jueves, 29 de marzo de 2018

LA DANZA DE ZORBA


Serie Hemingway (y 7)
Pedro  Conde Sturla


 (1)
Al inicio de una serie de artículos sobre Hemingway, que publiqué recientemente en este mismo medio, aludí al mítico Jano Bifronte para relacionarlo con ciertos aspectos de la personalidad del escritor: “Jano tenía dos caras, una para mirar el pasado, otra para mirar el futuro. Lo de la doble cara remite a su vez a la ambigüedad del ser humano. Sombra y luz a al vez, en el mejor de los casos. Por eso no es nada sorprendente que, al decir de Kenneth Rexreth, Hemingway ‘asista a la corrida de toros y luego escriba novelas sobre la hermandad del ser humano”.
También se habló de la posibilidad de dar con una síntesis dialéctica que permitiera conciliar los aspectos más contrastantes, o en apariencia tales,  de su tortuosa existencia, su conflictiva, inestable y autodestructiva naturaleza.  
Es inútil, quizás, procurar está síntesis. Quizás sus contradicciones, sus tormentosas luchas interiores no se apaciguaron jamás, no se resolvieron jamás en una síntesis. Así, Hemingway no alcanzó un equilibrio razonable, no se encontró a sí mismo.
Como dije en el mencionado artículo (“Hemingway: el mito y el escritor”): “…de la ambigüedad de su persona y de su arte se desprenden a primera vista dos lecciones. Hemingway oscila entre ideología y subversión, tratando de dar respuesta a problemas diferentes, pero cae en la trampa de la indecisión, la incoherencia. Quizás el mayor conflicto de su arte y su persona residan en sus titubeos y repliegues, incluso muchas veces en el abandono de posiciones ideales ya aparentemente interiorizadas”, aparentemente irrenunciables.
En diversos períodos de su vida y de su obra Hemingway dará diferentes respuestas a problemas similares o idénticos. Si se observa el itinerario concerniente al individualismo como se manifiesta en las obras que han sido analizadas en esta serie,  se apreciarán variaciones no insignificantes. En “Fiesta” y sobre todo en “Adiós a las armas”, Hemingway asume, a partir de una concepción nihilista, una actitud decididamente egocentrista (rechazo de los demás, desconfianza en la solidaridad humana, etc). En una obra llamada “Tener y no tener” ocurre algo que es al mimo tiempo parecido y cualitativamente distinto. Se encuentra la misma componente nihilista, egocentrista, pero, aunque muy ambiguamente, se sugiere que el hombre sólo no puede salir adelante en ciertas circunstancias. 
En todos estos libros, con la aparente excepción de “Por quien doblan las campanas”, el famoso epígrafe solidario de John Donne parece anunciar un cambio radical en el pensamiento del escritor (“Ningún hombre es en sí comparable a una isla / la muerte de cualquiera de mis semejantes me disminuye / por eso no preguntes por quien doblan las campanas / están doblando por ti”). Sin embargo, en el desarrollo de la novela, que tiene más fama que méritos literarios, nihilismo y dilema individualismo-antiindividualismo van cogidos de la mano.
Nihilistas son todos los protagonista de Fiesta: Jake y Lady Brett, Henry, Catherine, Rinaldi, Harry Morgan. En “El viejo y el mar”, curiosamente, se diluye el pesimismo y alcoholismo recalcitrante de tantos personajes. Lo mitiga la aparición del elemento religioso (recuérdese que el viejo es un creyente a carta cabal).  Pero no se diluye la idea del superhombre y el individualismo.
