domingo, 4 de marzo de 2018

CRÓNICAS TARDÍAS DESDE EL PALACIO DE LA ESQUIZOFRENIA

Pedro Conde Sturla

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El cronista amaba sin remedio, casi sin esperanza, el marchito esplendor de la ciudad colonial, la dignidad de sus calles perfectamente trazadas, tiradas a cordel, la sobria y desdibujada arquitectura de sus iglesias, palacios y palacetes, la exuberancia claustral de los jardines interiores, sus armoniosas y desfiguradas plazas y parques, y quizás, sobre todo, el misterio recóndito de ciertas callejuelas, casonas y callejones, la poesía resonante del Callejón de los curas.
Amaba irracionalmente, con la misma ilusión desencantada,  incluso el despojo de lo que fue, lo que había sido la ciudad colonial. Tesoros arquitectónicos en ruinas, techos y fachadas de edificaciones coloniales y republicanas cayéndose a pedazos, postes decrépitos cayéndose sin ruido, colgajos de cables del tendido eléctrico casi a nivel del suelo, cuadras enteras desvencijadas, arrabalizadas, sucias, superpobladas, vecinos que sobreviven en condiciones miserables, entre el olor de cloacas y letrinas, entre el reino de la mugre y la pestilencia, recovecos infames, montones de basura, desperdicios e inmundicias, cosas muertas. Casas y cosas muertas.
La santa madre iglesia, en virtud de graciosos decretos  
presidenciales, se había hecho dueña de algunas de las áreas 
más valiosas y mejor conservadas, el corazón de la ciudad 
colonial. Extendía sus tentáculos hacia el sur de la catedral y las cercanías de la calle Las damas, las había convertido en cementerio eclesiástico. Allí donde hubo música, escuela de karate, galería de arte, restaurante, allí donde hubo vida  había ahora un silencio abrumador de tumba, un territorio zombi, inhabitado. Opulentas viviendas coloniales permanecían cerradas como quien dice a cal y canto. El auditorio del arzobispado, antiguo cine de las fuerzas armadas, cerrado como quien dice a cal y canto. En un tramo de la calle Las Damas, el mismo que discurre brevemente frente a la fortaleza de Ozama, la soledad impone por igual sus dominios, la soledad sin fondo de la calle Las Damas. La primera calle europea en esta parte del mundo, vieja y cansada, abandonada, convertida también en cementerio eclesiástico.
La santa madre iglesia se había apropiado de bienes muebles 
e inmuebles, calles e incluso nombres de calles, que es peor. Muchas de las arterias de la zona honraban la memoria de 
héroes, intelectuales y próceres, pero otras se deshonraban con los nombres de controvertidas figuras de la misma santa y gloriosa institución.
Precisamente, a un  costado del Palacio de la esquizofrenia (donde se encuentra ahora el cronista, rumiando su mala leche) corre una vía consagrada a un eminente arzobispo y orador que se limpió el trasero por lo menos con el quinto y el décimo mandamientos. En el breve ejercicio de la presidencia de la república, se destacó por intolerante y fusilador. En su vida privada, que fue bastante pública, ganó fama como semental. Era, de hecho, un lujurioso incurable, un seductor implacable que reprodujo su estirpe en el seno de familias patricias.
Otra importante calle lleva el nombre de otro arzobispo que también fue presidente, un presidente títere, y otra el de otro 
arzobispo que traicionó la causa independentista, haciendo 
causa común con el colonialismo, sin olvidar sus servicios al 
despotismo: “La excomunión de Duarte y los Trinitarios y la 
amenaza de excomunión para los que no votasen por Pedro Santana”.
Al peor de todos, un simple padre, lo honran una calle y una plaza, un hospital y una estatua benévola de filántropo con la diestra apoyada sobre el hombro de un niño. “Ay Dios mío -dijo el ilustre prócer- el pervertido bajo la sotana del santo”. El filántropo amaba a los hombres, por supuesto, pero sobre todo  a los niños. “El sotánico satánico” diría Neruda. “Sotanás en persona”, digo yo.
El cronista alcanza con la mirada la placa de metal con el nombre de la calle que pasa junto al Palacio de la esquizofrenia, a pocos metros de distancia de la mesa que ocupa. Lo pronuncia en voz baja, con un gesto de disgusto, como si fuera un purgante. Y en realidad es un purgante. Un purgatorio.
A Guido Riggio Pou, en memoria

