Pedro
Conde Sturla
El antihaitianismo grosero, o mejor la haitianofobia,
está presente en términos explícitos desde la primera aproximación al tema en Trementina, clerén y bongó. Papá Oguis,
definido como “el más notable de los haitianos del manicomio” (p. 50) sugiere
más a una bestia que a un hombre:
“Alto, de ojos fulgurantes y boca de labios extraordinarios, era una figura siniestra y horripilante: un cáncer, según todas las apariencias, le había destruido la nariz, dejando en su lugar un hoyo por el cual podía verse fácilmente la garganta. El cáncer –y esto era un misterio- al parecer había curado- dejando sólo ese horrible hueco con los bordes como si hubieran sido cauterizados” (p. 50).
Al final de la novela el personaje revela
características más degradantes. De hecho, acusa una mutación tan pavorosa que
las palabras parecen insuficientes para denostarlo en términos físicos,
intelectuales y morales. La descripción, burdamente racista, es impecable en su
estilo, un estilo rabioso que no oculta su mala leche: agradar al régimen
trujillista denigrando a sus víctimas:
“Volvió a mirar por la ventana. El papabocó, al cual
la luz ahora daba de frente, parecía un verdadero monstruo del Averno. Se daba paseos de aquí para allá y frotaba
una con otra sus manos simiescas. En su cara de demonio sus ojos centelleaban
como dos ascuas gigantes y movía las pupilas de un lado a otro con movimientos
lentos y grotescos. De su boca salía un jadeo como el de una bestia
apocalíptica excitada por fuerzas invisibles, y el belfo, agudo y penetrante,
simulaba un aspid sólido y marfilíneo. Sus cabellos, erizados y pastosos, se
habían alborotado aún más y semejaban un casco de estopa. Su figura era
repelente, brutal, anti-humana, como un nuevo Frankenstein surgido del
ayuntamiento de un Tarzán negro con la hembra de un gorila” (p. 245).
En cuanto a su conducta personal, los demás haitianos
de la novela son siempre “puercos”, “amigos de los ajeno”, “hipócritas” y
“haraganes”. ¡Ni por casualidad recae un adjetivo gentil sobre esta gente! Hay,
“en sus extrañas prácticas, algo tenebroso y desconcertante” (p. 140). Moralmente
representan poco menos que basura y en la escala de los sentimientos están a la
par de los cuadrúpedos:
“Ellos no consideran el amor en un aspecto espiritual
y romántico, sino como una simple atracción carnal y como un medio de vivir sin
trabajar” (p. 159).
Desde el punto de vista cultural representan la
barbarie, la fuerza bruta y el oscurantismo que se pone de manifiesto en “la
grotesca, absurda y salvaje ceremonia del vaudou (sic)” (p. 229).
Los dominicanos, en comparación con los haitianos, son
“más civilizados” (p.229), aunque no tanto como los sajones, esa “raza que todo
lo ha resuelto con sentido común, perseverancia y valor” (p. 126) y que además
simboliza un perfecto modelo ético-estético. Paxton, uno de los oficiales que
dirige el desembarco a la islita mágica, “es rubio y en sus ojos azules campean
la dulzura y la sencillez” (p. 252).
La mayor contraposición entre dominicanos y haitianos
de la novela se manifiesta en esa específica forma de cultura que es la
religión. Los dominicanos, en efecto, son depositarios de una religión
cristiana que en la práctica se demuestra superior al “vaudou”. Es así que
cuando los haitianos se preparan a inmolar a Rodolfo y su grupo de rebeldes, la
dominicana Celeste, quien es fervorosa creyente, invoca a la virgen de la
Altagracia y ésta le concede el milagro de la intervención norteamericana, El suave milagro del capítulo XXVIII.
Por lo menos celeste no alberga dudas de que “!Aquella gente había caído del
cielo enviada por su virgencita!” (p. 256).
Un final absurdo, si se quiere, que hace de este libro
un libro cómplice por partida doble. Cómplice, primero de Trujillo, a quien
prácticamente justifica por la matanza de miles de haitianos llevada a cabo en
1937 (el famoso “corte” o “dominicanización” de la frontera como suele llamarle
eufemísticamente la historiografía patriotera). Cómplice también del
intervencionismo norteamericano que el país había sufrido y seguiría sufriendo
en carne propia. De hecho, en el contexto de la novela se considera normal,
saludable y rutinario un desembarco de marines en cualquier territorio. Más aun
si los marines –equiparables a seres angelicales- cuentan con los auspicios de
la virgen de la Altagracia. La proposición, igual que el final de la novela,
luce absurda en apariencia, pero sólo en apariencia.
De acuerdo a la opinión del colega Felix Calvo, el
culto de la virgen del Santo Cerro –la virgen genocida que patrocinó una
matanza de indígenas- fue fruto del colonialismo español en lucha contra los
indios. De la misma manera, el culto de la virgen de la Altagracia fue
prohijado, estimulado por el imperio del norte en lucha contra los “gavilleros”
que se oponían al despojo de las tierras del este. Hay, en efecto, según la
misma fuente, documentos probatorios del interés de los procónsules yanquis en
fomentar la religiosidad altagraciana, asociándose idealmente a la virgen en el
mismo escenario del movimiento guerrillero.
La asociación de la virgen con los marines –pese a los
riesgos implícitos a su virginidad- no representa por lo tanto un absurdo, es
una triquiñuela ideológica con fines propagandísticos, primer eslabón de una
cadena de asociaciones históricas-teológicas aun más temerarias. Durante el
período de la primera ocupación norteamericana, comprendido entre 1916 y 1924,
los interventores no sólo se asociaron idealmente con la virgen, sino con
personajes de la catadura de Trujillo, al cual dejaron en posición privilegiada
para fines de la toma del poder. La asociación del imperio con la virgen
facilitaría, por carambola, la asociación de Dios y Trujillo al final de la era
gloriosa. Junto al nombre de ese personaje de mayor alcurnia figuraba el nombre
del tirano en periódicos, hogares, oficinas y vehículos públicos. Era,
evidentemente, el non plus ultra . Más lejos que “Con Dios y Trujillo”
no se podía llegar. Aunque de hecho había cortesanos inconformes que sugerían
invertir los términos.
pcs santo domingo 1990
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