Pedro Conde Sturla
Un libro de relatos de Dino Buzzati (1906-1972), de cuyo
título no logro acordarme, fue el primero o uno de los primeros que leí en
italiano, allá por los años setenta. Me lo prestó mi breve amiga Carmela, y
leyendo a Buzzati aprendí a leer italiano, buen italiano. A parlotear en esa
lengua me enseñó un diccionario de cabellos largos, la hermana de Carmela.
Confieso que la lectura de la obra del singular
escritor me estremeció, me entumeció los sentidos, me dejó como quien dice turulato,
prácticamente knockout. Pocas veces me había enfrentado (enfrentado, sí) a un
narrador tan pesimista, sombrío tétrico, melancólico, angustioso, gobernado por
un sentido tan absurdo de la existencia, solitario, desesperanzado, vacío...Un
engendro entre Kafka y Poe como sugiere Borges. (Nada extraño que sea uno de
los favoritos de nuestro clandestino Fernando Vargas).
El mismo Borges lo celebra, y cómo, en el séptimo
prólogo de su exquisita “Biblioteca personal”, con palabras que desbordan
entusiasmo:
“Dino
Buzzati
El
Desierto De Los Tártaros
Podemos
conocer a los antiguos, podemos conocer a los clásicos, podemos conocer a los
escritores del siglo XIX y a los del principio del nuestro, que ya declina.
Harto más arduo es conocer a los contemporáneos. Son demasiados y el tiempo no
ha revelado aún su anto-logía. Hay, sin embargo, nombres que las generaciones
venideras no se resignarán a olvidar. Uno de ellos es, verosímilmente, el de
Dino Buzzati. Buzzati nació en 1906 en la antigua ciudad de Belluno, cerca del
Véneto y de la frontera con Austria. Fue periodista y se entregó después a la
literatura fantástica. Su primer libro, ‘Bárnabo delle Montagne’, data de 1933;
el último, ‘I miracoli di Val Morel’, de 1972, el año de su muerte. Su vasta
obra, no pocas veces alegórica, exhala angustia y magia. El influjo de Poe y de
la novela gótica ha sido declarado por él. Otros han hablado de Kafka. ¿Por qué
no aceptar sin desmedro alguno de Buzzati, ambos ilustres magisterios?
Este
libro [‘El Desierto De Los Tártaros’], que es acaso su obra maestra y que ha
inspirado un hermoso film de Valerio Zurlini, está regido por el método de la
postergación indefinida y casi infinita, caro a los eleatas y a Kafka. El
ámbito de las ficciones de Kafka es deliberadamente gris y mediocre y sabe a
burocracia y a tedio. Tal no es el caso de esta obra. Hay una víspera, pero es
la de una enorme batalla, temida y esperada. Dino Buzzati, en estas páginas,
retrotrae la novela a la epopeya, que fue su manantial. El desierto es real y
es simbólico.
Está
vacío y el héroe espera muchedumbres.
La interminable espera de lo que nunca vendrá,
el arraigo-desarraigo, el odio-amor a una tierra, el sinsentido de una
situación, “el misterio y la angustia de lo cotidiano o el absurdo e
inexplicable destino humano”, todo lo que es patente en “El desierto de los
tártaros” me recuerda de alguna manera “La novela de un Spahi” del olvidado y
una vez famoso Pierre Loti. Sólo que Pierre Loti es menos amargo, menos
apocalíptico.
En la
obra de Buzzati es difícil o imposible atisbar un rayo de esperanza, una nota
de humor, ni siquiera humor negro. Predomina el absurdo, siempre o casi siempre
el absurdo, como en su quizás más terrible relato, “El colombre”, la historia
del hombre que huye de la felicidad pensando que huye de la desgracia:
“Navegar, navegar, ese era su único afán. Apenas ponía pie en cualquier
puerto después de largas travesías, en seguida lo espoleaba la impaciencia por
partir. Sabía que allá lo esperaba el colombre y que el colombre era sinónimo
de perdición. Era inútil. Un impulso indomable lo arrastraba de un océano a
otro sin descanso.
*
Hasta que de pronto un día Stefano reparó en que se
había hecho viejo, viejísimo; y ninguno de los que lo rodeaban sabía explicarse
por qué, siendo rico como era, no dejaba por fin la azarosa vida del mar.
Viejo, y amargamente infeliz, porque toda su existencia se había gastado en
aquella especie de loca fuga a través de los mares para escapar de su enemigo.
Pero para él siempre había sido más fuerte que la dicha de una vida holgada y
tranquila la tentación del abismo.
