lunes, 22 de abril de 2019

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO (actualizada al jueves 5, 2022)

Pedro Conde Sturla
…bailemos un merengue de espaldas a la sombra / de tus viejos dolores, / más allá de tu noche eterna que no acaba, / frente a frente a la herida violeta de tus labios / por donde gota a gota como un oscuro río / desangran tus palabras. / Bailemos un merengue que nunca más se acabe, /bailemos un merengue hasta la madrugada: / el furioso merengue que ha sido nuestra historia. Franklin Mieses Burgos Paisaje con un merengue al fondo PRIMERA PARTE (1-31) Al querido Jefe siempre le decíamos que se cuidara, que no anduviera sólo, que había mucha gente mala y envidiosa en este país, se lo decíamos a cada rato una vez y otra vez cuando venía de visita, se lo repetíamos sin cesar querido Jefe, una y otra vez querido Jefe, cuídese mucho, querido, que el país lo necesita, que nadie puede ocupar su lugar. Se lo decíamos a coro mis dos hermanas y yo, las tres que habíamos quedado bajo su manto protector por expreso deseo de nuestro padre, el deseo de un padre amoroso en lecho de muerte. En él había encontrado nuestro progenitor un amigo, un mentor, un hermano. En él sus hijas encontraron otro padre, un tutor, un benefactor, un abnegado educador, un refugio, un amante, un marido. Cuídese mucho, Jefe, no se descuide, Jefe, vaya por la sombrita, le decíamos al Jefe mis dos hermanas y yo. Y el jefe se reía, despreciaba el peligro. Y esa fue su perdición. Al amparo de las sombras lo esperaron, malditos, en sus autos de lujo, disimulados entre los matorrales. Lo atacaron de noche y a traición, con ventaja, con maña. Siete hombres que del Jefe sólo habían recibido beneficios, cercanos colaboradores que traicionaron su confianza, la ley de los hombres y de Dios. Siete verdugos cobardes, afrentosos contra un pobre anciano que iba a visitar a su más anciana madre. xxx Solo los ingratos no quieren recordar cómo el querido Jefe reconstruyó la ciudad después del ciclón de San Zenón, que no dejó piedra sobre piedra, o mejor dicho tabla sobre tabla en la capital. El Jefe la volvió a hacer de nuevo y más bonita y con muchos edificios de concreto. Por eso, un reconocido patriota y hombre público pidió que le pusieran su nombre. Por eso le pusieron su nombre los ciudadanos más agradecidos. Por eso le pusieron Ciudad Trujillo a Santo Domingo: por puro agradecimiento. Por eso dijo un escritor famoso que no es Trujillo el que se honra, que es la ciudad que se honra con su nombre. Por eso al querido Jefe lo llamaron padre de la patria nueva. Benefactor de la patria. Para ser desagradecido sólo hay que haber nacido. Ese es el tipo de gente que achacaba y sigue achacando todo lo malo que pasaba en este país al ilustre Jefe. El Jefe se rodeaba de intelectuales, hombres cultos, preparados, gente de bien que sólo deseaba servir a la nación y la servía sirviendo al Jefe. Nunca tuvo el país tantos hombres ilustres en el gobierno. Un funcionario corrupto no tenía cabida en su gabinete. Había también gente mala, como en todos los gobiernos, sobre todo en la guardia y la policía, gente que no le pedía permiso al Jefe para cometer sus bellaquerías. Coroneles y generales que hacían lo que les daba la gana sin que el Jefe se enterara, oficialitos que actuaban por su cuenta y siempre a espaldas del Jefe, sin que el Jefe lo supiera. Pero cuando el Jefe llegaba a saberlo era el primero en indignarse. Todos recuerdan cómo castigó de viva voz y en presencia de delegados extranjeros los excesos de varios oficiales durante el proceso de dominicanización de la frontera y cómo humilló a Ludovino Fernández por ensañarse con el cadáver de Desiderio Arias. Los detractores del Jefe no le agradecen ni reconocen nada. Salvó el país de los invasores y sus detractores lo acusan de genocidio, salvó al país de la montonera y le llaman tirano. La dominicanización de la frontera es lo que llaman el corte, la matanza haitiana, la masacre del perejil, el genocidio. El genocidio, sí, el genocidio. Todos los haitianos muertos a manos de gente nerviosa y asustada que perdió el control de la situación durante la deportación se los pegan al Jefe, toda la gente que murió a manos de incontrolables infiltrados en las filas del orden se la pegan al querido Jefe, todos los abusos, todos los crímenes que se cometían eran obra del Jefe que ni lo sabía ni tenía tiempo para atropellar a tanta gente. Que había en las filas del gobierno subordinados que se insubordinaban y excedían en el ejercicio de sus funciones podía ser cierto, ya lo he dicho, pero también había luminarias como Troncoso y Peynado, intelectuales como Peña Batlle y reconocidos humanistas como el discreto, inspirado, resignado y sufrido Dr. Joaquín Balaguer, a quien el mismo Jefe y el destino pondrían en manos las riendas del país y la continuación casi ininterrumpida de la Era Gloriosa. Los detractores del Jefe no hacían ni hacen más que lo saben hacer: detractarlo. Pero mis hermanas y yo conocíamos a fondo la bondad de su corazón, sabíamos de lo que era capaz el querido Jefe. El devolvía cada golpe de ingratitud con nobleza, cada traición con el perdón. Por eso un gran patriota, un hombre público lo definió en su esencia, su quinta esencia: Trujillo es como el sándalo, que perfuma el hacha que lo hiere. Nunca entendimos por qué la gente se ponía tan nerviosa cuando venía de visita. Era un hombre cortes, educado, incapaz de hacerle un daño a nadie. En él había encontrado nuestro progenitor un amigo, un mentor, un hermano. En él sus hijas encontramos otro padre, un tutor, un benefactor, un abnegado educador, un refugio, un amante, un marido. xxx Virgilio escuchó que le decían levántate Virgilio o te tumbamos la puerta, te tumbamos el rancho y le prendemos fuego. Levántate cabrón. Su esposa despertó aterrorizada. Virgilio Martínez quizás se levantó a ver qué pasaba, quizás llegó a la puerta que quizás ya se abría a culatazos o patadas. Aquellas fieras infernales, tres demonios con el rostro tiznado, le abrieron la cara, la cabeza, le abrieron la garganta con golpes de machete y de furia incontenible, le abrieron la nariz, los labios, la barbilla con golpes de machete, le abrieron la mujer que estaba en cinta, la criatura que no habría de nacer, dejaron un mar rojo de sangre en la vivienda, un eco inmenso de gritos desgarrados. En su habitación, la muchacha de servicio empezó a escuchar los alaridos, escuchaba claramente y sintió que algo entre las venas se le volvía de hielo, un hielo interminable que le corría por el cuerpo, le entraba por los oídos con los gritos de terror y de dolor y los aullidos de las bestias. Después vería a la esposa agonizante, los colchones y el piso y las paredes, toda la casa nadando tinta en sangre. El cadáver vejado, mutilado, pateado, baleado, acuchillado de Virgilio Martínez Reyna. “El horror, el horror”, apenas el principio de la orgía de sangre. xxx -¡Pero mi capitán, son solo niños! -Y las órdenes son órdenes: hombres, mujeres, niños, niñas. -Algunos ni siquiera caminan, míreles los ojitos, mi capitán, y ni siquiera entienden, algunos me sonríen. -Si los deja crecer se convierten en adultos y se propaga otra vez la plaga. No les mire los ojos. Lléveselos al monte y resuelva. XXX -Dicen que algunas familias los han escondido y protegido, otras los han entregado con engaños a las autoridades. A un grupo de muchachos, niños y niñas, les dijeron que los iban a llevar al río a bañar y los llevaron. Al río Dajabón los llevaron. Al Dajabón, al Masacre. A bañarse en el río de sangre. -Dicen que Alcántara anda por esas lomas haciendo de las suyas. El guaraguao Alcántara le dicen. Malfiní Alcantará. -En la frontera todo huele a sangre y a podrido. Los que no pudieron escapar ya ni lo intentan. Parece que se entregaron a la muerte, abandonaron las ganas de vivir. Lo más impresionante es esa mirada triste y mansa. Resignada. Se dejan agarrar y conducir en fila india sin ofrecer resistencia. Están como sin vida, sin voluntad, como si fueran zombis. El capitán les dice que levanten el ala y la levantan, levantan el brazo izquierdo mecánicamente y se dejan meter la bayoneta por el sobaco para alcanzar el corazón y ahí se acaba. Ya ni siquiera gritan. Parece que ya no sienten ni padecen. Durante mucho tiempo, en los alrededores de Montecristi, los puercos desenterrarían huesos humanos en las pocilgas. xxx Imaginario del 30 de nunca La bestia había salido, como de costumbre, a pasear por el Malecón en compañía de sus fieles. Esa noche lo acompañaban, de acuerdo a informes dignos de crédito, Miguel Ángel Báez Díaz, Arturo Espaillat, Rafael Paíno Pichardo, Jhonny Abbes García, Luis Rafael Trujilllo (Nene), Augusto Peignand Cestero, el general José René Román Fernández (Pupo), jefe de las Fuerzas Armadas, y su edecán militar, el coronel Marcos Jorge Moreno. Al grupo se uniría después Virgilio Álvarez Pina (alias Cucho). Un selecto grupo de sus mejores hombres, entre los que no faltaban matarifes, torturadores, aduladores, sicofantes… Quizás no lo sabía (o quizás así lo quería), pero todos en su compañía se sentían cohibidos, temerosos, inseguros. Sus cambios de humor y sus rabietas eran cada vez más frecuentes y su desconfianza en esa época se acercaba al límite de la paranoia. Sospechaba sin duda que algunos de sus fieles más fieles, incluso algunos de los que lo acompañaban, comenzaban a ser infieles. Y lo peor, para la bestia, es que no estaba equivocada. Sus sospechas no eran infundadas. Junto a la bestia caminaban esa noche por lo menos dos conspiradores. La negra bestia de la muerte caminaba junto a la bestia esa noche y la bestia no lo sabía. xxx Ahora lo estaban esperando en las sombras al sombrío y siniestro, ahora iba a pagar la bestia inmunda, a malpagar con unos minutos de terror lo que no podía pagar en el peor de los infiernos, si acaso hubiera infierno. La estaban esperando a la fiera infernal con más de treinta años de retraso, pero sí que la esperaban y desesperaban y temblaban, con miedo, con angustia, con los corazones oprimidos por la ansiedad y el odio, la dilación, la espera, el sudor que corría a borbotones, la tensión que agarrotaba las manos y los sentidos, pero dispuestos a todo, finalmente dispuestos al todo por el todo. Estaban sudando a mares, probablemente, a causa del calor que sentían por dentro, la caldera que estaba a punto de estallar, los nervios que parecían a punto de reventar, la tensión que trataban de disipar con aquellos movimientos compulsivos de las manos y los dedos que acariciaban los hierros. -No va venir el maldito. -El teniente dijo que vendría y va a venir. -No va venir, lo presiento, no a venir el maldito. -Te digo que vendrá y va a venir. La presión de todos esos días que se convirtieron en semanas y meses había ido en aumento y ahora llegaba a un punto culminante que era también un punto muerto. Ya no había vuelta atrás, quizás lo peor había pasado. ¿Cómo habían podido soportar durante tanto tiempo las dudas, las vacilaciones, el temor a ser descubiertos, a la delación por parte de sus propios compañeros, la zozobra cotidiana de aquella permanente incertidumbre? ¿Cómo habían podido eludir la vigilancia del temible Servicio de Inteligencia Militar, cómo se habían podido encubrir, disimular, frente a los ojos de sus potenciales enemigos y sobre todo de sus seres queridos, cómo habían podido mantener oculto a sus esposas, hijos, padres, hermanos y demás familiares los hilos de una trama que afectaría las vidas de inocentes y culpables? Ya no había vuelta atrás. Pero lo peor no había pasado. El precio que ellos podían pagar lo habían calculado al milímetro. El que pagarían sus familiares era imponderable. xxx La bestia se repantigó en el confortable asiento trasero del Chevrolet Bel Air azul y le ordenó a Zacarías de la Cruz que enfilara para San Cristóbal. Acarició, sin proponérselo, casi inconscientemente, la culata de su fiel compañera. Era una Thompson. Un fusil o subfusil ametralladora, una de esas máquinas de matar diseñada o inventada por John Tagliaferro Thompson en 1919. El arma favorita de Al Capone, de los gánsteres de Chicago y los agentes federales durante la gloriosa época de la prohibición en los Estados Unidos. Una sonrisa de placer le bañó el rostro. No era la habitual sonrisa de hiena que exhibía en público para atemorizar a la concurrencia y a veces sin darse cuenta. Ahora tenía una sonrisa beata, casi de santidad. La sonrisa del santo que esperaba su recompensa. En la casa de caoba de la Hacienda Fundación lo esperaba una muchachona de carnes firmes, muy firmes. Nunca supo en qué momento escuchó un estruendo que salió como quien dice de la nada, un sonido espantoso, un rechinar de vidrio, un alarido de metal que retumbó dentro del lujoso vehículo del año y sintió un fuego, un fuego intenso y agrio que penetraba en su cuerpo, un violento empujón y el fuego intenso y agrio… Probablemente la muchachona se quedaría esperándolo esa noche. xxx El Chevrolet negro, con las luces apagadas, se acercó por detrás al Chevrolet azul y el motor rugió como una fiera. El disparo sonó igual que un cañón, produjo una enorme detonación que parecía de escopeta y durante un segundo ahogó el rugido de fiera del motor. Luego el conductor encendió las luces, aceleró y se emparejó con el carro del Jefe por la derecha, internándose por el paseo. Sus ocupantes dispararon con armas automáticas, con todo lo que tenían. El mayor Zacarías de la Cruz, el valiente y leal chofer de la bestia, dice que embistió con el auto suyo al de los agresores, tratando de sacarlo de la pista, pero el otro tenía un motor más potente y lo rebasó. Zacarías tuvo que pisar el freno para evitar una colisión. Zacarías dice que el querido Jefe le dijo que estaba herido, ordenó que detuviera el vehículo y salieran a pelear. Zacarías le dijo que iba a tratar de evadirlos y regresar a la ciudad. El Jefe repitió la orden, le dijo que detuviera el auto y bajaran a pelear. En ese momento Zacarías intentó dar la vuelta, un giro desesperado, y le faltó poco para lograrlo. El auto quedó varado en la hierba, a un lado de la carretera, en dirección contraria a la que venía. Zacarías dice que se volvió hacia atrás y vio cuando el valiente Jefe abría la puerta izquierda, la ropa tinta en sangre, posiblemente mal herido. El vehículo de los asaltantes estaba al frente, del lado opuesto, y el Jefe avanzó hacia ellos con decisión temeraria, disparando con su pequeño revólver 38 de cañón corto. Los traidores respondían con un nutrido fuego de armas largas. Zacarías dice que también estaba herido y le echó manos a un fusil M-1 y empezó a disparar. El Jefe seguía avanzando y disparando, evadiendo como por arte de magia la metralla enemiga. Zacarías lo vio, luchando todo el tiempo como una fiera enfierecida, hasta el momento en que se desplomó lentamente como un titán sobre el pavimento. Cuando el cargador del M-1 agota su escasa provisión de municiones, Zacarías toma una metralleta, una Luger de cañón corto, y continua disparando a conciencia, racionando las balas para sostener un combate que suponía que iba a ser largo. Uno de los asaltantes se acerca al cuerpo del Jefe, posiblemente con la intención de darle un tiro de gracia. Zacarías le dispara y lo hiere, ve cuando se retira y escucha sus gritos. Otro asaltante se acerca al caído y corre la misma suerte: Zacarías lo derriba de un plomazo y cree que está muerto, pero luego ve que se incorpora y vuelve atrás, corriendo cobardemente hacia su auto. La provisión de balas de la Luger también se agota. En ese momento, sólo en ese momento, Zacarías sale del auto, abre una puerta trasera y toma la poderosa ametralladora Thompson que el Jefe había dejado en el asiento, rastrilla el arma y se dispone a acabar con los taimados agresores. Entonces siente un impacto en la sien derecha y es lo último que recuerda. En el combate había recibido un balazo en cada pierna, uno en un tobillo, uno en un muslo, otro en el vientre, dos en el hombro derecho y finalmente uno en la sien derecha que le fracturó el parietal. Cuando despertó, al cabo de un tiempo indeterminado, se sentó en una verja. El cadáver del querido Jefe y su Chevrolet Bel air azul ya no estaban. Zacarías recibió ayuda de unos campesinos. Alguien lo llevó a la ciudad y lo internó en el Marión, un hospital militar. xxx Los del Chevrolet sudaban la gota gorda. Sudaban como caballos y sus razones tenían para sudar mientras esperaban que la bestia hiciera su aparición. Se habían estacionado casi a tiro de piedra frente al Coney Island de la Feria, la pomposa Feria de la Paz y confraternidad del mundo libre, y mantenían las luces apagadas, por supuesto. La conversación apagada, a veces cáustica, nerviosa. Unos tres kilómetros más adelante, y quizás también sudando a mares, esperaban Tejera y Livio Cedeño en el Oldsmobile. Roberto Pastoriza estaba solo en un Mercury. La camisa empapada de sudor. Imbert quizás sudaba más que los otros, sudaba copiosamente y el sudor le corría seguramente por los mofletes, por las manos regordetas y quizás torpes. Estrella Sadhalá y Antonio de la Maza, junto al veterano teniente García, contenían de alguna manera la impaciencia, pero todos sudaban copiosamente y la maldita bestia no aparecía. Imbert estaba al frente del volante. El sería el único sobreviviente del grupo de los conjurados que tomaron parte en el besticidio, él daría la versión oficial de los hechos, él crecería en su estatura heroica en cada versión de los hechos. En la versión oficial de los hechos ocurrirían cosas que no se han podido desde luego comprobar y tampoco desmentir, en la versión oficial la bestia recibiría heridas que no recibió: la herida desgarrante que le destrozó el hombro en la refriega, la herida que no vieron y desmintieron los médicos que vieron el cadáver. El se arrastraría junto a los demás por el suelo hasta llegar a pocos metros de la bestia, él apuntaría con su revólver desde el suelo y dispararía dos veces, la bestia caería bajo el fuego de sus disparos certeros, una bala le daría en la barbilla, se caería de espaldas, moriría inmediatamente. No se movería más. Él lo hizo todo, casi todo. Ocurrirían otras cosas heroicas e imposibles de comprobar. La bestia ordenaría detener el auto y bajarse a pelear. Se bajaría del auto, cuando ya estaba herido, enfrentaría a los conjurados, avanzaría hacia ellos disparando con su revólver '38, caería finalmente abatido, heroicamente abatido, mientras Zacarías vaciaba una ametralladora tras otra, sin darle tregua a sus oponentes. ¿No berreó la bestia como un chivo, no se ensució en los pantalones? ¿Lo dieron por muerto a Zacarías o se hizo el muerto, se escondió o salió huyendo? Los únicos dos sobrevivientes se apropiaron de la versión de los hechos y todo lo demás son conjeturas. Lo único que permanece claro es que a la bestia la ejecutaron esa noche. Todo lo demás pertenece al imaginario colectivo. xxx La lista de los muertos, los muertos conocidos, los tantos muertos, los muertos más y menos ilustres, los muertos que murieron de mala muerte es algo que no parece que se acaba y no se acaba porque no se conoce más que la superficie de los campos de exterminio. De una u otra manera la bestia comenzó a desembarazarse incluso de quienes habían sido sus aliados, aquellos que lo habían llevado al poder y ahora le hacían sombra, los que vieron cuando era demasiado tarde las entrañas del monstruo que habían aupado y dieron muestras de horror. A Estrella Ureña, su vicepresidente, el verdadero creador del movimiento que lo elevó a la presidencia, lo apartó del poder en medio del festín, lo segregó, lo convirtió en un paria social durante muchos años hasta que decidió ponerle fin a sus días. Desiderio Arias era más peligroso e hizo que lo ejecutaran, le cortaran la cabeza y celebraran su muerte en los pueblos del Cibao como una fiesta. El prestigioso opositor Virgilio Martínez Reyna era también un peligro y le propinó una muerte cruel junto a su esposa Altagracia Almánzar, que estaba esperando un hijo. Hay quien dice que en la matanza no se salvó ni la muchacha del servicio. Pero la saña, la sed de sangre de la bestia no se dio por satisfecha. También persiguió, hostigó, encerró en un exilio interior a la familia del difunto, la familia Mainardi Reyna, pues aquellos que caían de la gracia del Jefe no tenían una segunda oportunidad en este infierno. Bastaba con que un miembro de una familia se hiciera o lo hicieran desafecto al régimen para que el resto cayera en desgracia. Era la lógica del poder que se aplicó a los Larancuent, a los Bencosme, a los Perozo que fueron prácticamente exterminados. A tantas otras familias. xxx No hay mejor cuña que la del mismo palo, reza