domingo, 17 de diciembre de 2017

EL INFIERNO APETECIDO DE JULIO GONZÁLEZ HERRERA (completo)

   Pedro Conde Sturla

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         Julio González Herrera (1902-1961) tuvo en común con Edgar Allan Poe una serie de rasgos biográficos en verdad poco comunes. Por ejemplo, el don de una inteligencia privilegiada y un talento natural para la literatura. También tuvieron en común la afición por la bebida, si se puede llamar así a una desenfrenada vocación autodestructiva que a ambos llevó por el camino de la degradación y el ridículo, e incluso a la muerte temprana en el caso de Poe. Igualmente común fue el final sin gloria y la existencia miserable, aún más miserable por tratarse de gente que destilaba tantas luces. Cierto es que derrocharon la juventud con la misma generosidad con que prodigaron el talento, y siempre resultó desproporcionado el contraste entre su entrega al arte y el abandono de sí mismos.
    Salvando las distancias, y el tiempo, estas vidas paralelas constituyen modelo de lo que Goethe solía llamar “afinidades electivas”, y son representativas de una cultura y una época. Poe, desde luego, fue un “genio universal”. Julio González Herrera fue un muchacho prodigio en su medio, bien dotado para la prosa pero limitado por las circunstancias.
         Es fama que la universidad le retuvo el título de abogado hasta que alcanzó la edad reglamentaria, que era de veintiún años, y en el interín se desempeñó como diplomático en Argentina. Ocupó otros cargos de cierta importancia en el gobierno de Horacio Vázquez y fue juez del Tribunal de Tierras al inicio de la era de Trujillo. Casó, tuvo un hijo y viajó por países de América representando a la República o dictando conferencias. Para entonces brillaba como periodista, jurista, escritor, poeta, ensayista.
         Su carrera, no cabe duda, aparentaba ser exitosa en ese momento. Sin embargo, a pesar de su talento literario de primer orden y su condición de niño mimado de la sociedad, apenas en la flor de la juventud se había dejado llevar a la perdición. En la época en que era juez del Tribunal de Tierras, se arrastraba de escándalo en escándalo. Finalmente tocó el fondo: comenzó a sufrir episodios de delirium tremens y en alguna ocasión se le soltó la lengua contra Trujillo o sus familiares. Como castigo, y a la vez como resguardo de su adicción al alcohol y la imprudencia, fue recluido, presumiblemente, en “la clínica”. Es decir, el pabellón de locos ricos y recomendados del manicomio “modelo” Padre Billini, sito en la comunidad de Nigua, casi al lado del leprocomio y junto a una finca de Trujillo. De manera que, sin mencionar el tratamiento, los internos corrían allí peligro por partida doble. Posteriormente, esta institución siquiátrica, eufemísticamente siquiátrica, fue trasladada al kilómetro 28 de la carretera Duarte, cerca del hospital de tuberculosos.
         Semejante experiencia, amarga como pocas, constituyó para Julio González Herrera el primer descenso al infierno. En los años sucesivos se convertiría en habitué de la institución.
         Al parecer eran los mismos familiares y amigos del escritor quienes, a falta de un centro especializado, lo encerraban en el manicomio con la esperanza de rehabilitarlo socialmente, alejándolo en lo posible de la bebida. Sin embargo, a fines de los años cincuenta se había convertido en un guiñapo, desprovisto de toda posible dignidad, y era frecuente encontrarlo en cualquier banco de la Ciudad Colonial durmiendo a pleno día la borrachera. Una foto degradante de aquellos años lo representa en toda su doliente y dolida humanidad. Aun así, esporádicamente, en algunos de sus escasos arranques de lucidez, se las ingeniaba para escribir artículos en que brillaba su gran talento.
         El fin llegó en 1961, a los cincuenta y nueve años de edad. Poe había muerto a los cuarenta en un hospital el 7 de octubre de 1849. Cuatro días antes lo habían hallado en condiciones lastimosas en una cuneta frente la puerta de una taberna. Se trata, sin duda, de lecciones terribles, de esas que sólo la vida sabe dar
         A pesar de los incidentes que entorpecieron su labor –o quizás gracias a ellos- la bibliografía de González Herrera sorprende por su abundancia. También llama la atención el hecho de que, al parecer, el autor se dedicaba por períodos a específicas áreas del quehacer intelectual, quemando o superando etapas, aunque nunca abandonó el cultivo de la poesía y la ficción. Detal suerte, su obra se organiza automáticamente de acuerdo al siguiente esquema: Poesía: Versos del carnaval (1937), En la ruta desolada (1943). Novela: Trementina, clerén y bongó (1943), La gloria llamó dos veces (1944), El mensaje de las abejas (1949). Historia: Pedro Santana, examen de una combatida historia (1951), Historia de las finanzas dominicanas (1951). Derecho: Ciencia jurídica dominicana-Derecho usual (1952). Política: Trujillo, genio político (1956), La predestinación de las cinco estrellas (¿?). Anécdotas: Cosas de locos (1959). Inéditas: Cocktail de emociones (cuentos, poesías, artículos), Cofresí (novela).
         Trementina, clerén y bongo, su novela más celebrada, es un reflejo de la historia dominicana en su literatura y constituye un manual de referencia para haitianistas, hatianófobos, haitianos y dominicanos.


