viernes, 20 de abril de 2018

SÁBADO, 24 DE ABRI, 1965


Un relato de 
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla


         La viuda Pichardo era una de las mujeres más cojonudas que he conocido. Tenía que serlo desde el momento en que se atrevió a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino. Tenía que serlo desde que se atrevió a quedarse viuda, jovencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole en cierne.
Vivía allí, en el caserón republicano de la Santomé 48, donde todavía viven y vivirán de alguna manera los Pichardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios abarrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de paredes ciegas. Al frente, un patiecito español, con fuente y pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y más al fondo otro patio y la carbonera en desuso todavía más al fondo y, de repente, en dirección opuesta, una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro prieto, cínico y apático que por allí subía y bajaba como en un número de circo.
Aparte del mobiliario y las habitaciones igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar preferido de encuentro- estaba siempre invadida por multitud de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los camaradas de los hijos, las novias de los hijos y de los camaradas de los hijos. La casa de la viuda –convertida en comando de la viuda- era un lugar surrealista semejante a un andén, una estación de tren o de aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salían frecuentemente armados y a deshora en aquellos días de la guerra.
En la casa de la viuda podía pasar cualquier cosa y en efecto pasaba. Cuando la situación era normal, dentro de la anormalidad de la situación, la viuda se desgastaba alegremente faenando en la cocina, preparando comida como para un batallón y escuchando a veces a su segundo hijo, Nicolás, en el piano, rodeado de admiradoras. Nicolás interpretaba a menudo, o más bien maltrataba El lago de Como, una de sus melodías favoritas, a la cual atribuía gran valor afrodisíaco. Pero lo de Nicolás podía ser una pantalla, una distracción a veces, para disimular o despistar.
En la discreta oficina, casi al lado, se lleva a cabo en estos momentos una reunión a puerta cerrada del Comité Central del Partido Socialista Popular, PSP, con participación de los hermanos Docoudrey.
La solemnidad y el hermetismo de los cuadros dirigentes contrastan con un bullicio, al extremo de la sala, donde tiene lugar otra reunión, aunque de carácter abierto, numeroso y vocinglero, típico de los miembros de la Comisión de Cultura, que dirige Silvano Lora, aunque Silvano no está presente.
La mesa del comedor reúne a una docena de compañeros y sobre todo compañeras que trabajan en la compaginación del último número de El popular, órgano del Partido Socialista Popular. El nombre le queda largo a un folleto que suma cuatro páginas mimeografiadas en total. Igualmente pretencioso es el logotipo en grandes caracteres rojos, orgullosamente comunistas.
 A mano doblan los ejemplares, los empaquetan en paquetes pequeños y los distribuyen entre los responsables de venta de la zona de guerra, donde no hay riesgo alguno, salvo los riesgos propios de la guerra. En cambio las compañeras se juegan el pellejo en la tarea. Ellas ocultan los paquetes entre las ropas íntimas y los pliegues y repliegues de sus anatomías y se marchan a cumplir la difícil misión de burlar el cerco militar, el infame cacheo, y poner a circular los periódicos en territorio enemigo, que era el país entero, con excepción de la Ciudad Colonial y Ciudad Nueva y unas pocas cuadras al norte de la Avenida Mella.
Momentáneamente, el acceso al patio está terminantemente prohibido por órdenes de el Gallego, y la prohibición se justifica. En el área de la carbonera, junto al perro prieto que mira con interés, se instruye clandestinamente a unos combatientes imberbes en el uso, arme y desarme y reparación de armas de fuego. Ahora el Gallego tiene en sus manos una piña, una granada de fragmentación francesa de color amarillo, desatornilla la espoleta del artefacto y la enseña como trofeo, lanza al ruedo la granada desactivada y la sangre de los combatientes imberbes se congela en sus venas. Es inofensiva, dice, podemos jugar pelota o football con ella. Luego procede a rearmarla con su envidiable pulso. La operación no carece de riesgo, no es inofensiva. Si fallara en el trámite, volarían todos.