el refrán. La mayoría de los conjurados pertenecía en mayor o menor medida al círculo de amistades o conocidos, al entorno social de la bestia, algunos al círculo íntimo, al entourage sacré. Cuñas del mismo palo, como se dice. Ángeles que iban a caer, que empezaban a sudar copiosamente. Todos sudaban a mares, probablemente, a causa del calor que sentían por dentro, la caldera que estaba a punto de estallar, los nervios que parecían a punto de reventar, la tensión que trataban de disipar con aquellos movimientos compulsivos de las manos y los dedos que acariciaban los hierros. La presión de todos esos días que se convirtieron en semanas y meses había ido en aumento y ahora llegaba a un punto culminante que era también un punto muerto. Ya no había vuelta atrás, quizás lo peor había pasado. ¿Cómo habían podido soportar durante tanto tiempo las dudas, las vacilaciones, el temor a ser descubiertos, a la delación por parte de sus propios compañeros, la zozobra cotidiana de aquella permanente incertidumbre? ¿Cómo habían podido eludir la vigilancia del temible Servicio de Inteligencia Militar, cómo se habían podido encubrir, disimular, frente a los ojos de sus potenciales enemigos y sobre todo de sus seres queridos, cómo habían podido mantener oculto a sus esposas, hijos, padres, hermanos y demás familiares los hilos de una trama que afectaría las vidas de inocentes y culpables? Ya no había vuelta atrás. Pero lo peor no había pasado. El precio que ellos podían pagar lo habían calculado al milímetro. El que pagarían sus familiares era imponderable. (3) 27 de noviembre 1930 La historia de los Larancuent, del valor suicida de Alberto Larancuent Ramírez y varios de sus hijos es algo que causa admiración y parte el alma. Alberto Larancuent había estado preso por oponerse a la farsa electoral que culminó con el triunfo de Trujillo el 16 de mayo de 1930 y la juramentación de Trujillo y Estrella Ureña el 16 de agosto del mismo año. Lo soltaron para darle muerte, para dar un ejemplo, otro de muchos ejemplos a los opositores. El hecho ocurrió un mes después de la toma de posesión y apenas unos meses después del escandaloso asesinato de Virgilio Martínez Reyna, cuando todavía la bestia no se había juramentado. Muchos otros crímenes no figuran en los libros de contabilidad de la historia, pero la bestia chorreaba sangre por ojos, boca y nariz desde los inicios de su carrera de cuatrero, guarda campestre, asaltante, violador de menores y sobre desde que se puso al servicio de las tropas de ocupación del imperio en la llamada Guardia Nacional. Al temerario Alberto Larancuent lo balearon, le cayeron a balazos en público, como para que la gente viera que el brazo de la bestia no tenía pudor ni reparos. Un siniestro personaje lo baleó a traición, por la espalda, mientras conversaba de noche con amigos en el parque Colón, y el primer disparo lo alcanzó en la nuca. Alberto Larancuent escucharía el disparo, sentiría un dolor confuso, un hierro al rojo vivo a flor de piel, y se sorprendería quizás en el primer momento, antes de entender que la muerte lo buscaba y lo encontraba. Larancuent se volvió con el rostro descompuesto: ¿Habrá tenido en ese momento un arrebato de furia, uno de esos que impulsan a luchar como las fieras cuando se sienten heridas de muerte? Quizás invadido por la rabia cometió la imprudencia de hacerle frente y sin armas a su verdugo que volvía a disparar y le dio en la mano, según se dice. Lo más probable es que Larancuent intentaría escabullir el bulto mientras el agresor se le acercaba disparando a mansalva. El alevoso vaciaría el revólver, lo dejó hecho un colador. Solo su alma, su lucidez y su entereza estaban intactas. Me han cosido a balazos, dicen que dijo, y lo habían cosido literalmente a balazos. Los cirujanos del hospital Padre Billini encontraron en los intestinos diez perforaciones, otra en el pubis, dos en la vejiga, otra en los órganos genitales, amén de las del cuello y la mano. Lucharon inútilmente durante horas tratando de salvarle la vida que, gracias a su increíble resistencia y fortaleza, conservó hasta la tarde del día siguiente. El entierro tuvo lugar en La Romana. Pero la historia no termina aquí. A su hijo Alberto lo asesinarían muchos años después, en 1948, en el mismo pueblo de La Romana. Su hijo Ramón apareció muerto al poco tiempo sobre los rieles de un ingenio azucarero. Su hijo César Federico pereció junto a la mayoría de los héroes de la repatriación armada del 14 de junio de 1959. xxx Al automóvil del Jefe no le cabían más tiros, desgraciados. En ningún momento se les apretó el alma, lo masacraron al Jefe sin compasión, lo cocinaron a balazos, lo acribillaron, lo hirieron de muerte y le pasaron el carro por encima, lo remataron y después lo metieron en el baúl. Al chofer lo dieron por muerto y lo abandonaron, le dieron balazos de vicio, pero no lo martirizaron como al Jefe. No lo metieron en el baúl sin saber si estaba difunto. No se lo merecía el querido Jefe… xxx Los del Chevrolet sudaban la gota gorda. Sudaban como caballos y sus razones tenían para sudar mientras esperaban que la bestia hiciera su aparición. Se habían estacionado casi a tiro de piedra frente al Coney Island de la Feria, la pomposa Feria de la Paz y confraternidad del mundo libre, y mantenían las luces apagadas, por supuesto. La conversación apagada, a veces cáustica, nerviosa. Unos tres kilómetros más adelante, y quizás también sudando a mares, esperaban Tejera y Livio Cedeño en el Oldsmobile. Roberto Pastoriza estaba solo en un Mercury. La camisa empapada de sudor. Imbert quizás sudaba más que los otros, sudaba copiosamente y el sudor le corría seguramente por los mofletes, por las manos regordetas y quizás torpes. Estrella Sadhalá y Antonio de la Maza, junto al veterano teniente García, contenían de alguna manera la impaciencia, pero todos sudaban copiosamente y la maldita bestia no aparecía. Imbert estaba al frente del volante. El sería el único sobreviviente del grupo, él daría la versión oficial de los hechos, él crecería en su estatura heroica en cada versión de los hechos. En la versión oficial de los hechos ocurrirían cosas que no se han podido desde luego comprobar y tampoco desmentir, en la versión oficial la bestia recibiría heridas que no recibió: la herida desgarrante que le destrozó el hombro en la refriega, la herida que no vieron y desmintieron los médicos que vieron el cadáver. El se arrastraría junto a los demás por el suelo hasta llegar a pocos metros de la bestia, él apuntaría con su revólver desde el suelo y dispararía dos veces, la bestia caería bajo el fuego de sus disparos certeros, una bala le daría en la barbilla, se caería de espaldas, moriría inmediatamente. No se movería más. Del otro lado, en la versión de Zacarías de la Cruz (el valiente y leal chofer de la bestia), ocurrirían otras cosas heroicas e imposibles de comprobar. La bestia le ordenaría detener el auto y bajarse a pelear. Se bajaría del auto, cuando ya estaba herido, enfrentaría a los conjurados, avanzaría hacia ellos disparando con su revólver 38, caería finalmente abatido, heroicamente abatido, mientras Zacarías vaciaba una ametralladora tras otra, sin darle tregua a sus oponentes. ¿No berrió la bestia como un chivo, no se ensució en los pantalones? ¿Lo dieron por muerto a Zacarías o se hizo el muerto, se escondió o salió huyendo? Lo único que permanece claro es que a la bestia la ejecutaron esa noche. Todo lo demás pertenece al imaginario colectivo. Bibliografía: Federico D. Marco Didiez, Los primeros crímenes de Trujillo, http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html (4) 19 de noviembre1930 (Primera parte) El general Cipriano Bencosme sobresale hasta cierto punto en la historia dominicana como un defensor de causas perdidas. En 1911, a raíz del alevoso asesinato de su amigo y presidente Ramón Cáceres en los alrededores de Güibia, incursiona por primera vez en la lucha armada: toma parte en la llamada guerra o Revolución de los Quiquises, apoyando a Horacio Vázquez y Desiderio Arias contra los Victoria, que se habían establecido en el poder (aprovechando el vacío dejado por Cáceres) y pretendían de seguro quedarse por tiempo indefinido. Durante este episodio a Bencosme le fue mal, peor que mal. Los partidarios de los Victoria o Quiquises le quemaron la casa y un hijo pequeño se esfumó y lo dieron por muerto, hasta qué apareció al cabo de un año en brazos de la niñera que se había escondido todo ese tiempo prudentemente. La sangrienta contienda se decidió a favor de los intereses del imperio que intervino directamente para ponerle fin mediante presiones económicas y militares. Estas dieron origen a una Comisión Pacificadora que eligió como presidente al oportunista y servil Arzobispo Nouel en 1912 por un periodo de dos años que no llegó a cumplir. Bencosme no escarmentó y, otra vez en alianza con el general Desiderio Arias y Horacio Vázquez, del cual era incondicional, se levantó contra el arzobispo presidente, pero las fuerzas de los insurrectos fueron sitiadas y tuvieron que capitular. Un año más tarde acompañaría a Horacio Vásquez en un nuevo levantamiento, esta vez contra el gobierno de José Bordas Valdez, pero con Desiderio Arias en contra (la llamada Revolución del ferrocarril), y fueron otra vez derrotados, aunque algún tiempo después lograron echar a Bordas del poder, lo que dio paso a un gobierno provisional de Ramón Báez, seguido por otro de Juan Isidro Jiménez y luego por otro de ocho años impuesto por las cañoneras del fatídico imperio del norte. Con la misma entereza y el mismo valor que había demostrado toda su vida, protestó Bencosme contra las tropas yanquis que ocuparon el país entre 1916 y 1924, y llegó incluso a confabularse con un grupo de patriotas para llevar a cabo unas acciones que no llegarían a materializarse. Cipriano Bencosme sería traicionado, delatado, apresado e incluso maltratado en prisión por la soldadesca interventora. Se dedicó después o, mejor dicho, volvió a dedicarse a las labores del campo que eran su medio de vida. Bencosme, oriundo de Moca, era un rico terrateniente que se había casado con una prima más terrateniente que él y se convirtió en uno de los principales hacendados del país. Llegó a poseer un emporio agrícola de miles de tareas en el que según se afirma, con cierta exageración, trabajaban más de quinientas personas. Dice Rufino Martinez que era un hombre espléndido que no le negaba protección o asilo en sus tierras a ningún perseguido, un hombre pródigo que a nadie negaba los frutos de la tierra que necesitaran. Ahora bien, cuando no estaba sembrando o participando en levantamientos militares, Cipriano Bencosme se dedicaba a hacer muchachos. Su apetito sexual incurable lo llevó a tener una inmensa prole de veintisiete descendientes directos con diez mujeres. Cuando las tropas del imperio abandonaron el país, si acaso alguna vez lo han hecho, cuando pareció restablecerse la soberanía nacional -un espejismo-, se realizaron elecciones y su cancachán Horacio Vázquez se convirtió en presidente y él en diputado. Pero Bencosme subió sin hambre al poder y se desempeñó, según se dice, con ecuanimidad. Renacieron viejas esperanzas y se fortaleció la fe en el progreso. Pero todo era una ficción, pura apariencia. El reloj de la historia marchaba de nuevo hacia atrás. Después de cuatro años de gobierno corrupto como pocos, Horacio Vázquez descubrió que un solo periodo en la presidencia era muy corto para llevar a cabo su magna obra de gobierno y decidió prolongar su estadía en el poder con un par de años más, una extensión de dos años posiblemente renovable. Luego trataría de reelegirse y se armaría la pelotera. Era la oportunidad que la bestia esperaba agazapada, la compuerta que abrió las aguas del pandemonio. Horacio confiaba ingenuamente en la bestia, lo había ascendido a teniente Coronel, a brigadier, a general de brigada, lo había convertido en el hombre fuerte más fuerte del país. Cuando Rafael Estrella Ureña abandonó las filas del gobierno para organizar -contra los propósitos reeleccionistas de Horacio- un movimiento de desobediencia cívico militar que estremeció el Cibao, éste acudió a la bestia para que le sacara las castañas del fuego. Pero la bestia y Estrella estaban confabulados. Coludidos. Estrella Ureña había apoyado a Horacio en las elecciones de 1924 y había sido nombrado en el ministerio de Justicia e instrucción pública hasta que las veleidades continuistas de Horacio lo llevaron a conspirar con Trujillo, que era Jefe de las fuerzas armadas, su hombre de confianza. Horacio Vázquez trató entonces de detener el golpe de Trujillo y Estrella Ureña nombrando a última hora a Sergio Bencosme, hijo de Cipriano, como Secretario de Defensa, un cargo que ya resultaba ser poco menos que honorífico Una vez derrocado Horacio, Estrella Ureña ocupó la presidencia provisional y organizó unas elecciones para mantenerse más o menos legítimamente en el cargo. Estrella tal vez creía haber utilizado a Trujillo, pero era todo lo contrario. En las elecciones de 1930 iría como candidato a la vicepresidencia y Trujillo a la presidencia, y ganarían por una abrumadora mayoría de fraudes condimentados con una buena dosis de represión y terror. Las relaciones entre ambos mandatarios se deterioraron de forma tan violenta que Estrella Ureña se vio obligado a viajar fuera del país en 1932 y anunció desde Cuba su renuncia por supuestos motivos de salud. Se desempeñó luego como juez de la Suprema corte de justicia, hasta que un día se vió obligado a someterse a una operación quirúrgica a la que no sobrevivió, probablemente por consejo de Trujillo a los médicos. Cipriano Bencosme -ya se dijo- era incondicional de Horacio Vázquez, lo acompañó en todos sus levantamientos, con él estuvo en las buenas y en las malas, estuvo con él cuando se le ocurrió extender en dos años el periodo de gobierno y lo secundó en la aventura de la fracasada reelección, en todas las circunstancias le brindó, en fin, un apoyo sin fisuras. Lo seguiría hasta la última consecuencia, hasta que la muerte los separó. La muerte de Bencosme. Bibliografía: Cipriano Becosme Comprés, https://www.ecured.cu/Cipriano_Bencosme_Compr%C3%A9s Cipriano Bencosme, http://mocanos.typepad.com/my_weblog/2008/11/cipriano-bencosme.html El general Cipriano Bencosme entra en la corriente…, https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/el-general-cipriano-bencosme-entra-en-la-corriente-JODL350229 Federico D. Marco Didiez, “Los primeros crímenes de Trujillo”, http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html Jorge Zorrilla Ozuna, “Cipriano Bencosme ”, http://hoy.com.do/cipriano-bencosme-2/ Rufino Martínez, “Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930” (5) 19 de noviembre1930 (Segunda parte) Bencosme le tenía ojeriza a Trujillo por la deslealtad que había mostrado a Horacio Vásquez, quien había sido su benefactor, por no haberlo apoyado en su proyecto de perpetuarse en la presidencia y por traidor, por haberlo, en una palabra, reemplazado y porque ahora comenzaba a perfilarse como el monarca sin corona que sería durante más de treinta años y por los métodos brutales que estrenaba en el ejercicio del poder, incluso antes de la toma de posesión y durante la campaña electoral. La época de las revoluciones, o mejor dicho, de los levantamientos de la montonera, ya había perdido su base de sustentación desde que los invasores comenzaron a desarmar a la población civil y a crear un ejército que suplantaría al de los tiempos de Mon Cáceres. El que se forjó en parte -como dice Rufino Martínez- bajo el mando de Alfredo Victoria “a base de rigurosa disciplina, el cuerpo militar más acabado que tuvo la República, el último ejército netamente dominicano”. Ahora había un ejército más moderno con hombres mal pagados, como de costumbre, bien armados y entrenados, uniformados y fanatizados, pero al servicio de intereses foráneos (“…se desvanecía con ello -dice Rufino Martínez- el espíritu del honor militar…”). La mayoría de los revolucionarios de profesión estaban sin empleo o estaban muertos o jubilados, y con los pocos que quedaban no era posible organizar un movimiento armado que pudiera dar directamente el frente a la guardia nueva que ahora custodiaba los intereses de la nación norteamericana. Quizás por eso Bencosme cogió el monte, el monte, que de seguro conocía al dedillo, se alzó el 26 de junio en las lomas de El Mogote, cerca de Moca, casi dos meses antes de que la bestia tomara posesión, se levantó en armas por última vez en su propio territorio con un puñado de seguidores (entre los cuales había no pocos peones de su finca), tratando de crear un foco guerrillero que no llegó a prender. En compañía de Bencosme se alzaron hombres de gran carisma y relieve militar como el temerario Domingo Peguero, un coronel tan horacista y decidido como él, alguien que se había ganado el rango y un enorme prestigio a sangre y fuego en la sangrienta revolución de los quiquises, pero el movimiento no pudo aglutinar a las menguadas huestes horacistas y fue perdiendo fuerza, la poca que tenía, ante el acoso de las tropas del gobierno. En torno al levantamiento de Bencosme se han hecho numerosas conjeturas y edificado montones de fábulas. Que Trujillo conocía las intenciones de Bencosme y fue dos veces a visitarlo para hacerlo cambiar de opinión, que envío a Estrella Ureña varias veces con el mismo fallido propósito, que Bencosme contaba en principio con un total de quinientos hombres, que organizó la sublevación confiando en la promesa de un envío de armas que nunca se materializó, que Trujillo se vio precisado a pedir unos aviones prestados al dictador Machado de Cuba para sofocar a los insurrectos. Lo poco que se saca en claro es que el movimiento guerrillero no prosperó en ningún sentido y que al final Bencosme se vió acorralado, aislado, casi solo y luego se vio obligado a buscar refugio en una finca de Jamao, Puerto Plata, la finca de un tal Luis D’Orville, que supuestamente lo delató.También es posible que haya sido delatado por sus compañeros de armas, los pocos que le quedaban, los que habían caído presos y hablado bajo tortura. Se sabe que lo perseguían con la rabia de perros rabiosos. Se sabe que el 19 de noviembre de 1930 reposaba en una hamaca, se dice que sacó la cabeza al escuchar un ruido, que le dieron un balazo en la cabeza o en un ojo, que lo enterraron y desenterraron, que lo llevaron de Puerto Plata a Moca en parihuela para avergonzar su cadáver, que lo expusieron al público como un trofeo de caza. Todo un poco quizás a la manera de lo que hicieron con los restos de aquel héroe troyano, aquel famoso Héctor de La ilíada, el domador de caballos. “…como si hubiera sido un malhechor, -dice Rufino Martínez-, su cadáver, casi profanado, tuvo una mala sepultura. Todo Moca, donde era apreciado por la mayoría de los moradores y estaba emparentado con buen número de ellos, rumió su dolor, inmersa en el silencio más angustioso”. La propiedades de Bencosme fueron saqueadas, devastadas, la familia cayó en la ruina, descendió bruscamente del bienestar a la pobreza, fue reducida a la miserable condición de paria. Así le escribía, de rodillas, el día 14 de octubre de 1930, la suplicante Ana Bencosme a la bestia: “Nos está vedado todo. Los intereses de mi padre están en poder del comandante de Moca, el teniente Pérez. El café lo cogen y lo venden verde en la casa “Rojas”, de Las Lagunas de Moca; no podemos contar con nada; animales…gallinas, caballos, mulos… víveres… Por eso vengo a arrodillarme ante Usted…”. xxx 28 de abril 1935 Las tribulaciones de la familia Bencosme no terminarían con la muerte de Cipriano y la devastación de sus propiedades, sólo estaban empezando. El segundo en la lista de difuntos sería Sergio y luego Donato, el menor y más conocido de sus hijos, a los que se sumarían Alejandro y Boíl. Cuatro de los ventisiete que tuvo. Sergio Bencosme, aquel que Horacio Vásquez nombró Secretario de Defensa en su vano intento de parar el golpe de Trujillo, se había asilado en Estados Unidos, junto a otros cientos de dominicanos, y se supone que lo mataron por error. El asesino, un conocido sicario llamado Luis de La Fuente Rubirosa, alias Chichí, intentaba matar, silenciar para siempre a Ángel Morales, un archienemigo del régimen, y al parecer se confundió, confundió al joven Sergio con Ángel Morales, y lo ultimó a balazos, según dicen, en su propio apartamento de Nueva York. Probablemente no hubo tal confusión y Ángel Morales se salvó simplemente porque no estaba en el apartamento que compartía con su amigo cuando el verdugo llegó a cumplir lo que parecía ser una doble encomienda. En las oscuras circunstancias del hecho, el asesino