2

El rosario de agravios de la Ciudad Colonial (aparte de calles bendecidas con nombres de figuras execrables) incluía, entre otras cosas, la destrucción de numerosas edificaciones que en la época del Jefe inolvidable eran declaradas peligro público para dar paso a modernas aberraciones urbanísticas que todavía existen.
La ciudad romántica, el proyecto de remodelación de La ciudad romántica, fue siempre el sueño de la razón de un monstruo, lo que soñó de niño un sádico vesánico, el heredero del Jefe, un burdo sueño.
El heredero, que también soñaba con sangre desde niño,  nunca tuvo una visión de conjunto, una idea global de rehabilitación y rescate de la zona. Se limitó a remodelar unos cuantos palacios, reconstruyó unos lienzos de muralla en la avenida del puerto y derribó parcialmente el de la parte delantera de la fortaleza de Ozama para poner al descubierto el original. La operación sólo dejó en pie la patética muralla almenada decreciente que hoy se aprecia o desprecia. Sin saberlo, o sin importarle, el inefable restaurador hizo derribar casi dos siglos de nuestra breve historia, derribó parte integral de la última obra que, junto con la puerta actual (el imponente portal de Carlos III), fuera construida por los españoles en Santo Domingo a fines del siglo XVIII. Derribó el restaurador un trozo de muralla que había sido erigido precisamente en función de la nueva puerta, un ingenio arquitectónico y poético con ventanas enrejadas que parecían una prolongación de las de la Casa de Bastida. Derribó, en fin, la armonía, el sentido de las proporciones, rompió el equilibrio del entorno, la poesía arquitectónica de aquel gracioso ingenio con ventanas enrejadas que en nada asemejaba al de un recinto militar.
El proyecto de remodelación de La ciudad romántica nunca incluyó el rescate de la populosa barriada de Santa Bárbara, que fue aislada de la Calle de las Atarazanas con un muro de vergüenza o desvergüenza para ocultar la pobreza. En cambio se procedió a la construcción del ominoso palacio del príncipe detrás de la catedral, se anunció la destrucción de las formidables edificaciones de la Avenida España en la prolongación de la Calle Isabel la Católica (antigua Calle del Comercio que fue agraciada con el nombre de una loca madre de Juana la loca) y se erigieron monstruosos edificios de parqueos en esta misma calle y la de El Conde. Las dos más notorias aberraciones urbanísticas de la ciudad colonial.
Lo peor, pensó el cronista en su despacho del Palacio de la esquizofrenia, no había pasado todavía, estaba pasando desde los últimos tres años y parecía interminable. El último y más ambicioso plan de rescate de la Ciudad Colonial (que en el fondo estaba en manos de la iglesia y una conocida familia de depredadores), la había convertido en una especie de territorio comanche. En sus principales calles habían removido con maquinaria pesadas todo el material de aceras y pavimento, y grandes trincheras habían sido abiertas longitudinalmente para soterrar la luz y otros servicios públicos. Como consecuencia, los cimientos de viviendas que en muchos casos tenían casi quinientos años habían sido seriamente comprometidos, y el llamado Hotel Francés, un tesoro arquitectónico, simplemente había colapsado.
En el nuevo diseño vial han desaparecido las aceras. Un generoso espacio peatonal destinado a turistas futuristas y limitado por bolardos metálicos contrasta con la estrechez del espacio para el tránsito de vehículos. La mayoría de las áreas de estacionamiento han desaparecido. La ola de asaltos recrudece y nadie vela por la seguridad de los vecinos. El antiestético y peligroso cableado colgante del tendido eléctrico, que amenaza a los pasantes desde los decrépitos postes de luz, permanece intacto.
El prolongado cierre de las vías llevó a la quiebra a numerosos comerciantes y llevó a muchos pobladores a la desesperación. El nuevo diseño no mejora las cosas, las pone en perspectiva. La novedad del proyecto parece consistir en hacer imposible, en seguir haciendo imposible la vida de los habitantes de la Ciudad Colonial y de toda la zona intramuros en general, provocar una estampida, que de hecho había empezado, para adquirir valiosos inmuebles a precio de vaca muerta.
El abandono de oficinas de abogados y dentistas, agencias publicitarias y locales de alquiler era notorio. Notorio era el acoso, los procedimientos judiciales de desalojo, el expolio, el éxodo de familias que  se veían obligadas a ceder un espacio en el que habían echado raíces y paro de contar. La Ciudad Colonial había sido tomada, estaba siendo tomada por asalto, como aquella casa del famoso cuento de Julio Cortazar. El propósito mal disimulado consistía, como se ha sugerido, en obligar de uno u otro modo a la población a evacuar el histórico centro.
Era un mal día. El cronista se juró que no volvería al Palacio de la esquizofrenia, no volvería posiblemente a comulgar con sus habituales compañeros de tertulia, extrañaría a tantos otros parroquianos del hastío. Ahora le repugnaba el ambiente de los alrededores, no se sentía a gusto, se sentía un extraño en esa ciudad colonial artificial. Vomitaba su mala leche contra la iglesia y la oligarquía, la lumpen oligarquía lilisista.  
Hoy no se encontraría, por suerte, con el intratable director del prestigioso libelo cultural de mayor circulación en la zona y nunca más se encontraría con el presuntuoso y excéntrico Pedro Peix, uno de sus mejores enemigos íntimos. Un infarto fulminante o algo parecido había silenciado su voz, la voz de un rebelde intransigente que aún tenía mucho que decir. La epidemia de infartos se  había llevado al queridísimo Harold Priego, a Guido Riggio Pou, a tantos otros, y a punto estuvo de llevarse a su inapreciable cofrade publicista, el catalán de apellido sicalíptico. 
Él mismo descubriría algún día que su fecha de expiración estaba venciéndose o se vencería de repente sin previo aviso. Él también podría estar un día de estos ocupado muriéndose.


pcs, domingo 10 de enero de 2016

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