PCS , 1990.
           


            TREMENTINA, CLERÉN Y BONGÓ
            Pedro Conde Sturla

         Trementina, clerén y bongó es la novela que recoge el fruto de las vivencias de Julio González Herrera en el “manicomio modelo” Padre Billini, aunque no en términos estrictamente autobiográficos como podría pensarse. Fue su primera novela y a la vez su obra capital, la obra de un hombre que nunca estuvo perfectamente loco ni, quizás, lo contrario en esa fase de su vida, y que más bien se mantuvo bordeando la locura, buscándola o por lo menos desafiándola.
         Nadie mejor que él tuvo conciencia de esta situación, nadie mejor que él explicó su locura con tanta cordura, valiéndose prudentemente del escudo de la ficción. Así, para tomar distancia respecto al problema y ponerse en un plano “objetivo”, en el capítulo III recurre a un portavoz y alter ego, es decir, Rodolfo, personaje central de la novela. Con Rodolfo y sobre Rodolfo razona de esta manera:
         “Como sucede a las personas que no están completamente dementes y que son de clara inteligencia, se daba cuenta perfecta de que su estado mental no era normal. Las ideas le bullían en el cerebro con una rapidez inusitada, pero de una manera confusa, aunque no tan confusa que no le permitiera comprender esa misma confusión. Cuando dormía lo hacía con un sueño irregular, poblado siempre de toda clase de visiones, desde las dulces que lo llevaban a los tiempos de su niñez, hasta las terroríficas de descalabros absurdos y catástrofes terribles”.[1]    
Con la misma lucidez con que describe los síntomas, el narrador-personaje describe las causas de su locura:
         “Y el amor grande que sentía, como la nube que herida por el rayo se deshace en copiosa lluvia, se deshizo en lágrimas que su valor de hombre no pudo evitar. Rompió su compromiso sin dar una explicación, y se retiró. Pero como esos enfermos graves que hay la esperanza de salvar, pero que mueren porque ‘el corazón les falló’, a él, enfermo de desilusión, le falló el cerebro. Creyó ser fuerte y no lo era. Entonces, ofuscado, buscó el lenitivo estúpido de las borracheras cada vez más frecuentes. Los amores fáciles y toda la gama del vicio y del desorden entraron en su reino. Su salud se afectó entonces considerablemente. Sufría de insomnios, alucinaciones, y el delirium tremens encontró pronto una víctima más en aquel sistema nervioso sensible y en su cerebro débil. El manicomio fue el final de todo. Sí, aquel infierno en el que estaba hacía tres años, olvidado de parientes y amigos” (pp. 33, 34).  La musa de la realidad –perteneciente a la más prestigiosa familia de poetisas, poetas y ensayistas dominicanos- me llamó una vez por teléfono desde Los Ángeles a raíz de la publicación de este trabajo en 1992, y se identificó diciéndome que había sido ella la causante de la ruina de González Herrera.
         El escenario de la novela es, obviamente, un manicomio, situado, para fines novelescos, en una islita encantada “al sureste de la ínsula Hispaniola”, y la historia se desarrolla “en el tercer año de la segunda guerra mundial” (p. 22). Sus XXIX capítulos se dejan leer con la liviandad de una fábula y con la misma inocencia engañosa. Casi todos están escritos con la corrección de un buen informe, especialmente en lo que respecta a la evocación del ambiente. Hay lujo de detalles sobre la planta física (que corresponde a la realidad), sobre la naturaleza de la isla y sobre el paisaje social y humano, es decir la vida y organización del manicomio.
         Entre médicos, paramédicos y locos propiamente dichos, los pobladores componen un total de trescientas cincuenta personas, poco más, poco menos. La cuarta parte es de naturales haitianos.