logró escapar a Santo Domingo, donde la bestia lo recibiría, si acaso lo recibió, con todos los honores que el miserable merecía. El tal Chichí era sobrino de un oscuro personaje que había tenido a su cargo la coordinación de las labores de inteligencia para ubicar a Ángel Morales, y que ya se había manchado y se mancharía las manos y el alma de sangre al servicio de la bestia. Era Porfirio Rubirosa, una especie de crápula que más tarde brillaría con luz propia en el firmamento de las grandes estrellas del jet set, un play boy, un vividor, un parasito glorificado. Otro personaje que intervino en la planificación del crimen fue el abominable Félix W. Bernardino, el cónsul dominicano en Nueva York, uno de los planificadores del rapto y desaparición de Mauricio Baéz en cuba, un señor de horca y cuchilla en sus tierras del este, un sicópata bilioso, siempre sediento de sangre, que moriría de viejo pacíficamente en su cama. Mientras tanto, al joven Sergio Bencosme le cupo el triste honor de ser el primer enemigo de Trujillo asesinado en el extranjero. El primero de una larga serie que sería alcanzado en el exterior por el brazo largo de la bestia. Bibliografía Cipriano Becosme Comprés, https://www.ecured.cu/Cipriano_Bencosme_Compr%C3%A9s Cipriano Bencosme, http://mocanos.typepad.com/my_weblog/2008/11/cipriano-bencosme.html El general Cipriano Bencosme entra en la corriente…, https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/el-general-cipriano-bencosme-entra-en-la-corriente-JODL350229 Federico D. Marco Didiez, “Los primeros crímenes de Trujillo”, http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html Jorge Zorrilla Ozuna, “Cipriano Bencosme”, http://hoy.com.do/cipriano-bencosme-2/ Rufino Martínez, “Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930” (6) 18 de febrero 1957 Donato Bencosme había heredado de su padre la figura de recio galán, el carácter rebelde, insumiso, la pasión por las mujeres y unos ojos azules que lo hacían, según se decía, irresistible. Fortuna, buenos modales, galanura y otras muchas cualidades garantizaban su éxito con las mujeres, aparte del envidiable arte o artificio para convivir con varias en extraña armonía. De hecho, llegó a tener relaciones con seis al mismo tiempo y tuvo en total treinta y dos hijos, cinco más que los que se le conocían a su progenitor. Por lo demás, había reconstruido y tal vez acrecentado el patrimonio familiar y vivía como un potentado, como lo que era, un hombre rico, laborioso, culto y refinado que había estudiado en Europa y conocía varios idiomas, un hombre de mundo que se daba todos los lujos y se complacía en hacer ostentación de ellos. En especial tenía debilidad por los automóviles y era el feliz propietario de una flamante colección, una flotilla, ocho en total, y cada uno con su garage designado, aparte de habitación privada con baño para cada chofer. Donato Bencosme no medraba, pues, a la sombra del padre, se había construido su propia leyenda, pero la sombra del padre gravitaba ominosamente sobre su cabeza, era un hombre marcado por el odio de la bestia para morir de mala muerte. A ello contribuía una actitud desafiante o quizás fatalista, la de quién sabía que no iba a poder evadir para siempre las trampas del destino y respondía a las amenazas patentes y latentes con extrema dignidad. El esplendor y boato en que vivía constituían sin duda una afrenta para sus enemigos políticos y un motivo de rencilla para todos los envidiosos. Pero no hubo contra él durante mucho tiempo una hostilidad manifiesta. Donato había servido a la bestia en el cargo de gobernador en un par de ocasiones, había sido presidente del Partido Dominicano, el partido único, el de la bestia, y en alguna de sus propiedades había un letrero que ensalzaba la obra de gobierno, la de la misma bestia. También se cuenta el cuento de que en una ocasión denunció un complot para eliminarla. Nada, pues, enturbiaba la fidelidad o aparente fidelidad de Bencosme a Trujillo. El mismo Bencosme quizás pensaba que se había producido una reconciliación desde el momento en que la bestia le había permitido rehacer la fortuna familiar y hacerse cargo de sus hermanos y hermanas. Pensaba quizás ingenuamente que le habían otorgado el perdón por la rebeldía del padre y del hermano. Pensó que podía disimular, seguir disimulando, hacerse el muertito, guardar las apariencias, pensaría quizás que su propia fortuna demostraba que gozaba del favor de la bestia o que un hombre de su posición social era intocable. De hecho, logró mantener su estatus durante más de dos décadas, hasta los años finales de la tiranía, hasta que la paranoia de la bestia se desató de forma incontrolable. Las relaciones de la bestia con sus enemigos tenían muchas veces un carácter cíclico en el que se alternaban los castigos y los premios. De la cárcel se podía pasar a un cargo público y del cargo al cementerio. Algo rutinario. Donato no había sufrido ningún castigo y la bestia lo había premiado o premiaría con honrosos nombramientos que no podían ser rechazados, pero la suerte se le estaba agotando. En el momento quizás menos pensado, Donato Bencosme fue objeto de un Foro público en el que se lo acusaba de que tenía en su poder las armas que nunca llegaron a manos de su padre y que se aprestaba para tumbar al gobierno en cualquier momento. El Foro público, la gloriosa creación de Panchito Pratz Ramirez, era una columna diaria de difamación e injuria que se publicaba en El Caribe y generalmente anunciaba quién estaba o iba a caer en desgracia con el régimen. Donato Bencosme protestó públicamente contra la acusación y en medio del revuelo que se armó o quizás al final del mismo fue inconsultamente nombrado gobernador de la Provincia Espaillat. El juego del gato y el ratón había empezado. Siendo gobernador empezó a tener una racha de tropiezos, una serie de desencuentros con prominentes figuras del régimen, empezando por el llamado Pipí Trujillo, a quien acusó de malandrín y cuatrero, lo que en efecto era, y se lo ganó de enemigo. Más adelante se enemistó con el general Pupo Román, que era jefe del ejército, a causa de un accidente de tránsito, y luego se granjeó el odio del tenebroso Coronel Ludovino Fernández, a quien echó de su casa por haberse presentado en compañía de una querida. Para peor, se dice que en alguna ocasión encolerizó a la misma bestia por un asunto en relación con una candidata a reina de belleza. Aparte de esas minucias, su familia estaba fichada, etiquetada como enemiga del gobierno. Se decía que Donato financiaba los proyectos subversivos de Toribio y Ramón Camilo Bencosme en el exterior, que juraba entre sus íntimos que algún día tomaría venganza por la muerte de su padre y de su hermano. De la noche a la mañana precipitaron los acontecimientos y empezaron a acosarlo, a perseguirlo, lo botaron del cargo, lo volvieron a poner, lo acusaron de atentar contra el orden y la paz, lo condenaron a prisión, lo multaron, le concedieron una precaria libertad. Pero ya era hombre muerto. Definitivamente muerto. Andaba siempre con Rafael Camacho, su chofer, su guardaespaldas, su más leal y fiero servidor. Y un día, por fin, un fatídico día los detuvieron en Piedra Blanca, los trasladaron al palacio de la policía de Santiago. Allí los esperaban Pipí Trujillo, Ludovino y otros matarifes, los ofendieron seguramente de palabra y maltrataron, le clavaron un punzón a Rafael Camacho en el pescuezo, le cayeron a palos a Donato Bencosme, lo masacraron, lo machacaron a palos sin el menor asomo de piedad. Después los metieron en sacos, los metieron en el baúl del Opel en que andaban cuando los capturaron en Piedra Blanca, los arrojaron a un Barranco, un precipicio en la llamada Cumbre de Puerto Plata, los apalearon y despeñaron como harían años más tarde con las tres hermanas Mirabal y su chofer Rufino de La Cruz. Era el 18 de febrero de 1957 y Donato Bencosme tenía cuarenta y nueve años de edad “Fue una muerte muy anunciada -dice su hijo Cipriano-. Los que nos acompañaron fueron los pobres y mendigos. Nosotros fuimos repudiados por Moca entera”. Las noticias del trágico accidente, “debido a la rotura de la varilla del guía”, repercutieron en los escasos medios de prensa y provocó una soterrada conmoción. Todos sabían quién era el autor “intelectual” del accidente. Sólo el poeta Joaquín Balaguer no pareció enterarse nunca: “¿Quién le dio muerte a Donato?/ ¿Es verdad que conspiraba?/ ¿O algún amante celoso le tendió vil emboscada?” 1959 A la familia Bencosme le faltaba pagar todavía un nuevo y pesado tributo de sangre y lo pagó dos años después con las vidas de Ramón Camilo Bencosme y el doctor Toribio Bencosme en el amargo episodio de la repatriación armada del 14 de junio de 1959. Alguien dice que murieron en combate y otros dicen que fueron como la mayoría capturados, puntualmente torturados, sometidos a una secuela de horrores inenarrables. Bibliografía: Angela Peña, Donato Bencosme, La muerte anunciada de un coloso que recuperó la herencia que parecía perdida, http://hoy.com.do/donato-bencosme-la-muerte-anunciada-de-un-coloso-que-recupero-la-herencia-que-parecia-perdida-2/ José Abigail Cruz Infante, 50 años de la muerte de Donato Bencosme, https://listindiario.com/puntos-de-vista/2007/2/17/3557/50-anos-de-la-muerte-de-Donato-Bencosme TANIA MOLINA, Vivió como un sultán y murió con honor, https://www.diariolibre.com/noticias/vivi-como-un-sultn-y-muri-con-honor-DLdl126746 (7) El querido Jefe fue uno de esos hombres que se hizo a sí mismo.Trabajó desde la más temprana juventud como telegrafista, trabajó en un ingenio azucarero, trabajó de guardia campestre, ingresó a la academia militar fundada por los gringos durante la ocupación que tanto bien nos hizo y se graduó con honores con el rango de segundo teniente. Diez años después de su entrada triunfal a la academia lo ascendieron a general de brigada y jefe del ejército en el gobierno de Horacio Vásquez. Toda una hazaña. Todo un general y un caballero, un general y un humanista. Gracias a él pudo cumplir el presidente Vásquez su período en el poder, algo excepcional en la historia del país. Gracias a él se salvó luego la República de la dictadura que intentó implantar el mismo Vásquez con sus veleidades continuistas, gracias a él se preservó la continuidad democrática mediante elecciones libres, ejemplarmente libres. Eso no lo recuerdan ni lo quieren recordar los detractores del ilustre Jefe. Nadie sabe ahora o recuerda o parece haberse enterado de que la popularidad del Jefe era tan abrumadora que la oposición se retiró de la contienda y que el Jefe ganó las elecciones con una inmensa mayoría de votos. La más bella revolución de America llamó el poeta Tomás Hernández Franco al movimiento cívico y militar que impidió al presidente Vásquez entronizarse en el poder e hizo posible la llegada providencial del querido Jefe a la primera magistratura del estado. Un designio, sí, providencial… Se iniciaba una época de estabilidad y desarrollo como nunca había conocido el país. xxx La bestia había salido, como de costumbre, a pasear por el Malecón en compañía de sus fieles. Esa noche lo acompañaban, de acuerdo a informes dignos de crédito, Miguel Ángel Báez Díaz, Arturo Espaillat, Rafael Paíno Pichardo, Jhonny Abbes García, Luis Rafael Trujilllo (Nene), Augusto Peignand Cestero, el general José René Román Fernández (Pupo), jefe de las Fuerzas Armadas, y su edecán militar, el coronel Marcos Jorge Moreno. Al grupo se uniría después Virgilio Álvarez Pina (alias Cucho). Un selecto grupo de sus mejores hombres, entre los que no faltaban matarifes, torturadores, aduladores, sicofantes… Quizás no lo sabía (o quizás así lo quería), pero todos en su compañía se sentían cohibidos, temerosos, inseguros. Sus cambios de humor y sus rabietas eran cada vez más frecuentes y su desconfianza en esa época se acercaba al límite de la paranoia. Sospechaba sin duda que algunos de sus fieles más fieles, incluso algunos de los que lo acompañaban, comenzaban a ser infieles. Y lo peor, para la bestia, es que no estaba equivocada. Sus sospechas no eran infundadas. Junto a la bestia caminaban esa noche por lo menos dos conspiradores. La negra bestia de la muerte caminaba junto a la bestia esa noche y la bestia no lo sabía. xxx La más bella revolución de América (Primera parte) Horacio Vásquez había sido elegido presidente en 1924 (al cabo de un paréntesis de ocho años de ominosa ocupación militar yanqui), y cuando estaba a punto de agotar su período de cuatro años se inventó o hizo que sus más fieles servidores se inventaran (en base a un mamotreto jurídico) una prórroga que le permitió extender dos años su mandato. Cuando la extensión se estaba acabando se inventó o hizo que sus más fieles servidores y aduladores se inventaran o más bien desempolvaran el expediente de la reelección o el reeleccionismo. Nada nuevo bajo el sol. Los afanes continuistas y reeleccionistas de Horacio Vásquez, aparte de su miopía o ceguera en relación a las turbias maquinaciones de Trujillo, le abrieron a éste último las puertas del poder político, el poder absoluto, o por lo menos le dieron el pretexto para tomarlo por asalto. Mientras los más fieles servidores y aduladores del presidente vociferaban y escribían “Horacio o que entre el mar”, algunos colaboradores y funcionarios del gobierno, incluyendo al vicepresidente Federico Velázquez, renunciaron y pasaron abiertamente a la oposición o se negaron simplemente a secundar las ambiciones del anciano y gastado y quizás decrépito caudillo. Rafael Estrella Ureña, que había formado parte del gobierno como Secretario de Estado, se puso al frente de un movimiento cívico militar que surgió en Santiago y que era al mismo tiempo el instrumento de una conspiración de la que formaba parte -o más bien dirigía- el brigadier Trujillo. En la atmósfera de incertidumbre que se creó en esos días aciagos, no resultaba fácil distinguir quién trabajaba a favor o en contra de quién. Trujillo -pensaba Estrella Ureña-, sería su catapulta al poder y lo mismo pensaba Trujillo de Estrella Ureña. Una cosa piensa el burro -dice el refrán- y otra quien lo va montando. Pero Trujillo no era el burro. Muchos se dieron cuenta, lo vieron venir, lo intuyeron, presintieron lo que iba a suceder, pero otros, precisamente las partes más interesadas, permanecieron ciegas hasta que fue demasiado tarde. Cuando Vásquez, casi al final de la extensión de su mandato, se vio obligado a ausentarse del país por razones de salud, el vicepresidente Alfonseca, José Dolores Alfonseca (el sucesor de Federico Velázquez), lo sustituyó interinamente en el cargo y al cabo de pocas horas recibió la visita de quien era en ese momento uno de los más prestigiosos e influyentes dirigentes políticos del Cibao, un partidario suyo y un amigo de confianza: Virgilio Martínez Reyna. A Martínez Reyna no le fue difícil convencer a Alfonseca de aprovechar la ausencia de Horacio Vásquez para librarse o tratar de librarse de Trujillo, pero la loable tentativa provocó un duro enfrentamiento en el que poco faltó para que la sangre llegara al río. La legación norteamericana intervino como mediadora y Trujillo se salió con la suya, como tenía que salir con semejante mediación. Trujillo permaneció en su redil, en la fortaleza Ozama, y Martinez Reyna volvió al Cibao (afectado ya de una seria enfermedad pulmonar), sin saber que había firmado (o anticipado) su sentencia de muerte. Trujillo no le perdonó ni le perdonaría la iniciativa, el haber tratado de hacerlo saltar de su cargo, y se la hizo pagar cara. A él y a su esposa embarazada: Altagracia Almánzar. Durante su convalecencia en el hospital, Horacio Vásquez recibía reiterados informes sobre la deslealtad de Trujillo, su protegido y niño lindo, pero nunca les concedió mayor crédito ni mayor importancia. Cuando regresó al país al cabo de casi dos meses de ausencia y con un riñón de menos, recibió la visita de Cucho Álvarez Pina, un pariente de Trujillo que con el andar del tiempo sería uno de sus grandes colaboradores. Pero en ese momento Álvarez Pina no era trujillista y había ido a informarle a Vásquez que Trujillo lo había traicionado y estaba complotando contra él. Horacio Vásquez no quiso darse por enterado, le concedió a la noticia apenas el crédito de la duda y fue a la fortaleza a entrevistarse con Trujillo, a escuchar de su boca si era verdad o mentira que lo estaba traicionando. Trujillo sólo permitió la entrada a Horacio y dos acompañantes. Aun así, al parecer salió del recinto convencido de la lealtad de su protegido y de que las informaciones obtenidas no eran más que chismes de patio, intriga de políticos y politicastros. Muy confiado y seguro al parecer se sentía de las manifestaciones de lealtad recibidas por parte del hombre a quien había ascendido a general de brigada y jefe del ejército. Trujillo se había cuadrado en su presencia, lo había reconocido como su presidente, había quedado formalmente a la espera de sus órdenes y Horacio ordenó. Fue tan incauto, ingenuo, desmaliciado o bruto que le ordenó a Trujillo -precisamente al brigadier Trujillo- que enviara tropas a detener la caravana de insurrectos del movimiento cívico militar que encabezaba su cómplice Estrella Ureña. La caravana de insurrectos que avanzaba amenazadora desde hacía varios días sobre la capital. Bibliografía Robert D. Crassweller, Trujillo: the life and times of a caribbean dictator (8) La más bella revolución de América (Segunda parte) La caravana de insurrectos del movimiento cívico y militar se encontraba en ese momento en la llamada curva de la U, una fatídica curva que serpenteaba en una cumbre de la carretera de Santiago a Santo Domingo, una curva cerrada y peligrosa como su nombre indica, de la cual se habían desbarrancado incontables conductores imprudentes. Unos días antes, los insurrectos habían recibido, por fina gentileza del brigadier Trujillo, un cargamento de armas procedente de la capital. Después tomaron heroicamente por asalto la fortaleza de San Luis con esporádicos disparos al aire que los custodios del recinto respondieron, por órdenes o sugerencias del mismo brigadier Trujillo, con esporádicos disparos al aire. Las victoriosas tropas, en un número indeterminado de varios cientos o unos pocos miles de hombres mediocremente armados, se pusieron lentamente en marcha hacia la capital. Toda una revolución casi triunfante. Cuando el brigadier Trujillo recibió de su presidente las concisas órdenes de mandar tropas a detener el avance de los rebeldes, hizo lo que de él podía esperarse: las incumplió puntualmente al pie de la letra. Los dejó pasar, simplemente pasar. El 26 de febrero entraron a Santo Domingo a tiro limpio, tiros también al aire y al desgaire. Nadie o casi nadie ofreció resistencia, por supuesto, a excepción de Trujillo.Trujillo se atrincheró en la fortaleza Ozama para que no cayera en manos enemigas y en ningún momento dejó de manifestar su lealtad, su irrestricto apoyo al gobierno. Lo siguió apoyando desde la fortaleza hasta que Horacio se asiló y el gobierno finalmente dejó de existir. Trujillo, obligado por la fuerza de las circunstancias, aceptó el fait accompli, el hecho consumado. La más bella revolución de América había triunfado, parcialmente triunfado. Horacio Vásquez y Estrella Ureña se reunieron en la sede de la Legación de los Estados Unidos, que era la verdadera sede de gobierno, y llegaron a un acuerdo. Estrella sería nombrado Secretario de Estado de Interior, Horacio renunciaría, Estrella asumiría la presidencia provisional y la asumió, en efecto, el día 2 de marzo de 1930. Tenía el encargo de organizar unas elecciones en las ni él ni Trujillo podían ser candidatos. Como medida profiláctica para evitar desórdenes y derramamiento de sangre, Trujillo le aconsejó y llevó a cabo el desarme de los expedicionarios de Santiago. Estrella acaba de ser nombrado presidente, pero ya no presidía. Trujillo era el hombre fuerte. El hombre al mando. El tutor y el garante de la nación. Estrella se convirtió como quien dice en un preso de confianza. A los pocos días de su juramentación, los presidentes de las cámaras de diputados y senadores fueron desconsiderados por la guardia durante una visita que le hicieron. El 18 de marzo, dieciséis días después de haber asumido el cargo, Estrella se quejó ante la legación norteamericana de que Trujillo lo estaba degradando y pidió que el Departamento de Estado emitiera una declaración reiterando su oposición a una candidatura o un gobierno de Trujillo. El Departamento de Estado no accedió. Horacio Vásquez se enteró muy tarde de que había sido traicionado por Trujillo, pero aún más tarde se enteraron los demás Gustavo Estrella, hermano del presidente, se lo diría en la