sábado, 31 de agosto de 2019

Herminio Almendros : Pueblos y leyendas

Pedro Conde Sturla



Cuando cursaba el sexto nivel de la escuela primaria me obsequiaron un libro maravilloso que con el correr del tiempo perdí de vista, desapareció virtualmente de las librerías hasta el día de hoy (salvo en Cuba), pero lo he mantenido siempre vivo en la memoria.
Su autor es Herminio Almendros (1898-1974) un escritor y maestro español que desarrolló una brillante labor pedagógica durante su exilio en Cuba. Aparte de su obra, dejó como legado para la humanidad al laureado cineasta Néstor Almendros.  
(De él dijo Mario Cremata Ferrán, periodista de Juventud Rebelde : “Hay mortales que no debieran morir nunca, como tampoco aquello que en su tiempo de vida hicieron por el mejoramiento de sus semejantes. Esa idea da vueltas cuando se piensa en hombres como Herminio Almendros”).
El título de la obra es “Pueblos y leyendas”, uno de los libros más editados en Cuba, y contiene un total de 26 relatos pertenecientes a las más variadas culturas de la geografía del planeta, que el autor adaptó, con el concurso de sus alumnos.
El ambicioso proyecto incluye a Japón, China, India, Rusia, países escandinavos, del Rin y de las islas Brítánicas, Francia, Africa, negros de Usamérica.
Almendros escribía libros para niños, pero ya se sabe que los libros para niños también están destinados a los adultos.
“El mundo de la fantasía – afirma Horacio Calle Restrepo- es el recurso más necesario, desde el punto de vista emocional, en la existencia de toda persona ya sea a nivel individual o  como miembro de un grupo social mayor. Los mitos de los  pueblos son productos de esta realidad fantasiosa y por eso se ha dicho con sobrada razón que si el sueño es el mito del individuo, los mitos son el sueño de los pueblos.” 
Entre las leyendas que recoge el libro de Almendros, hay algunas cómicas y otras que te parten el alma, alguna es picaresca, una habla del sueño de libertad y redención de un pintor, otra de los abusos del poder y todas en general de la complejidad de la humana existencia.
Como botón de muestra se ha escogido a la primera, “El viejo guardián”, por lo que tiene, trágicamente, de actual.
PCS



EL LIBRO


Este libro ha sido escrito y se publica con el deseo de
responder al marcado interés que los niños sienten por las
narraciones; sin el propósito de administrar enseñanzas ni de
infundir en el niño, como es costumbre, repertorios de
normas en comprimidas moralejas.
Por eso el libro se ofrece cargado de narraciones recogidas
y adaptadas al margen de la habitual intención docente y
adoctrinadora.
La tarea del autor ha consistido sólo en la búsqueda y
adaptación de leyendas y cuentos. En la selección ha sido
asesorado por niños de escuelas de España. Niños de diez, de
once, de doce, de trece años. Ellos fueron los que, después
de la lectura de seis cuentos y leyendas de cada país, elegidos
entre muchos, decidieron cuáles habían de figurar en la
selección definitiva.
Se ha comprobado así que este haz de lecturas tiene un
singular atractivo para el gusto y las preferencias de la
infancia. También puede afirmarse que en este libro se ha
conseguido reducir la inadaptación a la inteligencia verbal
de los escolares en las edades indicadas.  
Si los niños decidieran con su simpatía el acierto de esta
colección de cuentos y leyendas, procuraríamos completarla
con nuevos trozos antiguos del alma popular, que no han
tenida aquí ocasión ni cabida.

Los Editores.


JAPÓN


En el mapa aparecen las islas japonesas, recortándose
como una guirnalda sobre el limpio azul del Océano
Pacífico.
Sobre ellas reina un cielo puro de finas nubes plateadas.
La tierra está salpicada de jardines y frondosos árboles
por entre los que asoman las casitas de madera con graciosas
cubiertas rizadas.
El suelo se extiende en suaves colinas y anchos valles y
picos volcánicos que se reflejan en los lagos tranquilos.
Pocos países del mundo tienen tan bellos paisajes.
En pocos lugares del mundo el hombre ama a la
naturaleza como aquí, y la cuida y dispone como un
escenario maravilloso.
Pueblo de hombres pequeños de estatura, pulidos y
corteses, nerviosos y enérgicos, patriotas y guerreros.
Mujeres graciosas y afables, de color de marfil.
Hermoso país de las flores y de las sedas, del té y de los
extensos arrozales, de las porcelanas finísimas, de los
pintados vestidos, de las ciudades adornadas con papeles y
sedas y luces amarillas, verdes, rojas... 
Las costas del Japón han sufrido siempre los terribles efectos de sacudidas sísmicas o de
erupciones volcánicas submarinas. Olas gigantescas han barrido las costas japonesas produciendo
tremendas catástrofes que arrasan regiones enteras, destruyendo muchos pueblos y ciudades.
La leyenda del viejo guardián es la tradición de una de estas catástrofes ocurridas en tiempo inmemorial.


