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sábado, 10 de agosto de 2019

Elogio de los juguetes bélicos

Elogio de los juguetes bélicos - Acento - El más ágil y moderno diario electrónico de la República Dominicana

https://acento.com.do/2019/opinion/8715418-elogio-de-los-juguetes-belicos/

Pedro Conde Sturla
9 agosto, 2019
Umberto Eco era al parecer partidario de los juguetes bélicos. Lo dijo claramente, si acaso no entendí mal, en una “Carta a mi hijo” que forma parte de un libro titulado “Segundo diario mínimo”
A su hijo le regalaba en Navidad, según sus propias palabras, todo tipo de fusiles. Fusiles “De dos cañones. De repetición.
Metralletas. Cañones. Morteros. Sables. Ejércitos de soldaditos en formación de guerra. Castillos con puentes levadizos. Fortines que asediar. Empalizadas, polvorines, acorazados, reactores.
Ametralladoras, puñales, pistolas de tambor. Colts, Winchesters, rifles, Noventa y uno, Garlands, obuses, culebrinas, pasavolantes, arcos, ondas, ballestas, balas de plomo, catapultas, faláricas, granadas, mespadas, bicheros, arpones, alabardas y garfios de abordaje… Armas, en fin -dice Umberto Eco a su hijo-muchas armas, sólo armas. Esto te traerán tus Navidades”.
Umberto Eco confiesa, sin ningún asomo de pudor, que tuvo una infancia violenta, casi exclusivamente bélica:
“…disparaba entre los arbustos con cerbatanas hechas en el último momento, me acurrucaba detrás de los pocos coches aparcados, abriendo fuego con mi fusil de repetición, guiaba asaltos de arma blanca, me perdía en batallas sangrientísimas. En casa, soldaditos. Ejércitos enteros, ocupados en estrategias enervantes, operaciones que duraban semanas, ciclos larguísimos en los que movilizaba incluso los vestigios del oso de peluche y las muñecas”.
El hombre que surgió de esa brutal carnicería resultó ser, sin embargo, un pacifista, que no tocó un fusil de verdad ni siquiera durante los dieciocho meses de servicio militar, un hombre que dedicó las largas horas de cuartel a estudios filosóficos, alguien que odió las armas toda la vida, las armas y el militarismo y las guerras… Todo lo anterior parecería, pues, una paradoja, un contrasentido, o quizás una excepción a la regla. Pero Umberto Eco lo explica de otra manera:
Su muy “profundo, sistemático, culto y documentado horror (…) hacia la guerra” lo atribuye Umberto Eco “a los sanos e inocentes desahogos, platónicamente sangrientos, que se (le) concedieron en la infancia, tal y como se sale de una película del Oeste (después de una pelea solemne de esas que hacen que se caigan las paredes del saloon, en la que se revientan las mesas y los grandes espejos, se dispara sobre el pianista y se hacen añicos los cristales), más limpios, buenos y relajados, dispuestos a sonreír al transeúnte que te golpea con el hombro, a prestar socorro a los gorrioncitos caídos del nido…”.
Umberto Eco piensa que una mente retorcida como la de Eichmann y otros muchos como él es el producto quizás de la represión de ciertas energías vitales juveniles, del hecho de que no desahogará lúdicamente el natural instinto agresivo que caracteriza a los llamados seres humanos. Le parecen más perniciosos ciertos juegos instructivos que los juguetes bélicos y al pensar en Eichmann, en la infancia de Eichmann, se lo imagina “Encorvado, la mirada de contable de la muerte, sobre el rompecabezas del mecano, siguiendo las instrucciones del manualito; ávido al abrir la caja variopinta del pequeño químico; sádico al disponer sobre madera prensada sus utensilios de alegre carpintero con su cepillito de un palmo de ancho y su sierra de veinte centímetros”.
