Serie Hemingway (y 7)
Pedro Conde
Sturla
(1)
Al inicio de una serie de artículos sobre
Hemingway, que publiqué recientemente en este mismo medio, aludí al mítico Jano
Bifronte para relacionarlo con ciertos aspectos de la personalidad del
escritor: “Jano tenía dos caras, una para mirar el pasado, otra para mirar el
futuro. Lo de la doble cara remite a su vez a la ambigüedad del ser humano.
Sombra y luz a al vez, en el mejor de los casos. Por eso no es nada
sorprendente que, al decir de Kenneth Rexreth, Hemingway ‘asista a la corrida
de toros y luego escriba novelas sobre la hermandad del ser humano”.
También se habló de la posibilidad de dar
con una síntesis dialéctica que permitiera conciliar los aspectos más
contrastantes, o en apariencia tales, de
su tortuosa existencia, su conflictiva, inestable y autodestructiva naturaleza.
Es inútil, quizás, procurar está síntesis.
Quizás sus contradicciones, sus tormentosas luchas interiores no se apaciguaron
jamás, no se resolvieron jamás en una síntesis. Así, Hemingway no alcanzó un
equilibrio razonable, no se encontró a sí mismo.
Como dije en el mencionado artículo
(“Hemingway: el mito y el escritor”): “…de la ambigüedad de su persona y de su
arte se desprenden a primera vista dos lecciones. Hemingway oscila entre
ideología y subversión, tratando de dar respuesta a problemas diferentes, pero
cae en la trampa de la indecisión, la incoherencia. Quizás el mayor conflicto
de su arte y su persona residan en sus titubeos y repliegues, incluso muchas
veces en el abandono de posiciones ideales ya aparentemente interiorizadas”,
aparentemente irrenunciables.
En diversos períodos de su vida y de su
obra Hemingway dará diferentes respuestas a problemas similares o idénticos. Si
se observa el itinerario concerniente al individualismo como se manifiesta en
las obras que han sido analizadas en esta serie, se apreciarán variaciones no
insignificantes. En “Fiesta” y sobre todo en “Adiós a las armas”, Hemingway
asume, a partir de una concepción nihilista, una actitud decididamente egocentrista
(rechazo de los demás, desconfianza en la solidaridad humana, etc). En una obra
llamada “Tener y no tener” ocurre algo que es al mimo tiempo parecido y
cualitativamente distinto. Se encuentra la misma componente nihilista,
egocentrista, pero, aunque muy ambiguamente, se sugiere que el hombre sólo no
puede salir adelante en ciertas circunstancias.
En todos estos libros, con la aparente
excepción de “Por quien doblan las campanas”, el famoso epígrafe solidario de
John Donne parece anunciar un cambio radical en el pensamiento del escritor
(“Ningún hombre es en sí comparable a una isla / la muerte de cualquiera de mis
semejantes me disminuye / por eso no preguntes por quien doblan las campanas /
están doblando por ti”). Sin embargo, en el desarrollo de la novela, que tiene
más fama que méritos literarios, nihilismo y dilema
individualismo-antiindividualismo van cogidos de la mano.
Nihilistas son todos los protagonista de
Fiesta: Jake y Lady Brett, Henry, Catherine, Rinaldi, Harry Morgan. En “El
viejo y el mar”, curiosamente, se diluye el pesimismo y alcoholismo
recalcitrante de tantos personajes. Lo mitiga la aparición del elemento
religioso (recuérdese que el viejo es un creyente a carta cabal). Pero no se diluye la idea del
superhombre y el individualismo.
En todas las obras de este autor –ha dicho
Carlos Pujols- hay siempre “un superhombre u hombre completo que se forja
exponiéndose al peligro y ejerciendo una actividad violenta que suele llevar
aparejada la muerte del adversario”. En “El viejo y el mar” esta idea del
superhombre ha madurado, está mucho más elaborada y no parece dar cabida a
ningún género de duda. “El viejo y el mar es un himno a la felicidad de la
lucha individual. De la frase de Henry (“El mundo te destruye”) se siente el
eco invertido y contundente: “El hombre no puede ser derrotado”. La lucha
interior que Hemingway sostenía dentro de sí, entre individualismo y
antiindividualismo, se resuelve por lo tanto a favor del individualismo. Sus
dudas e incertezas parecen haber dado con una respuesta categórica final, una
respuesta precisa, sin ambigüedad de ningún tipo, al menos por esta vez.
Hemingway parece que se ha encontrado
finalmente a sí mismo. Pero nueve años más tarde Hemingway se suicida.
Los titubeos, replegamientos, los continuos
cambios de posición di Hemingway no tuvieron fin. Combate en España por la
República, sirve en Italia como conductor de ambulancia, escribe novelas y
cuentos sobre la solidaridad humana, escribe en su decadencia un libro de
chismes, asume posiciones elitistas, ama la caza, se desvive por el brutal
espectáculo del toreo, hace de su vida y de su arte un ejercicio, un
desperdicio de energía vital cercana a la concepción del héroe fascista,
patrulla en su yate durante la segunda guerra mundial en busca de submarinos
nazis, se instala plácidamente
en Cuba y convive con la más humilde gente, acepta una medalla del gorila
Batista y finalmente huye atemorizado, y con razón, de los barbudos de Fidel
que le confiscan la biblioteca y hoy lo preservan como héroe turístico.