EL VIEJO GUARDIAN


tradición oral japonesa


¡Qué gusto daba mirar desde lo alto los barcos que resbalaban sobre el mar como en un espejo! El pequeño Yon se sentía feliz en la cima de aquel monte. Sin padre, había ido a vivir con su abuelo en aquella casita de la montaña, en medio de los campos de arroz, dorados como el oro. Gozaba allí de aire puro y sol y libertad como los pájaros. Podía correr y jugar alegremente. ¡Qué bien se vivía en aquella paz campesina!
El pueblecito estaba allá abajo, a lo largo de la costa, frente al mar incendiado de sol. Yon veía las casas, pequeñitas, blancas, limpias; todo el pueblo como un lindo juguete. Y a los hombres y a los niños los veía como hormigas grandes y hormigas pequeñas. Entre el monte y el mar solo había una estrecha faja de tierra, donde los hombres construyeron sus casas.
Los campos cultivados estaban en aquella planicie de la montaña, húmeda y fértil, donde vivía Yon. El abuelo era el guardián de los extensos arrozales del pueblo. El niño amaba los grandes campos de arroz. Siempre estaba dispuesto a ayudar en el trabajo de abrir las acequias de riego, y nadie como él ahuyentaba los pájaros en la época de la siega.
Yon se sentía feliz. Su abuelo lo quería mucho. Vivían los dos en la casita menuda y limpia, y estaba seguro de que los otros niños le tendrían envidia. Aquel viejo fuerte y serio era el mejor de todos los hombres.
Un día en que las espigas amarillas brillaban al sol, el viejo guardián miraba a lo lejos, al horizonte del mar. Su mirada era fija y llena de sorpresa. Una especie de nube grande se elevaba en el confín como si el agua se revolviera contra el cielo. El viejo seguía mirando fijamente. De pronto, se volvió hacia la casa y gritó:
-¡Yon!, ¡Yon!, trae del fuego una rama encendida.
El pequeño Yon no comprendía el deseo de su abuelo, pero obedeció al momento y salió corriendo con una tea en la mano. El viejo había cogido otra y corría hacia el arrozal más próximo. Yon lo seguía sorprendido. ¿Sería posible? Y al ver horrorizado que tiraba la tea hecha llamas en el campo de arroz, gritó:
-¡Qué haces, abuelo! ¡Qué quieres hacer!
-¡De prisa, de prisa, Yon, prende fuego a los campos! Yon quedó inmóvil. Pensó que su abuelo había perdido la razón, y todo su cuerpo se llenó de espanto. Pero un niño japonés obedece siempre, y Yon tiró la antorcha entre las espigas.
Primero fue una lumbre débil donde se retorcían los tallos resecados; después se extendió el fuego en llamaradas rojas, y bien pronto fueron los arrozales una inmensa hoguera. La montaña se elevaba hasta el cielo en una columna de humo.
Desde allá abajo, los habitantes del pueblecito vieron sus campos incendiados y, dando gritos de rabia, corrieron desesperados, trepando por los senderos tortuosos del monte; subiendo, subiendo hasta agotar las fuerzas. Nadie quedaba atrás. También las mujeres subían con los niños a la espalda.
Al llegar al llano y ver los extensos arrozales desvastados, la indignación se oyó en un grito de furia: -¿Quién ha sido? ¿Quién es el incendiario?
El viejo guardián se adelantó a los hombres y dijo con serenidad:
-¡Yo he sido!
Yon sollozaba. Un grupo los rodeó en actitud amenazadora, gritando:
-¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?
El viejo se volvió severo y extendió la mano señalando al horizonte.
-Mirad allá –dijo.
Al fondo, donde unas horas antes la gran superficie del mar era plana como un espejo, se levantaba ahora hasta el cielo una espantosa muralla de agua. Una ola oscura y gigantesca avanzaba desde el confín. Hubo un momento de horror.
Ni un grito… Los corazones latían con fuerza. La muralla de agua avanzó hasta la tierra con un ronco bramido, se volcó y fue a romperse, en un trueno, invadiéndolo todo, y fue a romperse en un trueno desgarrado y furioso, contra la montaña… Una ola más. Después otra más débil… Luego, el mar se fue retirando con un rugido sordo.
La tierra apareció revuelta y socavada. El pueblecito había desaparecido, desecho y arrastrado por aquella ola inmensa.
El viejo guardián miró satisfecho a todos los habitantes bien seguros en la cima del monte. Su presencia de ánimo los había salvado de la invasión del mar.