         Dependiendo del sexo, el estado mental, la nacionalidad y hasta el orden de antigüedad, los pacientes están distribuidos en pabellones numerados del uno al siete, y hay quienes gozan de libertades y privilegios, mientras otros jamás salen de sus celdas. La mayoría, sin embargo, recibe o ha recibido sin discriminación algún tipo de maltrato por parte de los enfermeros y carceleros, que en el fondo son los mismos. Pocos son, en efecto, los internos que no han pasado por el potro de tormento de las inyecciones de trementina.
         Las cosas comienzan a adquirir otro matiz a partir del día en que Rodolfo se posesiona de un documento cifrado, un criptograma, que lo conduce al hallazgo de una cueva y un tesoro. El desciframiento del criptograma, que se inscribe en uno de los capítulos más brillantes del libro, remeda en más de un sentido aquella inteligencia y fantasía analíticas que dieron justa fama a Poe. Éste las poseía en grado ciertamente excepcional, hasta el punto de que cuando era redactor del Graham’s Magazine desafió “al mundo entero” a mandarle un criptograma que él no pudiera descifrar. En una ocasión intuyó y reveló al público el final sorpresivo de una novela de Charles Dickens que se estaba publicando por entregas y arruinó, por supuesto el suspenso, el aura de misterio. Desde Inglaterra Dickens se lamentó diciendo: “Este hombre debe ser un demonio”.
         En el famoso relato El escarabajo de oro, Poe propone una serie de claves, un método para descifrar criptogramas, y en general sus magistrales cuentos de misterio son modelo del más impecable raciocinio.[2] No hay que dudar que el criptograma de Rodolfo se le haya extraviado a uno de los tantos personajes de Poe, pues de seguro Julio González Herrera estaba al tanto de las teorías del maestro, y como discípulo aventajado no podía sustraerse a su influencia.
         De igual manera, y con los nuevos medios a su alcance, tampoco podía Rodolfo sustraerse a la tentación de organizar una revolución en compañía de un grupo de seguidores, no tan lúcidos como él, aunque leales a toda prueba. Antes de tomar el poder, se las ingenia para tomar el amor por asalto, a la romana. Así, un domingo rapta a una visitante norteamericana, bella por necesidad, la oculta en la cueva secreta y simula un suicidio dejando sus “prendas en un lugar visible” (p. 108) junto a la mar embravecida. Sigue una búsqueda angustiosa y el descubrimiento de la aparente tragedia. Durante el viaje de regreso, un submarino alemán torpedea el vapor que transportaba a los visitantes. La islita encantada queda incomunicada.
         Al día siguiente Rodolfo encabeza la insurrección soñada, impone reformas democráticas, castiga a los médicos, practicantes y carceleros con una dosis de su propia trementina, y entrega la tercera parte de la islita a los haitianos.
         Mientras tanto se enamora de la gringa con la misma irracionalidad con que la gringa se enamora de él, pero el sueño de amor se ve interrumpido a causa de una sorpresiva invasión haitiana y en la islita se impone el régimen del clerén y el bongó, hasta que en el capítulo XXVIII ocurre El suave milagro de un desembarco norteamericano en miniatura. Todo terminará bien para los buenos de alma y blancos de piel. Los protagonistas serán ricos, felices y amantes para siempre.
         Por lo que puede verse en la superficie, tanto la trama como la estructura de la obra corresponden a una típica novela de folletín, sin mayores complicaciones ni implicaciones. ¡Pero Dios guarde al lector de cometer una lectura tan ingenua!

pcs, santo domingo, 1990.

