jueves, 14 de diciembre de 2017

EL TREMENTINISMO HISTÓRICO

         Pedro Conde Sturla

El antihaitianismo grosero, o mejor la haitianofobia, está presente en términos explícitos desde la primera aproximación al tema en Trementina, clerén y bongó. Papá Oguis, definido como “el más notable de los haitianos del manicomio” (p. 50) sugiere más a una bestia que a un hombre:

“Alto, de ojos fulgurantes y boca de labios extraordinarios, era una figura siniestra y horripilante: un cáncer, según todas las apariencias, le había destruido la nariz, dejando en su lugar un hoyo por el cual podía verse fácilmente la garganta.  El cáncer –y esto era un misterio- al parecer había curado- dejando sólo ese horrible hueco con los bordes como si hubieran sido cauterizados” (p. 50).



Al final de la novela el personaje revela características más degradantes. De hecho, acusa una mutación tan pavorosa que las palabras parecen insuficientes para denostarlo en términos físicos, intelectuales y morales. La descripción, burdamente racista, es impecable en su estilo, un estilo rabioso que no oculta su mala leche: agradar al régimen trujillista denigrando a sus víctimas:
“Volvió a mirar por la ventana. El papabocó, al cual la luz ahora daba de frente, parecía un verdadero monstruo del Averno.  Se daba paseos de aquí para allá y frotaba una con otra sus manos simiescas. En su cara de demonio sus ojos centelleaban como dos ascuas gigantes y movía las pupilas de un lado a otro con movimientos lentos y grotescos. De su boca salía un jadeo como el de una bestia apocalíptica excitada por fuerzas invisibles, y el belfo, agudo y penetrante, simulaba un aspid sólido y marfilíneo. Sus cabellos, erizados y pastosos, se habían alborotado aún más y semejaban un casco de estopa. Su figura era repelente, brutal, anti-humana, como un nuevo Frankenstein surgido del ayuntamiento de un Tarzán negro con la hembra de un gorila” (p. 245).
En cuanto a su conducta personal, los demás haitianos de la novela son siempre “puercos”, “amigos de los ajeno”, “hipócritas” y “haraganes”. ¡Ni por casualidad recae un adjetivo gentil sobre esta gente! Hay, “en sus extrañas prácticas, algo tenebroso y desconcertante” (p. 140). Moralmente representan poco menos que basura y en la escala de los sentimientos están a la par de los cuadrúpedos:
“Ellos no consideran el amor en un aspecto espiritual y romántico, sino como una simple atracción carnal y como un medio de vivir sin trabajar” (p. 159).
Desde el punto de vista cultural representan la barbarie, la fuerza bruta y el oscurantismo que se pone de manifiesto en “la grotesca, absurda y salvaje ceremonia del vaudou (sic)” (p. 229).
Los dominicanos, en comparación con los haitianos, son “más civilizados” (p.229), aunque no tanto como los sajones, esa “raza que todo lo ha resuelto con sentido común, perseverancia y valor” (p. 126) y que además simboliza un perfecto modelo ético-estético. Paxton, uno de los oficiales que dirige el desembarco a la islita mágica, “es rubio y en sus ojos azules campean la dulzura y la sencillez” (p. 252).
La mayor contraposición entre dominicanos y haitianos de la novela se manifiesta en esa específica forma de cultura que es la religión. Los dominicanos, en efecto, son depositarios de una religión cristiana que en la práctica se demuestra superior al “vaudou”. Es así que cuando los haitianos se preparan a inmolar a Rodolfo y su grupo de rebeldes, la dominicana Celeste, quien es fervorosa creyente, invoca a la virgen de la Altagracia y ésta le concede el milagro de la intervención norteamericana, El suave milagro del capítulo XXVIII. Por lo menos celeste no alberga dudas de que “!Aquella gente había caído del cielo enviada por su virgencita!” (p. 256).
Un final absurdo, si se quiere, que hace de este libro un libro cómplice por partida doble. Cómplice, primero de Trujillo, a quien prácticamente justifica por la matanza de miles de haitianos llevada a cabo en 1937 (el famoso “corte” o “dominicanización” de la frontera como suele llamarle eufemísticamente la historiografía patriotera). Cómplice también del intervencionismo norteamericano que el país había sufrido y seguiría sufriendo en carne propia. De hecho, en el contexto de la novela se considera normal, saludable y rutinario un desembarco de marines en cualquier territorio. Más aun si los marines –equiparables a seres angelicales- cuentan con los auspicios de la virgen de la Altagracia. La proposición, igual que el final de la novela, luce absurda en apariencia, pero sólo en apariencia.
De acuerdo a la opinión del colega Felix Calvo, el culto de la virgen del Santo Cerro –la virgen genocida que patrocinó una matanza de indígenas- fue fruto del colonialismo español en lucha contra los indios. De la misma manera, el culto de la virgen de la Altagracia fue prohijado, estimulado por el imperio del norte en lucha contra los “gavilleros” que se oponían al despojo de las tierras del este. Hay, en efecto, según la misma fuente, documentos probatorios del interés de los procónsules yanquis en fomentar la religiosidad altagraciana, asociándose idealmente a la virgen en el mismo escenario del movimiento guerrillero.
La asociación de la virgen con los marines –pese a los riesgos implícitos a su virginidad- no representa por lo tanto un absurdo, es una triquiñuela ideológica con fines propagandísticos, primer eslabón de una cadena de asociaciones históricas-teológicas aun más temerarias. Durante el período de la primera ocupación norteamericana, comprendido entre 1916 y 1924, los interventores no sólo se asociaron idealmente con la virgen, sino con personajes de la catadura de Trujillo, al cual dejaron en posición privilegiada para fines de la toma del poder. La asociación del imperio con la virgen facilitaría, por carambola, la asociación de Dios y Trujillo al final de la era gloriosa. Junto al nombre de ese personaje de mayor alcurnia figuraba el nombre del tirano en periódicos, hogares, oficinas y vehículos públicos. Era, evidentemente, el non plus ultra     . Más lejos que “Con Dios y Trujillo” no se podía llegar. Aunque de hecho había cortesanos inconformes que sugerían invertir los términos.

 pcs santo domingo 1990

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