Hemingway escribe una novela crítica sobre
personajes individualistas, luego escribe un relato sobre el mito de la
invencibilidad del hombre solo, después se dispara a traición con una escopeta
en su casa de Ketchun.
“La grandeza del hombre consiste en saber
espera, en no huir”. Estas palabras de Hemingway formaban parte esencial de su
código, el famoso y manoseado código de Hemingway, el código que traicionó.
Aparte de ambiguo, Hemingway era contradictorio, era incoherente. Lo que no
basta para explicar su muerte porque nadie ha muerto nunca de incoherencia.
Cierto es que en su familia el suicidio es
casi epidémico. Pero esto no explica todo.
Su decadencia física e intelectual juegan
el papel decisivo. Se trata de un hombre cuya energía vital no hace más que
decrecer, como sucede a todos, pero él ha basado su existencia en el goce sensual de la
naturaleza, la conquista, el sexo, la bebida, la guerra… y en el placer de la
acción y el peligro. Incluso el código, su estoicismo tienen que ver con sus “propensiones
estéticasdeportivas”, con su energía vital. Cuando ésta comienza a faltarle, no
logra llenar el vacío. En lugar de los ideales y el entusiasmo de la juventud
se asoma el fantasma de la vejez y Hemingway se niega a envejecer -o a seguir
envejeciendo. El supuesto estoicismo cede el paso a la depresión. El código se
convierte en letra muerta. Así Hemingway cae en el vacío. Así Hemingway
sucumbe.
(2)
Quizás ingenuamente, Faulkner
creyó que Hemingway había descubierto a Dios en “El viejo y el mar”, pero no
era cierto. Ni la religión ni el optimismo convincente fueron parte de su
credo. Hemingway no logró asimilar una creencia religiosa que quizás le habría
proporcionado paz y consuelo a su permanente crisis existencial. En la
religiosidad de “El viejo y el mar”
suda, más bien la fiebre de su decadente vitalidad personal y literaria.
De alguna manera, la obra es una declaración de impotencia. De alguna manera,
no puede ya reaccionar ni físicamente ni intelectualmente con el vigor de
antaño y busca una salida religiosa que no se le da. “El viejo y el mar” será
su última obra narrativa de importancia. Su sentido de la nada gana terreno en
la medida en que disminuyen sus reflejos y su capacidad de acción e intelectual. La pérdida de de sus coetáneos y su vida de aventuras y placeres
desmedidos le pasan factura.
“Hemingway se hundió en una depresión, cuando sus amigos literarios comenzaron a fallecer: en 1939 Yeats y Ford Madox Ford; en 1940 Scott Fitzgerald; en 1941 Sherwood Anderson y James Joyce; en 1946 Gertrude Stein; y al año siguiente, en 1947, Max Perkins, durante mucho tiempo el editor y amigo de Hemingway de la editorial Scribner. Durante este período, sufría de fuertes dolores de cabeza, alta presión arterial, problemas de peso, y finalmente de diabetes -gran parte del cual fue el resultado de accidentes anteriores y de muchos años de consumo excesivo de alcohol.” (http://es.wikipedia.org/wiki, Ernest_Hemingway).
Tratando de encontrar una vía de escape, terminará –como se ha sugerido- por abandonar sus principios, traicionar su código, el famoso código que, como explica Agostino Lombardo le permite oponer al caos de la realidad un punto fijo, una barrera, una moral: La grandeza del hombre consiste en esperar, en no huir, en aceptar el destino estoicamente para sucumbir con la dignidad que da la medida de la grandeza e integridad humana del caído.
Es evidente que el suicidio no puede considerarse como “un punto fijo, una barrera” que oponer “al caos de la realidad”. Es una fuga. Ciertamente no es un acto de rebelión como el suicido del protagonista de “La condición humana” de Malraux. Claramente no es un modo de “aceptar el destino” ni una manera de “no huir”.
Los últimos veinte años de la vida de Hemingway forman parte de una perfecta parábola involucionista. El no parece haber tomado conciencia de sus contradicciones (y tanto menos con la lucidez de su contemporaneo Fitzgerald), se aferra a las ilusiones del pasado, trata de seguir siendo el mismo de siempre.
El epígrafe de Shakespeare en la última novela de César Pavese, “Ripeness il al” (La madurez es todo), así como tantos datos en su biografía y en su obra, permitían anticipar la escena final de su existencia por vía del suicidio. El suicidio de Hemingway, en cambio, a la luz del código, es un acto de aparente incoherencia.
“La grandeza del hombre consiste en esperar, en no huir, en aceptar el destino estoicamente para sucumbir con la dignidad que da la medida de la grandeza e integridad humana del caído.”
Quizás el nudo de la tragedia resida en el hecho de que no se puede sobrevivir impunemente a tantas guerras, fiestas, aventuras y fracasos sentimentales. Quizás Hemingway no estaba verdaderamente convencido de sus convicciones.