            
            LA TREMENTINA COMO MEDICINA
           
        
         Trementina, clerén y bongó sugiere diferentes niveles de interpretación o lectura, y a pesar de que el pensamiento de Julio González Herrera está plagado realmente de malicia y prejuicios raciales, no hay autor dominicano que haya calado tan profundamente en el agujero negro de la demencia y de las instituciones totales que la hacen posible. Por ejemplo, el manicomio.
 En los primeros capítulos presenta un drama de tipo documental, neorrealista, al estilo del cine italiano de la segunda posguerra, o sea, casi de la misma época en que se escribió la novela. Drama tragicómico sobre los abismos de la locura y el horror y la preocupación por la locura que vive en cada uno de nosotros. Velada alegoría del poder y los abusos del poder, alegato contra el maltrato de la inocencia y contra el mal que proviene de la ignorancia. Espejo de podredumbre y miserias humanas.
         En un capítulo de antología, el tercero, tratando de ver en sí mismo, Rodolfo medita sobre la delgada “línea que separa la cordura de la locura” (p. 38). Su propia lucidez no lo engaña, más bien lo induce a sospechas:
         “En cuanto a su locura, aparente o real, se sentía ya casi bien. Creía, por lo menos, estar mejor que todos los que se alojaban en aquel pabellón. Él comparaba mentalmente su actitud con la de sus compañeros y se sentía cuerdo en relación con ellos. Pero lo malo, lo terrible era que nadie se consideraba allí loco y sin embargo todos lo estaban. ¿No le sucedería a él lo mismo?” (p. 40).
         Para comprobar su tesis, Rodolfo decide hacer un “ensayo”, una especie de encuesta consistente en preguntarle a otros locos sobre el origen de su locura. El resultado confirma sus peores sospechas ya que sólo uno de los locos encuestados “acepta la idea de su propia locura” (p.43). Lamentablemente se trata del llavero Araujo, haciéndose pasar por loco para gastarle una broma a un loco. Los demás saludan la iniciativa de Rodolfo con insultos en los que sale a relucir la honra de la autora de sus días. Total, un par de páginas del más exquisito humor negro que haya producido la literatura dominicana.
         En la descripción de los efectos de la trementina sobre los pacientes que se tornan impacientes, no hay en cambio, espacio para el humor, sólo la indignación cabe, una indignación y un asombro hermanados al horror, a la impotencia, a la forma superior de la rabia que es la rabia sorda, contenida al borde de la explosión. Todas las emociones se justifican tomando en cuenta que todavía hoy, en la llamada vida real, se practica el mismo tratamiento que en la “ficción” de la novela detalla el Dr. Romano:
         “La trementina ha hecho prodigios en este establecimiento. El tratamiento consiste en inyectar en cada uno de los muslos de los pacientes una dosis regular de trementina pura…Estas inyecciones paralizan completamente los miembros inferiores de los pacientes durante diez o quince días, produciendo un dolor agudo y continuado. Sirve para fijar el enfermo. El menor movimiento hace aumentar terriblemente el dolor. El enfermo inyectado permanece sin moverse, cuatro o cinco días. A los diez días ya se mueve un poco, y puede, con gran esfuerzo, cambiar de posición en la cama. Todavía al mes camina con mucha dificultad, con las piernas rígidas y rectas, por la imposibilidad de doblar las rodillas, y arrastrando los pies. Estas inyecciones se aplican principalmente a los locos furiosos para calmarlos, pues producen un shock nervioso muy beneficioso para el paciente…” (p. 62).