Y una tarde, mientras su magnífica nave se hallaba
fondeada frente al puerto donde había nacido, se sintió próximo a morir.
Entonces llamó a su segundo oficial, en quien tenía mucha confianza, y le instó
a que no se opusiera a lo que pensaba hacer. El otro se lo prometió por su
honor.
Una vez seguro de esto, Stefano reveló al segundo oficial,
que lo escuchaba turbado, la historia del colombre que durante casi cincuenta
años lo había seguido sin cesar inútilmente.
-Me ha seguido de un confín a otro del mundo -dijo-
con una fidelidad que ni el amigo más noble habría podido mostrar. Ahora me voy
a morir. También él, ahora, estará terriblemente viejo y cansado. No puedo
traicionarlo.
Dicho esto, se despidió, hizo arriar un bote y,
después de hacer que le dieran un arpón, partió.
-Ahora voy a su encuentro -anunció-. Es justo que no
lo defraude. Pero lucharé con las fuerzas que me quedan.
Con débiles golpes de remo se alejó del barco.
Oficiales y marineros lo vieron desaparecer a lo lejos, sobre el plácido mar,
envuelto en las sombras de la noche. En el cielo, como una hoz, lucía la luna.
No tuvo que esforzarse mucho. Súbitamente, el horrible
hocico del colombre emergió al lado de la barca.
-Aquí me tienes por fin -dijo Stefano-. ¡Ahora es cosa
nuestra!
Y, reuniendo sus últimas energías, levantó el arpón
para lanzarlo.
-Ah -se quejó con voz suplicante el colombre-, qué
largo camino hasta encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga.
Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías, huías. Y nunca has comprendido nada.
-¿Por qué? -dijo Stefano picado en su orgullo.
-Porque no te he seguido por todo el mundo para
devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue
entregarte esto.
Y el escualo sacó la lengua, tendiendo al viejo
capitán una esfera fosforescente.
Stefano la cogió entre los dedos y miró. Era una perla
de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar que procura a
quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora era ya
demasiado tarde.
-Ay de mí -dijo meneando tristemente la cabeza-. Qué
horrible malentendido. Lo único que he conseguido es desperdiciar mi
existencia; y he arruinado la tuya.
-Adiós, hombre infeliz -respondió el colombre. Y se
sumergió en las aguas negras para siempre.
*
Dos meses más tarde, empujado por la resaca, un bote
arribó a una áspera escollera. Fue avistado por algunos pescadores que, movidos
por la curiosidad, se acercaron. En el bote, todavía sentado, había un blanco
esqueleto; y, entre sus dedos descarnados, sujetaba un pequeño guijarro
redondo.
El colombre es un pez de grandes dimensiones,
espantoso a la vista, sumamente raro. Dependiendo de los mares y de los pueblos
que habitan las orillas, recibe también el nombre de kolomber, kahloubrha,
kalonga, kalu-balu, chalung-gra. Curiosamente, los naturalistas desconocen su
existencia. Hay quien sostiene que no existe.
Fin”
Prácticamente al azar pueden escogerse los textos de Buzzati que
responden a su sombría y tal vez justificada visión del mundo (“Algo había
sucedido”, “Extraños nuevos amigos”, “La mujer con alas”, “Los siete mensajeros”,
“¿Y si?”). Uno de los más ejemplares en este sentido es “Siete pisos” o “Siete
plantas”, la narración de un descenso surrealista
a la nada.
Pero
incluso “Una muchacha que cae”, tan aparentemente inocente, no escapa al
tétrico destino de los personajes de Buzzati:
“Con
despecho comprendió que una treintena de metros más abajo otra muchacha caía.
Era sin dudas más bella que ella y llevaba un vestido de media tarde con mucha
clase. Quién sabe por qué, la otra
descendía a una velocidad muy superior a la suya, hasta el punto que en
pocos instantes la distanció y desapareció allá abajo, a pesar de los llamados
de Marta. Sin duda iba a llegar a la fiesta antes que ella; tal vez era un plan calculado de antemano para suplantarla.
Luego Marta se
dio cuenta de que ellas dos no eran las únicas que caían. A todo el largo de
los flancos del rascacielos, otras mujeres jóvenes se deslizaban en el
vacío, las caras tensas por la excitación del vuelo, agitando festivamente las
manos como para decir: aquí estamos, aquí venimos, es nuestra hora,
festéjennos, ¿no es verdad que el mundo es nuestro?
FIN
pcs, viernes, 24 de abril de 2015
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