La viuda pide ayuda para pelar unos plátanos y un compañero con autoridad, entre los que compaginan periódicos, señala a otros dos para que se ofrezcan de voluntarios. De repente un obús de mortero revienta en el techo de una casa vecina y se escucha un pesado tableteo de metralla proveniente de las líneas del ejército imperial, luego la débil respuesta de nuestras armas en la periferia de la zona de combate. Inmediatamente se produce una movilización general, Nicolás cierra el piano y agarra el fusil, las admiradoras desaparecen y los demás combatientes toman sus equipos bélicos, en minutos regresan a sus puestos en los comandos de la resistencia. Un corre y corre.
Los compañeros del Comité Central continúan, en cambio, su reunión sin inmutarse. Era el pan de cada día, lo mismo daba quedarse que reunirse en cualquier otro lugar bajo fuego de mortero, y el comando de la viuda daba ciertas garantías en aquella antesalita con puertas y ventanas cerradas.
La viuda se acontece, se queda acontecida, desolada, pensando en la comida que estaba casi lista, y va a la habitación a cambiarse el vestido blanco –su uniforme de trabajo- por uno más elegante con ramos y flores que usaba, extrañamente, en esas ocasiones a manera de resguardo –pensaba yo.
Las tropas del imperio norteamericano jugaban con nosotros al gato y al ratón. Venía una comisión de vez en cuando y dialogaba con el estado mayor en el edificio Copello de la calle El Conde, es decir, con el estado mayor, el presidente y los ministros del gobierno constitucionalista. La comisión negociaba la rendición en términos humillantes y el estado mayor y el presidente y los ministros no aceptaban, se negaban y se negaban. Luego la comisión se retiraba placidamente con su escolta, bajo la supervisión de nuestras tropas, temiendo que algo extraño, algo ajeno a nuestros designios pudiera pasarles. El flamante embajador, los miembros de la comisión ad hoc quizás no lo sabían, pero eran material gastable, prescindible. El imperio los habría sacrificado en caso necesario, como a la tripulación negra del Maine en la Habana o a los marines de Pearl Harbor, con tal de fabricar el pretexto para una “causa justa” y jodernos tramposamente.
 Algunas horas después de las negociaciones -ya era rutina-, las fuerzas del imperio nos castigaban religiosamente con lluvia de morteros, fuego de cañones y metralla, a veces un pase de feria de helicópteros artillados, veinte o treinta helicópteros con capacidad para reducir la zona a un infierno, amén del capítulo de francotiradores que nos cazaban como conejos desde el imponente edificio de Molinos Dominicanos en la margen oriental del río, el fluente Ozama.
La guerra, sin embargo, había comenzado con mejores auspicios. Un sábado, 24 de abril de 1965, apenas después de mediodía, o más bien entre la una y las dos de la tarde, la voz tonante y detonante de José Francisco Peña Gómez –el mayor dirigente de masas en la historia nacional- había inundado la radio con una proclama insurreccional, llamando a deponer el gobierno de facto y reponer el gobierno legítimo de Juan Bosch y la constitución de 1963.
La conspiración contra el gobierno de facto, el llamado Triunvirato de dos personas, con el fatídico Donald Reid Cabral a la cabeza, venía de lejos y había sido descubierta por los servicios de seguridad del régimen. El jefe de las fuerzas armadas intentó, personalmente, llevarse la gloria, la dudosa gloria de desarticular el movimiento, y en un alarde de bravuconería se presentó con un séquito de oficiales y soldados en el campamento militar 27 de febrero y puso bajo arresto a varios cabecillas. Pero no contó con la reacción del capitán Peña Taveras, el más radical entre todos los soldados radicales en ese momento. Peña Taveras se insubordina al frente de otros compañeros de conspiración, se declaran en rebeldía y empuñan las armas contra sus superiores. Tras un breve intercambio de disparos y palabras altisonantes, los captores son reducidos a la condición de cautivos. En el bautismo de fuego, y de sangre, cae herido de muerte un oficial del bando gobiernista. Es, quizás, el primer muerto de la guerra, uno de los muchos muertos de la guerra. El gesto heroico del insubordinado capitán Peña Taveras había dado inicio a la insurrección. Así comenzó todo.