         Se trata, como puede apreciarse, de un capítulo de atmósfera irrespirable. En los últimos párrafos se hace aún más indignante, desgarrador, literalmente insoportable a la vista. Cualquier otra instancia cede su espacio al asco, el infinito asco. Podría acusarse de tremendismo al autor si su inventario de llagas y podredumbre no fuese un grito a la conciencia de todos:
         “En la enfermería estaba Facunda, siempre delirante, a quien le había salido un tumor en una pierna y se quitaba constantemente los ungüentos y vendajes que le ponían para aplicarse saliva, orines y excrementos. Ahora tenía la pierna completamente descarnada, poblada de gusanos, y con el hueso a la vista. Estaban también, Ezequiel, con el cuerpo lleno de pústulas, cuyas costras quitaba meticulosamente para irlas comiendo como el más exquisito manjar; Pirita, tuberculosa, delgada como un hilo, con los ojos febriles; y Lino, con un ojo menos que le había arrancado Rafael Pina en un ataque de furia” (p. 66).
         El humor a base de trementina sólo aparece en el capitulo titulado Venganza (que es una de las joyas del libro), cuando los locos demuestran a los cuerdos “lo fácil que es ser loco” (p.143) en aquellas circunstancias. Para devolverles el uso de la razón en el sentido humano de la palabra, Rodolfo ordena la cura de la trementina. Médicos, enfermeras, practicantes y carceleros reciben la panacea a manos de un experto que, con anterioridad, sólo había inyectado cerdos, y el tratamiento no tarda en surtir efecto:
         “A poco rato se oían los lastimeros ayes de las enfermeras, y los gruñidos de algunos llaveros. Los doctores se mantenían lo más serenamente que podían: no querían seguramente perder la ecuanimidad en el duro trance porque estaban pasando. A Petra hubo que sujetarla entre cuatro. Paula despertó del desmayo al sentir el pinchazo en el muslo.
         …………………..
         -Esto es un crimen… -gritaba el practicante Valdés.
         -¡Eso pensé yo también una vez! –le contestó Rodolfo-. Pero ahora no lo creo. La trementina es un gran medicamento y los salvará a Uds. de la locura de desconsideración, impiedad e inhumanidad que han venido sufriendo desde hace tiempo. ¡Qué lo pasen bien!” (p. 148).
         Contra esta realidad se construye y se funda la novela de Julio González Herrera hasta el fatídico capítulo X. A partir de aquí empieza a perfilarse la desgracia, una desgracia literaria que no atañe a los personajes sino al texto: la novela se traiciona, pierde la dimensión social, pierde la instancia dramática, neorrealista, y el relato de folletín con hondas raíces humanas se convierte en una tesis político-racial, ensayo de interpretación en clave alegórica –antihaitiana, trujillista y pro yanqui- de la historia nacional. Incurre en lo que Norberto James Rawlings llama, en su tesis de doctorado en Boston, “denuncia y complicidad”.
        