Isogai, el humilde

30 agosto, 2019
Diego Rivera, El picapedrero
Hace algunos años escribí algo sobre Herminio Almendros, un escritor y maestro español que vivió muchos años exilado en Cuba. Almendros es el autor de una obra que venero, una obra de culto titulada “Pueblos y leyendas”. Es una obra de recopilación y adaptación de relatos en la que tomaron parte los alumnos de Almendros. Veintiséis relatos de la más variada procedencia geográfica y cultural. Relatos y mitos que confirman “que si el sueño es el mito del individuo, los mitos son el sueño de los pueblos”. En todos ellos se habla en general de la complejidad de la humana existencia, del lado trágico, cómico o tragicómico de la vida, el hambre del poder, el insaciable deseo de libertad o de superación personal, la abnegación, el sacrificio, todas las cosas que insuflan ánimo y sentido al barro que nos moldea.
Uno de los relatos de “Pueblos y leyendas” trata de un individuo llamado Isogai, “Isogai, el humilde”, alguien que se lamenta por la suerte que le ha tocado. Isogai realiza un trabajo durísimo en una cantera de granito y es pobre de solemnidad. Desea ser rico y se hace rico en un “sueño maravilloso” y empieza a disfrutar de la riqueza, pero cuando conoce al emperador se desencanta de ser rico, ya no le basta. Ahora quiere ser emperador y se convierte en emperador y empieza a disfrutar de su condición imperial hasta que el sol comienza a humillarlo. Ahora quiere ser sol y se convierte en sol hasta que una simple nube ataja sus rayos y opaca su brillantez. Ahora quiere ser nube y se convierte en nube, derrama agua raudales sobre la tierra y empieza a disfrutar de su poder, hasta que una roca lo desafía impunemente. Entonces se convirtió en roca y pensaba que nada se igualaba en el mundo a su condición, hasta que un día vino un picador de piedra y empezó a arrancarle pedazos. Isogai comprendió que era mejor ser obrero, un picador de piedra como lo que era y colorín colorado.
El cuento de Isogai habla quizás de la incapacidad de mucha gente de conformarse con lo que tiene y de la ambición que echa a perder tantas cosas, quizás quiere decir que toda cosa en el mundo tiene su pro y su contra, quizás quiere decir que todos deben resignarse a su suerte, quizás predica el conformismo o habla del poder de la clase obrera. Quizás quiere decir que ningún relato es inocente por más que lo parezca y que la lectura no está exenta de trampas y riesgos. Ninguna lectura es inocente. Los relatos, los cuentos, las narraciones, los mitos, leyendas funcionan como reguladores del comportamiento social y el significado a veces puede ser perverso. Por eso hay que aprender a leer entre líneas, a explorar el sentido recóndito de las cosas.
El final de “Isogai, el humilde” me parece sospechoso. Isogai se siente contento de volver a ser pobre, da una cátedra sobre la importancia de ser pobre. Ahí está la trampa. A veces el elogio de la pobreza, de la humildad y del trabajo duro solo se hace en perjuicio de los pobres, de los humildes, de los que trabajan duro y no tienen en qué caerse muertos.
En fin, saque cada quien su conclusión.
Isogai, el humilde
Vivía una vez en el Japón un pobre hombre llamado Isogai, que trabajaba de simple obrero en unas canteras de granito. Su salario era tan escaso que no le permitía mejorar su miserable modo de vivir.
Un día volvió a su casa rendido de fatiga. El pobre hombre se lamentaba de su suerte y envidiaba a los poderosos para los que la vida es cómoda y amable en los hermosos palacios.