mansión presidencial y en su cara, que lo habían engañado como a un niño, que su única alternativa era matar a Trujillo o darse a la fuga. Dos cosas muy difíciles de lograr. Trujillo ya era el jefe, o más bien el dueño de la guardia. Pronto comprendería Estrella y los demás integrantes del movimiento cívico militar que el brigadier no sólo los había engañado a todos, sino que de su terrible, demoníaca naturaleza solo conocían una parte. La bestia, eso lo sabrían pronto, no estaba dispuesta a compartir ni siquiera superficialmente el poder con quienes habían sido, voluntaria o involuntariamente, sus cómplices o aliados. El acuerdo al que se había llegado en la sede de la legación norteamericana le cerraba en apariencia el paso a la candidatura deTrujillo y del mismo Estrella, pero no preveía que la situación del país pudiera alcanzar un grado tal de descomposición que hiciera necesario la adopción de medidas extremas. EntoncesTrujillo tomó medidas para descomponer el país. Bandas de matones incontrolables, militares con traje de civil y uniformados se desperdigaron por los principales pueblos y ciudades, cometieron todo tipo de crímenes y tropelías, fomentaron el desorden, organizaron el terror, sumergieron el país en el caos. El tres de abril fueron ametrallados los vehículos de unos dirigentes políticos que regresaban de Montecristi. En La Romana se produjo un escandaloso hecho de sangre en el que tomó parte Pedro o Pedrito Trujillo, el menos agresivo de los hermanos de la bestia en opinión de Robert D. Crassweler. A finales de abril, la legación norteamericana reportó que la ley había dejado de existir y se declaró incompetente para reportar los cientos de episodios que involucraban la violación de derechos humanos. El clima del terror de la República Dominicana había vuelto a ser, como dice Crassveller, peor que en la época de Ulises Hilarión Heureaux Lebert, alias Lilis. En semejante situación, la aparente reticencia de la legación norteamericana en relación a la candidatura de Trujillo se resblandeció. Ahora parecía prudente apoyar la candidatura de un hombre fuerte como Trujillo para restablecer el orden aunque ese mismo Trujillo fuese el causante del desorden. De hecho eso fue lo que sucedió. Dos partidos políticos, la Confederación y la Alianza, proclamaron por un lado a Trujillo y Estrella Ureña, y por otro lado a Federico Velázquez y Ángel Morales como candidatos a la presidencia y vicepresidencia de la nación. Las elecciones, que tuvieron lugar el día 16 de mayo, fueron ejemplares en un sentido retorcido de la palabra. Desde que se anunció la candidatura del brigadier Trujillo y el general Estrella Ureña, con el beneplácito y el apoyo disimuladamente implícito del Departamento de Estado de los Estados Unidos, recrudeció la presión, aceleró la marcha la maquinaria del fraude, la intimación, la represión, el terror. Trujillo ganaría por las buenas o por las malas, preferiblemente por las malas. Eso ya se sabía. El día 7 de mayo, la Junta Central Electoral, desbordada por los acontecimientos, renunció en pleno. Una nueva junta encabezada por Roberto Despradel y otros incondicionales de Trujillo fue creada por el presidente Jacinto Peynado, otro incondicional que sustituía en ese momento a Estrella Ureña en la presidencia por encontrarse éste en licencia. El 15 de mayo, apenas un día antes de las elecciones, la oposición y todos los opositores renunciaron y denunciaron inútilmente la farsa electoral. Para Trujillo y Estrella Ureña el torneo del 16 de mayo fue todo un éxito, ganaron sin oposición por aplastante mayoría, con un número superior de votos que de votantes. Se acudió entonces a un tribunal, una corte, a la institución judicial correspondiente para que se pronunciara en torno a la validez del proceso, pero una banda de matones portando ametralladoras penetró a la sala donde los jueces deliberaban y se produjo, como dice Crasweller, la capitulación del poder judicial. Quedaba en pie todavía el poder legislativo, el congreso, un congreso obsequioso que el día treinta de mayo, precisamente el 30 de mayo reconoció al gobierno emanado de las urnas. De esas urnas funerarias surgió la bestia chorreando lodo y sangre. Apenas era presidente electo, pero ya estaba en el poder, lo había estado desde antes. Tan seguro se sentía de sus propias fuerzas y del apoyo incondicional que le brindaban sus amos del norte, que no vaciló en desatar una oleada represiva para acallar las voces de protesta contra el fraude que se extendían por todo el país. Podría decirse que su primer acto no oficial como presidente electo, apenas un día después de su reconocimiento, fue el vulgar y terrorífico asesinato de Virgilio Martínez Reyna y Altagracia Almanzar, la esposa embarazada que esperaba su primer hijo. Bibliografía: Robert D. Crassweller, Trujillo: the life and times of a caribbean dictator (9) La más mas bella revolución de America (Última parte) El asesinato de Virgilio Martinez Reyna y su esposa fue algo tan aberrante y cruel, tan abominable y escandaloso que no quedó conciencia sin sacudir en todo el país. Provocó sin duda una conmoción que dejó a muchos horrorizados. El hecho quería demostrar y demostraba que no había nada ni nadie que el nuevo mandatario respetara o respetaría en el futuro. La conmoción fue tan grande que hasta Jacinto Peynado, un funcionario pusilánime y plegadizo, se atrevió a escribir una carta de renuncia que se propuso entregar y no entregó a Estrella Ureña. Antes de que pudiera consignar el documento -relata Crassweller- Trujillo se le apareció en el despacho visiblemente emocionado y casi lloroso, lacrimoso, y le hizo un drama, toda una escena dramática digna del mejor histrión. Explotó en un bien fingido arranque de indignación y estuvo a punto de endilgar a Estrella Ureña el haber instigado la muerte de la conocida pareja. Si lo que dice Crassveller es cierto, el fingido balance o desbalance emocional de Trujillo en ese momento era tan precario que rompió a llorar o por lo menos a gimotear. Puso a Dios por testigo de su inocencia, imploró que lo castigara junto a toda su progenie si acaso era culpable. Peinado quedó tan impresionado, o quizás más bien tan aterrado, que no entregó la renuncia. Virgilio Martínez Reyna no era un guerrillero ni un cacique, no se había alzado ni se alzaría en armas, y sólo tangencialmente se había dedicado a la política durante un periodo en el que, sin embargo, casi por poco sucumbe a un atentado. Era periodista, escritor y poeta, era un patriota, un hombre que inspiraba admiración y respeto y su limitada influencia residía en su ascendiente moral, además estaba enfermo y prácticamente retirado y aislado y no representaba para nadie un peligro. Pero unos meses antes, cuando Horacio Vázquez convalecía en el extranjero, se había puesto de acuerdo con Alfonseca, el vicepresidente en funciones de presidente, para tratar de despojar a Trujillo de su flamante cargo de jefe del ejército, jefe como quien dice del país…Y el Jefe se la tenía jurada… “Y una noche -cuenta Rufino Martínez-, los asesinos, puestos de acuerdo con el comandante del Departamento norte del ejército en el Cibao con asiento en la fortaleza San Luis, de Santiago, salieron para San José de las matas, llegaron al hogar de Martínez Reyna, que estaba enfermo, y le dieron despiadada muerte, lo mismo que a su consorte doña Altagracia Almanzar que se hallaba en estado de embarazo y hasta reconoció y reconvino al jefe de los asesinos. Esto se concibió y planeó en la capital por elementos exclusivamente santiagueros. Bastó una insinuación escrita en una tarjeta de la Secretaría de Estado de la Presidencia y dirigida al Comandante de la fortaleza para qué el plan se ejecutará. Crimen insólito en las ambiciones políticas dominicanas. Un manto de impunidad cubrió el cuadro horrendo conocido por esos días del año 1930 en todos sus detalles y con la especificación de los asesinos transitando muy campantes las calles de Santiago”. Estrella Ureña, el presidente electo, que había vuelto a ser presidente interino, viajó a Santiago a realizar lo que se llama en el argot político una exhaustiva investigación. Ya era un secreto a voces que su tío, el general José Estrella, era el cabecilla de los autores. Los matarifes, señalados a dedo por el rumor público, eran dos carniceros conocidos como Onofre y Pichilín. La voz del pueblo, que es la voz de Dios, apuntaba aTrujillo como autor intelectual. A Estrella Ureña, por razones de salud, le convenía hacerse el tonto, el disimulado, el de la vista gorda. De alguna manera era un cómplice involuntario, pero era también un rehén. Un hombre como él, que brillaba como orador y había dado muestras de un gran poder de convocatoria cuando encabezó a los cientos de hombres del movimiento cívico militar que destronó a Horacio, no podía sentirse seguro al lado de Trujillo, le hacía sombra. Por eso Trujillo lo ahuyentaría, no del poder, sino del cargo que ocupaba al poco tiempo de establecerse en el trono del país. Para peor, diez años más tarde tuvo una ocurrencia macabra: desempolvó el expediente que Estrella había ido a seudoinvestigar a Santiago y lo metió en la cárcel junto a su tío y otros supuestos secuaces, acusándolos precisamente del crimen que él, Trujillo, había ordenado o sugerido. Finalmente, según las malas lenguas, lo ayudaría a morir piadosamente, en 1945, cuando Estrella Ureña se sometió a una cirugía. Día tras día, semana tras semana, año tras años, ocurría algo que parecía impensable, algo que parecía que no podía ser o suceder o repetirse y, sin embargo, puntualmente volvía a ser, a repetirse, volvía a suceder quizás de otra manera más y menos peor: se repetía en infinita repetición de repeticiones atroces. El país se movilizaba contra el terror, pero terminaría paralizado por el terror. El periodo comprendido entre la la elección y la toma de posesión fue como quien dice peor que el de la supuesta campaña electoral. La represión cruda y desembozada se hizo presente en espacios públicos y privados, las manifestaciones de protesta eran sofocadas a macanazos o balazos, se disparaba contra los vehículos de los dirigentes de oposición y en Santiago y otros lugares hizo su aparición el carro de la muerte, el más nefasto símbolo del siniestro folklore político de la época. La mayor parte de los desmanes eran obra de una banda de facinerosos, conocida como La 42, que integraba a personajes de la peor ralea, incontrolables más o menos bien controlados que dirigía el capitán Paulino, uno de los compañeros de la pandilla de maleantes en que se había curtido Trujillo en sus años de cuatrero y asaltante de camino. El carro de la muerte era un lujoso Packard rojo que ostentaba en la placa el número que le daba nombre a la banda, precisamente el 42, y en su interior siempre viajaban personajes de naturaleza luciferina. El Packard podía aparecer a cualquier hora, preferiblemente al amparo de las sombras, frente a una casa, un parque o en cualquier lugar donde se reunieran grupos de personas que a juicio de sus ocupantes parecieran sospechosas y merecieran ser rociadas con fuego de ametralladora. Eran frecuentes los opositores que morían en ciudades y pueblos y los opositores que huían, pero ahora comenzaban a sumarse también los opositores que desaparecían. El éxodo de los principales líderes políticos no se hizo esperar. Uno tras otro tomaron el camino del exilio. En junio se produjo la salida precipitada de Federico Velázquez, Alfonseca, Ángel Morales, Martín de Moya, Horacio Vásquez. De estos cinco, solo los dos últimos regresarían al país. Mientras tanto, los partidos políticos entraron en fase de desintegración, sus principales miembros fueron arrestados o simplemente se plegaron. La presión de la caldera política se acercaba a un punto crítico en la medida en que se acercaban el día y la hora en que Trujillo y Estrella Ureña tomarían posesión de sus cargos, y en aquella pesada atmósfera de incertidumbre quizás muchos temían que se produjera finalmente una explosión a la que seguiría una matazón, una especie de toque a degüello que no haría distinción entre mansos y cimarrones. Pero la apoteosis tuvo por fin lugar, sin contratiempo, el 16 de agosto de 1930, aniversario de la Restauración. El nuevo presidente y su seudopresidente se juramentaron en medio de grandiosas celebraciones y libaciones. El brigadier Trujillo luciría sus mejores galas. Con su ridículo bicornio emplumado, el uniforme de hilos de oro y la banda presidencial terciada semejaba discretamente a un pavito real o una serpiente emplumada. La academia militar en la que se formó durante la ocupación la oficialidad que defendería los intereses del imperio, había dado sus frutos, sus mejores frutos. El pueblo dominicano fue sepultado vivo durante más de treinta años en un ataúd de silencio. 10) El Jefe se lo dio todo. Con su natural desprendimiento y generosidad se lo dio y se lo ofreció todo, lo colmaba de honores, se hacía acompañar de él en los grandes desfiles militares, en las conmemoraciones de nuestras gloriosas fechas patria, le hacía las más finas distinciones, le concedía toda su admiración y respeto. Pero Desiderio era un malagradecido, un envidioso, un engreído. Él hubiera querido ser el elegido. Elegido como el querido Jefe casi por voluntad popular. Él ansiaba ocupar el cargo que no se había ganado. Lo cegó su ambición, su ceguera lo condujo a la traición. Decidió obtener por la vía de las armas lo que no podía conseguir con el voto de todo un pueblo y esa fue su perdición. Mis hermanas y yo éramos casi niñas, pero todavía recordamos con lágrimas en los ojos aquellos titulares que aparecían en los diarios la cotidiana información sobre la rebelión del general Desiderio Arias contra el gobierno legalmente constituido. La consternación de todo un país ante tamaño despropósito. !Ay, qué general! xxx El último caudillo (Primera parte) Desiderio Arias fue el Caudillo más levantisco y fogoso que tuvo el país durante las primeras tres décadas del siglo XX. Hay quien le atribuye ser responsable de la intervención yanqui de 1916 a causa del desorden que se creó cuando se levantó contra Jimenes, y otros no le perdonan el apoyo que brindó aTrujillo durante el sangriento proceso de su ascensión al trono presidencial, pero en uno y otro caso no fue más que una ficha del ajedrez político de la época. El caudillismo era una forma y un estilo de vida que tenía por meta el poder y en algunos casos fue alimentado, financiado por la misma potencia que lo usaría como pretexto para intervenir tanto en Santo Domingo como en Haití. Muchas de las famosas revueltas, que llamaban entonces revoluciones, las dirigían caudillos que se otorgaban o se ganaban el título de general y tenían un carácter anarquista y oportunista, pero en incontables ocasiones eran movidas por ideales patrióticos. Si acaso alguna vez Desiderio Arias se equivocó de bando o de bandera, si alguna vez peleó por ambición, como cuando se alzó contra Jimenes o en la llamada revuelta o revolución del ferrocarril, lo cierto es que al final rectificó, se redimió al final, si acaso necesitaba redimirse, cuando escogió la lucha armada en la manigua para enfrentarse a Trujillo, para cumplir su destino de guerrillero heroico en desigual contienda. Ese es el gran final que lo define. El valor a toda prueba, la oposición a la naciente tiranía, el levantamiento armado al cual se vió en parte comprometido y en parte obligado por las circunstancias. Las relaciones entre Desiderio Arias y Trujillo nunca fueron estables, eran producto de ciertos acuerdos políticos que llevaron al primero a convertirse en senador y al segundo en presidente. Hay que suponer que Trujillo desconfiaba, recelaba de aquel hombre cuya fama de valiente y de rebelde lo precedía, y hay razones para pensar que Desiderio conocía, empezaba a conocer o por lo menos a intuir el fondo oscuro, la naturaleza tenebrosa del despiadado y traicionero brigadier y sabía a qué atenerse. Empezaría a distanciarse poco a poco, alarmado por las muertes de Larancuent y Bencosme en septiembre y noviembre de 1930, y sobre todo a partir del momento en que Trujillo dio a conocer su intención de formar un partido único. Desiderio se opuso públicamente al proyecto, dando a conocer en octubre del mismo año de 1930 una carta en la que llamaba a la militancia del Partido Liberal a cerrar filas, a mantener la fidelidad y la cohesión partidarias. Fue el único político de relevancia que se atrevió a hacerlo, y su atrevimiento provocó una reacción que tuvo terribles consecuencias. Sus relaciones con Trujillo se agriaron, se enrarecieron, se pusieron tensas. Aun así se mostró sorprendido cuando las autoridades procedieron a hostigarlo, a fastidiarlo, a hacerle la vida difícil o más bien imposible, a conducirlo por el despeñadero. De ahí en adelante vivió al salto de la mata, en la cuerda floja, en permanente zozobra. Acudió entonces en busca de consejo y ayuda o protección a la legación norteamericana, donde no era persona bien vista. Desiderio se había opuesto a la intervención de 1916, había entregado armas a sus seguidores, había llamado al pueblo inútilmente a enfrentar al invasor en una lucha a muerte, y durante los ocho años que duró la ocupación estuvo en capilla ardiente, vigilado permanentemente por espías del imperio que -como cuenta Rufino Martínez- tenían órdenes “de darle muerte en viéndole traspasar las afueras de la ciudad de Santiago, donde residía”. Además había sido acusado muchos años antes de contrabando de armas y mercancías por la frontera, de perjudicar en consecuencia la recaudación de las aduanas, que estaban en manos del imperio. Un alto funcionario del mismo imperio lo había considerado alguna vez un forajido. Otra vez, en otro tiempo, otro alto funcionario igualmente imperial había dicho por escrito que su eliminación física era oportuna y prudente, “el principal requisito para una paz permanente en la República Dominicana”. Los intereses de la legación norteamericana y el general Trujillo con relación a Desiderio Arias eran, pues, coincidentes, más o menos los mismos, y, en consecuencia, las gestiones que hizo para conseguir amparo o protección fueron, básicamente, un fracaso. En tales circunstancias, Desiderio escribe al brigadier una carta en la que traduce su desconcierto y sus temores, su real o aparente desconcierto: “Ante la situación, para mí inexplicable, en que me encuentro frente a usted me valgo de esta carta, puramente privada, para pedirle que me oiga algunas explicaciones, si son necesarias, o que usted me las dé a mí ya que ignoro de la manera más sincera los motivos que originan el distanciamiento que nos separa hasta en nuestras relaciones personales. Quiero que si usted tiene algo sobre lo cual pueda acusarme que me lo diga para salir de este mar de dudas en que vivo y hasta para su propia satisfacción si una explicación de mi parte le convence de la lealtad con que he venido sirviendo al Gobierno y a usted”. A manera de respuesta, el senador fue arrestado y conducido en presencia deTrujillo. A raíz del encuentro, ambos contendientes volvieron a ser amigos públicamente, sólo públicamente, bajo presión o amenaza, de seguro. Desiderio Arias se comprometió -o fingió comprometerse- a emitir un pronunciamiento a favor del gobierno y del gobernante, pero en cuanto tuvo una oportunidad cogió las de Villadiego, se esfumó provisionalmente, se refugió según se dice en Haití. Por alguna razón que parece inexplicable regresó al poco tiempo, apareció entre enero y marzo de 1931 otra vez en compañía de Trujillo, participó junto a éste en el desfile militar del 27 de febrero. Pero todo era un teatro, una ficción. El veterano luchador sabía que su vida estaba en peligro y decidió abandonar la capital, su cargo y sus enseres, abandonar al brigadier que pretendía ser su dueño, y a finales de abril buscó refugio en sus tierras de la línea noroeste, el escenario de tantas batallas juveniles. Se atrincheró, como quien dice, en sus posesiones de Mao, se enrocó como un rey de una partida de ajedrez en la prudente cercanía de la sierra y de la gente que tanto conocía. Bibliografía: Ángel Berto Almonte, “La muerte del general Desiderio Arias”. (https://elnacional.com.do/la-muerte-del-general-desiderio-arias/). Bernardo Vega, “Desiderio Arias y Trujillo se escriben”. Francisco M. Berroa Ubiera, “Las rebeliones contra Trujillo del general Desiderio Arias” , (http://notihistoriadominicana.blogspot.com/2012/11/las-rebeliones-contra-trujillo-del.html). Manuel Rodríguez Bonilla, “Muerte de Desiderio Arias”, (https://mao-en-el-corazon.blogspot.com/2014/05/muerte-de-desiderio-arias.html). Rufino Martínez, “Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930 (11) El último caudillo (segunda parte) Muchos consideran que la retirada o el repliegue táctico (o simplemente la huida) de Desiderio Arias a posiciones defensivas en sus tierras de Mao, a finales de abril de 1931, constituye una primera rebelión contra Trujillo. Sin embargo, lo que todo parece indicar es que el ya añejo caudillo se vio o creyó obligado a tomar el monte y las armas con el propósito elemental de ponerse a salvo del largo brazo de la bestia. El hecho en sí constituía, por supuesto, una especie de rebeldía o por lo menos un rechazo que Trujillo no estaba dispuesto a aceptar. Por eso mandó primero una comisión a escuchar lo que Desiderio tenía que decir y luego otra comisión seguida de otra comisión. Desiderio Arias reclamaba el fin de la represión contra miembros del Partido Liberal, el fin de los desmanes del ejército contra la población, pedía garantías para él y sus hombres y el respeto por todo lo concerniente a las libertades públicas consagradas en la constitución. Además parecía no estar dispuesto a ceder, a transigir, a negociar en otros términos, y mucho menos a abandonar su refugio ni las armas. Finalmente lo convencieron, quizás por obra del diablo, de reunirse con Trujillo. O mejor dicho al revés. Con anterioridad al encuentro llegaron a Mao agentes de seguridad y militares con ropa de civil para prevenir y contener o neutralizar en la medida de lo posible cualquier movimiento de los partidarios del caudillo. Trujillo llegó al lugar con una pequeña escolta y se reunió, en condiciones desventajosas, con el pundonoroso general y senador de la República. Por este hecho, y otros no menos ilustres, Trujillo haría que el congreso le concediera años después una medalla al valor: La gran cruz del valor. Trujillo no era valiente, pero era inteligente, observador, intuitivo. Conocía de lo que era capaz y no capaz su adversario y planificó sobre esta base una visita que no estaba exenta de riesgos, por supuesto, y pudo haberle costado (felizmente) el pellejo. De hecho lo hubiera dejado en el lugar si Desiderio hubiera hecho caso al consejo o petición de sus hombres. Pero Desiderio era (lamentablemente, en este caso) hombre de honor, de principio, o quizás pensó que matar a Trujillo era un suicidio. Quizás simplemente no sabía que ya estaba muerto en la cabeza de Trujillo. De acuerdo a los testimonios del encuentro, Desiderio se mostró muy reservado, distante, y escuchó con desconfianza las palabras risueñas del infame brigadier. Éste no se explicaba cuáles eran las razones de su levantamiento o aislamiento, le ofreció garantías para que se reintegrara a la vida pública, le ofreció armas que le entregaría puntualmente (todas con desperfectos), casa para su esposa, cargos en el gobierno para sus seguidores. Promesas de una vida mejor en el más acá. Los hombres de Desiderio rabiaban alrededor y ardían en deseos de hacerle justicia al indeseado visitante, se oponían tajantemente a todo tipo de arreglo. Pero al final Desiderio cedió. Dicen que él y el ofidio se abrazaron en público en el parque de Mao, que hubo aplausos, se pronunciaron discursos. Arias emitiría luego unas declaraciones guabinosas: “… es necesario que el pueblo sepa que no hay bases ni convenios entre el Honorable Presidente de la República y yo. Nuestra entrevista fue la de dos buenos y viejos amigos en que se tocaron diversos tópicos que no dudo redundarán en beneficio de la reconstrucción nacional, en la cual el Honorable Presidente está vivamente interesado, a tal punto que recabó de mi humilde persona mi opinión y colaboración, la cual gustoso y como ineludible muestra de patriotismo le ofrecí incondicionalmente”. A principios de mayo Desiderio se traslada a Santiago, pero allí no se sentía a gusto ni seguro . De hecho, ya no estaría seguro en ningún sitio. Trujillo lo había convencido de abandonar su refugio con el único propósito de darle muerte a la primera oportunidad que se presentara. Una muerte discreta, como la que podía propinarle alguno de sus hombres debidamente motivado, sobornado, una muerte que pareciera fruto de envidias y rencillas personales y no un crimen de estado. Mientras tanto, la matazón en todo el territorio nacional continuaba, la carnicería continuaba con renovados bríos. Diariamente caía un opositor en algún lugar del país. Los partidarios de Arias estaban siendo asesinados o simplemente desaparecían. Desiderio Arias tenía miedo, estaba cansado, estaba deteriorado físicamente y no tenía ganas ni bríos para emprender nuevas aventuras bélicas, pero todo conspiraba en su contra, Trujillo conspiraba en su contra y lo empujaba poco a poco al abismo, a la perdición, a la desesperación. Finalmente no pudo más y decidió enfrentar lo inevitable. En el mes de junio de 1931 -dos meses después de haberse reconciliado en público con la bestia-, dio a conocer un manifiesto en el que se pronunció contra los crímenes, la secuela de abusos que cometía la guardia impunemente, contra el régimen de impunidad que tenía como garante al brigadier Trujillo. Éste sería el preludio del último y forzoso levantamiento del último caudillo dominicano. Un documento que rezuma dignidad por toda su tinta, la dignidad de un guerrero vencido que no rehuye el combate en el que va a morir “Es necesario ser honrados y manifestar responsablemente que el 23 de Febrero, no nos legó nada. Trujillo solo resucitó los odios y las pasiones, atrayendo las traiciones y el incremento del crimen, alentando los abusos de la autoridad y los excesos de poder. Los tantos asesinatos de los ciudadanos David Vidal Recio, Virgilio Martínez Reina y de su esposa embarazada, siguieron los del periodista Emilio Reyes, el de los generales Evangelista peralta (tío Sánchez) Ciprian Bencosme, Alberto Larancuent y Buluta Pelegrin. Además se cuentan 18 fusilamientos en San Francisco de Macorís y 116 en Puerto Plata, con más de 100 en Moca. “Todos estos crímenes cometidos por el actual gobierno han despertado en el espíritu de los hombres libres de la Republica, sentimiento de venganza ciudadana contra los engreimientos y las acciones criminales de los que detentan el poder, desmoralizando el hogar y la sociedad, saqueando indecentemente la hacienda publica y privada. “Por todas estas gravísimas cosas, yo me confieso culpable de esta situación, toda vez que irreflexivamente favorecí la candidatura del general Trujillo, mas yo deseo hacer constar que me engañé aquella vez por tener la creencia de que un hombre joven como él estaría enamorado de la gloria personal y del bien del pueblo y de la Patria y podía merecer todo por una obra de gobierno digna de la época y propicia del momento histórico que vivía la República; tuve fe, repito, en el orgullo que pone la juventud que no se ha corrompido y creí que el general Trujillo hubiera sido capaz de hacer del país una verdadera nación organizada en donde el derecho, la justicia, el amor, la cordialidad y el respeto a la vida y a la propiedad constituyeran el patrimonio de la sociedad y de la patria”. 12 El último caudillo (Última parte) Diez u once días después de haber hecho público el manifiesto a la nación Dominicana del 13 de junio de 1931, Desiderio Arias estaría muerto y decapitado. Todo resultó como aparentemente se había planeado. De la fortaleza San Luis de Santiago salió más de un centenar de soldados en medios motorizados para aplastar un levantamiento que en gran parte había sido provocado. Al llegar a Mao tomaron la plaza como si se hubiera tratado de una fortaleza enemiga y mataron a varios de los seguidores del caudillo. Desiderio apenas tuvo tiempo y fuerzas para abandonar el poblado y refugiarse en Gurabo con un puñado de fieles, donde muy pronto sería circundado. Desiderio estaba probablemente enfermo y en las peores condiciones para enfrentar lo que se le venía arriba. Las tropas del gobierno infundían terror entre los lugareños, y a base de terror y de torturas y quizás de traición no fue difícil ubicar su paradero. Lo hirieron y lo capturaron o lo capturaron y lo hirieron el día 20 o 21 de julio. Lo hirieron según se dice por la espalda, a traición, en la espina dorsal, con un disparo que lo habría dejado inválido y le provocaría un terrible sufrimiento durante horas o minutos. Tal vez lo ametrallaron para poner fin a su agonía o tal vez la prolongaron, lo humillaron, se burlaron, disfrutarían hasta el fondo su martirio. La historia señala a Mélido Marte, un cancerbero, como el oficial que dirigía las tropas cuando mataron a Desiderio. Mélido Marte era uno de esos personajes que parecía haber sido tocado al nacer por la mano del demonio y se convertiría en uno de los más feroces perros de presa del régimen, el mismo celoso perro de presa que serviría a Trujillo y luego a Balaguer con su pesada cola de infamias, latrocinios y muertos durante más de cuarenta años. La gente decía y no se cansaba de decir que tenía un pacto con alguna fuerza maligna y al parecer no se equivocaba. Junto a Mélido Marte se encontraba el tenebroso teniente Ludovino Fernández, un personaje abominable que sobresalía entre los abominables, un tipo cuya presencia helaba la sangre, tan oscuro y retorcido que hasta Trujillo llegaría a tenerle desconfianza o miedo o quizás ambas cosas. Ludovino tuvo la idea, la feliz iniciativa (si acaso no cumplía instrucciones de Trujillo), de cortarle la cabeza (o mejor dicho el cuello) al cadáver de Desiderio y quizás la exhibió públicamente. Trujillo se indignó o fingió indignarse, tal vez para ocultar su regocijo, cuando Ludovino se la mostró, y entonces ordenó supuestamente a un médico que volviera a ponerla en su lugar. Este hecho ha dado origen a unas especulaciones macabras y de mal gusto, pero no necesariamente falsas: Ludovino no pudo encontrar el cadáver de Desiderio o lo encontró en estado de descomposición y decidió ejecutar a algún infeliz y cortarle también el cuello para colocar la cabeza del guerrillero en un cuerpo más fresco. El cuerpo de Desiderio Arias habría sido así enterrado en algún lugar con una cabeza que no le pertenecía y la cabeza en otro lugar con un cuerpo que no era el suyo. De cualquier manera, lo cierto es que a partir del día de su muerte, Desiderio Arias salió de la historia y se convirtió en leyenda En una semblanza muy idealizada de esos últimos tiempos del guerrillero, a quien sin duda admiraba, dice Rufino Martínez: “Desconfiado de la buena fe del candidato sustentado por la unión de partidos en el año 1930, entró en la combinación política. Complacía a los compañeros del Movimiento Cívico que dió al través con el gobierno de Vázquez, pero la suspicacia del hombre criollo mantenía sus grandes reservas, temeroso del engaño y la perfidia. No se equivocó, y el pueblo entró en una faz dolorosa de asfixia por la falta de libertades públicas y garantía personal. Lo que precisamente reclamaba el pueblo, se le negaba. Tamaña responsabilidad de los hombres creadores indirectos de aquel estado de cosas, no obstante sus empeños de bien público.Un estado de desesperación, efectos de flojedad y cobardía, fue el producido en la sociedad por la terrible fuerza opresora. En medio de aquella depresión moral, se alzó una virilidad: Desiderio Arias, que tenia el cargo de Senador de la República. Ello no sirvió de estimulo para que se levantaran los ánimos; pareció surtir efecto contradictorio, pues vióse a los del bando liberal renunciar la filiación y hacer labor de descrédito contra el hombre único. Todos se le entregaban al Presidente Trujillo, que, como amo, repartía él solo los favores del poder. Ante aquel desconcierto en que se le iba haciendo el vacío morbosamente, exclamó: ‘No importa. Cuando ninguno quiera pertenecer al Partido Liberal, yo sólo seguiré siendo liberal…’. La millarada de tránsfugas de la hora, no derivó beneficio alguno; ni siquiera garantía. La opresión siguió su curso creciente, mientras Arias continuaba de pies, atreviéndose a pedirle al Presidente que le concediera libertad al pueblo.Éste miró en aquel la postrera esperanza de romper las cadenas que le aherrojaban. Por eso se le prendía en el corazón un sentimiento de simpatía, ajeno a toda suerte de interés político. Arias se fue a la manigua, que siempre ha sido un recurso libertador entre nosotros, y pareció iniciarse la solución apetecida. Pero no estuvo en el poder de los hombres torcer el curso de la etapa que se iniciaba para el pueblo dominicano, y todo salió fallido por la falta de factores primordiales. Contratiempos en la salud del hombre y la falta de armas no le permitieron desplegar el dinamismo indispensable a las acciones prontas y atrevidas, Como las que sabe conducir el guerrillero. En las estratégicas lomas de Gurabo de Mao, la acechanza, parapetada en la traición, logró darle muerte”. “El pueblo le lloró como nunca había llorado a un guerrillero. Era el último espécimen notable de una clase social que entraba en su fase de extinción (1872-1931).” A los dos meses del asesinato del caudillo, según informa Ligia Minaya en uno de sus artículos, Rufino Martínez escribió otro emotivo testimonio que sólo pudo publicar treinta y cuatro años después, cuando Trujillo estaba muerto: “Triunfó el crimen y fracasó el pueblo. Dentro del capitolio se desató la alegría del festín. Afuera desfilaba el pueblo cabizbajo y lloroso al contemplar el cadáver mutilado de un hombre trabajador y honesto, mientras se escuchaba la voz irónica y fatídica de Jacinto B. Peynado Secretario de Interior y Policía: ‘Es un día de júbilo. Viva el Presidente Trujillo’”. xxx Nuestro difunto padre, el conocido general Bonilla, que Dios lo tenga en su gloria, estuvo con el querido Jefe en los momentos más difíciles, lo acompañó en las buenas y en las malas, en todas las circunstancias fue su más fiel servidor. Cuando la patria se vio amenazada por la invasión de haitianos en 1937, él acudió al llamado de las armas y se distinguió junto al sargento Manuel Nuñez en las fieras batallas que tuvieron lugar durante el proceso de dominicanización de la frontera. Tanto así que el mismo Jefe se vería obligado a amonestarlo por exceso de celo. Pero fue un hombre leal a toda prueba, que dejó a sus hijas, a mí y a mis dos hermanas, un legítimo motivo de orgullo. No fue nunca un oportunista como Desiderio Arias, ese chaquetero que se rebeló contra el orden institucional que forjó el querido Jefe… Al Jefe lo mató un grupo de forajidos y lo ha pretendido matar la historia que escriben los resentidos de siempre, sobre todo esas hienas de la fracasada izquierda y todos los que se resisten a callar, que emplean la fábula pintoresca de Desiderio Arias para pretender asesinar al Jefe dos veces con sus rabias inveteradas de perros hueveros, aquellos que no conciben, que se niegan a reconocer que el querido Jefe fue un ente modernizante en su tiempo… Matar al querido Jefe…varias veces…todas las veces posibles. Ese es el propósito. (13) La bestia se repantigó en el confortable asiento trasero del Chevrolet Bel Air azul y le ordenó a Zacarías de la Cruz que enfilara para San Cristóbal. Acarició, sin proponérselo, casi inconscientemente, la culata de su fiel compañera. Era una Thompson. Un fusil o subfusil ametralladora, una de esas máquinas de matar diseñada o inventada por John Tagliaferro Thompson en 1919. El arma favorita de Al Capone, de los gánsteres de Chicago y los agentes federales durante la gloriosa época de la prohibición en los Estados Unidos. Una sonrisa de placer le bañó el rostro. No era la habitual sonrisa de hiena que exhibía en público para atemorizar a la concurrencia y a veces sin darse cuenta. Ahora tenía una sonrisa beata, casi de santidad. La sonrisa del santo que esperaba su recompensa. En la casa de caoba de la Hacienda Fundación lo esperaba una muchachona sin estrenar. Nunca supo en qué momento escuchó un estruendo que salió como quien dice de la nada, un sonido espantoso, un rechinar de vidrio, un alarido de metal que retumbó dentro del lujoso vehículo del año y sintió un fuego, un fuego intenso y agrio que penetraba en su cuerpo, un violento empujón y el fuego intenso y agrio… Probablemente la muchachona se quedaría esperándolo esa noche. xxx Los detractores del Jefe no le reconocen ni siquiera su valor personal y mucho menos aun sus grandes valores morales. Le llamaban Padre de Patria Nueva porque la había reconstruido como quien dice de arriba abajo, porque la rescató de manos de los invasores haitianos y norteamericanos. Le llamaban Benefactor de la Patria porque dedicó su vida a las mejores causas, le llamaban Benemérito porque se había hecho acreedor a todos los merecimientos y reconocimientos. Lo distinguieron con el título de Primer Maestro Dominicano por el sistema de enseñanza que implantó en el país. Si lo sabré yo, que fui maestra y fui su alumna, al igual que mis dos hermanas. Cuando el querido Jefe fue a Estados Unidos a rescatar la independencia financiera de nuestro país, el presidente Roosevelt le dio la bienvenida con bombos y platillos, se reunió con él en su despacho, lo condecoró, lo trató como a uno de sus iguales, como lo que era La misma iglesia Católica, la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana le concedió la Orden Hierosomilitana del Santo Sepulcro. El mismo papa, su Santidad Pío XII, lo recibió en audiencia y le otorgó la Gran Cruz de la Orden Piana cuando el querido Jefe viajó a la Ciudad del Vaticano en 1954 para firmar el Concordato. Solo por mezquindad le negaron al final de su vida el título que más se merecía: Benefactor de la iglesia. El Premio Nobel de la Paz también se lo negaron por mezquindad a pesar de haber sido postulado por figuras de relieve internacional. Del mismo modo inexplicable le negó España (la Madre Patria, la España de Franco, de su amigo el Caudillo), el título de marqués. Pero no le hacían falta al Jefe títulos ni medallas para demostrar su valía. Lo dice Lucas en la Santa Biblia: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón habla la boca”. Por sus hechos lo conocen todos. Murió como había vivido, como el Primer maestro dominicano, dando lecciones de vida hasta en la muerte. Por su valor sin límites se dio a conocer, sobre todo en la que fue la última noche de su vida. Eso se llama valor, el valor qué demostraron el Jefe y un humilde chofer en la hora más crítica y oscura. Todo lo demás son falacias, calumnias de ingratos contra un hombre que lo entregó todo a su país. Los que alguna vez lo acusaron de cobarde, palidecen ahora al oír mencionar sus gloriosas hazañas. xxx 30 de mayo 1961 El Chevrolet negro, con las luces apagadas, se acercó por detrás al Chevrolet azul y el motor rugió como una fiera. El disparo sonó igual que un cañón, produjo una enorme detonación que parecía de escopeta y durante un segundo ahogó el rugido de fiera del motor. Luego el conductor encendió las luces, aceleró y se emparejó con el carro del Jefe por la derecha, internándose por el paseo. Sus ocupantes dispararon con armas automáticas, con todo lo que tenían. El mayor Zacarías de la Cruz, el valiente y leal chofer, embistió con el auto suyo al de los agresores, tratando de sacarlo de la pista, pero el otro tenía un motor más potente y lo rebasó. Zacarías tuvo que pisar el freno para evitar una colisión. El querido Jefe le dijo a Zacarías que estaba herido, ordenó que detuviera el vehículo y salieran a pelear. Zacarías le dijo que iba a tratar de evadirlos y regresar a la ciudad. El Jefe repitió la orden, le dijo que detuviera el auto y bajaran a pelear. En ese momento Zacarías intentó dar la vuelta, un giro desesperado, y le faltó poco para lograrlo. El auto quedó varado en la hierba, a un lado de la carretera, en dirección contraria a la que venía. Zacarías se volvió hacia atrás y vio cuando el valiente Jefe abría la puerta izquierda, la ropa tinta en sangre, posiblemente mal herido. El vehículo de los asaltantes estaba al frente, del lado opuesto, y el Jefe avanzó hacia ellos con decisión temeraria, disparando con su pequeño revólver 38 de cañón corto. Los traidores respondían con un nutrido fuego de armas largas. Zacarías también estaba herido y le echó manos a un fusil M-1 y empezó a disparar. El Jefe seguía avanzando y disparando, evadiendo como por arte de magia la metralla enemiga. Zacarías lo vio, luchando todo el tiempo como una fiera enfierecida, hasta el momento en que se desplomó lentamente como un titán sobre el pavimento. Cuando el cargador del M-1 agota su escasa provisión de municiones, Zacarías toma una metralleta, una Luger de cañón corto, y continua disparando a conciencia, racionando las balas para sostener un combate que suponía que iba a ser largo. Uno de los asaltantes se acerca al cuerpo del Jefe, posiblemente con la intención de