pcs, santo domingo, 1990.

            
            EL TREMENTINISMO HISTÓRICO
    Pedro Conde Sturla

El antihaitianismo grosero, o mejor la haitianofobia, está presente en términos explícitos desde la primera aproximación al tema en Trementina, clerén y bongó. Papá Oguis, definido como “el más notable de los haitianos del manicomio” (p. 50) sugiere más a una bestia que a un hombre:
“Alto, de ojos fulgurantes y boca de labios extraordinarios, era una figura siniestra y horripilante: un cáncer, según todas las apariencias, le había destruido la nariz, dejando en su lugar un hoyo por el cual podía verse fácilmente la garganta.  El cáncer –y esto era un misterio- al parecer había curado- dejando sólo ese horrible hueco con los bordes como si hubieran sido cauterizados” (p. 50).
Al final de la novela el personaje revela características más degradantes. De hecho, acusa una mutación tan pavorosa que las palabras parecen insuficientes para denostarlo en términos físicos, intelectuales y morales. La descripción, burdamente racista, es impecable en su estilo, un estilo rabioso que no oculta su mala leche: agradar al régimen trujillista denigrando a sus víctimas:
“Volvió a mirar por la ventana. El papabocó, al cual la luz ahora daba de frente, parecía un verdadero monstruo del Averno.  Se daba paseos de aquí para allá y frotaba una con otra sus manos simiescas. En su cara de demonio sus ojos centelleaban como dos ascuas gigantes y movía las pupilas de un lado a otro con movimientos lentos y grotescos. De su boca salía un jadeo como el de una bestia apocalíptica excitada por fuerzas invisibles, y el belfo, agudo y penetrante, simulaba un aspid sólido y marfilíneo. Sus cabellos, erizados y pastosos, se habían alborotado aún más y semejaban un casco de estopa. Su figura era repelente, brutal, anti-humana, como un nuevo Frankenstein surgido del ayuntamiento de un Tarzán negro con la hembra de un gorila” (p. 245).
En cuanto a su conducta personal, los demás haitianos de la novela son siempre “puercos”, “amigos de los ajeno”, “hipócritas” y “haraganes”. ¡Ni por casualidad recae un adjetivo gentil sobre esta gente! Hay, “en sus extrañas prácticas, algo tenebroso y desconcertante” (p. 140). Moralmente representan poco menos que basura y en la escala de los sentimientos están a la par de los cuadrúpedos:
“Ellos no consideran el amor en un aspecto espiritual y romántico, sino como una simple atracción carnal y como un medio de vivir sin trabajar” (p. 159).
Desde el punto de vista cultural representan la barbarie, la fuerza bruta y el oscurantismo que se pone de manifiesto en “la grotesca, absurda y salvaje ceremonia del vaudou (sic)” (p. 229).
Los dominicanos, en comparación con los haitianos, son “más civilizados” (p.229), aunque no tanto como los sajones, esa “raza que todo lo ha resuelto con sentido común, perseverancia y valor” (p. 126) y que además simboliza un perfecto modelo ético-estético. Paxton, uno de los oficiales que dirige el desembarco a la islita mágica, “es rubio y en sus ojos azules campean la dulzura y la sencillez” (p. 252).
La mayor contraposición entre dominicanos y haitianos de la novela se manifiesta en esa específica forma de cultura que es la religión. Los dominicanos, en efecto, son depositarios de una religión cristiana que en la práctica se demuestra superior al “vaudou”. Es así que cuando los haitianos se preparan a inmolar a Rodolfo y su grupo de rebeldes, la dominicana Celeste, quien es fervorosa creyente, invoca a la virgen de la Altagracia y ésta le concede el milagro de la intervención norteamericana, El suave milagro del capítulo XXVIII. Por lo menos celeste no alberga dudas de que “!Aquella gente había caído del cielo enviada por su virgencita!” (p. 256).
Un final absurdo, si se quiere, que hace de este libro un libro cómplice por partida doble. Cómplice, primero de Trujillo, a quien prácticamente justifica por la matanza de miles de haitianos llevada a cabo en 1937 (el famoso “corte” o “dominicanización” de la frontera como suele llamarle eufemísticamente la historiografía patriotera). Cómplice también del intervencionismo norteamericano que el país había sufrido y seguiría sufriendo en carne propia. De hecho, en el contexto de la novela se considera normal, saludable y rutinario un desembarco de marines en cualquier territorio. Más aun si los marines –equiparables a seres angelicales- cuentan con los auspicios de la virgen de la Altagracia. La proposición, igual que el final de la novela, luce absurda en apariencia, pero sólo en apariencia.
De acuerdo a la opinión del colega Felix Calvo, el culto de la virgen del Santo Cerro –la virgen genocida que patrocinó una matanza de indígenas- fue fruto del colonialismo español en lucha contra los indios. De la misma manera, el culto de la virgen de la Altagracia fue prohijado, estimulado por el imperio del norte en lucha contra los “gavilleros” que se oponían al despojo de las tierras del este. Hay, en efecto, según la misma fuente, documentos probatorios del interés de los procónsules yanquis en fomentar la religiosidad altagraciana, asociándose idealmente a la virgen en el mismo escenario del movimiento guerrillero.
La asociación de la virgen con los marines –pese a los riesgos implícitos a su virginidad- no representa por lo tanto un absurdo, es una triquiñuela ideológica con fines propagandísticos, primer eslabón de una cadena de asociaciones históricas-teológicas aun más temerarias. Durante el período de la primera ocupación norteamericana, comprendido entre 1916 y 1924, los interventores no sólo se asociaron idealmente con la virgen, sino con personajes de la catadura de Trujillo, al cual dejaron en posición privilegiada para fines de la toma del poder. La asociación del imperio con la virgen facilitaría, por carambola, la asociación de Dios y Trujillo al final de la era gloriosa. Junto al nombre de ese personaje de mayor alcurnia figuraba el nombre del tirano en periódicos, hogares, oficinas y vehículos públicos. Era, evidentemente, el non plus ultra     . Más lejos que “Con Dios y Trujillo” no se podía llegar. Aunque de hecho había cortesanos inconformes que sugerían invertir los términos.