—Si yo llegara algún día a ser muy rico — pensaba Isogai,— sería un hombre respetable, querido y admirado de todo el mundo. Ahora soy un pobre desdichado. No valgo para nada y jamás podré salir de esta vida triste y miserable. ¡Si yo tuviera muchas riquezas… !
El pobre trabajador se durmió con este pensamiento y tuvo un sueño maravilloso:
Isogai, el buen, Isogai, se encontró de pronto convertido en un hombre riquísimo. Tenía un hermoso palacio de mármol y descansaba en una habitación cubierta de sedas.
Tras los amplios ventanales veía pasar a todas las gentes atareadas de la ciudad.
Cierto día acertó a pasar el Emperador montado en una soberbia carroza de oro, y seguido de magníficos caballeros y criados que sostenían sobre su cabeza un parasol resplandeciente de dorados y pedrería.
Isogai sintió envidia y pensó:
— ¿De qué me sirve ser rico si no me es permitido salir como el Emperador con una brillante escolta y con criados que me protejan con un parasol de oro? Mi ilusión — dijo — es llegar a ser emperador.
No bien hubo dicho esto, el desgraciado Isogai se vio convertido en un soberbio emperador. Y por las calles era seguido de una escolta de caballeros y de criados que lo cubrían con un parasol magnífico.
Pero el calor era bochornoso. El Sol brillaba ardiente y cegador de luz.
— Nunca hay dicha completa — pensó Isogai —He aquí a un pobre emperador que tiene que sufrir este terrible calor del sol. Si yo fuera el Sol me consideraría el ser más poderoso del mundo.
Isogai quedó convertido inmediatamente en el Sol que alumbra todas las cosas. Un sol que llegaba a todos los lugares de la Tierra y lo caldeaba y tostaba todo: las mieses y los hombres, las fieras y los príncipes. A todo alcanzaba su poder.
Pero, de pronto, una nube vino a colocarse descaradamente entre el Sol y la Tierra. La nube formaba una pantalla que los rayos de luz no podían atravesar. El Sol estaba, furioso.
— Conque sí — exclamó — ¿conque una nube es capaz de oponerse a mi fuerza deteniendo mis rayos? Entonces más valdría ser nube.
Isogai pasó en el acto a ser una nube. En seguida, para probar su poder, se puso delante del Sol de manera que lo venció y dejó en sombra a la Tierra. Después dejó caer una lluvia tan fuerte, que los arroyos y los torrentes se desbordaron y los ríos inundaron los campos arrasándolo todo.
Isogai, desde lo alto, se complacía en admirar el poder de su fuerza. Ahora sí que no había nada que le resistiera.
Estaba satisfecho. Miró un poco más fijamente y se quedó sorprendido. Allá abajo divisaba una roca que no se movía.
Nada podía el empuje de la corriente de agua que rugía y se rompía contra ella sin conmoverla.
Entonces la nube pensó:
— Si no tengo poder para imponerme a una roca, me valdría más ser como ella.
Y he aquí que Isogai quedó transformado en una roca que resistía los ardores del sol y la furia de la tormenta y el embate de los torrentes desbordados.
Pero allí, al pie de la piedra dura, vino a trabajar un hombre de apariencia miserable. El hombre tenía unos picos de hierro y un gran martillo. Y, poco a poco, golpe a golpe, fue quitando grandes pedazos a la piedra y los fue labrando en formas diversas.
— ¿Cómo es esto? — exclamó la roca —. ¿Puede un hombre vencerme tan calladamente y arrancarme trozos y moldearme con tanta facilidad? Entonces es preciso que vuelva a ser hombre.
Y, en un último esfuerzo para alcanzar el poder sin límites, Isogai despertó de su sueño y se sintió satisfecho de ser hombre; orgulloso de ser obrero vencedor de la roca viva a la que seguiría diariamente arañando en las canteras de granito.


