Pedro Conde Sturla
[Que Paraguay fuera uno de los países más prósperos y desarrollados de
America Latina es difícil imaginarlo. Allí la iglesia romana había establecido en
1604 la Provincia Jesuítica del Paraguay, compuesta por misiones o reducciones
que llegaron a albergar unos treinta pueblos indígenas, no sin enfrentar
resistencia y rebeliones de cierta importancia.
El objetivo era evangelizarlos y
civilizarlos, enseñarles técnicas y oficios. El modelo fue presentado al mundo
como una especie de utopía realizada (los indios supuestamente convivían en
perfecta armonía con los amos, que este caso eran religiosos y precisamente
Jesuitas), y alimentó entre muchos pensadores europeos el mito del buen
salvaje.
Mientras tanto, el poder de los jesuitas se hacía tan grande que estaban
convirtiéndose en un estado dentro de los estados y en una iglesia dentro de la
iglesia.
“Los Jesuitas (decía Napoleón, casi como si hablara de sí mismo), son
una organización Militar, no una orden religiosa. Su jefe es el general de un
ejército, no el mero abad de un monasterio. El Jesuitismo es el más absoluto de
los despotismos y, a la vez, es el más grandioso y enorme de los abusos.”
John Adams, el segundo gobernante usamericano, afirmaba que “Si ha
habido una corporación humana que merezca la condenación en la tierra y en el
infierno es esta sociedad de Loyola.”
El ministro Pombal de Portugal fue el primero en expulsar a los
jesuitas. Luis XV de Francia “los acusó
de malversación de fondos” y luego “decretó la disolución de la orden en sus
dominios y el embargo de sus bienes.” El papa Clemente XIV los suprimió en 1773. De cualquier manera les fue mejor que
a los caballeros templarios, la Orden del Temple, que fue virtualmente
aniquilada.
No extraña que el déspota ilustrado
Carlos III de España ordenara también la expulsión de sus territorios El experimento misionero, que había durado un
siglo y medio, fue ahogado en sangre.
Otro experimento, uno que convirtió a Paraguay en la primera potencia
del cono sur, fue también ahogado en sangre, pero al estilo de lo que los
romanos hicieron con Cartago: “Hicieron un cementerio- como dijo alguien que no
recuerdo- y lo llamaron paz”. He aquí la historia del desgarramiento de una
nación. PCS]
La Guerra de la Triple Alianza (1864 1870) contra el Paraguay aniquiló la única experiencia exitosa de desarrollo independiente (fragmentos)
Edoardo Galeano
I
Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria,
definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los
habitantes del país que era, hasta hace
un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una
población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno
de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de
exterminio que se incorporó a la historia
de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple
Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No
dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la
horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales
quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue
financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la casa Baring
Brothers y la banca Rothschild, en empréstitos con, intereses leoninos que
hipotecaron la suerte de los países vencedores
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Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América
Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo
gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840)
había incubado, en la matriz del
aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente,
paternalista, ocupaba el lugar de una burguesía nacional que no existía, en la
tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia
se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya
y había, conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario
frente a los restantes países del antiguo virreinato del río de la Plata. Las
expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para
la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes
sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No
existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de
oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los
privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas
privadas cuando Francia murió, y Paraguay era el único país de América Latina que no tenía mendigos,
hambrientos ni ladrones.
III
El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado
en 1864, sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores
no estaban abiertos a las naves británicas que bombardeaban con manufacturas de
Manchester y de Liverpool a todo el resto de América Latina. El comercio inglés
no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último
foco de resistencia nacional en el corazón del
continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la
experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El país más
progresista de América Latina construía su futuro sin inversiones extranjeras,
sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre.
Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más
aguda su necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería
contactos más intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de
la técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y
Brasil, y ambos países podían negar el
oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las
bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus mercancías. Para sus vecinos, por otra
parte, era una imprescindible
condición, a los
fines de la consolidación del estado olígárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se bastaba a sí
mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos.
IV
El ministro inglés en
Buenos Aires, Edward Thornton; participó considerablemente en
los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como
asesor del gobierno, en las reuniones del gabinete argentino, sentándose al lado del presidente Bartolomé
Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños
que culminó con el acuerdo argentinobrasileño y selló la suerte de Paraguay.
Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes
vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su
gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza estaba
en funcionamiento. El presidente paraguayo Solano López había amenazado con la
guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a la
garganta de su país acorralado por la geografía
y los enemigos.
V
Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra duró
cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que
defendían, tramo a tramo, el río Paraguay. El “oprobioso tirano” Francisco
Solano López encarnó heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo
paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio siglo, se inmoló a su
lado. Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron como leones. Los prisioneros
heridos se arrancaban las vendas para que no los obligaran a pelear contra sus
hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y
niños que se ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en
la selva. Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el
cuchillo entre los dientes. Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado
a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: “¡Muero con mi patria!”, y
era verdad. Paraguay moría con él. Antes, López había hecho fusilar a su
hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte.
Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron. Paraguay
tenía, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo
doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870.
Era el triunfo de la civilización. Los vencedores, arruinados por el altísimo costo
del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado
la aventura. El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos
y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados,
y también mano de obra, porque muchos prisioneros paraguayos marcharon a
trabajar en los cafetales paulistas con la marca de hierro de la esclavitud. La
Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos
federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra
paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado
cuando escribió: “Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los
dividiremos en la forma convenida”. Uruguay, donde ya los herederos de Artigas
habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la
guerra como socio menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos
enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos
atadas. Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su
dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre
(Eduardo Galeano, “Las venas abiertas de América Latina”).
Nota: He aquí por qué
dice Galeano que “el subdesarrollo no es una etapa del desarrollo, es su
consecuencia”. Hoy día un dos por ciento de la población es dueño del noventa
por ciento de la tierra, los campesinos mueren de desnutrición y la oligarquía
tumba un presidente, como tumbó a Lugo, y pone el gobierno que se le antoje.
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