“¡Temed a los jóvenes que construyen pequeñas grúas! -dice Umberto Eco- En sus frías y retorcidas mentes de pequeños matemáticos se están comprimiendo los complejos atroces que agitarán su edad madura. ¡En cualquier pequeño monstruo que acciona los cambios de vía de su ferrocarril en miniatura (ve) al futuro director de campo de exterminio! Pobres si aman las colecciones de pequeños cochecitos, que horrendamente la industria del juguete les proporciona en una imitación perfecta, con maletero que se levanta y ventanillas que se bajan-¡terrorífico, terrorífico juego para futuros sargentos de un ejército electrónico que apretarán sin pasión el botón rojo de la guerra atómica”.
Lo peor que se puede imaginar, sugiere Umberto Eco, es el juego del monopolio, un juego que permite, a su juicio, identificar desde temprana edad “A los grandes especuladores inmobiliarios, a los artistas del desahucio en pleno invierno”. El infame monopolio forma o más bien deforma la personalidad, acostumbrando a sus adictos “a la idea de la compraventa de inmuebles y de la cesión despreocupada de paquetes de acciones. Los papá Grandet de hoy en día, que han mamado el gusto de la acumulación, y de la ganancia en bolsa…”.
En este punto, y siguiendo la misma lógica de Umberto Eco, surge una duda y uno podría preguntarse si ese tipo de juego no podría tener un efecto parecido al de los juguetes bélicos y en vez de dar origen a futuros especuladores los convirtiera, por ejemplo, en socialistas utópicos o socialdemócratas por lo menos.
Al margen de esta posible contradicción, Umberto Eco arremete sin piedad contra las “muñecas americanas que hablan y cantan y se mueven solas; autómatas japoneses que saltan y bailan sin que la pila se gaste nunca; automóviles con mando a distancia cuyo mecanismo se ignorará por siempre…”.
A continuación vuelve al tema inicial y le explica a su hijo lo siguiente:
“… te regalaré fusiles. Porque un fusil no es un juego. Es el punto de partida de un juego. De ahí tendrás que inventar una situación, un conjunto de relaciones, una dialéctica de acontecimientos. Tendrás que hacer pum con la boca, y descubrirás que el juego vale por lo que le pones dentro, no por lo que encuentras ya confeccionado. Imaginarás que destruyes enemigos, y saciarás un impulso ancestral que ningún incordio de civilización conseguirá ofuscar jamás, a menos que no te convierta en un neurótico dispuesto al examen empresarial a través de Rorschach. Pero te convencerás de que destruir a los enemigos es una convención lúdica, un juego entre los ejércitos, las bombas, los reclutamientos obligatorios…”.
Lo que dice Umberto Eco es que un niño sabe o aprende en definitiva a distinguir en el juego lo que es real o ficticio y que un juguete bélico no lo convierte en criminal. Lo importante, quizás, no es negarle el juguete bélico sino educar sus sentimientos. Enseñarle a no disparar, por ejemplo, contra los indios o los vietnamitas o los mejicanos, a distinguir entre invadidos e invasores, a tomar partido a favor de la justicia.
En alguna parte leí que muy probablemente Al Capone nunca tuvo un revolver de juguete. Quizás ninguno de los tantos autores de las tantas masacres que se han producido y producen en los Estados Unidos tuvieron nunca en su manos una inocente pistola de juguete para exorcizar sus demonios, para desplazarse lúdicamente entre la realidad y fantasía, para aprender a eliminar imaginariamente a sus enemigos, exterminarlos por una vía “platónicamente” sangrienta. Algo que los preparara para que el día en que tuvieran en sus manos un arma de verdad se dieran cuenta de que no era un juguete.