darle un tiro de gracia. Zacarías le dispara y lo hiere, ve cuando se retira y escucha sus gritos. Otro asaltante se acerca al caído y corre la misma suerte: Zacarías lo derriba de un plomazo y cree que está muerto, pero luego ve que se incorpora y vuelve atrás, corriendo cobardemente hacia su auto. La provisión de balas de la Luger también se agota. En ese momento, sólo en ese momento, Zacarías sale del auto, abre una puerta trasera y toma la poderosa ametralladora Thompson que el Jefe había dejado en el asiento, rastrilla el arma y se dispone a acabar con los taimados agresores. Entonces siente un impacto en la sien derecha y es lo último que recuerda. En el combate había recibido un balazo en cada pierna, uno en un tobillo, uno en un muslo, otro en el vientre, dos en el hombro derecho y finalmente uno en la sien derecha que le fracturó el parietal. Cuando despertó, al cabo de un tiempo indeterminado, se sentó en una verja. El cadáver del querido Jefe y su Chevrolet Bel air azul ya no estaban. Zacarías recibió ayuda de unos campesinos. Alguien lo llevó a la ciudad y lo internó en el Marión, un hospital militar. (14) 1932 Los miembros de las familias Perozo, Mainardi Reyna y Patiño estaban tan mal vistos por el gobierno que mucha gente no se atrevía a saludarlos. Algunos bajaban la cabeza al toparse con uno de ellos o se pasaban a la otra acera y en el mejor de los casos le hacían una señal de amistad muy discreta. La brutalidad de la represión corría pareja con la obstinada resistencia al régimen. Nadie supo ni sabrá nunca cuántos fueron los caídos, pero en la medida en que unos caían, otros se levantaban de inmediato y la matanza no parecía tener fin. Los Perozo y los Mainardi Reyna mantenían relaciones muy estrechas y, de seguro, el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa, aparte de ciertos enfrentamientos con Trujilllo durante el gobierno de Horacio Vásquez, fueron factores determinantes en la actitud intransigente de ambas familias frente al régimen. La rebelión de los Perozo comenzó en San José de las Matas en 1932, cuando los hermanos Faustino, César y Andrés urdieron un plan para eliminar al déspota (en el cual también estaba involucrado Virgilio Mainardi Reyna). Un plan que, como tantos otros, encabezados por civiles o militares, terminó en fracaso y provocó, al igual que siempre, una reacción desproporcionada. El plan de los Perozo era de más vastas proporciones, incluía la formación de un frente guerrillero que no llegó a prosperar. En los primeros enfrentamientos con la guardia de Trujillo murieron los tres hermanos y otros cabecillas. Los que sobrevivieron, unos siete en total, se vieron obligados a desbandarse en dirección a la cordillera central, perseguidos por una jauría de guardias rabiosos que apresaban y torturaron campesinos para obtener información o por considerarlos sospechosos de colaborar con los enemigos. Tiempo después matarían en Montecristi a Dionisio Perozo, y a partir de ese momento, con uno u otro pretexto, no se detendría la cacería. No sé si alguna familia de aquella época, dejó sobre el terreno -en la lucha contra la tiranía- un reguero de cadáveres como el de los Perozo. La saña o ferocidad con que fueron combatidos, perseguidos, asesinados, torturados, desaparecidos condujo casi al exterminio de todos los varones. Se habla por lo menos de treinta o treinta y tres muertos, treinta o treinta y tres que fueron cayendo en diferentes circunstancias, diferentes frentes. Cayeron, sí, en combate, en las mazmorras del régimen o a manos de sicarios. Los Mainardi Reyna y los Patiño pasaron por un calvario parecido y también se convirtieron en familias de héroes y mártires 1945. El Perocito Ninguna muerte causó quizás tanto dolor, indignación y rabia, impotencia y desesperación y espanto como la del llamado Perocito. El Perocito que apuñalaron en una calle de San Francisco de Macorís, o tal vez en el parque, cuando apenas tenía catorce o quince años. José Luís Perozo Fermín. El padre del Perocito había sido asesinado mucho tiempo antes en un supuesto atraco y él vivía con su viuda madre, una hermana mayor y un hermano menor en la calle Colón, a pocas cuadras del cuartel de la policía. Llevaba una vida más o menos normal, dentro de la anormalidad de la situación, hasta el día en que apareció un letrero en la escuela en que cursaba el bachillerato. Un letrero infamante, que denigraba a Trujillo o más bien lo definía de cuerpo entero como asesino y ladrón o algo parecido. Había que encontrar un culpable y nadie era mejor culpable que un miembro de la familia Perozo. En el pueblo siempre se dijo que el Perocito fue víctima de las intrigas del intrigante gobernador de turno y la denuncia de un calié, un informante al que apodaban Tito Mon. El día 13 de junio de 1945, cuando salía o regresaba de su casa, un sicario se metió en su camino y al pasar le dio una puñalada en el vientre, casi como quien dice al descuido. De alguna manera fue a parar, a refugiarse -o lo llevaron quizás-, al cuartel de la policía y esa fue su perdición. La gente se arremolinó en el lugar, llegaron la madre y la hermana, llegó el doctor Federico Lavandier, pero la policía no dejó pasar a nadie. El muchacho se desangraba y la policía lo veía desangrándose como quien ve caer la lluvia. Según el testimonio de una mujer, el Perocito se levantaba y caía, se caía y se levantaba, se levantaba y caía. El doctor Federico Lavandier exigía que lo dejaran pasar y no lo dejaban. La madre y la hermana clamaban a gritos que las dejaran pasar y la policía no las dejaba pasar. “Cuando llegamos allá -cuenta Alfonsina Perozo, la hermana del Perocito- vimos aquel niño tirado en el piso del cuartel, todo lleno de sangre, aquellos policías, como fieras acordonaron el recinto. Ni mi madre, ni yo, ni nadie podía dar un paso hacia adentro”. Cuando se le permitió finalmente al doctor Lavandier prestarle auxilio al muchacho y llevarlo al hospital era demasiado tarde. El pueblo se tiñó de un inmenso pesar, se hundió en un silencio rabioso y contenido. Siempre se hablaría del Perocito en voz baja, siempre se diría que fue uno de los crímenes más atroces de la tiranía. Se decía que el asesino había sido enviado desde Santiago y creo que nunca se supo quién era. Después del crimen se montaría una descarada farsa. El asesino habría sido encontrado y hecho preso, y luego se habría ahorcado en la fortaleza. La guardia permitió la entrada al público, incluyendo a las alumnas de la cercana Escuela Primaria Costa Rica, que asistieron o fueron llevadas como quien dice en peregrinación a conocer al asesino del Perocito. Allí vieron al muerto, al ahorcado que no les permitiría dormir en varios días. Era un moreno, un negro, un infeliz, un chivo expiatorio. Estaba de rodillas frente a una pared, con el extremo de una soga al cuello y el otro extremo atado a un barrote de la ventana. No se habría podido ahorcar sin ayuda. La generosa ayuda de los guardias. 1959 El último tributo de sangre a la tiranía lo pagarían los Perozo en 1959 con la llegada de Masú Perozo en la expedición libertaria del 14 y 20 de junio, la invasión o repatriación armada que tuvo lugar en Constanza, Maimón y Estero Hondo. La inmolación armada. Por lo que se sabe, Masú Perozo fue capturado vivo, desgraciadamente vivo. Lo trasladaron a la base de la aviación de San Isidro, lo interrogaron, lo torturaron, lo humillaron, lo ejecutaron. Dicen que fue martirizado por el mismo Ramfis Trujillo. Un enfermo, un vicioso, un sicópata, alguien a quien le gustaba matar y torturar desde la infancia. Bibliografía: Era de Trujillo: El exterminio de la familia Perozo https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/era-de-trujillo-el-exterminio-de-la-familia-perozo-OJDL239601 Los primeros crímenes de Trujillo http://unojotacuatro.blogspot.com/2011/11/los-primeros-crimenes-de-trujillo.html https://acento.com.do/2018/opinion/8634074-chapita-1/ 15 Chapita (1) Doña Julia Molina de Trujillo, como especie de caja de Pandora, parió una fiera tras otra en fila india, una más mala que la anterior y la posterior y viceversa. De su vientre salieron todos malos. Allí no había términos medios, solo había malos y malas y peores, demonios y demonias. La futura Excelsa Matrona sabía parir, no cabe duda, aunque paría de mal en peor. Y una de esas fieras, quizás la más fiera de todas las fieras, estaba marcada por el destino, por el azar, la predestinación, por la historia y las circunstancias, por la suerte o por designios del imperio, por las fuerzas de ocupación norteamericanas, por lo que ustedes quieran. El predestinado debutó en la escena nacional e internacional como un héroe de mil batallas a juzgar por los títulos militares que se concedió. No se conformó con el rango de general, tuvo que ser generalísimo, un rango que, sin embargo, le quedaba corto a su ego. El generalísimo era un megalómano como todos los de su clase, como sus contemporáneos y cofrades, los generalísimos Francisco Franco y Chiang Kai-shek, con la diferencia de que el generalísimo criollo no participó nunca en batalla alguna y solo estuvo en guerra contra su pueblo. No carecía, por supuesto, de una adecuada formación militar porque las tropas del imperio se habían ocupado de ello, pero al parecer se graduó de generalísimo por correspondencia o por obra y gracias de sus aduladores. A lo largo y a lo ancho de su vida le otorgaron o se hizo otorgar innumerables títulos que, sólo por casualidad, no incluían ninguno de nobleza. Así fue, entre otras cosas, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria nueva, Primer maestro dominicano y Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina. El supremo pato macho de la República Dominicana y el Caribe durante más de treinta años de tiranía. En realidad, sus títulos eran demasiados para ser contados. Uno de los más curiosos era el de Generalísimo Invicto de los Ejércitos Dominicanos. Era, además, Doctor Honoris causa por todas las facultades de la Universidad de Santo Domingo. Esto llevaba aparejado el cargo de Rector de la misma institución y la condición de Primer Maestro de la República, Primer Médico de la República, Primer Periodista de la República, Primer Abogado de la República, Primer Agricultor Dominicano. Agréguese a todo lo anterior el nombramiento como Restaurador de la Independencia Financiera del país y el de Campeón del anticomunismo en América, Paladín de la Libertad y Líder de la Democracia Continental, Protector de Todos los Obreros, Héroe del Trabajo, Padre de los Deportes y otras cursilerías. El colmo de los colmillos fue su postulación, en 1935, para el Premio Nobel de la Paz (junto al presidente haitiano Sténio Vincent), por la firma de un tratado que garantizaba la armoniosa convivencia entre Santo Domingo y Haití. Como nunca le hicieron caso, creó su propio Nobel, el llamado Premio Trujillo de la Paz, con $50,000 dólares de dote según se dice. Dos años después tuvo lugar la matanza haitiana, que provocó escándalo y repulsa internacional. No obstante, en 1940, con motivo de la firma del tratado Trujillo-Hull, Franklin Delano Roosevelt lo recibiría con honores, le regalaría una foto con una pomposa y halagüeña dedicatoria. Fue agazajado, en fin, con las más finas distinciones, condecoraciones, honorificencias. Cuando visitó España en 1954 los diplomáticos dominicanos solicitaron discretamente que se le otorgara el título de marqués, o algo parecido, pero la petición fue desestimada con mucho tacto, de manera muy fina, a pesar de la cacareada amistad entre el generalísimo y el caudillo. El generalísimo, según se dice, había horrorizado a la alta sociedad y al ejército de todas las Españas con su tricornio emplumado y su ridículo uniforme de opereta y no se lo consideró digno de una distinción tan refinada. Ese mismo año, sin embargo, El papa pío XII, de ingrata recordación, le otorgó la Gran Cruz de la Orden Piana como recompensa por haber beneficiado a la iglesia católica con la firma del Concordato, que le otorgaba todo tipo de privilegios. En enero de1961 los cortesanos del sátrapa solicitaron al Vaticano que le otorgara el título de Benefactor de la Iglesia, pero en esa época Trujillo olía a muerto y la iglesia le dio largas al asunto y al final, sólo al final, lo enfrentó. La descendencia y parientes cercanos del generalísimo disfrutarían en menor medida del beneficio de títulos al por mayor y al detalle. Su madre, Julia Molina, se convertiría en La Excelsa Matrona y su padre, José Trujillo Valdez (alias Pepito, alías Pepe botella) sería nombrado diputado y condecorado varias veces y sería además sepultado en la Capilla de los inmortales de la catedral primada de America, cerca de los restos de los Padres de la patria y las supuestas cenizas del Gran almirante. “Jamás despojos tan ilustres -dijo Jacinto Peynado en el panegírico- han pasado bajo las arcadas de este templo para recibir cristiana sepultura”. La esposa del generalísimo, María Martínez, se convertiría en La Prestante Dama y Primera Dama de las Letras Antillanas y también en una de las mujeres más redondas del país. Su hermano favorito, Negro Trujillo, se convertiría igual que él en generalísimo y llegaría como él a ser presidente de la República. Su primogénito, Ramfis Trujillo Martínez, se convertiría en La Promesa Fecunda y Príncipe Favorito, aparte de degenerado, violador y drogadicto. En su brillante carrera militar alcanzó el cargo de Coronel a los cinco años y el de general de brigada a los nueve. El hermano menor, Radhames, no se quedó atrás. A los cuatro o cinco años lucía el uniforme de mayor y a los nueve el de general. Y recibía, por supuesto, el salario correspondiente La poco angelical Angelita, su hija mimada, la niña de sus ojos, sería algún día nombrada Princesa del Corso Florido y sería elegida en un concurso Reina de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre. De modo, pues, que a los miembros más encumbrados de la familia no les faltaban títulos, honores, reconocimientos, mientras que al supremo pato macho le sobraban. Los tenía todos o casi todos… Pero le decían Chapita. Chapita le decían o dicen que le decían desde chiquito su mamá y sus hermanos porque le gustaban esos trocitos de metal con un grabado delante y un sujetador detrás, las llamadas chapas o chapitas, quizás las medallitas de la Virgen, de san Pedro, san Pablo, de la reina Victoria de Inglaterra o Isabel de España, quizás las tapas o chapas de las botellas de refrescos o ron y todo tipo de baratijas, todo lo que brillaba y se podía poner en el pecho o colgar del cuello…Algo, en fin, a lo que son aficionados o más bien adictos todos los militares, sobre todo si son rusos. Especialmente si son rusos. 16 Chapita (2) Chapita era el cuarto de las fieras, de las once fieras que sobrevivieron a los incontables partos de Julia Molina. Tenían nombres bonitos y algo graciosos. Se llamaban Flérida Marina, Rosa María Julieta… Uno se llamaba José Arismendy y le decían Petán, quizás por no decirle Patán. Otro era Amable Romero y le decían Pipí, y después Luisa Nieves, Julio Aníbal, Pedro Vetilio, Ofelia Japonesa y Héctor Bienvenido, al que le decían Negro. Cariñosamente Negro. Con este último, el volátil Chapita se llevaría casi siempre bien. Con Julio Aníbal se llevaría mal, muy mal, y el pleito acabaría como el de Caín y Abel. En general fue generoso con todos. Durante su largo gobierno o gobiernazo, como le llamaban sus cortesanos, sus hermanos de madre y padre, menos uno, hicieron una brillante carrera como coroneles y generales del ejército. Por parte de madre, de la muy querida Mamá Julia, Chapita era descendiente de Pedro Molina Peña, un campesino, y de Luisa Ercina Chevalier, una maestra de ascendencia haitiana. Gente de pocos medios y buena reputación. De esa ascendencia, Chapita renegaría o se declararía orgulloso algunas veces, de acuerdo al lugar y las circunstancias. La parte mala parece que le llegaba a Chapita por parte de padre, pero Mamá Julia la transmitía… Ahora bien, aquí ahora las cosas se complican. El padre de Chapita, José Trujillo Valdez, alias Pepito y a veces Pepe botella, era hijo de un signo de interrogación. Su apellido materno era sin duda Valdez porque era hijo de Silveria, Silveria Valdez. Pero el apellido paterno era quizás Trujillo, solamente quizás, probablemente quizás y nada más. Pepito podía ser hijo de un tal José Juan de Dios Trujillo Monagas, que tuvo una relación con Silveria Valdez, pero también de Vicente y otros veinte. Lo del abuelo paterno, en resumen, no está claro. Lo de Silveria, en cambio, no admite dudas, a menos que no le cambiaran el muchacho al nacer. Silveria era un primor, un dechado de las peores virtudes. Alguna vez, dicen las malas lenguas, fue concubina del dictador Ulises Heureaux, alias Lilís, y tuvo amantes a granel, pero la peor fama le viene, entre otras cosas, por sus servicios a la causa del despótico Buenaventura Báez y del mismo Lilís, y por su condición de empresaria y relacionista pública de fondas y posadas y burdeles. Alguna otra vez, según según se comenta, en sus mejores años ejerció la prostitución al por mayor y al detalle, sobre todo al por mayor, y ganó fama entre las aguerridas tropas españolas que ocuparon el país durante la guerra de restauración. Las mismas que se vieron obligadas a abandonarlo con una mano detrás y otra delante. José Trujillo Monagas, un español procedente de Cuba, donde había sido oficial de la policía, llegó al país en oscuras circunstancias y se estableció por un breve período. Se hospedó alguna vez en la pensión o casa de huéspedes que Silveria Valdez tenía en San Cristóbal, vivió maritalmente, brevemente con ella y luego se fue para no volver. Silveria alumbró y le puso nombre y apellido al futuro padre de Chapita después que Trujillo Monagas, el amante ocasional, se había marchado del país y ningunapersona le discutió la paternidad. Trujillo se quedó y pudo ser Trujillo. Pero nadie (como dijo Freddy Beras Goyco en un programa de televisión) hizo la prueba de la parafina para averiguar quién había disparado. Silveria crió a su hijo a su imagen y semejanza y, como cuenta Crassveller, sacó tiempo para desplegar todos sus talentos para la intriga y la violencia al servicio del régimen de Lilís. En opinión de Sánchez Lustrino, era notoria “la compenetración que tenia Pepito con los impulsos e instintos de su madre”. Pepito Trujillo Valdez se parecía a su mamá por dentro y por fuera, y la emuló en casi todos los sentidos. Había asistido a la misma escuela que ella, la escuela de la vida, y había salido como ella, tan cuero y cortesano e intrigante como ella. Pepito se convirtió al crecer en comerciante, en un pequeño empresario de negocios turbios, todo tipo de negocios turbios o ilícitos, negocios de cosas ajenas por supuesto, que incluían vacas, gallinas, cerdos, caballos, mulos, tierras, maderas, casas y cosas generalmente mal habidas. Desde temprana edad ganó fama de cuatrero y estuvo preso, por supuesto, en varias ocasiones. De la cárcel duradera lo salvaron sus relaciones en el gobierno de Lilis, pero en alguna ocasión llegó a afectar con sus turbios negocios la reputación de su propio suegro. Por lo demás, era o parecía ser un tipo agradable y amigable, como dice Crasweller, un sinvergüenza simpático, aunque notablemente rencoroso y sobre todo licencioso, libidinoso en grado extremo, fiestero, bebedor, inescrupuloso. Murió, lamentablemente, en 1935, apenas a los cinco años de haber llegado Chapita al poder. El mismo tiempo que, al decir de sus detractores, le duró la borrachera con la que celebró el magno acontecimiento. No todas las opiniones sobre este personaje son coincidentes ni peyorativas, desde luego. El Vaticano, por ejemplo, vio con buenos ojos que fuera enterrado en la catedral, dio su visto bueno de buena gana. Jacinto Peynado, por lo que dijo en su panegírico, consideraba que ninguno de los fieles difuntos que poblaban los nichos del sagrado recinto de esa misma catedral primada de América eran más ilustres que los de José Trujillo Valdez, alias Pepito, alias Pepe Botella. Al siguiente día del luctuoso acontecimiento, con el país cerrado en riguroso luto, en imponente duelo nacional de extremo a extremo, la señorial avenida Duarte, un bulevar de reciente inauguración, empezó a llamarse (y así se llamaría durante toda la era gloriosa) Avenida José Trujillo Valdez. En los considerandos de la resolución que justificaba el merecido cambio, Virgilio Álvarez Pina, presidente del poder municipal del Distrito Nacional y un enfermizo colaborador de Chapita, dejó establecido lo siguiente: “Que los pueblos deben perpetuar la memoria de sus benefactores cuando han recibido de ellos servicios de alto linaje