En todas las obras de este autor –ha dicho Carlos Pujols- hay siempre “un superhombre u hombre completo que se forja exponiéndose al peligro y ejerciendo una actividad violenta que suele llevar aparejada la muerte del adversario”. En “El viejo y el mar” esta idea del superhombre ha madurado, está mucho más elaborada y no parece dar cabida a ningún género de duda. “El viejo y el mar es un himno a la felicidad de la lucha individual. De la frase de Henry (“El mundo te destruye”) se siente el eco invertido y contundente: “El hombre no puede ser derrotado”. La lucha interior que Hemingway sostenía dentro de sí, entre individualismo y antiindividualismo, se resuelve por lo tanto a favor del  individualismo. Sus dudas e incertezas parecen haber dado con una respuesta categórica final, una respuesta precisa, sin ambigüedad de ningún tipo, al menos por esta vez. 
Hemingway parece que se ha encontrado finalmente a sí mismo. Pero nueve años más tarde Hemingway se suicida.
Los titubeos, replegamientos, los continuos cambios de posición di Hemingway no tuvieron fin. Combate en España por la República, sirve en Italia como conductor de ambulancia, escribe novelas y cuentos sobre la solidaridad humana, escribe en su decadencia un libro de chismes, asume posiciones elitistas, ama la caza, se desvive por el brutal espectáculo del toreo, hace de su vida y de su arte un ejercicio, un desperdicio de energía vital cercana a la concepción del héroe fascista, patrulla en su yate durante la segunda guerra mundial en busca de submarinos nazis, se instala  plácidamente en Cuba y convive con la más humilde gente, acepta una medalla del gorila Batista y finalmente huye atemorizado, y con razón, de los barbudos de Fidel que le confiscan la biblioteca y hoy lo preservan como héroe turístico.
Hemingway escribe una novela crítica sobre personajes individualistas, luego escribe un relato sobre el mito de la invencibilidad del hombre solo, después se dispara a traición con una escopeta en su casa de Ketchun.
“La grandeza del hombre consiste en saber espera, en no huir”. Estas palabras de Hemingway formaban parte esencial de su código, el famoso y manoseado código de Hemingway, el código que traicionó. Aparte de ambiguo, Hemingway era contradictorio, era incoherente. Lo que no basta para explicar su muerte porque nadie ha muerto nunca de incoherencia.
Cierto es que en su familia el suicidio es casi epidémico.  Pero esto no explica todo.
Su decadencia física e intelectual juegan el papel decisivo. Se trata de un hombre cuya energía vital no hace más que decrecer, como sucede a todos, pero él ha basado  su existencia en el goce sensual de la naturaleza, la conquista, el sexo, la bebida, la guerra… y en el placer de la acción y el peligro. Incluso el código, su estoicismo tienen que ver con sus “propensiones estéticasdeportivas”, con su energía vital. Cuando ésta comienza a faltarle, no logra llenar el vacío. En lugar de los ideales y el entusiasmo de la juventud se asoma el fantasma de la vejez y Hemingway se niega a envejecer -o a seguir envejeciendo. El supuesto estoicismo cede el paso a la depresión. El código se convierte en letra muerta. Así Hemingway  cae en el vacío. Así Hemingway sucumbe.


