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viernes, 24 de marzo de 2023

Los argumentos del Chez Checo

Pedro Conde Stirla

24 marzo, 2023

Mukien Adriana Sang Ben ejerció su derecho, su insoslayable deber. Cuestionó el nombramiento de un oscuro personaje en la Academia Dominicana de la Historia. No cualquier oscuro. Un oscuro ilustrado que pretende ser escultor, un oscuro historiador. Un oscuro con una pátina de cultura, cultísimo si se quiere, pero igualmente oscuro. Mukien ni nadie cuestionan su nombramiento por ser escultor-historiador. Lo que se cuestiona es su tenebroso historial. Su condición oscúrica:

sábado, 12 de septiembre de 2020

Por un bistec (1)

Pedro Conde Sturla

11 septiembre, 2020

Una vez Jack London escribió un cuento, o más bien un relato, que es como una radiografía del alma de un boxeador llamado Tom King. Es la historia de un bistec que no pudo comprar (el bistec que da título a la obra) y de una pelea memorable en la que un púgil empeña el alma más que los puños. Un relato introspectivo, una apología de la derrota y de la dignidad a la vez. Historia de sueños rotos al límite de la perfección.

El añoso y veterano Tom King se enfrenta una noche, en la que será su última pelea, al vigoroso y juvenil Sandel. Tom King tiene tantos años como deudas y el carnicero se negó a fiarle un buen bistec, el bistec que le daría fuerzas para ganar la pelea. Con la harina que le prestó “la vecina del piso de enfrente”, su amante esposa le preparó un tentempié y cenaría frugalmente. Una cena que no alcanzó para los hijos ni para ella.

“Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.
“La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza”.

Tan mala era la situación económica que Tom King se ve precisado a caminar tres kilómetros para llegar al lugar de la pelea (por suerte, se le había acabado el tabaco y no pudo fumar su pipa). Sin embargo, antes de salir imprime un beso a su esposa. Un emblemático beso. Hay un refrán que dice que Dios aprieta, pero no ahorca. Por mala que sea la situación económica, Tom King es dueño de un invaluable tesoro. Su esposa, dos hijos, el amor que los une.

Tom era un típico boxeador y había conocido mejores tiempos. Tiempos de gloria o fama efímeras, y de dinero que se le escurrió entre las manos. El único oficio que conocía era el de los puños, aparte de ayudante de albañilería, y ya no tenía tiempo de aprender otro.

“Bastaba verle la cara a Tom King para comprender cuál era su profesión. Aquel rostro era el típico del boxeador, del hombre que ha pasado muchos años en el cuadrilátero y que, a causa de ello, ha desarrollado y subrayado en sus facciones los rasgos característicos del animal de lucha. Era una fisonomía que intimi daba, y para que ninguno de aquellos rasgos pasara inadvertido iba perfectamente rasurado”.

A pesar de las apariencias era un tipo noble y de buen temperamento. Un alma noble en un cuerpo de gorila:
“Cuando estaba en el cuadrilátero, pegaba con intención de hacer daño, de lesionar, de destruir; pero no había animosidad en sus golpes: era una simple cuestión de intereses. El público acudía y pagaba para ver cómo dos hombres se vapu leaban hasta que uno de ellos quedaba inconsciente. El vencedor se quedaba con la parte del león de la bolsa”.

La pelea comienza y Tom King se enfrenta al brioso y exhibicionista Sandel con un juego de inteligencia en el que todos sus movimientos están calculados, reducidos a un mínimo. Sandel salta y se mueve como una ardilla, ataca sin cesar a su oponente.
Tom King se enroca, a la manera del armadillo. Espera pacientemente. La paciencia es la mejor arma del veterano.
“Sandel atacaba, retrocedía, estaba aquí y allá, en todas partes. Con pies ligeros y corazón vehemente, deslumbrante con su carne blanca y sus potentes músculos, tejía un ataque maravilloso, saltando y deslizándose como una ardilla, eslabonando mil movimientos ofensivos, todos ellos encaminados a la destrucción de Tom King, del hombre que se alzaba entre él y la fortuna. Y King soportaba pacientemente el chaparrón. Conocía su oficio y sabía cómo era la juventud, ahora que la había perdido. Se dijo que tenía que esperar a que su oponente fuese perdiendo fogosidad, y sonrió para sus adentros mientras se agachaba para parar un fuerte directo con la base del cráneo. Era una argucia innoble, pero correcta, según el reglamento del pugilismo”.

La descripción del combate es tan vívida que permite al lector asistir al escenario en primera fila. Hace posible ver, casi literalmente, a los púgiles en acción. Se escucha el sonido de la campana, el bramido del público y sobre todo el fragor de la lucha interior que sostiene Tom King, la lucidez con que enfrenta la situación, la forma en que por momentos se crece y revierte el pugilato a su favor. Tom King combate por dinero, combate por dignidad, combate por la familia que lo espera en su hogar. La suya será una historia como aquellas que narraba Hemingway. La del vencedor vencido:

“Cuando, al terminar el asalto, fue a sentarse en su rincón para descansar, se recostó con las piernas extendidas y apoyó los brazos en el ángulo recto que formaban las cuerdas. Entonces su pecho y su abdomen empezaron a subir y a bajar en profundas aspiraciones, mientras le acariciaban el rostro el aire de las toa llas con que le abanicaban sus segundos.

“Con los ojos cerrados, Tom King escuchaba el clamoreo del público.

“—¿Por qué no luchas, Tom? —le gritaron— ¿Es que tienes miedo?
“—Le pesan los músculos —oyó que comentaba un espectador de primera fila—. No puede moverse con más rapidez. ¡Dos libras contra una a favor de Sandel!

“Sonó la campana y los dos púgiles abandonaron sus rincones. Sandel recorrió tres cuartas partes del cuadrilátero, ansioso de reanudar la contienda. King apenas se apartó de su rincón. Esto formaba parte de su plan de ahorro de fuerzas. No había podido entrenarse como era debido, no había comido lo suficiente, y el menor movimiento innecesario tenía su importancia. Además, había que tener en cuenta que había recorrido a pie más de tres kilómetros antes de subir al ring. Aquel asalto fue una repetición del primero: Sandel atacaba en tromba y el público, indignado, abucheaba a King al ver que no combatía. Aparte algunas fintas y varios golpes lentos e ineficaces, se limitaba a mantener una guardia cerrada, parar golpes y agarrarse al adversario. Sandel deseaba acelerar el ritmo del combate, y King, hombre de experiencia, se negaba a secundarlo. En su rostro deformado por los golpes había una melancólica sonrisa, y Tom seguía economizando fuerzas celosamente, como sólo puede hacerlo un boxeador maduro. Sandel era joven y derrochaba sus energías con la prodigalidad propia de su juventud.