espiritual. Que el preclaro y excelso ciudadano José Trujillo Valdez, lamentablemente fallecido, además de sus virtudes cívicas y de sus relevantes méritos es acreedor del reconocimiento público por la circunstancia feliz de haber sido el progenitor muy amado del varón extraordinario que pone empeños inigualados en nuestra historia por la estructura de la Patria Nueva”. Bibliografía La biografía de José Trujillo Valdez http://rosamelfierroperez.blogspot.com/2013/03/la-biografia-de-jose-trujillo-valdez.html Robert D. Crassweller, “The luce and times of a caribbean dictator” 17 Chapita (3) Chapita nació en el que sería, por el simple hecho de haber nacido, un año fatídico en nuestra historia, un año agrio, nefasto, el 1891. Nació, por casualidad, en un poblado llamado San Cristobal que apenas tenía dos calles, y en cuyos alrededores sobraba espacio, sobraban ríos y montañas, todo lo que constituye la esencia de una vida pueblerina en un país rural y poco poblado: el país paisaje con un merengue al fondo en el que Chapita daría rienda suelta a su juventud desenfrenada, sin escatimar medios en la lucha por la supervivencia y como trepador social. En opinión de Crassveler, la familia no era de origen humilde sino más bien de clase media o alta en relación al nivel de una pequeña comunidad rural y aislada. Los vecinos tenían a Julia Molina colgada del alma a causa de los tormentos que le infligía su infiel y a veces grosero marido, pero vivían en una de las más dignas casas del poblado, una que habían heredado de Ercina o Erciná Chevalier, la abuela materna de Chapita. Era una casa modesta y sin pretensiones, pero de generosas dimensiones, un rancho de madera techado de hojas de zinc pintadas de rojo, seis habitaciones, sala y comedor, un amplio patio con árboles frutales, letrina y cocina al fondo. Todo indica que en sus años de infancia y en su época de estudiante, Chapita llevó una vida anodina y normal, pero en verdad no hay nada normal ni anodino en su biografía. Crassweller cuenta que a los cinco años sufrió un severo ataque de difteria y se salvó de milagro gracias a la influencia de unos médicos que le proporcionaron una de las primeras dosis de antitoxina para combatir la enfermedad que habían llegado al país. En el ánimo de Chapita, a partir de un incierto momento, se incubó de alguna manera el odio en la sangre, odio, resentimiento, frustración y revanchismo en los huesos y en la sangre a causa de sus delirios de grandeza y del rechazo que generaban su inconducta y la de sus hermanos. Pero no siempre fue así. No parecía ser así. La mayoría de las fuentes describe el capítulo de la infancia y educación sentimental de Chapita como un período en el que nada presagiaba la naturaleza del monstruo que habitaba en su interior. Ingresó a la escuela o escuelita de Juan Hilario Meriño, una de las cuatro o cinco escuelas hogareñas que había en San Cristóbal, y allí aprendió las primeras letras, se alfabetizó, aprendió a leer y escribir (la más valiosa o útil instrucción que un ser humano puede adquirir). Al cabo de un año pasó a la escuela de Pablo Barinas, un distinguido discípulo de Eugenio Maria de Hostos, alguien preocupado por impartir, así fuera en vano, la educación de los sentimientos. Su abuela materna, Ercina Chevalier se ocupó personalmente y sin duda amorosamente, de complementar en la medida de lo posible su formación académica. Por lo demás, alguien dice que en alguna ocasión fue monaguillo, brevemente monaguillo, si la información es cierta. Por las manos del “joven y vigoroso” Pablo Barinas pasaron todos los miembros de la familia Trujillo Molina, los miembros de la tribu, y sólo por esto merecería una medalla, un título de reconocimiento. A juicio de Pablo Barinas -dice Crassweller- Virgilio fue el mejor estudiante, Chapita el que mostró el mejor comportamiento y Petán lo peor de lo peor, alguien que sobresalió por su poca o ninguna aplicación al estudio, su mala conducta y su bien ganada fama de ladrón de pollos. Chapita era tranquilo, a juicio de Barinas, dueño de una inteligencia despejada, una inteligencia natural, un muchacho que mostraba especial u obsesiva preocupación por su apariencia, pulcritud, el aseo, la limpieza personal, alguien que en todo momento lucía o quería lucir acicalado, impecable. En esos años, a finales del siglo XIX e inicios del XX, consolida su relación con sus tíos Pina Chevalier, hijos del segundo matrimonio de su abuela Ercina, que había quedado viuda y se había vuelto a casar con un culto hombre de letras: Juan Pablo Pina. Otra de sus grandes amistades es la que establece por la misma época con su padrino y pariente lejano Virgilio Álvarez Pina, el célebre, aunque no celebrado Cucho Álvarez. Estos personajes y muchos de sus descendientes formarán parte de sus más fieles y cercanos servidores durante la era gloriosa. Con Álvarez Pina ingresa Chapita a la verdadera escuela, la escuela o universidad de la vida, y empieza de alguna manera a torcerse, si acaso no había nacido torcido, a mostrar sus bajos instintos. En aquella época dorada, y en compañía de Álvarez Pina, Chapita se aficiona en modo particular a los caballos, se convierte en un jinete temerario, a caballo frecuenta los mejores balnearios, se convierte posiblemente en excelente nadador de mar y río y nace su afición por los perfumes y el baile. Crece, desde luego, su afán de pulcritud y de elegancia, a la vez que disminuyen sus escrúpulos. Su impecable figura ecuestre se hace popular, conocida en toda la zona. Surge o nace, o mejor dicho estalla de repente, su precoz interés en las mujeres. Las mujeres como aves de presa a las qué hay que conquistar por cualquier medio. Gana fama por su comportamiento agresivo, su lujuria o lascivia impenitente, a flor de piel, las malas artes que afloran en su naturaleza de mujeriego empedernido, su vocación de amigo de lo ajeno. Acumula cada día un mayor índice de rechazo, no por su condición social sino por su inaceptable comportamiento de ave de rapiña, y en la medida en que se generaliza el rechazo hacia el voraz depredador, se incrementa su odio contra la sociedad que lo desprecia y de la cual se vengará algún día. Bibliografía La biografía de José Trujillo Valdez http://rosamelfierroperez.blogspot.com/2013/03/la-biografia-de-jose-trujillo-valdez.html Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator 18 Chapita (4) El general Marcial Soto, un militar banilejo de pura cepa, recibió en alguna ocasión la encomienda de llevar a Chapita preso a Santo Domingo. Preso y bien amarrado, a lomo de mula, por robo de ganado. Cuando iban a pasar por San Cristóbal, Chapita le pidió humildemente por favor a Marcial Soto que lo desamarrara mientras atravesaban esa población porque por ahí tenía una novia y no quería que ésta lo viera en esa situación. El general Marcial Soto lo complació. Chapita posiblemente adoptó en la medida de lo posible una postura digna, miraría quizás con desprecio, quizás con ojeriza, a quienes se fijaban en él y le guardaría un agradecido rencor o un rencor agradecido durante toda la vida al militar banilejo. Cuando subió al poder, Marcial Soto no se alineó con él y Chapita lo mandó a matar o lo mandó a matar por el simple gusto de matarlo. El general había sido jefe militar en Baní, comandante de armas, y aunque apenas sabía escribir fue uno de los fundadores de la biblioteca pública. Ahora estaba medio ciego, cargado de años, pero la dignidad que le impedía inclinar la cerviz ante un tirano le dio fuerzas para refugiarse en los montes situados entre el poblado de Galeón y el cruce de Ocoa, acompañado de su hijo Pirolo, que contaba a la sazón catorce años. En esa zona tenía familiares que le llevaban alimentos a escondidas y lo protegían. Pero su mayor protección -como cuentan sus familiares- eran las oraciones que decía cuando Chapita mandaba guardias a rastrear la zona. Oraciones que -para que surtieran efecto-, tenía que decir con la cabeza gacha, sin levantarla bajo ninguna circunstancia hasta que pasara la tropa. Marcial Soto, el general banilejo que metió preso a Chapita Las oraciones lo ayudaron aparentemente a hacer de alguna manera las paces con Chapita y vivir para contarlo. Algo insólito, inaudito: meter preso a Chapita, no plegarse a su régimen, contrariarlo, irse al monte y vivir para contarlo. Morir de viejo en su cama. No sería esta la única vez que Chapita conociera la cárcel por dentro, aunque a la larga se convirtió en carcelero y metió al país entero en prisión. En el ínterin desempeñó, varios oficios, incluyendo el de jornalero y dependiente de pulpería, pero en lo que siempre sobresalió fue en el oficio de amigo de lo ajeno: falsificador de cheques, ladrón postal, asaltante de bodegas, cuatrero. Chapita nunca le tuvo miedo al trabajo. A cualquier cosa se dedicaba Chapita, a condición de que fuera deshonesta. Alguna vez fue declarado culpable de delitos menores y encarcelado por breves periodos. Nunca por el tiempo que en verdad se merecía. La sagrada familia Por el mismo camino iban sus hermanos, sobre todo Virgilio, Pipí, Aníbal, Petán. Con ellos a veces mantenía Chapita las peores relaciones, rencillas que se prolongarían a través de los años, incluso durante mucho tiempo después de su llegada al poder. Incluso toda la vida. Otras veces, sin embargo, se asociaban para delinquir y como buenos hermanitos delinquían. En compañía de Petán, cuando las cosas estaban bien entre ellos, arrasaba Chapita las fincas de los alrededores. Luego Petán se vio obligado a asilarse en el Cibao donde su desprestigio nunca disminuyó. Las noticias de sus fechorías y de las veces que entraba y salía de una cárcel llegaban de vez en cuando a su pueblo natal. En este sentido le fue peor que a Chapita, ya que llegó a caer preso hasta por acusaciones de homicidio seguramente fundadas. Algunas de las hermanas de Chapita no se quedaban atrás y ganaban fama a su manera, como la célebre Nieves Luisa, la impoluta Nieves Luisa de la que habla José Almoina en el segundo capítulo de un despreciable libro de chismes que lleva por título “Una satrapía en el Caribe”. En ese nefasto capítulo, el ex secretario de Chapita denigra concienzudamente a casi todos los miembros de la familia Trujillo Molina, empezando por el fundador, el célebre y celebrado José Trujillo Valdez, alias Pepito, alias Pepe Botella. El texto infamante castiga sin misericordia al fundador de una dinastía que alcanzó en vida los honores máximos. Califica de abigeo, cuatrero, ladrón de ganado al hombre que fue senador de la República y Patricio, símbolo de la honestidad, esposo modelo, al prócer cuyo nombre se le dio a una provincia, canales, puentes, calles y plazas, cuya imagen fue colocada en el salón de sesiones del Congreso Nacional, junto a las de Duarte, Sánchez y Mella. El hombre, en fin, en cuyo homenaje se instituyó en el país el día del padre, el mismo cuyas cenizas reposan o reposaban en la Catedral primada de América, al lado de las de Colón, el que recibió a su muerte homenajes que no se tributan a los emperadores. A éste personaje, a éste prestigioso ganadero lo llama Almoina abigeo, cuatrero, ladrón de ganado. Para peor, Almoina acusa a Pepito de haber tenido un último hijo fuera del matrimonio, un último aporte a la Patria -sugiere despectivamente- que dejó al cuidado de la República. Se trata o trataba, al parecer, de un tal Nene Trujillo al que define como rechoncho, adiposo, ceceante, hidrocéfalo, un retrasado mental que a los doce años ya era coronel y propietario de una gran finca en Engombe y que vivìa con su avejentada media hermana Nieves Luisa. Con Aníbal, Virgilio y José Arismendi no es menos generoso el Almoina. Fueron ellos -al decir de Almoina- los primeros que secundaron y emularon al padre en el robo de ganado durante algunos años. Los siguieron los hermanos menores, especialmente Chapita, no sin algunos tropiezos. Tropiezos que -según dice Almoina- les obligaron a comparecer ante los tribunales en ciertas ocasiones, tropiezos o tropezones que hicieron que las comarcas de Bonao y Baní conocieran las hazañas de los Trujillo, a quienes tienen o tenían por unos bandidos. Aníbal sería, a juicio de Almoina, un loco de atar con el cerebro fundido, un vulgar esquizofrénico y alcohólicosifilítico. Dice que imitaba a Napoleón, que se vestía con una capa de colorines muy parecida a la de su hermano el sátrapa y formaba a los criados de su finca como a milites y a cada uno les adjudicaba un nombre ilustre. Tan loco estaba que su hermano Chapita tuvo que mandar a suicidarlo. Otros muchos afirman que se suicidó sin ayuda. Bibliografía José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator 19 Chapita (5) La sagrada familia (continuación) Diatriba tras diatriba se acumula en el injurioso y jugoso capítulo que José Almoina dedica a la gloriosa estirpe de los Trujillo Molina. Algo que sería indignante si el lector no sospechara que todo o casi todo lo que se dice es verdad o por lo menos merecido. El que queda peor parado de la familia, si acaso alguno queda, es el abominable Petán o Patán Trujillo, un personaje repulsivo que parece haber sido hecho a mano por el más inescrupuloso creador. Un dechado de maldad, el arquetipo del bravucón y cobarde, un engendro, un personaje retorcido y perverso. Un trujillito. Dice Almoina que la biografía del feroz José Arismendy Petán se resume en una serie de asesinatos, violaciones y sobre todo estupros, y que cuando la impotencia lo convirtió en eunuco abusaba de las muchachitas desflorandolas con los dedos. José Arismendy Trujillo, alias Petán En Bonao estableció Petán lo que Almoina llama un bajalato, un territorio gobernado por un Bajá o Pachá. “A este megalómano –dice Almoina-, le había hecho su hermano Rafael a más de Mayor del Ejército, árbitro de las tierras de Bonao y explotador de la finca Rancho Grande”. En Bonao, Provincia Monseñor Nouel en honor de un ferviente colaborador de Chapita, se hizo el petánico patán nombrar hijo adoptivo, rey o señor feudal, dueño de vidas y haciendas y empezó a cometer, según dice Almoina, todo tipo de crímenes para apoderarse de tierras y doncellas. A los peones de sus fincas, a los que pagaba una miseria, los enganchaba a la guardia sin que ellos lo supieran y se embolsillaba discretamente el salario, que triplicaba lo que recibían. En Bonao lo odiaban cordialmente, pero era un hombre valiente que repartía bofetadas a diestra y siniestra con el respaldo de sus guardaespaldas, un temerario que sólo se paseaba o se paseaba sólo en compañía de su celosa escolta. No puede olvidarse que Petán fue el fundador de la emisora radial La Voz del Yuna, que luego se llamó La Voz Dominicana y fue trasladada de Bonao a la capital por órdenes de Chapita. Años más tarde, en 1952, se convirtió en el primer canal de televisión del país y uno de los primeros de América Latina. La contratación de artistas latinoamericanos de mucho relieve convirtió la semana aniversaria de esa Voz Dominicana en uno de los eventos culturales más glamorosos de la era gloriosa. En éste se concentraba durante siete días la apasionada atención de los televidentes y muy especialmente la de Ramfis Trujillo, el impenitente lujurioso y violador que en más de una ocasión intentó meterle mano a más de una de las graciosas vedettes extranjeras. Aparte de sus inquietudes artísticas y su gran debilidad por los caballos y vacas ajenas, Petán sentía un gran amor por la agricultura. Por eso Chapita le concedió el monopolio de frutos menores, la exportación y comercio de huevos, granos, guineos, aves, etc. En consecuencia, la venta de los productos, que con anterioridad constituían un libre mercado, se canalizó a través de grandes almacenes. “El miserable Petán –si es cierto lo que dice Almoina en su libelo– muy luego distribuyó por el campo dominicano destacamentos del Ejército, que obligaban a los campesinos a entregarles los productos de su trabajo a precios irrisorios. Hizo más; intervino en los muelles de los puertos para que sin su autorización no pudiera salir del país un solo racimo de plátanos. Quedó así, por el doble sistema de coacción directa o de intervención coactiva, todo el sistema en sus manos. En adelante no se consumirían frutos menores sin pasar por las manos de Petán. Él los mandaba a comprar directamente, a precios caprichosos, y el campesino no tenía otro remedio que vender. Este monopolio se amplió con el de la exportación de huevos y aves. La cosa se llevó al extremo de que el campesino que salía a la carretera y no entregaba sus productos a los esbirros de Petán, aparecía muerto, modo de sembrar el terror en la comarca”. En otra época menos afortunada, esto hay que reconocerlo, Petán arriesgaba el pellejo para ganarse la vida y en incontables ocasiones -ya se ha dicho- cayó preso y mal preso. Un testimonio cristiano y casi conmovedor de las penurias por las que tuvo que pasar José Arismendy me ha sido proporcionado recientemente desde Miami por el apreciado amigo Tiberio Castellanos. Tiberio vió en una ocasión que nunca se borraría de su memoria cuando a Petán lo llevaban preso por robo de ganado en el tren que venía de Sánchez hacia San Francisco de Macorís. El tren tardaba una eternidad en el trayecto, casi un día completo, y se detenía en Pimentel, un pueblo que originalmente se había llamado Partido del Cuaba y alguna vez se había llamado Barbero, gracias a un célebre personaje. En Pimentel demoraba el tren otra eternidad. Allí -dice Tiberio Castellanos- la locomotora “bebía” agua de un gran tanque frente a su casa. Tiberio recuerda todavía claramente que Manuel Mora (que tenía el cargo de Síndico, Gobernador o algo parecido), subió a la portentosa y resoplante máquina a ver al preso y mandó que le trajeran comida y agua. Dice Tiberio que la gente decía que Petán nunca olvidó esa atención. José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf). 