(2)

Quizás ingenuamente, Faulkner creyó que Hemingway había descubierto a Dios en “El viejo y el mar”, pero no era cierto. Ni la religión ni el optimismo convincente fueron parte de su credo. Hemingway no logró asimilar una creencia religiosa que quizás le habría proporcionado paz y consuelo a su permanente crisis existencial. En la religiosidad de “El viejo y el mar”  suda, más bien la fiebre de su decadente vitalidad personal y literaria. De alguna manera, la obra es una declaración de impotencia. De alguna manera, no puede ya reaccionar ni físicamente ni intelectualmente con el vigor de antaño y busca una salida religiosa que no se le da. “El viejo y el mar” será su última obra narrativa de importancia. Su sentido de la nada gana terreno en la medida en que disminuyen sus reflejos y su capacidad de acción e  intelectual. La pérdida de de sus coetáneos y su vida de aventuras y placeres desmedidos le pasan factura.
“Hemingway se hundió en una depresión, cuando sus amigos literarios comenzaron a fallecer: en 1939 Yeats y Ford Madox Ford; en 1940 Scott Fitzgerald; en 1941 Sherwood Anderson y James Joyce; en 1946 Gertrude Stein; y al año siguiente, en 1947, Max Perkins, durante mucho tiempo el editor y amigo de Hemingway de la editorial Scribner. Durante este período, sufría de fuertes dolores de cabeza, alta presión arterial, problemas de peso, y finalmente de diabetes  -gran parte del cual fue el resultado de accidentes anteriores y de muchos años de consumo excesivo de alcohol.” (http://es.wikipedia.org/wikiErnest_Hemingway).
Tratando de encontrar una vía de escape, terminará –como se ha sugerido- por abandonar sus principios, traicionar su código, el famoso código que, como explica Agostino Lombardo le permite oponer al caos de la realidad un punto fijo, una barrera, una moral: La grandeza del hombre consiste en esperar, en no huir, en aceptar el destino estoicamente para sucumbir con la dignidad  que da la medida de la grandeza e integridad humana del caído.
 Es evidente que el suicidio no puede considerarse como “un punto fijo, una barrera”  que oponer “al caos de la realidad”. Es una fuga. Ciertamente no es un acto de rebelión como el suicido del protagonista de “La condición humana” de Malraux. Claramente no es un modo de “aceptar el destino” ni una manera de “no huir”.
Los últimos veinte años de la vida de Hemingway forman parte de una perfecta parábola involucionista. El no parece haber tomado conciencia de sus contradicciones (y tanto menos con la lucidez de su contemporaneo Fitzgerald), se  aferra a las ilusiones del pasado, trata de seguir siendo el mismo de siempre.
El epígrafe de Shakespeare en la última novela de César Pavese, “Ripeness il al” (La madurez es todo), así como tantos datos en su biografía y en su obra, permitían anticipar la escena final de su existencia por vía del suicidio. El suicidio de Hemingway, en cambio, a la luz del código, es un acto de aparente incoherencia.
“La grandeza del hombre consiste en esperar, en no huir, en aceptar el destino estoicamente para sucumbir con la dignidad  que da la medida de la grandeza e integridad humana del caído.”
Quizás el nudo de la tragedia resida en el hecho de que no se puede sobrevivir impunemente a tantas guerras, fiestas, aventuras y fracasos sentimentales. Quizás Hemingway no estaba verdaderamente convencido de sus convicciones.
Por eso la cosa más triste y sorprendente es que, a pesar de sus múltiples achaques, Hemingway pone fin a su existencia en un momento en que, a juzgar por su famoso código, muchos esperaban verlo bailando la danza de Zorba.

Nota: En boca de la coprotagonista de una reciente película con pretensiones biográficas (“Hemingway & Gellhorn” de HBO), se escuchan unas palabras desconsoladas de Gellhorn (corresponsal de guerra igual que Hemingway), al enterarse del suicidio del triunfante escritor que me llenaron de  pesadumbre y asombro:
“Nadie torturó a ese hombre como él se torturó a sí mismo”.
Gellhorn fue una de las varias esposas de Hemingway a las que no trató bien, como de costumbre, porque era un machista consumado y fue un rival taimado y desleal de Gellhorn, la cual le pidió el divorció en malos términos, y aunque no estoy seguro de la veracidad de las palabras que en la película ponen en boca de Gellhon, pocas dudas me caben  de que Hemingway se torturó a sí mismo de alguna manera hasta la muerte en su proceso de autodestrucción, y que tantas aventuras y desaventuras quizás no fueran más que tentativas de escapar a un vacío existencial que nada ni nadie podía colmar.


PCS
           
[Separata de la traducción de la tesis de grado para optar al título de Doctor en Letras por la Universidad de los Estudios de Roma en 1975:
Ernest Hemingway entre ideología y subversión]
         


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