“El tercer asalto comenzó como los anteriores. Sandel llevaba la iniciativa y castigaba duramente a su adversario. Pero, aún no había transcurrido medio minuto, el joven, excesivamente confiado, se olvidó de cubrirse, y los ojos de King centellearon a la vez que su brazo derecho se lanzaba como un rayo hacia adelante. Fue su primer golpe de verdad: un gancho reforzado, no sólo por el hábil movimiento del brazo, sino por el peso de todo el cuerpo. El león adormecido acababa de lanzar un imprevisto zarpazo. Sandel, tocado en un lado de la mandíbula, cayó como un buey abatido por el matarife. El público se quedó pasmado: algunos aplaudieron tímidamente, mientras por toda la sala corrían mur mullos de admiración. ¡Caramba, caramba! King no tenía los músculos tan embotados como se creía, sino que era capaz de asestar verdaderos mazazos”.




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lunes, 27 de abril de 2020

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Pedro Conde Sturla
9 de abril de 2008



En un país imaginario, completamente imaginario, un grupo de personajes de ficción se disputa alegremente el poder en unas elecciones circenses en las que habrá un solo ganador y nueve o diez millones de perdedores.
El muestrario de los principales candidatos es multicolor, variopinto, de reluciente pelaje, pero todos tienen en común algo que no tienen: prendas morales, principios éticos, valores en los que se debería fundar la conciencia social. No hay en ellos ni sombra de integridad, probidad, honradez, ni el menor asomo de decoro, ni siquiera respeto a sí mismos.
Uno de esos personajes imaginarios (que se imagina, por cierto, como instrumento del destino), es un virtuoso de la demagogia, un profesional de la mentira y un mago del cinismo, un prestidigitador, un hombre de palabra y solamente de palabra, ante cuyo despacho no se detiene la corrupción. 
Otro candidato, inverosímil desde luego, calificaría para representar en cualquier película un papel estelar como capo de la mafia.
Un tercer candidato, quizás más meritorio –reputado empresario, promotor de viajes turísticos ilegales con destino a Puerto Rico y gran exportador de sustancias controladas con destino al imperio-, es un ser surrealista, caricaturesco, amigo de lo ajeno en grado superlativo, el más ostentoso político que la imaginación pueda edificar. Exactamente un politiCastro. Él no esconde las plumas de las gallinas que se roba, como aconsejaba Lilís, las exhibe impúdicamente con el orgullo de quien se las ha ganado con el sudor de otra gente.
En la lista hipotética de candidatos de aquel inexistente país imaginario, necesariamente, imaginario, figura también un nazi que en la llamada lucha contra la delincuencia mandó a más de seiscientas personas al cementerio y con el sueldo de policía construyó una mansión en la más exclusiva zona turística de La Romana.
La gente del país imaginario piensa que hay varios candidatos, pero en realidad todos los candidatos son el mismo candidato.





pcs,miércoles, 09 de abril de 2008



viernes, 17 de enero de 2020

sábado, 11 de enero de 2020

Irreverencias y profanaciones de Mark Twain: La pequeña Bessie (8)

Pedro Conde Sturla
10 enero, 2020
“La pequeña Bessie” forma parte de los llamados textos malditos que escribiera casi clandestinamente Mark Twain durante los últimos y amargos años de su vida. Textos blasfemos o por lo menos irreverentes, que no se dieron a conocer hasta mucho tiempo después de su muerte y que todavía hoy no gozan de la estimación de muchos lectores y editores. Textos que todavía sufren una especie de censura estructural y son como quien dice mantenidos en el banco del castigo, en un rincón oscuro y apartado de la vista de los curiosos, allí donde se conservan y preservan las vergüenzas familiares.

sábado, 4 de enero de 2020

Irreverencias y profanaciones de Mark Twain: La pequeña Bessie (7)

Pedro Conde Sturla
3 enero, 2020
La pequeña Bessie es uno de los personajes más incómodos de Mark Twain. Su historia no fue publicada en vida del autor, y ni siquiera en vida de Clara, la única hija que lo sobrevivió. Apareció apenas en 1972, diez años después de la muerte de ésta, que no permitió su publicación mientras vivió, y a los sesenta y dos de la muerte de Twain.
La pequeña Bessie tenía apenas tres años en la descripción que hace de ella el autor. Y era, sin lugar a dudas, una buena niña, no era “superficial, ni frívola, sino más bien meditativa y reflexiva, y muy entregada a pensar en las razones de las cosas” y a tratar de armonizarlas en un contexto racional. Pero tenía un defecto incorregible. Era una niña preguntona. Incorregiblemente preguntona. Y además imprudente y decía cosas por las que mucha gente habría sufrido castigos terribles en otra época.

martes, 12 de noviembre de 2019

¿MORROBEL AL PODER?

Pedro Conde Sturla
20 de junio de 2007.




