Pedro Conde Sturla
16 de Agosto de 2006
El
pueblo hebreo –un pueblo excepcional que ha dado a la humanidad algunos de sus
genios más ilustres-, ha cultivado a través de su historia el arte peculiar de
hacerse odiar. Donde quiera que asienta sus reales, precedido de la leyenda
negra –la entrega de Cristo al suplicio- se organiza en núcleos exclusivos y
excluyentes, crea una sociedad dentro de la sociedad que lo recibe, crea un
estado dentro del estado cuando no intenta apropiarse o se apropia del estado,
incluso de un imperio por vía del lobbysmo: los grupos de presión que dictan su
política a parlamentarios y mandatarios.
A la corta y a la larga se hacen acreedores del rechazo social y nacional, los acosan, los martirizan y en el mejor de los casos los expulsan. El denominador común de tanto odio podría ser la intolerancia mundial contra minorías preteridas, pero tanta intolerancia mundial y tanto odio, tanta aversión a los judíos, al pueblo hebreo, quizás no están mal fundadas y quizás el pueblo hebreo sea el común denominador que genera, provoca, funda la intolerancia de la cual se hace víctima. Los odiaban en Rusia, en Alemania, en Polonia, en Francia y en España. En Argentina el antisemitismo es el pan nuestro de cada día y paro de contar.
Durante
la segunda guerra mundial ocurrió el holocausto, perecieron 60 millones de
personas, 20 millones de rusos entre ellas y 6 millones de judíos. La industria
cinematográfica norteamericana en manos de judíos produjo multitud de películas
en las que el holocausto es solamente el holocausto de los judíos, prescindiendo
de la muerte de 55 millones de seres humanos que por no ser judíos no eran
gente. Es el efecto sinécdoque, figura de dicción en que la parte está por el
todo.
Sólo Alemania
había borrado de la faz de la tierra a millones de judíos en campos de trabajo
forzado y hornos crematorios. Pero no le cabe toda la culpa. En la destrucción
del gueto de Varsovia y el aplastamiento de Polonia hubo responsabilidades,
complicidades repartidas entre la Rusia stalinista y las democracias
occidentales. La Francia colaboracionista entregó el 80 por ciento de sus judíos
a los nazis, el pueblo italiano en cambio los protegió, no sin que perdiera un
20 por ciento. Un general alemán al mando de la guarnición de Asís, no un nazi,
salvó la vida de centenares de judíos y se negó a dinamitar la ciudad cuando se
lo exigió el alto mando hitleriano, declarando ciudad abierta o ciudad hospital
a la patria de san Francisco, el dulce autor del poema “Cántico de las
criaturas”. El término ciudad abierta que se aplicó también a Roma e inspiró al
cineasta Rossellini una de las joyas de la cinematografía mundial, equivale un
poco a ciudad no beligerante cedida al enemigo sin combate para evitar bombardeos.
Cinco años después de la segunda guerra, el general alemán de Asís, cuyo nombre
no recuerdo y debería recordar, fue recibido como un héroe en olor de
multitudes. A los dos generales alemanes que se negaron a dinamitar París por
orden del mismo Hitler no les fue tan bien. Se escribió un libro que los hizo
famosos, ¿Arde París?, pero nunca fueron
reincorporados al ejército y hasta fueron tachados prácticamente de traidores.
Cosas veredes, Sancho.
Finiquitada
la segunda guerra mundial todos tenían a los judíos colgados del alma, pero
nadie sabía que hacer con ellos. Se habría podido crear un estado judío en la
riviera francesa o en la Baviera alemana, algo que tanto se merecían franceses
y alemanes como castigo por sus crímenes, pero las cosas no ocurrieron de esa
manera. Allí, en oriente, estaba la tierra prometida que los judíos habían
arrebatado a los cananeos tres mil años antes y que ahora arrebatarían a los
palestinos con el concurso de las grandes potencias y la bendición de las Naciones
Unidas, que es un poco la misma cosa.
La caída del imperio turco, el
Imperio Otomano, a raíz de la primera guerra mundial puso en manos de franceses
e ingleses algunas provincias árabes del cercano oriente a las cuales
dividieron antojadizamente en protectorados como el Mandato francés de Siria, el
Mandato inglés de Iraq y el Mandato inglés de palestina, el “British mandate”
(1922-1948). Este mandato estaba compuesto por los territorios que ocupan la
actual Jordania y la Palestina propiamente dicha, dividida en dos por el Jordán
e integrada hoy por Israel, la franja de Gaza y Cisjordania. De acuerdo con el
primer censo elaborado por los británicos en 1922, la “población de Palestina era de 752.048, de los
cuales 589.177 eran musulmanes, 83.790 judíos, 71.464 cristianos y 7.617 de otras
religiones. Los datos de 1922 se refieren a ambos lados del río Jordán, al
menos para los no judíos. Tras el segundo censo de 1931, la población había
aumentado hasta los 1.036.339 habitantes, de los cuales 761.922 eran
musulmanes, 175.138 judíos, 89.134 cristianos y 10.145 de otras religiones. No
hubo más censos, pero las estadísticas se conservaron registrando los
nacimientos, las defunciones y la inmigración. Algunos datos como la inmigración
ilegal sólo se pueden calcular de forma aproximada. En 1945, el estudio
demográfico mostraba que la población era ya de 1.764.520 habitantes,
comprendiendo 1.061.270 musulmanes, 553.600 judíos, 135.550 cristianos y 14.100
de otras religiones”. Paradójicamente, el “feroz” Imperio Otomano había
protegido durante siglos a sus minorías y las había obligado a vivir en paz.
