidad”.
pcs, santo domingo, 1990.
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