Políticos y politi castros




Una buena parte de la opinión pública más sensible de la isla de la fantasía se ha mostrado ingenuamente alarmada, más bien consternada, por el hecho de que Melesio Morrobel es candidato al poder, candidato a la presidencia de la República por un partido de Morrobeles.
Morrobel es uno de los muchos personajes que interpreta Freddy Beras Goyco, quizás su obra maestra. Morrobel representa a un político corrupto, si acaso no lo son todos, un político que no esconde su desvergüenza ni disimula sus ambiciones, no enmascara con palabras su idea del estado como botín: al poder se va a robar, a “resolver”. Morrobel no finge virtudes que no tiene, como aconseja Maquiavelo al Príncipe, Morrobel hace y dice lo que otros sólo hacen, no maneja un doble discurso, no tiene una doble moral. Morrobel es exactamente lo que dice ser, la encarnación pura y desnuda de la falta de principios, de ética y moral, la honesta encarnación de un corrupto. Lo único que lo distingue de sus secuaces, lo único que lo distingue de la mayoría de integrantes de esas asociaciones de malhechores llamadas partidos políticos es la descarnada sinceridad o mejor dicho el cinismo, simplemente el cinismo. La participación de Morrobel en la política vernácula sólo podría llamar a escándalo si la realidad no lo superara. El vulgarísimo Morrobel, como dice Pablo McKinney, “ha sido vulgarmente superado por la realidad política nacional”.
Morrobel no es una opción de poder, Morrobel está en el poder desde hace años. Es la expresión de un poder gangsteril que desde lo regional trasciende a lo nacional y se proyecta al plano internacional. Morrobel es un políticastro, exactamente un politicastro, vinculado a los viajes ilegales, al tráfico de drogas, a la mafia de los pasaportes, a los fraudes electorales de la era gloriosa de Balaguer, a la monumental estafa de la Hidro-Quebec, al Peme, al Plan Renove, al escándalo de la decoración del edifico de la Suprema Corte, a las colosales quiebras bancarias, a Don Quirino Ernesto Paulino Castillo. En resumen, a la depredación del patrimonio público, a lo imaginable e inimaginable.
Los Morrobeles pululan en el poder político y dominan el escenario desde siempre, nada tienen de novedosos. A varios Morrobeles les han quitado incluso la visa del imperio, que es como quitarles la patria, y la mayoría exhiben de forma indecorosa el plumaje de la fortuna ganada con el sudor de la frente de sus semejantes.
Si alguno de ellos causa malestar entre sus congéneres es porque se va de boca y confiesa sus malas artes, si el modo en que dispensa lo que no es suyo causa alarma, si el índice de rechazo es tan alto incluso entre sus compañeros de fechorías es porque se reconocen en él y se dan asco.



pcs, miércoles, 20 de junio de 2007.


viernes, 6 de septiembre de 2019

Duelo de titanes

Pedro Conde Sturla
1 de julio de 2013 
[La historia registra numerosas polémicas entre autores famosos, pero ninguna quizás más agria y descarnada que la que mantuvieron casi toda la vida Cervantes y Lope de Vega.
Como dice Salazar Rincón, la misma tuvo un pronunciado matiz clasista:
“Lope, hidalgo y cristiano viejo, vivió cómodamente instalado en aquella sociedad, y contó con numerosos amigos y mecenas poderosos; mientras que Cervantes, hombre de linaje oscuro, que tuvo que ejercer oficios considerados indignos, fue un personaje marginado, y nunca se le aceptó plenamente en los cenáculos literarios ni en las casas nobiliarias.”
Cervantes, sin embargo, siempre mantuvo la altura, la finesa, y la factura de sus críticas no pasa del nivel satírico, critica las obras de Lope, pero no ofende personalmente. En cambio Lope (como Quevedo, que también le dedicó injurias a Cervantes) desciende al cieno con un lenguaje cloacal (como el de Camilo José Cela) y no le reconoce méritos a Cervantes como poeta, y ni siquiera al Quijote.
Entre los muchos críticos  que  han escrito sobre el famoso tema, destaca Tomás S. Tómov, del cual se publica hoy una parte de un peliagudo ensayo. Un ensayo sobre un tema que no es apto para menores. (PCS].