En cambio durante el mandato
británico se desarticuló la convivencia. Palestinos y hebreos se organizaron en
bandas terroristas y se mataban alegremente unos a otros. Cobró fuerza el zionismo
que aspiraba a la creación de un estado de los judíos dispersos por el mundo en
Palestina y aspiraba y aspira a la dominación mundial. Inglaterra se oponía a
la inmigración judía a Palestina porque apostaba al petróleo de Arabia saudita
y lo pagó caro. En 1946, el Irgún, una organización al mando de Menachen Begin –futuro
premio Nóbel de la paz- voló el Hotel King David de Jerusalén, el cuartel
general de la administración británica, matando a 92 personas, la flor y nata
de sus oficiales. Los británicos, “viendo que la situación se les iba de las
manos” anunciaron inmediatamente su “deseo” de finalizar el mandato y
procedieron a su retirada en mayo de 1948.
Ante la inminente retirada de las
tropas británicas, las
Naciones Unidas, en su resolución 181 de noviembre de 1947, echaron leña al
fuego proponiendo formalmente la partición del territorio y la creación de dos
estados, uno árabe palestino y otro judío. “Inicialmente se trataba de una
disputa entre dos movimientos nacionalistas por un mismo territorio. Estos dos
movimientos eran muy desiguales. El árabe palestino era un movimiento autóctono
equiparable a los de los países vecinos, que reivindicaba el derecho a la libre
determinación. El otro era un movimiento exógeno, europeo y de inspiración
colonialista; que reivindicaba la reunificación de los judíos dispersos en la
tierra de sus ancestros, y era totalmente ajeno a la realidad del lugar. Los
primeros pasos del conflicto fueron propiciados por el colonialismo europeo que
vio con buenos ojos el proyecto de colonización y modernización sionista.”
(Art. de Isaías Barreñada. Tomado de Nación Árabe, nº 37, otoño 1998).
La partición era tan generosa
que acordaba a menos de un 30 por ciento de la población, la minoría zionista,
el 55 por ciento del territorio Palestino al oeste del Jordán. Ni los árabes ni
Menachen Begin aceptaron el acuerdo. El terrorista y futuro premio Nóbel de la
Paz, Menachen Begín, lo quería todo y los árabes también.
En mayo de 1948, la comunidad
judía declaró unilateralmente la creación del Estado de Israel y desencadenó la
primera guerra árabe israelí con la intervención militar de varios países
árabes vecinos a favor de los palestinos. Al cabo de quince meses de
resistencia heroica –y con apoyo extranjero, por supuesto- los judíos no sólo
se afianzaron en su territorio sino que se expandieron hasta conquistar casi un
80 por ciento de Palestina. Jordania, por su parte, se anexó la Cisjordania y
Egipto la franja de Gaza. Pero el despojo no terminaba allí. La guerra provocó
la estampida de unos 600 mil árabes Palestinos a los cuales no les fue
permitido regresar a sus hogares. En cambio Israel se benefició del éxodo
también masivo de la población judía que en los países árabes se vio obligada a
escapar a causa del conflicto. Para ellos el exilio era diferente. En Israel
sobraban casas para los recién llegados.
Los palestinos fueron a parar
a campos de refugiados en los países limítrofes donde permanecen en parte
todavía, pero lo peor no había pasado aún. En junio de 1967, durante la guerra
de los seis días, pretextando motivos de seguridad y la necesidad del control de
recursos naturales como el agua, los zionistas se apropiaron de las alturas del
Golan sirio, la península del Sinai egipcio, y los territorios palestinos de
Cisjordania y Gaza. El sueño del Gran Israel acariciado por los halcones
zionistas se había hecho realidad. Otra vez Israel volvía al tamaño del reino
de David y Salomón. En cambio los palestinos se quedaban sin pito y sin flauta,
con una población de 7,000,000 distribuida entre Cisjordania, Gaza, Israel,
Jordania, Líbano, Siria y otras partes del mundo. El cínico Moshé Dayán,
embriagado por la fácil victoria sobre los árabes, declaró en una ocasión que
los judíos no tenían solución para la cuestión palestina. Los palestinos –un pueblo
irreductible- ya se habían fabricado su propia solución: la guerra sin fin.
PCS, miércoles, 16 de Agosto
de 2006.
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