viernes, 15 de diciembre de 2017

LA ANTESALA DEL INFIERNO

   Pedro Conde Sturla
   13 de agosto de 2008

         En uno de los primeros capítulos de Mis 500 locos, Antonio Zaglul recuerda “el título de una obra de un famoso periodista alcohólico de nuestro país, publicada después de haber estado en el manicomio”, el “manicomio modelo” Padre Billini.

Se trata de Trementina, clerén y bongó, la novela que recoge el fruto de las vivencias de Julio González Herrera en ese  establecimiento siquiátrico, aunque no en términos estrictamente autobiográficos como podría pensarse. Fue su primera novela y a la vez su obra capital, la obra de un hombre que nunca estuvo perfectamente loco ni, quizás, lo contrario en esa fase de su vida, y que más bien se mantuvo bordeando la locura, buscándola o por lo menos desafiándola.

Trementina, clerén y bongó se presta a diferentes niveles de interpretación o lectura. En general presenta un drama de tipo documental, neorrealista, al estilo del cine italiano de la segunda posguerra, o sea, casi de la misma época en que se escribió la novela. Drama tragicómico sobre los abismos de la locura y el horror y la preocupación por la locura que vive en cada uno de nosotros. Velada alegoría del poder y los abusos del poder, alegato contra el maltrato de la inocencia y contra el mal que proviene de la ignorancia. Espejo de podredumbre y miserias humanas.
En un capítulo de antología, el tercero, tratando de ver en sí mismo, uno de los internos medita sobre la delgada “línea que separa la cordura de la locura”. Su propia lucidez no lo engaña, más bien lo induce a sospechas:
“En cuanto a su locura, aparente o real, se sentía ya casi bien. Creía, por lo menos, estar mejor que todos los que se alojaban en aquel pabellón. Él comparaba mentalmente su actitud con la de sus compañeros y se sentía cuerdo en relación con ellos. Pero lo malo, lo terrible era que nadie se consideraba allí loco y sin embargo todos lo estaban. ¿No le sucedería a él lo mismo?”
Para comprobar su tesis, el interno decide hacer un “ensayo”, una especie de encuesta consistente en preguntarle a otros locos sobre el origen de su locura. El resultado confirma sus peores sospechas ya que sólo uno de los locos encuestados “acepta la idea de su propia locura”. Lamentablemente es el “llavero” Araujo, haciéndose pasar por loco para gastarle una broma a un loco.
En la descripción de los efectos de la trementina sobre los pacientes que se tornan impacientes, no hay, en cambio, espacio para bromas ni humor negro, sólo la indignación cabe, una indignación y un asombro hermanados al horror, a la impotencia, a la forma superior de la rabia que es la rabia sorda, contenida al borde de la explosión.
“La trementina ha hecho prodigios en este establecimiento. El tratamiento consiste en inyectar en cada uno de los muslos de los pacientes una dosis regular de trementina pura…Estas inyecciones paralizan completamente los miembros inferiores de los pacientes durante diez o quince días, produciendo un dolor agudo y continuado. Sirve para ‘fijar’ el enfermo. El menor movimiento hace aumentar terriblemente el dolor. El enfermo inyectado permanece sin moverse, cuatro o cinco días. A los diez días ya se mueve un poco, y puede, con gran esfuerzo, cambiar de posición en la cama. Todavía al mes camina con mucha dificultad, con las piernas rígidas y rectas, por la imposibilidad de doblar las rodillas, y arrastrando los pies. Estas inyecciones se aplican principalmente a los locos furiosos para calmarlos, pues producen un shock nervioso muy beneficioso para el paciente…”.
Como puede apreciarse, es un capítulo de atmósfera irrespirable. En los últimos párrafos se hace aún más indignante, desgarrador, literalmente insoportable a la vista. Toda la descripción cede su espacio al asco, el infinito asco. Podría acusarse de tremendismo al autor si su inventario de llagas y podredumbre no fuese un grito a la conciencia de todos:
“En la enfermería estaba Facunda, siempre delirante, a quien le había salido un tumor en una pierna y se quitaba constantemente los ungüentos y vendajes que le ponían para aplicarse saliva, orines y excrementos. Ahora tenía la pierna completamente descarnada, poblada de gusanos, y con el hueso a la vista. Estaban también, Ezequiel, con el cuerpo lleno de pústulas, cuyas costras quitaba meticulosamente para irlas comiendo como el más exquisito manjar; Pirita, tuberculosa, delgada como un hilo, con los ojos febriles; y Lino, con un ojo menos que le había arrancado Rafael Pina en un ataque de furia”.
Desgraciadamente, todas las emociones, toda la repugnancia que suscita ese texto se quedan cortas tomando en cuenta que todavía hoy, en la llamada vida real, se producen situaciones como las que en la “ficción” de la novela se detallan.
Una persona que leyó mi artículo pasado sobre Antonio Zaglul, me escribió apesadumbrada para contarme su experiencia a raíz de una reciente visita al Hospital Psiquiátrico Padre Billini, mejor conocido como "El 28". 
La visita tenía por objeto simples razones humanitarias: llevar ropas, sábanas y algo de consuelo y calor humano a los internos.
Según me informa la fuente, es necesario advertir que el reglamento de “El 28” exige que los internos permanezcan descalzos para poder distinguirlos de los visitantes. Si por alguna razón un visitante se quita y pierde los zapatos podrían dejarlo encerrado quizás para siempre, como al personaje de un cuento de García Márquez que entró a un clínica para enfermos mentales a llamar por teléfono.
De acuerdo a lo que relata esa persona, si las cárceles dominicanas son la antesala del infierno, no se sabe lo que podría decirse del manicomio. Allí los electrochoques se utilizan a diario como manera rutinaria de controlar a  los pacientes, cuando el mínimo requerido es una vez por semana.
La salubridad es inexistente. Hay pacientes sanos junto a pacientes con enfermedades contagiosas y con sida,  locos furiosos y locos mansos en un mismo amasijo.
Una señora brutalmente golpeada por su marido, fue llevada a la fuerza por él mismo, y aunque la señora clama y sigue clamando que no está loca, fue  internada  sin la más mínima evaluación.
Para peor, un canadiense que apenas logra hacerse entender, está recluido quizás por simples razones de incomunicación, dando gritos de loco en su condición de cuerdo, que debe ser desesperante. En este asunto debería tomar parte el consulado de su país.
La llamada "área de recreación" es todo lo contrario de lo que el nombre indica, una especie de potrero con la hierba hasta las rodillas.
Los pacientes comen con las manos sucias, son encerrados en pocilgas desde las cinco de la tarde, sin colchones ni sábanas ni ventilación. Hay que imaginar solamente los gritos de todos esos infelices, una vez los trancan a las cinco de la tarde, hasta el otro día. Eso debe ser otro círculo más del infierno y no la antesala.


pcs, miércoles, 13 de agosto de 2008


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