TOMÁS S. TÓMOV:
Cervantes  y  Lope De Vega
(Un caso de enemistad literaria)
Decía Cervantes en los Trabajos de Persiles y Sigismundo: «No hay amistades, parentescos, calidades, ni grandezas que se opongan al rigor de la envidia». Y Lope de Vega en La viuda valenciana: «La envidia astuta tiene lengua y ojos largos».
Uno y otro, pues, han hablado de la envidia y han sufrido de ella. Pero es curioso constatar que entre los dos ha habido también una enemistad que degenera en envidia.
Lope de Vega, 15 años más joven que Cervantes, pero mucho más feliz y triunfante en su carrera literaria, toma desde el inicio una posición negativa respecto a su cofrade de pluma y no omite la ocasión de atacarle. Por supuesto, el atacado se defiende, y así tenemos en aquel tiempo el extraño espectáculo de una tensión entre dos de los más brillantes ingenios de la época. Procuremos ver cómo surge, se desarrolla y cómo acaba esta desavenencia.
¿Quién es Lope de Vega y por qué se declara tan ásperamente contra Cervantes?
Sabemos todos que Lope es uno de los mayores escritores de los siglos XVI y XVII y que su nombre había sido durante su vida muy conocido y querido por toda España; sus obras deleitaban los oídos y alegraban los corazones de todos los españoles. Y algo más: había cobrado fama en muchos países extranjeros, y junto con el renombre de España, se extendía también su propia fama por el mundo. Muy favorecido por la naturaleza, había manifestado sus facultades desde su juventud, ensayándose y logrando éxitos en todos los géneros conocidos hasta entonces (poemas épicos, pastorales, novelas de aventuras, poemas narrativos, numerosísimas églogas, cartas, ensayos históricos, cuentos, muchos sonetos, parodias y versos escritos en varias ocasiones) y particularmente en sus comedias que habían hecho de él el ídolo del pueblo español y difundido a lo largo y a lo ancho de toda España su nombre. Era Lope de Vega el que daba entonces el tono de la boga literaria y mundana también. Las damas llevaban adoraos y flores a la Lope. Fue denominado «El Fénix de los ingenios españoles» por la excelencia de su espíritu.
Y sin embargo, Lope era un hombre en todo contradictorio: de una parte «fervoroso creyente» y de otra «gran pecador», como define lo paradójico en su naturaleza Menéndez y Pelayo. Otro rasgo de su carácter es la extrema sensibilidad que se manifiesta en sus relaciones con parientes y cuantas gentes trataba; lo subraya él mismo: «Yo nací en dos extremos que son amar y aborrecer, no he tenido medio jamás».
CervantesPor otra parte, Cervantes, con menor renombre que Lope y con muy mala suerte, era también conocido por su Galatea (1585) y especialmente por su Quijote, que había tenido varias ediciones en el primer año de su publicación (1605).
No se sabe bien cuándo comenzó la enemistad entre los dos ingenios. Sainz de Robles, en su estudio preliminar a las obras escogidas de Lope de Vega, fecha esta enemistad pocos años después de 2602, «cuando aún eran amigos, por cuanto en La hermosura de Angélica se incluye un soneto del alcalaíno».
Cervantes y Lope de Vega habían sido amigos desde 1583, cuando se conocieron en casa del cómico Jerónimo Velázquez, calle de Lavapiés en Madrid, que Lope frecuentaba asiduamente, como enamorado de la hija de éste, Elena Osorio, y donde Cervantes acudía con la secreta esperanza de que Velázquez le pusiera en escena alguna comedia. Se conocieron y estimaron. Ya en la Galatea  Cervantes saludaba su joven talento.
Lope, a su vez, alaba a Cervantes en su Arcadia (1598).
Y he aquí que la publicación de El peregrino en su patria (1604) provocó la indignación de Cervantes. ¡Y había por qué! La portada de este libro, nos dice Sainz de Robles, llevaba un grabado historiado con el escudo las diecinueve torres, de Bernardo del Carpió, con una estatua de la Envidia, y una leyenda en latín: Quieras o no quieras, Envidia, Lope es o único o muy
raro; había también un retrato del jactancioso Lope y un soneto de Quevedo:
La envidia su verdugo y su tormento / hace del nombre que / cantando cobras, / y con tu gloria su martirio crece…
Cervantes conocía la ambición de Lope, su sed de gloria, pero tanta presunción y arrogancia no la pudo sufrir. Y le dirigió este soneto:
Hermano Lope, bórrame el soné— / de versos de Ariosto y Garcila—, / y la Biblia no tomes en la ma—, / pues nunca de la Biblia dices le—. / También me borrarás La Dragóme— / y un librillo que llaman del Arca— / con todo el Comedije y Epita—, / y, por ser mora, quemarás la Angé—, / Sabe Dios mi intención con San Isi—; / mas quiéralo dejar por lo devo—. / Bórrame en su lugar El peregri—. / Y en cuatro leguas no me digas co—; / que supuesto que escribes boberi—, / las vendrán a entender cuatro nació—. / Ni acabes de escribir La Jerusa—; / bástale a la cuitada su traba—.
En este soneto, como se ve, Cervantes atacaba muy violentamente toda la obra no dramática de Lope. Éste quedó atónito. ¡No podía creer a sus ojos!
Tenía Lope muchos amigos, pero aun más enemigos y envidiosos. Eran éstos de tres categorías. La primera era la de los seguidores de Aristóteles que no podían perdonar a Lope su desdén hacia los preceptos aristotélicos y su afición a un arte popular; en la segunda entraban los gongoristas que le atacaban con sus sátiras por sus poesías líricas y épicas, y, por fin, los dolorosos de la gloria, como les llama Sainz de Robles. Aquí cabría también Cervantes. Pero, vamos a ver. Ya antes de la aparición del Quijote (cuyo privilegio es del 26 de septiembre de 1604) la obra se conoció probablemente manuscrita en los medios de la Corte, y Lope debió de tener conocimiento de ella, y (aquí estalla su odio contra Cervantes) en una carta (fechada el 14 de agosto de 1604) a un médico, amigo suyo, escribe: «De poetas, muchos están en ciernes para el año que viene; pero ninguno hay tan malo como
Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote». ¡Injusta e implacable apreciación! Y no nos extrañamos entonces cuando leemos el soneto de Cervantes.
Lope que no temía a Cervantes, porque se sentía superior a él, muy vejado, se ofusca completamente, y le envía, desde Toledo, una carta donde se ve que el Fénix ha perdido todo control interior:
Yo que no sé de los, de li ni le— / ni sé si eres, Cervantes, co ni cu—; / sólo digo que es Lope Apolo y tú / frisón de su carroza y puerco en pie. / Para que no escribieses, orden fue / del Cielo que mancases en Corfú; / hablaste, buey, pero dijiste mu. / ¡Oh, mala quijotada que te dé! / ¡Honra a Lope, potrilla, o guay de ti!, / que es sol, y si se enoja, lloverá; / y ese tu Don Quijote baladi / de culo en culo por el mundo va / vendiendo especias y azafrán romí, /y, al fin, en muladares parará.
Lope no ahorra los epítetos más vulgares: puerco, buey, potrilla, baladi, culo, muladar. ¡ Es una barbaridad! Y, claro, Cervantes, sintiéndose ofendido, toma su venganza, pero en un tono mucho más digno y correcto. Así, en el Prólogo de Don Quijote, hablando de la hesitación en que se halla, para sacar a luz su libro, dice a su amigo, haciendo alusión a Lope, que se siente confuso de salir con una leyenda, falta de erudición, sin acotaciones como»están otros libros, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos…» (subrayo yo). Evidentemente, Cervantes alude aquí a Lope: en El peregrino en su patria Lope a cada paso aduce los nombres de varios escritores
y filósofos: Boecio, Terencio, Platón, Demóstenes, etc. Luego, cuando (en el mismo lugar) dice que su libro «ha de carecer de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos», no dudamos de que alude aún a Lope,
para cuyas obras fueron compuestos sonetos por destacadas personalidades, pero la mayor parte de los cuales fueron escritos por el mismo Lope y después atribuidos a tal o cual gran escritor, dama noble, etc. Hoy día se sabe, por ejemplo, que los sonetos insertos en aquellos libros a nombre de Camila Lucinda (léase: Micaela de Lujan, la amada de Lope) fueron compuestos
por Lope mismo, puesto que aquella amiga suya no sabía firmar siquiera.
(TOMÁS S. TÓMOV)




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jueves, 27 de junio de 2019

PREDICACIÓN EGOCÉNTRICA O POR FAVOR MODESTIA APÁRTATE



Pedro Conde Sturla

Uno que vino y se fue, un nuevo descubridor. Vino con el ego hinchado a colonizar la literatura dominicana (colon-izar, sí) y se hizo dueño y señor. 
Con un poetómetro en una mano y un escritómetro en otra determinó quién era mejor escritor o poeta, estableció que todo lo que se escribe sobre la insurrección de abril o Trujillo es obsoleto (un poco al estilo de Miguel D. Menos), amenazó, en fin, con proyectar la literatura dominicana a otros horizontes con la fuerza de su prestigio y sus grandes éxitos en los Estados Unidos. 
Ya se rindió, se declaró vencido por la incomprensión. Ahora ejercerá su pontificio desde esa especie de meca o de La Meca que es la ciudad de Miami. Lo acompañan en sus sentimientos algunos seguidores más inflados que él. Inflado uno de ellos con resonancias bíblicas. 
Por lo que puede verse en algunas de sus notas, la modestia no es su fuerte y ni siquiera el sentido del pudor. 
Helo aquí sorprendido en pleno ejercicio de la pedantería, el ejercicio permanente de la pedantería, la megalomanía que se pone en evidencia en los comentarios que acompañan esta foto y que no puede desmentir.
Ego, ti assolvo. 