pcs santo domingo 1990







[1] Julio González Herrera, Trementina, clerén y bongó, Editora Taller, Santo Domingo, 1985, p. 30.

[2] Cfr. Carlo Izzo, La letteratura nord-americana, 1967, pp. 214, 215.


viernes, 15 de diciembre de 2017



LA ANTESALA DEL INFIERNO

   Pedro Conde Sturla
   13 de agosto de 2008

         En uno de los primeros capítulos de Mis 500 locos, Antonio Zaglul recuerda “el título de una obra de un famoso periodista alcohólico de nuestro país, publicada después de haber estado en el manicomio”, el “manicomio modelo” Padre Billini.

Se trata de Trementina, clerén y bongó, la novela que recoge el fruto de las vivencias de Julio González Herrera en ese  establecimiento siquiátrico, aunque no en términos estrictamente autobiográficos como podría pensarse. Fue su primera novela y a la vez su obra capital, la obra de un hombre que nunca estuvo perfectamente loco ni, quizás, lo contrario en esa fase de su vida, y que más bien se mantuvo bordeando la locura, buscándola o por lo menos desafiándola.

Trementina, clerén y bongó se presta a diferentes niveles de interpretación o lectura. En general presenta un drama de tipo documental, neorrealista, al estilo del cine italiano de la segunda posguerra, o sea, casi de la misma época en que se escribió la novela. Drama tragicómico sobre los abismos de la locura y el horror y la preocupación por la locura que vive en cada uno de nosotros. Velada alegoría del poder y los abusos del poder, alegato contra el maltrato de la inocencia y contra el mal que proviene de la ignorancia. Espejo de podredumbre y miserias humanas.
En un capítulo de antología, el tercero, tratando de ver en sí mismo, uno de los internos medita sobre la delgada “línea que separa la cordura de la locura”. Su propia lucidez no lo engaña, más bien lo induce a sospechas:
“En cuanto a su locura, aparente o real, se sentía ya casi bien. Creía, por lo menos, estar mejor que todos los que se alojaban en aquel pabellón. Él comparaba mentalmente su actitud con la de sus compañeros y se sentía cuerdo en relación con ellos. Pero lo malo, lo terrible era que nadie se consideraba allí loco y sin embargo todos lo estaban. ¿No le sucedería a él lo mismo?”
Para comprobar su tesis, el interno decide hacer un “ensayo”, una especie de encuesta consistente en preguntarle a otros locos sobre el origen de su locura. El resultado confirma sus peores sospechas ya que sólo uno de los locos encuestados “acepta la idea de su propia locura”. Lamentablemente es el “llavero” Araujo, haciéndose pasar por loco para gastarle una broma a un loco.
En la descripción de los efectos de la trementina sobre los pacientes que se tornan impacientes, no hay, en cambio, espacio para bromas ni humor negro, sólo la indignación cabe, una indignación y un asombro hermanados al horror, a la impotencia, a la forma superior de la rabia que es la rabia sorda, contenida al borde de la explosión.
“La trementina ha hecho prodigios en este establecimiento. El tratamiento consiste en inyectar en cada uno de los muslos de los pacientes una dosis regular de trementina pura…Estas inyecciones paralizan completamente los miembros inferiores de los pacientes durante diez o quince días, produciendo un dolor agudo y continuado. Sirve para ‘fijar’ el enfermo. El menor movimiento hace aumentar terriblemente el dolor. El enfermo inyectado permanece sin moverse, cuatro o cinco días. A los diez días ya se mueve un poco, y puede, con gran esfuerzo, cambiar de posición en la cama. Todavía al mes camina con mucha dificultad, con las piernas rígidas y rectas, por la imposibilidad de doblar las rodillas, y arrastrando los pies. Estas inyecciones se aplican principalmente a los locos furiosos para calmarlos, pues producen un shock nervioso muy beneficioso para el paciente…”.
