Un relato de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro
Conde Sturla
La viuda Pichardo era una de
las mujeres más cojonudas que he conocido. Tenía que serlo desde el momento en
que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en
busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde que se atrevió a
quedarse viuda, jovencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole
en cierne.
Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía
viven y vivirán de alguna manera los Pichardo: una amplia sala abarrotada de
muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios
abarrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo
con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones
contiguas de paredes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y
pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al
fondo otro patio y la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente,
en dirección opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un
perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de
circo.
Aparte del mobiliario y las
habitaciones igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro
lugar preferido de encuentro- estaba siempre invadida por multitud de gente.
Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los
amigos de los hijos, los camaradas de los hijos, las novias de los hijos y de
los camaradas de los hijos. La casa de la viuda –convertida en comando de la
viuda- era un lugar surrealista semejante a un andén, una estación de tren o de
aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salían frecuentemente
armados y a deshora en aquellos días de la guerra.
En la casa de la viuda podía pasar cualquier cosa y en
efecto pasaba. Cuando la situación era normal, dentro de la anormalidad de la
situación, la viuda se desgastaba alegremente faenando en la cocina, preparando
comida como para un batallón y escuchando a veces a su segundo hijo, Nicolás,
en el piano, rodeado de admiradoras. Nicolás interpretaba a menudo, o más bien
maltrataba El lago de Como, una de sus melodías favoritas, a la cual atribuía
gran valor afrodisíaco. Pero lo de Nicolás podía ser una pantalla, una
distracción a veces, para disimular o despistar.
En la discreta oficina, casi al lado, se lleva a cabo
en estos momentos una reunión a puerta cerrada del Comité Central del Partido
Socialista Popular, PSP, con participación de los hermanos Docoudrey.
La solemnidad y el hermetismo de los cuadros
dirigentes contrastan con un bullicio, al extremo de la sala, donde tiene lugar
otra reunión, aunque de carácter abierto, numeroso y vocinglero, típico de los
miembros de la Comisión
de Cultura, que dirige Silvano Lora, aunque Silvano no está presente.
La mesa del comedor reúne a una docena de compañeros y
sobre todo compañeras que trabajan en la compaginación del último número de El popular, órgano del Partido Socialista Popular. El nombre le queda largo a
un folleto que suma cuatro páginas mimeografiadas en total. Igualmente
pretencioso es el logotipo en grandes caracteres rojos, orgullosamente
comunistas.
A mano doblan
los ejemplares, los empaquetan en paquetes pequeños y los distribuyen entre los
responsables de venta de la zona de guerra, donde no hay riesgo alguno, salvo
los riesgos propios de la guerra. En cambio las compañeras se juegan el pellejo
en la tarea. Ellas ocultan los paquetes entre las ropas íntimas y los pliegues
y repliegues de sus anatomías y se marchan a cumplir la difícil misión de
burlar el cerco militar, el infame cacheo, y poner a circular los periódicos en
territorio enemigo, que era el país entero, con excepción de la Ciudad Colonial y
Ciudad Nueva y unas pocas cuadras al norte de la Avenida Mella.
Momentáneamente, el acceso al patio está
terminantemente prohibido por órdenes de el Gallego, y la prohibición se
justifica. En el área de la carbonera, junto al perro prieto que mira con
interés, se instruye clandestinamente a unos combatientes imberbes en el uso,
arme y desarme y reparación de armas de fuego. Ahora el Gallego tiene en sus
manos una piña, una granada de fragmentación francesa de color amarillo,
desatornilla la espoleta del artefacto y la enseña como trofeo, lanza al ruedo
la granada desactivada y la sangre de los combatientes imberbes se congela en
sus venas. Es inofensiva, dice, podemos jugar pelota o football con ella. Luego
procede a rearmarla con su envidiable pulso. La operación no carece de riesgo,
no es inofensiva. Si fallara en el trámite, volarían todos.