martes, 25 de junio de 2019

PROFUNDO PÚRPURA

(Un relato de Los cuentos negros)
Pedro Conde Sturla
 
[Una vez, si mal no recuerdo, Sara Pérez escribió una serie de artículos que llevaron a la revista Rumbo a la quiebra. Eran artículos  graciosísimos sobre la más graciosa y regalada e intrigante vida de los príncipes de la jerarquía eclesiástica dominicana y los príncipes se resintieron.
Al poco tiempo, casi por arte de magia, los anuncios desaparecieron y la revista Rumbo  se convirtió en un folletín de pocas páginas y poco después dejó de existir. 
Yo, confieso, me di tremendo banquete con lo de Sara y empecé a elucubrar y rascarme y a pensar en escribir uno de esos relatos retorcidos e irreverentes a los que soy  propenso. Irremediablemente sentí que me había picado una mosca o el moscardón de la divina o diabluna inspiración y fabriqué un relato al que le puse provisionalmente el título de una película italiana: Profundo  púrpura.
Sara es, pues, la culpable y un poco coautora del relato, o por lo menos un poco cómplice. He ahí la razón de la dedicatoria que aparece al final: A Sara Pérez, por supuesto.
Confieso que no la conozco personalmente. El algoritmo de Facebook nos aleja de vez en cuando y de vez en cuando vuelve a juntarnos, o mejor dicho a reunirnos, pero abrigo la esperanza de que nos encontremos algún día, aunque sea, quizas, en el purgatorio. PCS]