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sábado, 24 de agosto de 2019

Dallas el Gunman

https://acento.com.do/2019/opinion/8720772-dallas-el-gunman/

Pedro Conde Sturla
23 agosto, 2019



Marcial Lafuente Estefanía divisó a lo lejos al muchacho que caminaba en dirección al rancho con pasos torcidos. Traía la silla de montar al hombro y a medida que se fue acercando pudo ver que estaba flaco, débil, esmirriado. En algún lugar del desierto había perdido la montura y parecía a punto de colapsar mientras avanzaba con un andar cada vez más vacilante hacia el pozo. Por un momento le pareció que no iba a poder llegar y  Marcial Lafuente  Estefanía fue a su encuentro y le pasó la cantimplora.

sábado, 17 de agosto de 2019

Algo para recordar

Algo para recordar

Desde la infancia remota, desde cuando mi padre me trajo en 1953 de Macorís del Jaya a la civilización, he sido frecuentador asiduo del antiguo Parque Zoológico y Botánico de Santo Domingo, hoy Plaza del Conservatorio.
En la “Ciudad más limpia de América”, atiborrada entonces de refugiados españoles y húngaros, había luz a raudales, quizás como contrapartida del régimen tenebroso. Agua y luz permanentes, buen transporte, numerosos coches tirados por caballos cansinos, un clima fresco, “clima de eternidad”, como le llamó Mieses Burgos, un clima solícito y acuático, con lluvias que daban fastidio.  Recuerdo que había un Malecón con increíbles lamparas de neón que distorsionaban los colores y convertían los maquillados labios rojos de las mujeres en labios morados. Había autobuses de dos pisos, fabricados en el país sobre el chasis de un camión o camioneta. Al segundo nivel, que no tenía techo, se subía por una especie de escalera de caracol y era el que todos preferían  para pasear de noche. Autobuses con las luces encendidas como un arbolito de Navidad. 

miércoles, 14 de agosto de 2019

ATILA, EL CALUMNIADO

Pedro Conde Sturla
7 de junio de 2007


Alguna vez aprendí a odiar a Atila con todas las fuerzas de mí ser. En la escuela me enseñaron que era un personaje inicuo, que se hacía llamar o lo llamaban “el azote de Dios”, y que decía con jactancia: “Por donde pasa mi caballo no crece la hierba.”

Atila era un bárbaro, es decir un extranjero, que vivía con su pueblo más allá de las fronteras del civilizado imperio romano. En el siglo V saqueó el norte de las Galias, y para contenerlo el imperio tuvo que emplearse a fondo, librando una batalla terrible en los Campos Cataláunicos, la llamada batalla de los pueblos. Atila se replegó sin ser derrotado y un año después desató su furia sobre el norte de Italia. Pero esta vez sus motivos eran razonablemente románticos. Atila reclamaba la mano de Honoria, hermana del emperador Valentiniano, y unos territorios que, coincidencialmente, venían con su mano. En el Po recibió una embajada imperial encabezada por un prefecto, un cónsul y el papa León I. Tras el encuentro renunció a sus reclamaciones y emprendió la retirada hacia sus dominios, posiblemente a causa de una epidemia que afectaba a su ejército. Murió poco después durante una orgía en el año 453.

El bárbaro Atila ha sido objeto de mala prensa en todas las épocas, pero en realidad no era más malo que los civilizados romanos, y en algunas sagas y cantares germánicos aparece como figura legendaria. Los civilizados romanos eran dueños de un imperio esclavista de 3 millones de kilómetros cuadrados y explotaban sin misericordia a la inmensa mayoría de sus habitantes. El deporte nacional romano era la crucifixión. Clavaban por diversión a seres humanos a una cruz, y a veces por compasión les partían “metódicamente las tibias con unas barras de hierro” para provocarles la muerte por embolia.

La publicidad contra el bárbaro es obra, principalmente, de la iglesia católica. Antes de reunirse con la embajada del imperio en el Po, Atila humilló a sus representantes y en particular al papa León, que había traído consigo cuantiosas ofrendas en oro, haciéndolos esperar durante horas a la intemperie. La iglesia transformó la humillación del papa en una victoria política, atribuyendo la retirada de Atila a un repentino miedo al dios de los católicos, producto de las emanaciones divinas de la fuerte personalidad del papa y de la presencia mística de los apóstoles Pedro y Pablo, que lo acompañaban desde lo alto.

No voy a comparar el daño que le hacía a la hierba y a los árboles el caballo de Atila con el que le hace el cómico del distrito, porque la comparación se queda corta. El caballo de Atila no impedía crecer la hierba, incluso la abonaba generosamente y la hacía crecer más fuerte.