La viuda pide ayuda para pelar unos plátanos y un
compañero con autoridad, entre los que compaginan periódicos, señala a otros
dos para que se ofrezcan de voluntarios. De repente un obús de mortero revienta
en el techo de una casa vecina y se escucha un pesado tableteo de metralla
proveniente de las líneas del ejército imperial, luego la débil respuesta de
nuestras armas en la periferia de la zona de combate. Inmediatamente se produce
una movilización general, Nicolás cierra el piano y agarra el fusil, las
admiradoras desaparecen y los demás combatientes toman sus equipos bélicos, en
minutos regresan a sus puestos en los comandos de la resistencia. Un corre y
corre.
Los compañeros del Comité Central continúan, en cambio,
su reunión sin inmutarse. Era el pan de cada día, lo mismo daba quedarse que
reunirse en cualquier otro lugar bajo fuego de mortero, y el comando de la
viuda daba ciertas garantías en aquella antesalita con puertas y ventanas
cerradas.
La viuda se acontece, se queda acontecida, desolada,
pensando en la comida que estaba casi lista, y va a la habitación a cambiarse
el vestido blanco –su uniforme de trabajo- por uno más elegante con ramos y
flores que usaba, extrañamente, en esas ocasiones a manera de resguardo
–pensaba yo.
Las tropas del imperio norteamericano jugaban con
nosotros al gato y al ratón. Venía una comisión de vez en cuando y dialogaba
con el estado mayor en el edificio Copello de la calle El Conde, es decir, con
el estado mayor, el presidente y los ministros del gobierno constitucionalista.
La comisión negociaba la rendición en términos humillantes y el estado mayor y
el presidente y los ministros no aceptaban, se negaban y se negaban. Luego la
comisión se retiraba placidamente con su escolta, bajo la supervisión de
nuestras tropas, temiendo que algo extraño, algo ajeno a nuestros designios
pudiera pasarles. El flamante embajador, los miembros de la comisión ad hoc quizás no lo sabían, pero eran material gastable, prescindible. El imperio
los habría sacrificado en caso necesario, como a la tripulación negra del Maine
en la Habana o
a los marines de Pearl Harbor, con tal de fabricar el pretexto para una
“causa justa” y jodernos tramposamente.
Algunas horas
después de las negociaciones -ya era rutina-, las fuerzas del imperio nos
castigaban religiosamente con lluvia de morteros, fuego de cañones y metralla,
a veces un pase de feria de helicópteros artillados, veinte o treinta
helicópteros con capacidad para reducir la zona a un infierno, amén del
capítulo de francotiradores que nos cazaban como conejos desde el imponente
edificio de Molinos Dominicanos en la margen oriental del río, el fluente
Ozama.
La guerra, sin embargo, había comenzado con mejores
auspicios. Un sábado, 24 de abril de 1965, apenas después de mediodía, o más
bien entre la una y las dos de la tarde, la voz tonante y detonante de José
Francisco Peña Gómez –el mayor dirigente de masas en la historia nacional-
había inundado la radio con una proclama insurreccional, llamando a deponer el
gobierno de facto y reponer el gobierno legítimo de Juan Bosch y la
constitución de 1963.
La conspiración contra el gobierno de facto, el
llamado Triunvirato de dos personas, con el fatídico Donald Reid Cabral a la
cabeza, venía de lejos y había sido descubierta por los servicios de seguridad
del régimen. El jefe de las fuerzas armadas intentó, personalmente, llevarse la
gloria, la dudosa gloria de desarticular el movimiento, y en un alarde de
bravuconería se presentó con un séquito de oficiales y soldados en el
campamento militar 27 de febrero y puso bajo arresto a varios cabecillas. Pero
no contó con la reacción del capitán Peña Taveras, el más radical entre todos
los soldados radicales en ese momento. Peña Taveras se insubordina al frente de
otros compañeros de conspiración, se declaran en rebeldía y empuñan las armas
contra sus superiores. Tras un breve intercambio de disparos y palabras
altisonantes, los captores son reducidos a la condición de cautivos. En el
bautismo de fuego, y de sangre, cae herido de muerte un oficial del bando
gobiernista. Es, quizás, el primer muerto de la guerra, uno de los muchos
muertos de la guerra. El gesto heroico del insubordinado capitán Peña Taveras
había dado inicio a la insurrección. Así comenzó todo.