Su Eminencia Reverendísima terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras solícitas, piadosas, parecía santa de altar en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda -la ofrenda de la virgen- y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita delgadita, bañadita, desnudita –de las que se cosechan todavía en los cerros de Gurabo-, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no era un obsequio del Señor, directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago –mano de Dios en cualquier caso- y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa el Príncipe Piadoso la devoraba intensamente -boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre una sabana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había desayunado y conversado con el papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele a pobre.
Allí no había nada que hacer sino bañarla de nuevo porque la muchacha había sido pobre toda la vida y el olor no se le quitaba a pesar de cinco baños corridos. Olía a pobre serrana y el olor no se quitaba y quizás no se le quitaría a pesar de los baños ni se le quitaría en toda la vida, ni la pobreza. Su Eminencia Reverendísima hizo un gesto apenas perceptible apenas suficiente para indicar que la audiencia había terminado por el momento y las camareras y la virgen se retiraron hasta el próximo baño.
Media hora más tarde la corte de camareras solícitas, piadosas, volvió a entrar sin anunciarse en compañía de la virgen envuelta como quien dice en una nube de velos vaporosos. Y la exhibieron de nuevo, desnudita, a manera de ofrenda y de trofeo. Esta vez la habían estregado y enjuagado y exprimido varias veces como a un trapo, la habían sumergido en una bañera con agua más caliente que tibia de sales perfumadas, la habían ungido con cremas, aceites y afeites y la virgen parecía limpia, pura e inodora. Más bien parecía despedir un halo de gloria. Pero el Príncipe Piadoso no se distrajo de sus menesteres, firmaba papeles y papeles y no levantó la cabeza, no se dignó mirarla a pesar de que la virgen despedía un halo de gloria. El discreto movimiento de sus narices anunciaba, de nuevo, desaprobación. Huele a pobre.
Cuando la trajeron por última vez pasó la prueba. Ahora Estaba deslavada, deslucida, translucida, casi a punto de botar la piel, como si la hubieran restregado con lejía, pero olía verdaderamente a limpio, limpito. Y además no aguantaba más baños ni refregas.
El Príncipe Piadoso ordenó que la llevaran a su recamara y respiró satisfecho. Después hizo un alto en el trabajo y fue a mirarse al espejo, aquel espejo gigante del vestidor que lo retrataba de cuerpo entero. Mirarse al espejo, varias veces al día, era un ejercicio gratificante, una forma de relajarse y aliviar el estrés, una terapia. Mirábase, pues, complacido al espejo -de soslayo, para lucir más coqueto- y ocasionalmente demoraba en el trámite, inmerso en una especie de trance, el éxtasis de los místicos. En realidad se extasiaba en lo que veía. Era un príncipe, un verdadero príncipe, con el traje a la medida de Maquiavelo. Aquí se lo puede ver ahora, plantado frente al espejo que no miente, y desde aquí se pueden deducir los aspectos fundamentales de su personalidad en términos del ilustre florentino fundador de la ciencia política:
Si algo caracteriza su figura es la apostura, amén de la impostura. Si una palabra le cuadra de cuerpo entero es altanero. Si una cualidad lo define es la arrogancia. Si alguna vez un rasgo de soberbia fue típico de alguien, el hombre es, sin duda, típicamente soberbio. Jamás –en honor a la verdad- ha cometido este Príncipe pecado de humildad. La humildad que es al santo lo que a la mar el pez, no enturbia su conciencia. En un palacio vive este siervo de Cristo que nunca se rebaja en el amor al pueblo. Las masas que para uno eran ovejas, las tiene el otro por chusma. De la intolerancia ha hecho virtud, de la indolencia divisa. La ostentación es su vicio. Su moral es el poder, su única patria el poder, el único santo de su devoción es el poder. Amén del Vaticano, que es también, y sobre todo, el poder.
Al Vaticano apuntan sus ambiciones. Grupos de oración generosamente retribuidos, a Dios rogando y con el mazo dando, piden al Celestísimo la pronta conversión del Príncipe en heredero del trono de San Pedro. En corrillos y mentideros se hace correr la bola, en círculos generalmente bien informados se rumia, se rumora, se comenta que el Príncipe es papable, molto papabile.
Pero el Príncipe tenía un problema de imagen, una fractura en su imagen pública como decían los especialistas. La soberbia que ejercía, por supuesto, en nombre de Cristo y su fama de tenorio le habían creado una mala reputación. Por mucho que se esforzara, tenía más aspecto de dandy que de pastor de almas. Por mucho que practicaba –juntando las manos a la altura del pecho en actitud contrita- no lograba asumir convincentemente la típica pose de santo que era de rigor en su profesión, su profesión de fe. De hecho, nunca lucía más taimado que al tratar de fingir la perversa virtud de la inocencia.
Además, su Eminencia Reverendísima, candidato al solio papal, era como ya se podrá imaginar alérgico a la multitud, un secreto a voces. De la multitud –la chusma- emanaba el olor a pobre que su Eminencia reprobaba como si fuese el mismo olor del demonio y en una procesión de Semana Santa estuvo a punto de desmayarse. Pero fue en misa, una misa solemne en la Catedral, donde perdió el control un día que oficiaba transformando el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo en presencia de atildados funcionarios del gobierno de turno. La mayoría de los funcionarios habían dejado de ser pobres nada más tomar posesión de sus canonjías y andaban con escolta y vehículos de lujo, y trajes a la medida –por no mencionar el oro y los diamantes de los Rolex de doce mil dólares- pero algunos seguían oliendo a pobres por debajo y por encima de sus elegantes y costosas vestimentas. Durante la comunión, cuando su Eminencia Reverendísima, ofrecía la hostia consagrada, lo agredió un tufo agrio y salvaje, mezcla agraria y letal que aturdió sus sentidos: la sobaquina del senador de una provincia del sur, que no era adicto al baño y se había bañado en perfume de París de Francia. Y allí mismo, sobre sus fieles arrodillados y adinerados, vomitó su Eminencia la sangre y el cuerpo de Cristo.
La envidia, la maledicencia, los comunistas, el bajo clero e incluso el imperialismo tenían mucho que ver con su mala prensa en el país. Ya se sabe, por demás, que nadie es profeta en su tierra. Porque en Roma, lo que se dice Roma, es decir en el Vaticano, gozaba de inmenso prestigio y se encontraba por los menos entre los veinte favoritos a la sucesión del Santo Padre polaco, que no reparaba en chismes y nimiedades sino en el don de autoridad y ciega obediencia. Con la ayuda de ciertos capitales criollos depositados oportunamente en el Banco Ambrosiano, le bastaría quizás un empujón, un empujoncito para ceñir la tiara y lucir el anillo de Borgia, salvo que el Opus Dei –enquistado ahora en las más altas instancias eclesiásticas por obra del mismo polaco- no dictara otra cosa.
Ya podía imaginarse, sin embargo -para envidia de todos los envidiosos- sentado en el trono de Pedro, pero a manera del Zeus o Júpiter de Fidias, a escala monumental. Imponente, macizo, cuadrado, pedante, engreído, envanecido. Lo último que se le podría imputar -como decía una periodista atea, comunista y disociadora-sería algún tipo de mansedumbre de espíritu. Y ni falta que le hacía Si no tenía la apariencia de un pescador de almas como el maestro y sus discípulos, a su manera pesca y peca mucho. Enfundado en su púrpura, por ejemplo, el príncipe enloquece a las infantas y muchas veces pesca y peca. A su Eminencia Reverendísima -su Eminencia Gris a no dudar- se le antojaba mejor ser un patriarca bíblico. Largos años de vida, dulce follar asaz, larga progenie, mucho pescar y pecar y después la redención. Judaísmo y cristianismo, a diferencia de otras religiones, no tienen sentido sin la redención del pecador. Había, pues, que pescar y pecar. ¿Qué otra cosa habían hecho David y Salomón? ¿Quién era él para oponerse al mandato divino?