El caballo del cómico del Distrito sí que en verdad no deja crecer la hierba. Pasó por las amplias isletas de la Avenida Alma Mater, hace unos años, y sacrificó árboles de caoba y cauchos memorables que a todos los pasantes daban sombra sin producir el menor daño en la calle, aceras o contenes. Sustituyó la grama por cemento estampado y sobre el cemento sembró bancos de hierro y unas casetas ridículas y seguramente costosas. Finalmente bautizó el lugar con el nombre de Boulevard de la Juventud, en homenaje a los jóvenes que se quieran calcinar a fuego lento. Allí, desde luego, no ha vuelto a crecer la hierba. No es la obra del azote de Dios, es la obra del azote de la Ciudad de Santo Domingo, primada de América, la misma que hace unos años asombraba al mundo por su flamante cabellera verde, su arboleda relativamente desordenada como deben ser las arboledas, abundantes, copiosas. (Ahora tiemblo al pensar en el frondoso caucho de la José Contreras a esquina Lincoln, el mismo que cobija desde hace años a un frutero y mantiene alejado el calor, acondicionando el aire bajo sus ramas).

En las más anchas isletas intervenidas en todos los sectores de la ciudad se perdió la oportunidad de crear verdaderos bosquecillos, plantando nuevas plantas junto a las existentes, creando un colchón ecológico que absorbiera el ruido y la contaminación. Ahora tendríamos parques, pequeños parques, zonas sombreadas de recreación a escala humana. No unas filas de palmas en pie de guerra, al estilo fascista. El agudo comentario de un lector de mi entrega anterior me recordó que “Eduardo Galeano critica el alineamiento de los árboles, señalando que le parecen guardias en un desfile militar.” De hecho, someter las palmas a un orden innatural es una forma de violencia, una arbitrariedad y un símbolo de poder falocráticamente político, que haría las delicias de la famosa cineasta de Hitler.

Ante la avalancha de críticas y protestas por parte de la población de Santo Domingo, los defensores de lo indefendible, defensores del arboricidio, han sacado a relucir un “Plan Estratégico de la Ciudad”, una “normativa de arbolado urbano”, un “Plan Regulador de la Ciudad Colonial trabajado de forma conjunta por las instituciones con incidencia en el centro histórico y las juntas de vecinos.” Si acaso los planes no se encuentran en el mismo estado que los planos del metro de Diandino, uno se pregunta, carajo, ¿por qué no comienzan a aplicarlos? ¿Por qué andarse, literalmente, por las ramas? ¿Por qué no empezar por lo prioritario? ¿Por qué no tratar de ponerle un orden al caos urbano?

Al parecer las autoridades del Distrito no se han dado cuenta que la basura arropa grandes sectores de la ciudad, que cada día son más las aceras que se transforman en parqueos, que cada día son más los edificios que se construyen en franca violación a las leyes y que las aceras de la Avenida Independencia y muchas calles de Gazcue están llenas de hoyos que podrían tragarse a una persona entera. Es más, conozco el caso de un oficial médico, un general, que al salir con sus compras de un supermercado cayó en uno de esos hoyos y sufrió fracturas de consideración en una pierna y un brazo.

Cuando el cómico de televisión, al cual muchos aprecian por su talento histriónico, hable de tú a tú con los votantes que lo llevaron al poder, antes de ejercerlo sin consulta, cuando comience a soterrar los cables de la Ciudad Colonial, a ocuparse de los edificios en ruina, la limpieza de las alcantarillas y los problemas reales de la zona, entonces se convertirá en munícipe y otra será la reacción, la respuesta de la población, la opinión pública.

Lamentablemente, el orden de prioridades sigue invertido y lo que tenemos en perspectiva para la Ciudad Colonial es un proyecto espantoso, diandinescamente espantoso. Se habla ya de la construcción de un parqueo soterrado en la Plaza de España y otro en la calle Las Damas. Entraremos, pues, de lleno en la verdadera etapa de las devastaciones. Lo peor no ha comenzado todavía. Que el señor nos coja confesados y perdone a su descarriado siervo Atila, que tanto daño no hizo después de todo.





pcs, jueves 7 de junio de 2007

lunes, 12 de agosto de 2019

LI PO TAI

Pedro Conde Sturla
8 de agosto 2006


A Li Po Tai lo conocí en la voz de Luis Camarena, amigo de Juan Monclús y amigos casi de infancia de un hermano médico que vive en Alemania -uña y carne desde una época remota en los predios de la Ciudad Colonial. Camarena tenía una vena de poeta o por lo menos de declamador y yo lo escuchaba extasiado diciendo unos versos chinos que se podían pintar en virtud de la gracia, la precisión de la imagen. Eran versos clásicos, epicúreos, que no he logrado encontrar y que a lo mejor sólo existen en el desliz y el deslave de la memoria traicionera, pero que son de alguna manera de Li Po, a pesar de posibles infidelidades:

Cuando voy al río nunca estoy solo
Me acompaña mi sombra y la botella
Cuando regreso, la sombra se me enreda entre los pies.

sábado, 10 de agosto de 2019

Elogio de los juguetes bélicos

Elogio de los juguetes bélicos - Acento - El más ágil y moderno diario electrónico de la República Dominicana

https://acento.com.do/2019/opinion/8715418-elogio-de-los-juguetes-belicos/

Pedro Conde Sturla
9 agosto, 2019
Umberto Eco era al parecer partidario de los juguetes bélicos. Lo dijo claramente, si acaso no entendí mal, en una “Carta a mi hijo” que forma parte de un libro titulado “Segundo diario mínimo”
A su hijo le regalaba en Navidad, según sus propias palabras, todo tipo de fusiles. Fusiles “De dos cañones. De repetición.
Metralletas. Cañones. Morteros. Sables. Ejércitos de soldaditos en formación de guerra. Castillos con puentes levadizos. Fortines que asediar. Empalizadas, polvorines, acorazados, reactores.
Ametralladoras, puñales, pistolas de tambor. Colts, Winchesters, rifles, Noventa y uno, Garlands, obuses, culebrinas, pasavolantes, arcos, ondas, ballestas, balas de plomo, catapultas, faláricas, granadas, mespadas, bicheros, arpones, alabardas y garfios de abordaje… Armas, en fin -dice Umberto Eco a su hijo-muchas armas, sólo armas. Esto te traerán tus Navidades”.
Umberto Eco confiesa, sin ningún asomo de pudor, que tuvo una infancia violenta, casi exclusivamente bélica:
“…disparaba entre los arbustos con cerbatanas hechas en el último momento, me acurrucaba detrás de los pocos coches aparcados, abriendo fuego con mi fusil de repetición, guiaba asaltos de arma blanca, me perdía en batallas sangrientísimas. En casa, soldaditos. Ejércitos enteros, ocupados en estrategias enervantes, operaciones que duraban semanas, ciclos larguísimos en los que movilizaba incluso los vestigios del oso de peluche y las muñecas”.
El hombre que surgió de esa brutal carnicería resultó ser, sin embargo, un pacifista, que no tocó un fusil de verdad ni siquiera durante los dieciocho meses de servicio militar, un hombre que dedicó las largas horas de cuartel a estudios filosóficos, alguien que odió las armas toda la vida, las armas y el militarismo y las guerras… Todo lo anterior parecería, pues, una paradoja, un contrasentido, o quizás una excepción a la regla. Pero Umberto Eco lo explica de otra manera:
Su muy “profundo, sistemático, culto y documentado horror (…) hacia la guerra” lo atribuye Umberto Eco “a los sanos e inocentes desahogos, platónicamente sangrientos, que se (le) concedieron en la infancia, tal y como se sale de una película del Oeste (después de una pelea solemne de esas que hacen que se caigan las paredes del saloon, en la que se revientan las mesas y los grandes espejos, se dispara sobre el pianista y se hacen añicos los cristales), más limpios, buenos y relajados, dispuestos a sonreír al transeúnte que te golpea con el hombro, a prestar socorro a los gorrioncitos caídos del nido…”.
Umberto Eco piensa que una mente retorcida como la de Eichmann y otros muchos como él es el producto quizás de la represión de ciertas energías vitales juveniles, del hecho de que no desahogará lúdicamente el natural instinto agresivo que caracteriza a los llamados seres humanos. Le parecen más perniciosos ciertos juegos instructivos que los juguetes bélicos y al pensar en Eichmann, en la infancia de Eichmann, se lo imagina “Encorvado, la mirada de contable de la muerte, sobre el rompecabezas del mecano, siguiendo las instrucciones del manualito; ávido al abrir la caja variopinta del pequeño químico; sádico al disponer sobre madera prensada sus utensilios de alegre carpintero con su cepillito de un palmo de ancho y su sierra de veinte centímetros”.
“¡Temed a los jóvenes que construyen pequeñas grúas! -dice Umberto Eco- En sus frías y retorcidas mentes de pequeños matemáticos se están comprimiendo los complejos atroces que agitarán su edad madura. ¡En cualquier pequeño monstruo que acciona los cambios de vía de su ferrocarril en miniatura (ve) al futuro director de campo de exterminio! Pobres si aman las colecciones de pequeños cochecitos, que horrendamente la industria del juguete les proporciona en una imitación perfecta, con maletero que se levanta y ventanillas que se bajan-¡terrorífico, terrorífico juego para futuros sargentos de un ejército electrónico que apretarán sin pasión el botón rojo de la guerra atómica”.
