Pedro Conde Sturla
Trementina,
clerén y bongó es la novela que recoge el fruto de las vivencias de Julio
González Herrera en el “manicomio modelo” Padre Billini, aunque no en términos
estrictamente autobiográficos como podría pensarse. Fue su primera novela y a
la vez su obra capital, la obra de un hombre que nunca estuvo perfectamente
loco ni, quizás, lo contrario en esa fase de su vida, y que más bien se mantuvo
bordeando la locura, buscándola o por lo menos desafiándola.
Nadie mejor que él tuvo conciencia de esta situación, nadie mejor que él explicó su locura con tanta cordura, valiéndose prudentemente del escudo de la ficción. Así, para tomar distancia respecto al problema y ponerse en un plano “objetivo”, en el capítulo III recurre a un portavoz y alter ego, es decir, Rodolfo, personaje central de la novela. Con Rodolfo y sobre Rodolfo razona de esta manera:
“Como sucede a las personas que no
están completamente dementes y que son de clara inteligencia, se daba cuenta
perfecta de que su estado mental no era normal. Las ideas le bullían en el
cerebro con una rapidez inusitada, pero de una manera confusa, aunque no tan
confusa que no le permitiera comprender esa misma confusión. Cuando dormía lo
hacía con un sueño irregular, poblado siempre de toda clase de visiones, desde
las dulces que lo llevaban a los tiempos de su niñez, hasta las terroríficas de
descalabros absurdos y catástrofes terribles”.[1]
Con la misma lucidez con que describe los síntomas, el
narrador-personaje describe las causas de su locura:
“Y el amor grande que sentía, como la
nube que herida por el rayo se deshace en copiosa lluvia, se deshizo en lágrimas
que su valor de hombre no pudo evitar. Rompió su compromiso sin dar una
explicación, y se retiró. Pero como esos enfermos graves que hay la esperanza
de salvar, pero que mueren porque ‘el corazón les falló’, a él, enfermo de
desilusión, le falló el cerebro. Creyó ser fuerte y no lo era. Entonces,
ofuscado, buscó el lenitivo estúpido de las borracheras cada vez más
frecuentes. Los amores fáciles y toda la gama del vicio y del desorden entraron
en su reino. Su salud se afectó entonces considerablemente. Sufría de
insomnios, alucinaciones, y el delirium
tremens encontró pronto una víctima más en aquel sistema nervioso sensible
y en su cerebro débil. El manicomio fue el final de todo. Sí, aquel infierno en
el que estaba hacía tres años, olvidado de parientes y amigos” (pp. 33, 34). La musa de la realidad –perteneciente a la
más prestigiosa familia de poetisas, poetas y ensayistas dominicanos- me llamó
una vez por teléfono desde Los Ángeles a raíz de la publicación de este trabajo
en 1992, y se identificó diciéndome que había sido ella la causante de la ruina
de González Herrera.
El escenario de la novela es,
obviamente, un manicomio, situado, para fines novelescos, en una islita
encantada “al sureste de la ínsula Hispaniola”, y la historia se desarrolla “en
el tercer año de la segunda guerra mundial” (p. 22). Sus XXIX capítulos se
dejan leer con la liviandad de una fábula y con la misma inocencia engañosa.
Casi todos están escritos con la corrección de un buen informe, especialmente
en lo que respecta a la evocación del ambiente. Hay lujo de detalles sobre la
planta física (que corresponde a la realidad), sobre la naturaleza de la isla y
sobre el paisaje social y humano, es decir la vida y organización del
manicomio.
Entre médicos, paramédicos y locos propiamente
dichos, los pobladores componen un total de trescientas cincuenta personas,
poco más, poco menos. La cuarta parte es de naturales haitianos.
Dependiendo del sexo, el estado mental,
la nacionalidad y hasta el orden de antigüedad, los pacientes están
distribuidos en pabellones numerados del uno al siete, y hay quienes gozan de
libertades y privilegios, mientras otros jamás salen de sus celdas. La mayoría,
sin embargo, recibe o ha recibido sin discriminación algún tipo de maltrato por
parte de los enfermeros y carceleros, que en el fondo son los mismos. Pocos
son, en efecto, los internos que no han pasado por el potro de tormento de las
inyecciones de trementina.
Las cosas comienzan a adquirir otro
matiz a partir del día en que Rodolfo se posesiona de un documento cifrado, un
criptograma, que lo conduce al hallazgo de una cueva y un tesoro. El
desciframiento del criptograma, que se inscribe en uno de los capítulos más
brillantes del libro, remeda en más de un sentido aquella inteligencia y
fantasía analíticas que dieron justa fama a Poe. Éste las poseía en grado
ciertamente excepcional, hasta el punto de que cuando era redactor del Graham’s Magazine desafió “al mundo
entero” a mandarle un criptograma que él no pudiera descifrar. En una ocasión
intuyó y reveló al público el final sorpresivo de una novela de Charles Dickens
que se estaba publicando por entregas y arruinó, por supuesto el suspenso, el
aura de misterio. Desde Inglaterra Dickens se lamentó diciendo: “Este hombre
debe ser un demonio”.
En el famoso relato El escarabajo de oro, Poe propone una
serie de claves, un método para descifrar criptogramas, y en general sus
magistrales cuentos de misterio son modelo del más impecable raciocinio.[2] No
hay que dudar que el criptograma de Rodolfo se le haya extraviado a uno de los
tantos personajes de Poe, pues de seguro Julio González Herrera estaba al tanto
de las teorías del maestro, y como discípulo aventajado no podía sustraerse a
su influencia.
De igual manera, y con los nuevos
medios a su alcance, tampoco podía Rodolfo sustraerse a la tentación de
organizar una revolución en compañía de un grupo de seguidores, no tan lúcidos
como él, aunque leales a toda prueba. Antes de tomar el poder, se las ingenia
para tomar el amor por asalto, a la romana. Así, un domingo rapta a una
visitante norteamericana, bella por necesidad, la oculta en la cueva secreta y
simula un suicidio dejando sus “prendas en un lugar visible” (p. 108) junto a
la mar embravecida. Sigue una búsqueda angustiosa y el descubrimiento de la aparente
tragedia. Durante el viaje de regreso, un submarino alemán torpedea el vapor
que transportaba a los visitantes. La islita encantada queda incomunicada.
Al día siguiente Rodolfo encabeza la
insurrección soñada, impone reformas democráticas, castiga a los médicos,
practicantes y carceleros con una dosis de su propia trementina, y entrega la tercera parte de la islita a los
haitianos.
Mientras tanto se enamora de la gringa
con la misma irracionalidad con que la gringa se enamora de él, pero el sueño
de amor se ve interrumpido a causa de una sorpresiva invasión haitiana y en la
islita se impone el régimen del clerén y el bongó, hasta que en el capítulo
XXVIII ocurre El suave milagro de un
desembarco norteamericano en miniatura. Todo terminará bien para los buenos de
alma y blancos de piel. Los protagonistas serán ricos, felices y amantes para
siempre.
Por lo que puede verse en la
superficie, tanto la trama como la estructura de la obra corresponden a una
típica novela de folletín, sin mayores complicaciones ni implicaciones. ¡Pero
Dios guarde al lector de cometer una lectura tan ingenua!
pcs, santo domingo, 1990.
2 comentarios:
Quiero leer esta hermosa obra ...
Quisiera obtener la Bibliografia de Julio González Herrera.. No la encuentro en ningún lado.
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