La maledicencia, solamente la maledicencia, confundía su pasión por las vírgenes con concupiscencia cuando en realidad no era más que devoción, recordación o rememoración del culto mariano, virgo aparte que se perdía para siempre porque no era el Arcángel San Gabriel ni las tomaba como palomita ni como Espíritu Santo.
Su devoción por el culto mariano revestía, sin embargo, implicaciones más íntimas, profundas. Su Eminencia Reverendísima tenía fantasías eróticas con la Virgen. La Virgen se le aparecía en sueños con la figura de una corista escultural del Petit Châteu a la que había conocido durante una correría nocturna (de incógnito, por supuesto), y hacían y deshacían el amor toda la noche, la poseía y la desposeía, la desfloraba y volvía a florecer –por ser la Virgen- y su sueño se poblaba de murmullos y gemidos celestiales.
La primera vez que le sucedió se despertó temiendo por la salvación de su alma y estuvo casi a punto de pedir un confesor, pero tras breve reflexionar comprendió que sólo podía tratarse de otra manifestación de la gracia divina. Comprendió que era mejor, mucho mejor, dejar las cosas como estaban, entre él y la Virgen, y desechó la confesión por si acaso. Más adelante se impondría una penitencia, tantos Padre Nuestro, tantas Ave María, el cilicio estaba descartado.
No es que fuera un fanático creyente y ni siquiera un beato sincero de esos que veía dándose golpes de pecho como mazazos en misa, pero fingía serlo, tenía que fingirlo aunque fingía mal. Todo lo que tenía -aquel palacio, el poder, la cuantiosa fortuna- lo debía a la fe, a la ostentación de la fe. Había que ser discreto en todo caso, en materia de fe, prudente, mantener las apariencias en un mundo de abrojos y reptiles.
Monseñor Rosas, obispo de la diócesis de La Vega, era un diestro en esa materia. Dominaba en grado superlativo el arte de la simulación. Era, de hecho, el perfecto simulador que a su Eminencia le habría gustado ser. Nadie como él sostenía en público y en privado esa máscara de beatitud tan parecida a la estupidez. La ternura y bondad en el rostro, la sonrisa almidonada, la mirada almibarada detrás de los lentes bifocales, dulce, amable, complaciente. En el más estricto sentido, era un hombre de iglesia, uno que servía a la iglesia más que servirse de ella. Con la burguesía empresarial que financiaba los placeres mundanales de otros obispos, mantenía relaciones cordiales y distantes, no exigía contribuciones para la sustentación de la sede episcopal, no hacía vida social, estaba ausente en banquetes y recepciones. Montaba un carro, un automóvil de poca monta y se sentaba al lado del chofer para conversar, sin pretensiones de gran señor. Además, alguna vez apoyó la lucha del pueblo de Bonao contra una multinacional depredadora. Su Eminencia Reverendísima lo admiraba y le temía. El obispo combinaba su aparente mansedumbre con un concepto sicorrígido en materia de fe. Debajo de su lana de oveja vivía el inquisidor, un eclesiástico fundamentalista que reivindicaba para la iglesia católica el patrimonio absoluto de la verdad –en oposición, incluso, al Santo Padre, que optaba por la pluralidad de los tiempos- y tronaba desde el púlpito contra las sectas religiosas para las cuales pedía el fuego de las hogueras medioevales y renacentistas. A él no le habría confiado en otra época, y ni siquiera en la actual, sus amoríos con la Virgen.
En el extremo opuesto, diametralmente opuesto al modelo de conducta casto y sobrio que representaba monseñor Rosas, había otros personajes cuyo historial pertenecía al dominio de la dolce vita, y al de la opinión publica por supuesto. Entre todos ellos sobresalían el obispo de Santiago y monseñor Pipilino, dos rivales ostentosos cuyas pugnas ponían en entredicho el buen nombre de la iglesia.
El obispo de Santiago -el hombre del anillo- era adicto al whisky y a la opulencia. No era un cura de iglesia, era un cura de ricos, y además un rico empresario, pero los ricos no siempre agradecían su presencia, o mejor, su omnipresencia. De hecho no había ceremonia pública o privada, oficial o religiosa a la cual no asistiera. Se atiborraba de whisky en los banquetes de la alta sociedad y nadie le pasaba por el lado sin que tendiera la mano para que le besara el anillo. Si notaba que alguien se mostraba reacio, la bajaba más de lo normal para obligarlo a doblar la cerviz.
Gracias a sus notables influencias, el obispo imponía su presencia cuasi honorífica en la junta de directores de un banco y varias empresas privadas. Una de ellas –especializadas en el negocio de recogida de la basura- recibía mensualmente del gobierno una dádiva, una subvención millonaria. Y entre otros múltiples privilegios, el mismo gobierno le concedía cada año la exoneración de vehículos de lujo –los más lujosos de la ciudad, acordes con su condición de ministro del Señor- y además de la exoneración recibía desde luego jugosos descuentos de compra por parte de los empresarios y mantenimiento gratis en los talleres de mecánica, sin hablar de viáticos y combustible. Cuando viajaba en avión lo hacía en primera, con boletos costeados por la generosidad de los empresarios. Otras veces viajaba como invitado –o haciéndose invitar- en avión privado con la flor y nata de la oligarquía santiaguense, que tenía unos gustos sofisticados. Ir de compras a Miami o simplemente a cenar, asistir a partidos de pelota en Atlanta, esquiar en Aspen. Aparte de esas minucias el obispo requería cuantiosos óbolos para su manutención y el empresariado había comenzado a resentirse. Mientras tanto, bajo su mando y desidia, la diócesis languidecía, se desplomaba por incuria. Algunos escándalos financieros, las quejas de la burguesía, líos de faldas y alcahuetería mancillaban el esplendor de la púrpura, y el obispo famoso ya por su codicia estaba a punto de saltar del trono. De hecho, su caída era inminente. En las altas instancias vaticanas se habían hecho los aprestos. Su Eminencia Reverendísima estaba al tanto y lo deploraba profundamente, le harían falta sus servicios. En breve el obispo renunciaría a la preciosa, a la preciada sede por su propia voluntad públicamente, pero privadamente a petición del Vaticano. No renunciaría eso sí a la vida social, la dolce vita, realización de la gloria divina en el goce terrenal. Allí estaría, seguiría estando durante mucho tiempo el futuro obispo emérito (léase jubilado) en banquetes y recepciones, presente y repelente como la mosca en la sopa. Todo un personaje.
El otro personaje, monseñor Pipilino, ostentaba sin mérito el flamante cargo de director de una institución eclesiástica de estudios superiores, que en otras circunstancias habría correspondido, por ley, al mismo obispo en desgracia. Pipilino no se destacaba en público por su excesiva afición al whisky, pero compartía con el obispo la pasión por los autos de lujo. Con el mismo celo cultivaba relaciones al más alto nivel social –relaciones cautivas, de intercambio desigual-, y con el mismo desenfado reclamaba villas y castillas para el sostenimiento de su feudo.
Pipilino no era un cura cultivado y de finas manera como el obispo, era más bien un cura rústico, iletrado y preparlante, pero tenía un corazón de oro y, a pesar de sus limitaciones, cierta amplitud de miras y habilidades insospechadas. Dueño de empresas y haciendas, aparte de la riqueza y el boato amaba a los perros de raza, la política y las mujeres, aunque no necesariamente en ese orden ni en ese número. Como buen cristiano eran múltiples sus intereses. Los perros, sin embargo, y las mujeres eran su pasión primaria, y después la política. En cuanto a la crianza de perros -y de mujeres- se había hecho de fama. Nadie en el país tenía mejores castas de Pastor Alemán –ni mejores hembras. A los perros los educaba con mimos, con esmero, los mandaba a curar a una clínica especializada en Nueva York cuando se enfermaban, pero las mujeres tenían que conformarse con la medicina local. Esa discriminación aparente tenía una justificación ética. En su dedicación a los perros de esa raza Pipilino veía una especie de parábola o referencia al Gran Pastor de ovejas, nuestro Señor Jesucristo, mientras que las mujeres eran un hobby, una afición, un entretenimiento no exento de filantropía.