Por eso la cosa más triste y sorprendente es que, a pesar de sus múltiples achaques, Hemingway pone fin a su existencia en un momento en que, a juzgar por su famoso código, muchos esperaban verlo bailando la danza de Zorba.
Nota: En boca de la coprotagonista de una reciente película con pretensiones biográficas (“Hemingway & Gellhorn” de HBO), se escuchan unas palabras desconsoladas de Gellhorn (corresponsal de guerra igual que Hemingway), al enterarse del suicidio del triunfante escritor que me llenaron de pesadumbre y asombro:
“Nadie torturó a ese hombre como él se torturó a sí mismo”.
Gellhorn fue una de las varias esposas de Hemingway a las que no trató bien, como de costumbre, porque era un machista consumado y fue un rival taimado y desleal de Gellhorn, la cual le pidió el divorció en malos términos, y aunque no estoy seguro de la veracidad de las palabras que en la película ponen en boca de Gellhon, pocas dudas me caben de que Hemingway se torturó a sí mismo de alguna manera hasta la muerte en su proceso de autodestrucción, y que tantas aventuras y desaventuras quizás no fueran más que tentativas de escapar a un vacío existencial que nada ni nadie podía colmar.
“Hemingway se hundió en una depresión, cuando sus amigos literarios comenzaron a fallecer: en 1939 Yeats y Ford Madox Ford; en 1940 Scott Fitzgerald; en 1941 Sherwood Anderson y James Joyce; en 1946 Gertrude Stein; y al año siguiente, en 1947, Max Perkins, durante mucho tiempo el editor y amigo de Hemingway de la editorial Scribner. Durante este período, sufría de fuertes dolores de cabeza, alta presión arterial, problemas de peso, y finalmente de diabetes -gran parte del cual fue el resultado de accidentes anteriores y de muchos años de consumo excesivo de alcohol.” (http://es.wikipedia.org/wiki, Ernest_Hemingway).
Tratando de encontrar una vía de escape, terminará –como se ha sugerido- por abandonar sus principios, traicionar su código, el famoso código que, como explica Agostino Lombardo le permite oponer al caos de la realidad un punto fijo, una barrera, una moral: La grandeza del hombre consiste en esperar, en no huir, en aceptar el destino estoicamente para sucumbir con la dignidad que da la medida de la grandeza e integridad humana del caído.
Es evidente que el suicidio no puede considerarse como “un punto fijo, una barrera” que oponer “al caos de la realidad”. Es una fuga. Ciertamente no es un acto de rebelión como el suicido del protagonista de “La condición humana” de Malraux. Claramente no es un modo de “aceptar el destino” ni una manera de “no huir”.
Los últimos veinte años de la vida de Hemingway forman parte de una perfecta parábola involucionista. El no parece haber tomado conciencia de sus contradicciones (y tanto menos con la lucidez de su contemporaneo Fitzgerald), se aferra a las ilusiones del pasado, trata de seguir siendo el mismo de siempre.
El epígrafe de Shakespeare en la última novela de César Pavese, “Ripeness il al” (La madurez es todo), así como tantos datos en su biografía y en su obra, permitían anticipar la escena final de su existencia por vía del suicidio. El suicidio de Hemingway, en cambio, a la luz del código, es un acto de aparente incoherencia.
“La grandeza del hombre consiste en esperar, en no huir, en aceptar el destino estoicamente para sucumbir con la dignidad que da la medida de la grandeza e integridad humana del caído.”
Quizás el nudo de la tragedia resida en el hecho de que no se puede sobrevivir impunemente a tantas guerras, fiestas, aventuras y fracasos sentimentales. Quizás Hemingway no estaba verdaderamente convencido de sus convicciones.
Por eso la cosa más triste y sorprendente es que, a pesar de sus múltiples achaques, Hemingway pone fin a su existencia en un momento en que, a juzgar por su famoso código, muchos esperaban verlo bailando la danza de Zorba.
Nota: En boca de la coprotagonista de una reciente película con pretensiones biográficas (“Hemingway & Gellhorn” de HBO), se escuchan unas palabras desconsoladas de Gellhorn (corresponsal de guerra igual que Hemingway), al enterarse del suicidio del triunfante escritor que me llenaron de pesadumbre y asombro:
“Nadie torturó a ese hombre como él se torturó a sí mismo”.
Gellhorn fue una de las varias esposas de Hemingway a las que no trató bien, como de costumbre, porque era un machista consumado y fue un rival taimado y desleal de Gellhorn, la cual le pidió el divorció en malos términos, y aunque no estoy seguro de la veracidad de las palabras que en la película ponen en boca de Gellhon, pocas dudas me caben de que Hemingway se torturó a sí mismo de alguna manera hasta la muerte en su proceso de autodestrucción, y que tantas aventuras y desaventuras quizás no fueran más que tentativas de escapar a un vacío existencial que nada ni nadie podía colmar.
PCS
[Separata de la traducción de la tesis de grado para optar al título de Doctor en Letras por la Universidad de los Estudios de Roma en 1975:
Ernest Hemingway entre ideología y subversión]
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