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martes, 18 de junio de 2019

Julio Cortázar: el tesoro de la juventud

Pedro Conde Sturla
24 de octubre de 2016 

Un crítico o lector desprevenido considera que “El tesoro de la juventud” es un texto en el que Julio Cortazar “rinde homenaje a una enciclopedia” homónima “que pasó por sus manos en su niñez”, pero Cortazar tenía un sentido crítico de la realidad demasiado afilado como para cometer esta ingenuidad.
La dichosa “enciclopedia de conocimientos” (“El maravilloso mundo de ‘El Tesoro de la Juventud”… “una enciclopedia para niños”), circulaba por el mundo hispánico en su versión argentina desde 1915 y cautivó a miles de lectores porque la obra es cautivante, veinte tomos de cautivantes lecturas, pero es también una obra envenenada, venenosa, que destila un sutil y a veces no tan sutil racismo, segregacionismo, colonialismo, belicismo. Es, en muchos sentidos un destilado, un concentrado de la ideología dominante de la época en lo que concierne a la interpretación de la historia y el progreso, la cultura, las razones y sinrazones del atraso, la esclavitud, la pobreza… Es y no es un cuento para niños, un cuento para formar desinformando.

viernes, 5 de abril de 2019

Cuentos para niños y adultos

Pedro Conde Sturla
31 de octubre de 2016 

La palabra cuento tiene un sentido despectivo como sinónimo de mentira, embuste, habladuría, deformación u ocultamiento de la realidad. Gran parte de la historia, “la mentirosa historia, incluyendo la historia de la cultura, es puro cuento, glorificación del crimen como hazaña y la codicia como virtud, exaltación desembozada de generales y reyes, tiranos, conquistadores, asesinos, depredadores. Las grandes figuras de una época son presentadas como los grandes hacedores de historia. Una historia que se escribe desde arriba, desde el punto de vista de las clases gobernantes y sobre todo de los vencedores. Pero esa historia “chorrea sangre y lodo de la cabeza a los pies”.
Constantino el Grande, una figura venerada por los cristianos, era un monstruo, Carlos Magno fue un vulgar genocida. Napoleón, “el mayor genio militar que ha conocido la humanidad” era un carnicero y también “uno de los personajes más megalómanos y nefastos de todos los tiempos.
A Sarmiento se le rinde un culto oficial en Argentina y otros páíses de América y es justamente celebrado por el valor de sus obras literarias y como “gran humanista”, gran presidente y educador. Sin embargo, y al margen de sus innegables méritos, Sarmiento es el pensador más retrógrado y atrabiliario que ha parido América Latina, un cómplice y justificador de abominables crímenes. La  saña, el odio visceral con que escribía contra los pueblos y razas subalternos, lo definen como un troglodita ilustrado.
La exaltación de tales personajes obedece a un mecanismo de manipulación, tiene que ver con el arma más poderosa en manos del poder, que es la mentira.
La mentira histórica tradicional, que permite el ocultamiento, el maquillaje histórico de los hechos, el endiosamiento de los grandes protagonistas, forma parte del mecanismo de producción de un sistema de culto con fines educativos, para formar deformando.
“El tesoro de la juventud”, una “enciclopedia de conocimientos” que en otra época tuvo una inmensa influencia y popularidad en América, era o sigue siendo parte de ese mecanismo de producción social de sentido tendiente a la formación de buenas conciencias. El análisis de la obra realizado por María Cristina Alonso arroja luces y sombras, quizás más luces que sombras sobre la famosa obra,  demuestra de alguna manera que la fe en la letra de molde es una de las grandes trampas de la fe.
Aprender a leer es aprender a leer con desconfianza.
El tesoro de la juventud: ¿un cuento de niños?
por María Cristina Alonso
Un amigo lejano me cuenta en un mail que le han regalado la colección completa del Tesoro de la juventud. En mi biblioteca los tomos destartalados de la edición de 1920 todavía mantienen su encanto y alimentan mi fantasía.
Imagino a mi amigo mirando las mismas láminas que yo -de tanto en tanto- repaso cuando, al pasar por el comedor penumbroso, me tienta el estante al lado de la chimenea que alberga la enciclopedia. Desconozco el origen de la de mi amigo. Me ha dicho que se la han regalado. La mía viene viajando en el tiempo, de la casa colonial de mis tías abuelas -que la habrán comprado a algún vendedor de libros de esos que recorrían los pueblos allá por el veintipico, o tal vez en Buenos Aires en alguno de sus viajes-  hasta llegar a las manos de mi padre, que la debe haber recorrido en su infancia con el mismo placer que lo hice yo cuando la rescaté de un cuarto de tratos viejos, un poco masticada por las lauchas en algunos extremos, pero con las páginas de láminas brillantes intactas.