Pipilino no era un tenorio sino más bien una víctima de la tentación de la carne, un mujeriego compulsivo. De ahí que fuera poco discreto, además. En sociedad con un jerarca del Partido Reformista mantenía un harem, un serrallo en una finca del kilómetro 22 de la autopista Duarte, tenía cantidad de queridas en las cuatro esquinas del territorio nacional, salía frecuentemente con secretarias jovencitas y se dejaba ver en los fastuosos balnearios mejicanos de Cozumel y Cancún en compañía de mujeres con cuerpos de apaga y vete, cuerpos monumentales cubiertos apenas por tiritas y tirantes. Pero el tema era tabú. Público y tabú. Nadie en su sano juicio, en la prensa radial, televisada o escrita se atrevía a tocarlo bajo pena de exclusión, expulsión o censura, aparte de la posible perdición del alma. El poder terrenal de Pipilino, gracias a su larga hoja de servicios a la política criolla, iba más allá del poder espiritual. Su protagonismo político ponía rojo de envidia a su Eminencia Reverendísima. Muchas cosas no se movían en el país sin la intervención y anuencia del gran mediador que era Pipilino, el árbitro por excelencia, el hombre clave para redimir entuertos y diferencias entre las cúpulas mafiosas de los partidos del sistema. Su Eminencia Reverendísima era la máxima autoridad eclesiástica -inferior sólo al papa-, pero en materia de política esa autoridad la suplantaba, la ejercía muchas veces su subalterno, el monseñor Pipilino. De hecho, Pipilino llegó al punto de creerse imprescindible en el manejo de tales asuntos, y su vanidad lo movió a cabildear un helicóptero (con el gobierno, primero, y los empresarios después) para cubrir sus frecuentes desplazamientos sobre la media isla, pero la iniciativa fue desestimada, rechazada de plano por desproporcionada y absurda.
A su Eminencia Reverendísima –envidia aparte- le preocupaban menos las aventuras galantes de Pipilino que las últimas noticias sobre el párroco de frontera en Jimaní. El pueblo era tolerante en muchos sentidos y había multitud de curas discretamente amancebados que no llamaban a escándalo. Pero el pecado nefando era otra cosa. Las aberraciones del párroco de Jimaní eran alarmantes y las cartas de quejas, protestas, denuncias y querellas judiciales se amontonaban sobre su escritorio de caoba centenaria. El párroco se había cogido, literalmente, con los niños. Tenía predilección por los varoncitos y ya había derrengado a dos haitianos y cuatro o cinco criollos con un falo desmesurado que utilizaba, al parecer, a manera de ariete. Habría que tomar medidas, por supuesto, a su debido tiempo. Por lo pronto una reprimenda, un cambio de sede.
Sin embargo, el problema peor que confrontaba la jerarquía eclesiástica era el de los curas enganchados a comunistas, curas rebeldes, pendencieros, desobedientes, enfrentados a la autoridad terrenal y espiritual, curas idealistas de la peor ralea, ingenuos que se tomaban en serio lo del amor al prójimo, y para más peor, insobornables. El párroco de Cristo Rey, por ejemplo, un barrio populoso de la ciudad capital, era un incordio. Vivía agitando siempre a favor de los pobres, criticando a los ricos, atacando al gobierno, incumpliendo órdenes superiores, fomentando huelgas y protestas y hasta lanzando piedras contra inocentes y mansos policías. Jodiendo todo el tiempo con la vaina de los pobres –pobres por aquí, pobres por allá, como si los pobres no hubieran existido siempre-, pidiendo para los pobres, reclamando para los pobres y además oliendo a pobre. A él no lo habría recibido en audiencia sin vomitar las tripas. El muy fanático no reparaba en el hecho de que Jesucristo había sido pobre y que el mejor homenaje a Jesucristo era ser pobre. Si a la iglesia la había colmado de riquezas era para mejor servirlo, desde luego.
El párroco de Cristo Rey –como todos los partidarios de la llamada teología de la liberación con la cual el Santo Padre polaco había barrido felizmente en América Latina- era a su juicio un detritus social, un resentido, una escoria, un estorbo, un cuerpo extraño, un indeseable, un tipo zafio, mendaz, desaguisado, entre otras cosas, y tenía asegurado ya su pasaje al caño de las aguas negras. Las medidas, en este caso, serían enérgicas y no se harían esperar. A Namibia lo iban a mandar en calidad de sedicioso, al sur de África. Allí había más pobres que gentes, allí estaría entre los suyos, allí se hartaría de joder a favor de los pobres, allí terminaría de ponerse hediondo a pobre de por vida en nombre de Cristo. Aunque Cristo –por razones de santidad y sentido común- no olía a pobre. Olía a incienso y mirra como la Virgen. ¿La Virgen? Su Eminencia Reverendísima movió la cabeza para sacudirse del pensamiento la imagen del párroco y recordó que en su recámara lo esperaba la otra virgen bien lavada. La pasaría esa noche por las armas.
En realidad la virgen sintió esa noche como si le hubiera pasado un rodillo por encima. Aquel hombrote cuadrado, macizo, se acercó a su lecho y sin mediar palabras hizo la señal de la cruz y la bendijo, se quitó la sotana -debajo de la cual no usaba ropa interior- y se le vino encima con una espada caliente y la ensartó como a una salchicha. La dejó estrujada, maltrecha, con la sensación de no tener un hueso sano. Fiel al mandato de la iglesia, su Eminencia no usaba condón.
En las horas siguientes durmió como un corderito junto a la corderita -que no pegó los ojos-, entre sábanas manchadas en testimonio del sacrificio de la inocencia. Se despertó temprano con la conciencia limpia, alegre y ligerito. Lo despertaron, mejor dicho, sus ayudantas de cámara. El baño estaba listo y lo bañaron y lo perfumaron y masajearon como el atleta que era, y al terminar sus oraciones y volver a la recámara ya habían dispuesto de las sábanas manchadas y de la virgen. 
También estaban dispuestos en sus percheros de caoba centenaria -con aquel brillo celestial- los ornamentos litúrgicos de la Eucaristía Dominical que celebraría, en breve, en la Catedral, y a la que asistiría el Presidente y su gabinete. Los ministros del gobierno habían sido advertidos o amonestados con relación a la delicada cuestión de los olores corporales, en especial un alto funcionario de la Secretaría de Cultura a quien se le había prohibido la entrada por incorregible.
Sobre el robusto cuerpo de su Eminencia Reverendísima se colocó el hábito y sobre el hábito el alba, el lienzo blanco, sinónimo de pureza ritual y despojamiento de toda corrupción. Sobre el alba la estola y la casulla de color rojo púrpura encendido, una especie de manto a modo de poncho indígena, el elemento litúrgico por excelencia para oficiar la Santa Misa. Sobre la casulla luciría la gran cruz pectoral, el anillo pastoral en la mano diestra, el báculo o cayado en la siniestra, la mitra de púrpura encendida coronando la testa. Símbolos del poder episcopal en las grandes celebraciones.
Por un túnel discreto bajo el palacio arzobispal pasó a la Catedral, envuelto como quien dice en la magia de los cantos antifonales que anunciaban el Rito de Entrada, con el cual se inicia la ceremonia sacra. Radiante estaba y bello como un sol, y su sola presencia iluminó la nave. Con una inclinación teatral y un beso saludó el altar venerado. Levantó en alto los brazos volviéndose, para saludar, hacia la numerosa congregación de fieles, y en un gesto consuetudinario compuso, sin proponérselo su mejor mueca de desprecio. Dominus vobiscum. El Señor esté con vosotros. Y en efecto, allí estaba.
A Sara Pérez, por supuesto
Diciembre 2003/enero 2004

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