Lo peor que se puede imaginar, sugiere Umberto Eco, es el juego del monopolio, un juego que permite, a su juicio, identificar desde temprana edad “A los grandes especuladores inmobiliarios, a los artistas del desahucio en pleno invierno”. El infame monopolio forma o más bien deforma la personalidad, acostumbrando a sus adictos “a la idea de la compraventa de inmuebles y de la cesión despreocupada de paquetes de acciones. Los papá Grandet de hoy en día, que han mamado el gusto de la acumulación, y de la ganancia en bolsa…”.
En este punto, y siguiendo la misma lógica de Umberto Eco, surge una duda y uno podría preguntarse si ese tipo de juego no podría tener un efecto parecido al de los juguetes bélicos y en vez de dar origen a futuros especuladores los convirtiera, por ejemplo, en socialistas utópicos o socialdemócratas por lo menos.
Al margen de esta posible contradicción, Umberto Eco arremete sin piedad contra las “muñecas americanas que hablan y cantan y se mueven solas; autómatas japoneses que saltan y bailan sin que la pila se gaste nunca; automóviles con mando a distancia cuyo mecanismo se ignorará por siempre…”.
A continuación vuelve al tema inicial y le explica a su hijo lo siguiente:
“… te regalaré fusiles. Porque un fusil no es un juego. Es el punto de partida de un juego. De ahí tendrás que inventar una situación, un conjunto de relaciones, una dialéctica de acontecimientos. Tendrás que hacer pum con la boca, y descubrirás que el juego vale por lo que le pones dentro, no por lo que encuentras ya confeccionado. Imaginarás que destruyes enemigos, y saciarás un impulso ancestral que ningún incordio de civilización conseguirá ofuscar jamás, a menos que no te convierta en un neurótico dispuesto al examen empresarial a través de Rorschach. Pero te convencerás de que destruir a los enemigos es una convención lúdica, un juego entre los ejércitos, las bombas, los reclutamientos obligatorios…”.
Lo que dice Umberto Eco es que un niño sabe o aprende en definitiva a distinguir en el juego lo que es real o ficticio y que un juguete bélico no lo convierte en criminal. Lo importante, quizás, no es negarle el juguete bélico sino educar sus sentimientos. Enseñarle a no disparar, por ejemplo, contra los indios o los vietnamitas o los mejicanos, a distinguir entre invadidos e invasores, a tomar partido a favor de la justicia.
En alguna parte leí que muy probablemente Al Capone nunca tuvo un revolver de juguete. Quizás ninguno de los tantos autores de las tantas masacres que se han producido y producen en los Estados Unidos tuvieron nunca en su manos una inocente pistola de juguete para exorcizar sus demonios, para desplazarse lúdicamente entre la realidad y fantasía, para aprender a eliminar imaginariamente a sus enemigos, exterminarlos por una vía “platónicamente” sangrienta. Algo que los preparara para que el día en que tuvieran en sus manos un arma de verdad se dieran cuenta de que no era un juguete.



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sábado, 3 de agosto de 2019

El diablo y Pedro Animal

El diablo y Pedro Animal

Recuerdo perfectamente el día en que Pedro Animal fue a buscar trabajo en la finca del diablo. El día en que me lo contaron, quiero decir. Eso no lo puedo olvidar por más que quiera, es un recuerdo imborrable, una mancha indeleble. Los pelos se me ponían de punta al escuchar la narración porque entonces tenía pelos, y la piel se me engranujaba, se me ponía de pronto como papel de lija, como carne de gallina.
Las luces amarillentas del alumbrado en Macorís del Jaya, la atmósfera enrarecida, la imaginación desbocada, mis tiernos años de vida y mis nervios de cervatillo contribuían a duplicar la tensión de las narraciones que se sucedían a veces sin cesar, una tras otras, en la voz de la contadora que creía firmemente en todo lo que contaba.