El anuncio precipitado y jubiloso de Peña Gómez en el programa radial Tribuna Democrática del PRD, ocurría poco tiempo después de estos acontecimientos, cuando el mismo capitán Peña Taveras lo llamó por teléfono para darle una información escueta, necesariamente escueta y alucinante. Que oficiales de las fuerzas armadas, coño, respaldados por los alistados del campamento 27 de Febrero, coño, habían hecho prisionero al Jefe del Estado Mayor, coño, y se habían levantado en armas para derrocar, coñazo, al Triunvirato. Otro campamento militar, el 16 de Agosto, se uniría más tarde al levantamiento.
La noticia corrió, literalmente, como un reguero de pólvora y sacudió al país con la intensidad de un terremoto. La gente de la capital y otras ciudades tomó las calles como quien dice en pie de guerra, con el caudal de un río desbordado, manifestando su vigoroso apoyo y reclamando a gritos el retorno de Bosch a la presidencia. El coro de consignas -millares de voces en concierto-, era ensordecedor.
Muchos recuerdan ese día como el inicio de una especie de renacimiento espiritual del pueblo dominicano. De golpe, sí, de golpe, retoñaron las ilusiones brutalmente tronchadas por el cuartelazo contra el gobierno de Bosch y el posterior sofocamiento de las guerrillas del indomable Movimiento Revolucionario 14 de Junio, el 1J4. Jóvenes oficiales y soldados asumían esta vez su papel como garantes del orden constitucional y nacional, junto a la inmensa masa de civiles provenientes, sobre todo, del Partido Revolucionario Dominicano, el PRD, el partido que Bosch había fundado en sus casi treinta años de exilio y que lo había llevado, brevemente, al poder. Para muchos, el mensaje de esa tarde en la conocida voz perfectamente timbrada de José Francisco Peña Gómez, flamante Secretario General del PRD, parecía haber descendido del firmamento con su llamado a insurrección.
Esa misma tarde, un grupo de civiles y militares ocuparon a Radio Santo Domingo, la emisora oficial del gobierno que ahora serviría, transitoriamente, a una causa noble, transmitiendo a los cuatro vientos un programa incendiario en el que se exhortaba a la nación a apoyar el retorno a la constitucionalidad, la democracia. Tropas leales al gobierno recobraron la emisora que luego caería de nuevo en nuestras manos. Más tarde sería el escenario de un valeroso y desigual combate en el que los defensores se jugaron el todo por el todo, hasta que fueron doblegados por tropas de infantería criolla azuzadas por los invasores y metralla de la fuerza aérea de San Isidro.
La mayoría de los miembros de las células universitarias del PSP nos congregamos espontáneamente en la casa de la viuda Pichardo y de inmediato recibimos instrucciones de tirarnos a la calle, pintura en mano, llenar la ciudad de letreros, infinitos letreros  y  una consigna aterradora: Armas para el pueblo, PSP.
Por experiencia sabíamos que la propaganda política colocada en las esquinas de las casas, en el cruce de las calles, tiene un efecto multiplicador, y la pintura roja multiplicaba el efecto. Un día después no había casi un espacio en la ciudad donde no resaltara la dichosa consigna. Armas para el pueblo, Armas para el pueblo y armas para el pueblo, PSP. De hecho, las armas comenzarían a fluir desde temprano, más temprano que tarde.
En el curso atropellado y a veces confuso de aquellos acontecimientos, el corrupto y cobarde Reid Cabral dirigió por todos los medios a su alcance una triste, lastimera alocución, un ultimátum que sería prácticamente la última medida de su desgobierno, dando un plazo a los rebeldes para deponer las armas, amenazando y conminando en vano a la rendición. El toque de queda, impuesto por su vocecita y gobierno tambaleantes, por nadie fue respetado. 





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