Como puede apreciarse, es un capítulo de atmósfera irrespirable. En los últimos párrafos se hace aún más indignante, desgarrador, literalmente insoportable a la vista. Toda la descripción cede su espacio al asco, el infinito asco. Podría acusarse de tremendismo al autor si su inventario de llagas y podredumbre no fuese un grito a la conciencia de todos:
“En la enfermería estaba Facunda, siempre delirante, a quien le había salido un tumor en una pierna y se quitaba constantemente los ungüentos y vendajes que le ponían para aplicarse saliva, orines y excrementos. Ahora tenía la pierna completamente descarnada, poblada de gusanos, y con el hueso a la vista. Estaban también, Ezequiel, con el cuerpo lleno de pústulas, cuyas costras quitaba meticulosamente para irlas comiendo como el más exquisito manjar; Pirita, tuberculosa, delgada como un hilo, con los ojos febriles; y Lino, con un ojo menos que le había arrancado Rafael Pina en un ataque de furia”.
Desgraciadamente, todas las emociones, toda la repugnancia que suscita ese texto se quedan cortas tomando en cuenta que todavía hoy, en la llamada vida real, se producen situaciones como las que en la “ficción” de la novela se detallan.
Una persona que leyó mi artículo pasado sobre Antonio Zaglul, me escribió apesadumbrada para contarme su experiencia a raíz de una reciente visita al Hospital Psiquiátrico Padre Billini, mejor conocido como "El 28". 
La visita tenía por objeto simples razones humanitarias: llevar ropas, sábanas y algo de consuelo y calor humano a los internos.
Según me informa la fuente, es necesario advertir que el reglamento de “El 28” exige que los internos permanezcan descalzos para poder distinguirlos de los visitantes. Si por alguna razón un visitante se quita y pierde los zapatos podrían dejarlo encerrado quizás para siempre, como al personaje de un cuento de García Márquez que entró a un clínica para enfermos mentales a llamar por teléfono.
De acuerdo a lo que relata esa persona, si las cárceles dominicanas son la antesala del infierno, no se sabe lo que podría decirse del manicomio. Allí los electrochoques se utilizan a diario como manera rutinaria de controlar a  los pacientes, cuando el mínimo requerido es una vez por semana.
La salubridad es inexistente. Hay pacientes sanos junto a pacientes con enfermedades contagiosas y con sida,  locos furiosos y locos mansos en un mismo amasijo.
Una señora brutalmente golpeada por su marido, fue llevada a la fuerza por él mismo, y aunque la señora clama y sigue clamando que no está loca, fue  internada  sin la más mínima evaluación.
Para peor, un canadiense que apenas logra hacerse entender, está recluido quizás por simples razones de incomunicación, dando gritos de loco en su condición de cuerdo, que debe ser desesperante. En este asunto debería tomar parte el consulado de su país.
La llamada "área de recreación" es todo lo contrario de lo que el nombre indica, una especie de potrero con la hierba hasta las rodillas.
Los pacientes comen con las manos sucias, son encerrados en pocilgas desde las cinco de la tarde, sin colchones ni sábanas ni ventilación. Hay que imaginar solamente los gritos de todos esos infelices, una vez los trancan a las cinco de la tarde, hasta el otro día. Eso debe ser otro círculo más del infierno y no la antesala.


pcs, miércoles, 13 de agosto de 2008


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