El anuncio precipitado y jubiloso de Peña Gómez en el
programa radial Tribuna Democrática del PRD, ocurría poco tiempo después de
estos acontecimientos, cuando el mismo capitán Peña Taveras lo llamó por
teléfono para darle una información escueta, necesariamente escueta y
alucinante. Que oficiales de las fuerzas armadas, coño, respaldados por los
alistados del campamento 27 de Febrero, coño, habían hecho prisionero al Jefe
del Estado Mayor, coño, y se habían levantado en armas para derrocar, coñazo,
al Triunvirato. Otro campamento militar, el 16 de Agosto, se uniría más tarde
al levantamiento.
La noticia corrió, literalmente, como un reguero de
pólvora y sacudió al país con la intensidad de un terremoto. La gente de la
capital y otras ciudades tomó las calles como quien dice en pie de guerra, con
el caudal de un río desbordado, manifestando su vigoroso apoyo y reclamando a
gritos el retorno de Bosch a la presidencia. El coro de consignas -millares de
voces en concierto-, era ensordecedor.
Muchos recuerdan ese día como el inicio de una especie
de renacimiento espiritual del pueblo dominicano. De golpe, sí, de golpe,
retoñaron las ilusiones brutalmente tronchadas por el cuartelazo contra el
gobierno de Bosch y el posterior sofocamiento de las guerrillas del indomable
Movimiento Revolucionario 14 de Junio, el 1J4. Jóvenes oficiales y soldados
asumían esta vez su papel como garantes del orden constitucional y nacional,
junto a la inmensa masa de civiles provenientes, sobre todo, del Partido
Revolucionario Dominicano, el PRD, el partido que Bosch había fundado en sus
casi treinta años de exilio y que lo había llevado, brevemente, al poder. Para
muchos, el mensaje de esa tarde en la conocida voz perfectamente timbrada de
José Francisco Peña Gómez, flamante Secretario General del PRD, parecía haber
descendido del firmamento con su llamado a insurrección.
Esa misma tarde, un grupo de civiles y militares
ocuparon a Radio Santo Domingo, la emisora oficial del gobierno que ahora
serviría, transitoriamente, a una causa noble, transmitiendo a los cuatro
vientos un programa incendiario en el que se exhortaba a la nación a apoyar el
retorno a la constitucionalidad, la democracia. Tropas leales al gobierno
recobraron la emisora que luego caería de nuevo en nuestras manos. Más tarde
sería el escenario de un valeroso y desigual combate en el que los defensores
se jugaron el todo por el todo, hasta que fueron doblegados por tropas de
infantería criolla azuzadas por los invasores y metralla de la fuerza aérea de
San Isidro.
La mayoría de los miembros de las células
universitarias del PSP nos congregamos espontáneamente en la casa de la viuda
Pichardo y de inmediato recibimos instrucciones de tirarnos a la calle, pintura
en mano, llenar la ciudad de letreros, infinitos letreros y una
consigna aterradora: Armas para el
pueblo, PSP.
Por experiencia sabíamos que la propaganda política
colocada en las esquinas de las casas, en el cruce de las calles, tiene un
efecto multiplicador, y la pintura roja multiplicaba el efecto. Un día después no
había casi un espacio en la ciudad donde no resaltara la dichosa consigna. Armas para el pueblo, Armas para el pueblo y
armas para el pueblo, PSP. De hecho, las armas comenzarían a fluir desde
temprano, más temprano que tarde.
En el curso atropellado y a veces confuso de aquellos
acontecimientos, el corrupto y cobarde Reid Cabral dirigió por todos los medios
a su alcance una triste, lastimera alocución, un ultimátum que sería
prácticamente la última medida de su desgobierno, dando un plazo a los rebeldes
para deponer las armas, amenazando y conminando en vano a la rendición. El
toque de queda, impuesto por su vocecita y gobierno tambaleantes, por nadie fue
respetado.

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