Su título alude conceptualmente a los bienes del espíritu, a la riqueza del saber humano y a los destinatarios principales de tanto saber acopiado: “El tesoro de la juventud, enciclopedia de conocimientos”. En ella puede encontrarse un poco de todo: el sabor encantado de las narraciones populares, las maravillas del mundo, los adelantos de la ciencia, biografías de famosos hombres y mujeres, interrogantes contestados con intención científica, lecciones de francés e inglés, poesías, costumbres exóticas. La enciclopedia, dividida en secciones, exhibe títulos como “Cosas que debemos saber”, “Historias de libros célebres”, “Juegos y pasatiempos”, entre otros.
Traducida del inglés, fue publicada en España en 1920 por Walter Jackson y distribuida en las capitales más importantes de América con artículos escritos por autores locales. El consultor, compilador y autor de la parte argentina es Estanislao Zevallos, el vocero ideológico de la Campaña al Desierto efectuada por el General Roca, hombre empapado de la idea civilizadora propia de la generación del 80 y que, a juzgar por el prólogo que firma en el Tomo I,  conocía tanto a los niños argentinos como a los cafres africanos fotografiados en algunas secciones.
Con su idílica visión de la niñez, Zeballos escribe: “El clima benigno, la facilidad para gozar de la vida al aire libre, la alimentación sana y abundante, las facilidades generales de la lucha, y, probablemente, ciertas influencias termoeléctricas de la tierra aún no bien determinadas, influyeron en la hermosa salud y en el vigoroso desarrollo físico-psíquico de los niños sudamericanos”. Y advierte en el prólogo que la enciclopedia “es una obra civilizadora, pues los hijos de los hogares pobres, expuestos a los peligros de las calles y de los campos, y de la vida vagabunda hallarán en esta lectura reconstituyente un motivo de permanencia en el hogar”
Miguel de Unamuno que, como otros prestigiosos intelectuales de la época -Alberto Edwards, José Enrique Rodó y Adolfo Holmberg-  creía que, “hablar con los grandes que fueron es mejor que con los pequeños que son” y justifica la publicación de la enciclopedia a través del incentivo de la imaginación que  proporcionan las historias de aventuras. Para él el alimento de la inteligencia debía servir de aliciente y excitación para la fantasía.
Zevallos afirma en alguno de los tomos que “los niños argentinos se distinguen por la precocidad con que aprenden, saben más de historia de Estados Unidos que los propios norteamericanos y que cantan con igual solvencia el Himno Nacional que el Star Spangled Banner y el Hall Columbia, porque los niños argentinos son bellos y robustos, y predominan entre ellos los rubios y trigueños.”
No obstante la belleza de la páginas de la enciclopedia, de sus láminas aún maravillosas y la diversidad temática, los jóvenes que abrevaron en este compendio del saber, fueron mamando un sutil racismo. En la sección, Los tesoros ocultos de la Tierra, por ejemplo, bajo una foto del aduar donde vivían los mineros negros africanos, puede leerse este epígrafe de neto corte colonialista: “Muchos son los millares de cafres empleados en la minas de oro del Sur de África, y si se tiene cuidado con ellos llegan a salir buenos trabajadores”. Mucho más explícito es el texto de Zeballos en donde explica, en un artículo sobre la Argentina, que “Las tropas pertenecientes al ejército de este país, están formadas por gente blanca y rubia, pues la mezcla con la inmigración ha hecho desaparecer al negro y a las razas inferiores.”
Contrastando las buenas intenciones de los colaboradores –redactar un texto destinado a los niños que no tenían acceso a la educación sistematizada- la segregación racial es una constante, digamos subliminal, en la enciclopedia. En el Libro del  porqué se responde de esta manera a la pregunta ¿son necesarias las guerras?: “Hubo guerras que sostuvieron los pueblos civilizados, cuyo número crecía, sin cesar, rápidamente, contra los salvajes. Todas las civilizaciones se han extendido de este modo. Parece que, dado el modo como el mundo está hecho, estas guerras fueron en la antigüedad necesarias, como es necesaria la muerte.”
Más allá de estos conceptos, de las páginas de El tesoro de la juventud saltan para nuestro deleite Alicia la del País de las maravillas, la Cenicienta, Guillermo Tell, Robinson Crusoe, el varón de Mulhausen, califas, princesas, pastores de ovejas y magos. Pura maravilla que mi amigo el que vive tan lejos junto a un mar del fin del mundo y yo, en la llanura pampeana, disfrutamos en tiempos distintos, en casas distintas, en provincias diferentes. Pero sin embargo, esas páginas, las mismas, y también diferentes, nos reúnen en nuestro común país de las palabras. Un lugar en el que los relojes, y las distancias pierden sentido. Un lugar donde los dos podemos jugar a buscar al conejo blanco, a conversar con los liliputienses o a departir con la fauna de los océanos. De esas cosas hablamos, a veces, cuando tenemos ganas de ser niños otra vez.
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