20 Chapita (6) La sagrada familia (continuación) En comparación con Petán Trujillo, su hermano Héctor Bienvenido, alias Negro, parece haber sido un hombre decente, el más decentemente indecente de los Trujillo. Alguna vez fue Secretario de Guerra y Marina y sucesor de Chapita en caso de muerte. Era de alguna manera su hermano favorito, o por lo menos con el que mejor se llevaba, y el único que, aparte de él, ostentaba el título de generalísimo, amén de que fue también presidente de la República. Negro Trujillo mantenía un perfil relativamente bajo o mejor dicho discreto y tuvo una novia o marinovia formal llamada Alma McLauglinh Simó, con la cual contraería matrimonio en edad avanzada. La agraciada era hija de quien Almoina define como el indigno coronel Charles McLaughlin, uno que llegó al país durante la ocupación norteamericana y se quedo viviendo en calidad de consejero militar, traductor, socio empresarial de Trujillo y seguramente espía del imperio. Negro Trujillo estuvo casado con Alma McLauglinh Simó hasta el fin de sus largos días, a la edad de 94 años, en la ciudad de Miami. En su testamento hizo constar que no tuvo ni un solo hijo y que su fortuna se la dejaba a ella y a dos sobrinas de ella. Muchas cosas podían inducir a pensar equivocadamente que era un compañero fiel y afectuoso. Pero en sus años mozos y no tan mozos, más que un marido o novio infiel era un depredador al que, según Almoina, se le escapaban muy pocas mujeres, generalmente jóvenes y atractivas. Cuando se cansaba de ellas las colocaba generosamente en algún puesto en el gobierno, en el Hotel Jaragua, en empresas particulares. Pero Negro Trujillo tenía además un gusto morboso por las esposas de ciertos oficiales de alto rango, aunque no fueran agraciadas, y de sus relaciones descaradas con algunas de ellas se hablaba mucho entre los cortesanos de la era gloriosa. Antiguo faro casi centenario sobre el fuerte o fortín San José. Estuvo en pie hasta finales de los años de 1950 Por lo demás -dice el implacable Almoina- el Negro no desaprovechaba ningún medio deshonesto de enriquecerse, algo que era común a toda la familia, y al parecer sentía por la sangre, el derramamiento de sangre, el mismo amor que sus hermanos. Pocos meses después de abandonar el país en 1961, junto a casi toda su parentela (a causa del ajusticiamiento providencial de Chapita), se encontraron en algunas de sus fincas uno o varios cementerios sin cruces. Otros hermanos de Chapita, como Virgilio y Pipí Trujillo, no eran menos despreciables, pero eran mucho más rastreros. Almoina dice que en un concurso de sinvergüenzas era Virgilio quien se llevaba el primer premio. Virgilio tenía un cargo diplomático en París cuando se derrumbó el frente republicano y miles de españoles salieron al exilio. Virgilio acudió generosamente en auxilio de muchos que buscaban con afán salir hacia las playas americanas y se entendió con ellos en términos de mercachifle. Dice Almoina que recibió alhajas y oro en cantidad muy apreciable y cien dólares por cada refugiado que la República Dominicana aceptase. En consecuencia pasaron a Santo Domingo más de cinco mil españoles y Chapita se sintió contento porque quería blanquear el paìs, pero al mismo tiempo paró las orejas y exigió cuentas porque se trataba de un negocio y era un negocio redondo, jugosamente redondo. Virgilio rindió cuentas, pero las cuentas no cuadraron y el enojo de Chapita fue de mayor cuantía, proporcional al descuadre de la cuenta. Chapita procedió a destituir a su hermano Añade Almoina que en el asunto anduvo, como agente de Virgilio, Porfirio Rubirosa, a quien llama “el asesino Porfirio Rubirosa”, y que la operación fue tan turbia que para que se cumpliese el informal contrato de inmigración los exilados tuvieron que aportar nuevas cuotas al sustituto de Virgilio. Esto significa que Chapita y sus familiares no sólo eran ladrones sino que se robaban entre ellos. En cuanto a Pipí Trujillo (Amable Romeo Trujillo Molina), lo primero que hay que decir es que era un poco lo que su apodo indica o implica: Un tíguere bimbín, como se dice en buen dominicano, un pillo de siete suelas, un arrastrado, un truhán, un pelafustán, un tipo de la más baja ralea, si acaso no lo eran todos sus hermanos. De Pipí Trujillo se decía (entre muchas otras cosas de las que ninguna era halagüeña), que tenía por costumbre o por deporte chocar como al descuido los automóviles de personas que parecieran pudientes. Salía entonces como quien dice a inspeccionar el daño, se mostraba afligido, molesto, desencantado, entregaba finalmente la llave de su vehículo al agraciado dueño del ehículo que había chocado y exigía con una petición perentoria que se lo cambiara por uno nuevo. (Algo parecido hacían algunos de los generales de Balaguer durante el fatídico régimen de Los doce años). Quizás una de las cosas peores que hizo Pipí (con consentimiento de Chapita por supuesto) fue desmantelar un gracioso, un espigado faro casi centenario que se erguía en el antiguo fuerte de San José y que vendió miserablemente como chatarra. Toda una obra de arte, un monumento de gran valor histórico desmembrado pieza por pieza, montado en grandes camiones, llevado al matadero, condenado a la fundición. En general, Pipí se dedicaba, según dice Almoina eufemísticamente, a la trata de blancas. Se dedicaba a la extorsión, a cobrar peaje a las prostitutas. En realidad parecería que Almoina exagera o miente o simplemente calumnia cuando afirma lo que afirma del Amable y Romeo Pipí Trujillo Molina. ¿Quién lo creería?: “Pipí no es un polluelo, es un padrote que monopoliza la trata de blancas. Este retoño del gran cuatrero dedica sus actividades a cobrar a dólar por día y mujera todas las que venden sus gracias, sea en las casas de lenocinio, sea en sus domicilios privados. Nadie puede ejercer en Ciudad Trujillo la prostitución sino entrega un dólar a Pipí. Es un monopolio que su hermano el déspota le concedió. Para que no se escape sin pagar, ninguna mujer que ponga venal su cuerpo, Pipí recorre, con sus esbirros, los lupanares, casas de citas, cabaretuchos, etc., noche a noche”. Por coincidencia, a ese mismo oficio de tinieblas, el de la prostitución, se dedicaba muy profesionalmente en sus mejores años su hermana Nieves Luisa, pero no es probable que Pipí le hubiera cobrado peaje. (Siete al anochecer [20]) Bibliografía: José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf). 21 Chapita (7) La sagrada familia (última parte) La impoluta Nieves Luisa era la estrella de la familia Trujillo, quizás la primera que alcanzó notoriedad fuera del país. Se dio a conocer especialmente en Cuba donde ejerció con mayor éxito su profesión. La profesión de Silveria Valdez, su abuela paterna. Almoina dice en su execrable libelo que era cantonera en La Habana, es decir, prostituta callejera: “Mujer en sus años juveniles de muy gentil donaire, había conocido los hoteles equívocos de La Habana en su totalidad. Quiere decirse que había estado en la capital cubana dedicada a vida ‘non santa’”. Cosas impeorables dice de esta señora Pedro Andrés Pérez Cabral en su obra “El ladrón de San Cristóbal”, escrita casi con el mismo espíritu crítico, el mismo afán demoledor de la de José Almoina. A Nieves Luisa Trujillo Molina -dice Pérez Cabral-“en su juventud se le conocía como ‘la Trujillito’, por su vocación protagónica cuando se entusiasmaba en los prostíbulos”. Lo que es peor, dice un testigo de cargo, es que se destacó en su carrera de mujer pública en uno de los más sórdidos lupanares del este. De modo que “Cuando en enero de 1920 se procesó a Trujillo en San Pedro de Macorís por el estupro de una niña en Los Llanos, Nieves Luisa era popular en La Arena, zona de tolerancia de prostitutas en esa población. Que todavía existe”. Salomón Sanz, un cercano colaborador del régimen, cuenta que las noticias del degradante espectáculo que protagonizaba Nieves Luisa en el fastuoso escenario de “La Arena” y la vida desorganizada que le habían dado tanta fama avergonzaban al mismo Chapita. Esa mujer, su propia hermana, mancillaba sin duda el honor de su familia, hería su sentido del pudor, su puntilloso pundonor, y siempre fue para él, según se dice, un problema agobiante, un estigma social, algo tan humillante como la falsa, seguramente falsa o supuesta acusación de estupro que lo persiguió durante muchos años. Por suerte la Nieves Luisa se fue o le aconsejaron que se fuera a Cuba en los años veinte en busca de nuevos horizontes y allí alcanzó el estrellato, la consagración definitiva. De ella y sus hermanas habla con ciertos detalles Crassweller y nada de lo que dice parece tener desperdicio. Pone el punto en las llagas, exactamente en las llagas y con la pus que destilan elabora cuatro perfiles: cuatros miniaturas en claroscuro dignas de Goya o de Rembrant. Dice Crassweller (en traducción libre o libérrima) que las cuatro hermanas eran personas fuera de lo común, que Marina y Japonesa eran hogareñas y que se enriquecieron junto a sus esposos haciendo negocios que se beneficiaban de sus relaciones con el gobierno. Marina, que era la mayor de los Trujillo Molina, gozaba de la protección de Chapita, según cuenta Crassweller, hasta el grado de que le permitía de vez en cuando, venderle al gobierno, a precios muy inflados, las casas que construía y que de seguro habían sido financiadas generosamente con dinero del mismo gobierno. Julieta era la hermana extraña, incluso, en apariencia, recatada. Dice Crassweller que nunca abandonaba su hogar, nunca se mezclaba en la vida pública, era casi una extraña para la familia. En cambio, su esposo, Ramón Saviñón Lluberes, era hiperactivo socialmente. Saviñón era rico de nacimiento y aumentó inmensamente su fortuna al obtener la concesión de la lotería del gobierno, la Lotería Nacional, una empresa rentable que dejaba legalmente unos dos millones de pesos al año, sin incluir otros beneficios provenientes de turbios manejos con billetes que no se vendían y luego aparecían entre los ganadores. En cuanto a la famosa Nieves Luisa, la cuarta hermana, dice Crassweller que aparte de diabética era muy similar a sus hermanos en carácter, inquieta, deshonesta y corrupta. Ella, afirma el indiscreto Crassweller, era la más inmoral de todos. Más adelante habla de algo a lo que ya se ha aludido: que se mudó a Cuba, que durante muchos años vivió en ese país, que demostró ciertos talentos ejecutivos y operativos, de los que Crasweller no da detalles ni explicaciones, y que se involucró al menos en dieciséis relaciones sexuales ilícitas de las que Crasweller tampoco da detalles ni explicaciones. Lo que aparentemente hizo fue combinar la prostitución con la especulación en bienes raíces, vendiendo bienes inmuebles a precios altos después de desalojar a los propietarios mediante influencias políticas obtenidas en base a su innegable talento vaginal. La historia que, sobre este mismo personaje, cuenta el Dr. Lino A. Romero en su libro “Trujillo: el hombre y su personalidad”, difiere en ciertos matices de forma y fondo con lo que se ha dicho hasta aquí. El prestigioso siquiatra considera que “Nieves Luisa fue la contraparte femenina de su hermano” y que “fue una mujer inteligente, dinámica, emprendedora y con muy buen sentido del humor”, aunque igualmente “afectada por un trastorno antisocial de personalidad”. El Dr. Romero no menciona a “La Arena” de San Pedro de Macorís como escenario de sus andanzas prostibularias, sino a “La Casa Blanca” de la ciudad capital. Es decir, una “Casa Blanca” que, a juzgar por el nombre y ubicación, debía tener cierto nivel de clase. Un viejo puertorriqueño llamado Don Juan era el dueño o gerente del centro de diversión y de vicio y tenía que ser bien conocido y frecuentado ya que se encontraba en la calle Estrelleta, al lado del Cementerio Municipal. “Nieves Luisa -dice el Dr. Romero- era una mujer atractiva, arrebatadoramente coqueta. Según dicen los que la conocieron, gustaba muchísimo y era prácticamente la estrella” del lugar y “una de las próstitutas más famosas de Santo Domingo”. La causa de su partida a Cuba fue una sarna “que se le presentó”. Viajaría entonces por motivos de salud y se perdería de vista hasta que Chapita llegó al poder. En La Habana cosecharía muchos éxitos durante los fabulosos años veinte. Cultivó excelentes relaciones con oficiales del ejército y conocidos emprendedores y hombres de negocios con los que se involucraba como meretriz y empresaria de bienes raíces. Quizás a esto se refiera Crassweller cuando habla de sus talentos ejecutivos y operativos y de sus relaciones sexuales ilícitas. A su regreso al país tuvo amantes a granel, continuó con su vida licenciosa, pero ya no volvería a ejercer la prostitución, como no fuera por amor al arte. Chapita de alguna manera la metió en cintura, le puso un alto a su anarquía uterina mediante el sagrado vínculo del matrimonio, si acaso se lo puso. El hecho es que la casó con el militar Manuel de Jesús Castillo, alias Lolo. Y cuando Lolo murió la casaron con el hermano. Éste logró sobrevivir mucho más tiempo a la unión y con mejor fortuna, pues llegó a ser jefe de la aviación. Además Nieves Luisa, que no tenía hijos, adoptó a Nene Trujillo, el hijo póstumo de Pepito, y se convirtió en buena madre. Hasta la llegada de Flor de Oro y una hermana de Flor de Oro que aspira a excelsa matrona, no nacerían mujeres tan fogosas en la sagrada familia. Tan notorios o notables eran los excesos de Nieves Luisa, que hasta un hombre tan refinado y culto y taimado como Joaquín Balaguer se refiere a ella alguna vez en sus memorias de cortesano como “la oveja negra” de la familia. También dice que era atractiva físicamente o por lo menos la más atractiva de las hermanas. Quizás, sólo quizás, se sentía atraído por ella. Al leer estas líneas cualquiera tiembla al pensar en el engendro que hubiera salido de un encate, un cruce o cruzamiento entre Balaguer y Nieves Luisa. Bibliografía: Dr. Lino A. Romero, “Trujillo: el hombre y su personalidad” José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf). Pedro Andrés Pérez Cabral, El ladrón de San Cristóbal. Caracas, s.p.i., 1946 Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator 21 Chapita (8) Chapita tenía dieciséis años en1907, apenas dieciséis años cumplidos. Es una fecha que marca un antes y un después en su vida. Fue entonces que decidió como quien dice sentar cabeza y dar por terminadas o suspendidas sus correrías juveniles en compañía de Virgilio Álvarez Pina.Sólo mucho tiempo después se convertiría en jefe de la sagrada familia, el jefe de la manada de la que se ha tanto hablado hasta aquí. El hecho es que en 1907, gracias a la mediación de su tío Plinio Pina, consigue empleo como telegrafista. Durante tres años serviría, en efecto, en las oficinas de telégrafo de San Cristóbal, Baní y Santo Domingo donde ganaba la astronómica suma de veinticinco dólares mensuales. Nada despreciable para la época. Pero el puesto no colmaba sus aspiraciones ni el trabajo honrado como, ya se sabe, era su meta. Guardia Campestre Poco tiempo después de tan amarga experiencia laboral, Chapita se involucraba en falsificación de cheques y se le consideraba sospechoso de haberle metido mano a un dinero en una oficina postal. Por el primer delito -dice Crassweller- fue condenado por un juez de San Pedro de Macorís, pero de alguna manera se libró de la cárcel. Al término de su carrera de telegrafista y falsificador de cheques empieza lo que Crassweler denomina el período oscuro de su vida, aproximadamente seis años, entre 1910 y 1916. Se supone que en ese tiempo hizo un poco de todo tipo de cosas malas, cometió todas las bellaquerías, se convirtió, junto a Petán, en el azote de los ganaderos en los alrededores de Santo Domingo y posiblemente en las provincias cañeras del Seibo y San Pedro de Macorís. Se convirtió, en resumen, en un delincuente profesional. Se supone o se sabe que en algún momento se hizo miembro de una pandilla de asaltantes y se supone que en los tribunales se acumularían acusaciones en su contra, pero no existe documentación al respecto. No hay documentos históricos y muy pocas referencias sobre esta parte de su vida. Es un periodo cuya documentación fue deliberadamente destruida en incendios provocados por los interesados para hacer desaparecer expedientes contra la familia. Algo que si se sabe a ciencia cierta es que cada día se iba haciendo de mayor fama como azote de las mujeres que se ponían a su alcance. Una de sus primeras víctimas fue Aminta Ledesma, a quien conoció en 1913 y con quien contrajo matrimonio. Siempre se dijo que su familia lo despreciaba cordialmente y sólo accedió a la unión porque la muchacha estaba en cinta. Deshonrada y en cinta. Con ella tuvo una hija llamada Julia Génova y otra llamada Flor de Oro. Crassweler cuenta que la primera murió al cabo de un año, no sin que el padre hiciera esfuerzos desesperados por llevarla a un médico, tratando de salvarla. Cosa que le impidió un temporal, la crecida de ríos que interrumpieron las comunicaciones y el transporte. Esa pérdida de la que fue su primera hija lo afectó sensiblemente. Con la segunda hija tuvo muchas veces relaciones conflictivas y se decía que la hizo salir del país para no tener noticias de los frecuentes escándalos en que se veía envuelta o comprometida. Flor de Oro estuvo casada con el cantante Lope Balaguer después de haber caído en las garras de Porfirio Rubirosa, o viceversa, y por fortuna no tuvo hijos con él ni con ninguno de sus ocho maridos ni con ninguno de sus incontables amantes. Por esa misma época -cuenta Crassweler- empiezan a manifestarse las primeras inquietudes políticas de Chapita. Aparece firmado con su nombre, en el Listín Diario, un documento concerniente a una figura pública y hace campaña a favor de Horacio Vásquez. Lo motiva el oportunismo del trepador social, no el idealismo. En su caso, y en la mayoría de los casos, la política es una extensión, una variante, una rama de la delincuencia, una forma de ascender por la escalera social o perecer en el intento. A Chapita le fue mal en principio. Participó en una montonera contra el presidente Juan Isidro Jimenes en 1915, uno de los tantos levantamientos que se produjeron y fueron aplastados ese mismo año, y se vio obligado a huir y a esconderse. Después de un tiempo salió de su escondrijo y se presentó en condiciones piadosas ante el Ministro de justicia, que era Jacinto Peynado, y pidió perdón humildemente. El episodio, que Crassweler relata, resulta a la vez extraño y sorprendente. Todas las fuentes conocidas describen a Chapita como un tipo limpio, aseado, atildado, acicalado, preocupado en grado extremo desde la infancia o adolescencia por la apariencia, esmerado en el vestir. Incluso cuando era pobre las pocas ropas que tenía estaban siempre en excelente condición. Su gran amistad con su tío Plinio Pina -dice Crassweller- sólo se alteraba, así fuera discretamente, cuando Chapita se apropiaba de sus corbatas. El hombre que describe Crassweler, el que se presentó ante Jacinto Peynado a pedir perdón para poder regresar a su casa, estaba vestido de harapos y en deplorable condición física, había perdido muchos dientes a causa de desnutrición, golpes u otras causas, y estaba sumido en un total abandono y parecía además un tipo insignificante. Peynado lo miró tal vez con pena y desprecio, quizás con indiferencia y ordenó que lo dejaran en libertad, pero antes de que se fuera le preguntó casualmente su nombre y la respuesta fue: “Rafael Leonidas Trujillo, de San Cristobal”. Después de tan bochornosa, tan degradante y poco rentable aventura, Chapita no volvería a tomar parte o participar en ningún movimiento político como peón de la montonera. Lo dirigiría desde lo más alto cuando la ocasión fuera propicia. Y mientras tanto volvió a las andadas, se dedicó nuevamente a actividades criminales, a su vida de maleante, si acaso alguna vez dejó de serlo. Así, en 1916 se hizo miembro junior -como dice Crassweler- de una copiosa pandilla de rufianes que años más tarde usaría para llegar al poder. Uno de los miembros más distinguidos o conspicuos era Miguel Ángel Paulino, un matarife vesánico, uno de esos demonios siempre sedientos de sangre que con el tiempo formarían parte de la élite de asesinos luciferinos de la era gloriosa, junto a Josè Estrella, Boy Frapier, Emilio Ludovino Fernández, Fausto Caamaño, Felix W. Bernardino, José María (el Guaraguao) Alcántara, Federico Fiallo, Arturo (Navajita) Espaillat, Jhonny Abbes García, Candido (Candido) Torres, Roberto Figueroa Carrión, Espaillalito, Cholo Villeta, Dante Minervino, Alicinio Peña Rivera y tantos otros torturadores y asesinos de menor y mayor cuantía. La pandilla, conocida como La 44, se dedicaba al robo de bodegas de las que abastecían los bateyes, soborno, extorsión, chantaje, robo de ganado, asaltos a mano armada, asesinatos por encargo. El negocio no parecía ir muy bien o comportaba riesgos que Chapita no estaba dispuesto a correr. El hecho es que, por alguna razón, posiblemente ajena a su voluntad, a finales de año, el 1916, buscó empleo en un ingenio, un central azucarero, y durante una zafra trabajó en el pesaje de la caña, un tarea muy ingrata o por la menos aburrida en la que debió sentirse poco a gusto. Su buena estrella comenzó a brillar cuando lo nombraron guarda campestre, una combinación de vigilante y policía privado. Ahora Chapita andaría a caballo y vestiría de uniforme, llevaría en el pecho una placa, una chapa o chapita de metal, símbolo de autoridad, y portaría un fusil, una bayoneta o un tremendo revólver al cinto. Ahora sí, por fin, Chapita se sentía más o menos en su aguas. Tenía veinticinco años y una ambición desmedida y un inmenso caudal de mala leche del que se alimentaban todos sus perversos proyectos. (Siete al anochecer [22]) Bibliografía Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator 23 Chapita (9) El empleo de guarda campestre traía aparejado un salario de treinta dólares mensuales y convertía al maleante, casi por arte de magia, en un agente del orden público, una combinación de vigilante y policía privado, toda una autoridad en el cerrado y estrecho mundo del central azucarero. El guarda campestre, dice Crassweller, trabajaba doce horas al día todos los días de la semana y también de noche cuando era necesario. Llevaba uniforme de mezclilla azul (especie de tela de jeans o vaqueros) y una placa que representaba la ley, el orden. Era una figura familiar que aparecía en cualquier lugar a caballo, con un poncho o capote enrollado en la silla para el caso de que lloviera, lo cual era casi constante o por lo menos muy frecuente en esa época. El trabajo de guarda campestre, según Crassweler, no era de mucho prestigio, aunque tampoco era objeto de desdén. Más bien infundía respeto o temor o ambas cosas, porque el guarda campestre era en general una persona deshonesta, carente de sensibilidad y escrúpulos, muchas veces un abusador, cuando no un vulgar matarife. Sin embargo, mucho debió contribuir esta posición a la afirmación o reafirmación del orgullo y autoestima de Chapita. Y sin lugar a dudas lo preparó para la siguiente y definitiva etapa de su vida: la carrera militar. Como guarda campestre, dice Crassweler, Chapita desempeñaba múltiples funciones. Tenía que proteger el dinero de la paga que se distribuía semanalmente, prevenir y detener peleas que se producían con frecuencia en fiestas y galleras, mantener a raya a los agitadores que se infiltraban en los bateyes a predicar doctrinas foráneas. Mantener el orden, en general. El mantenimiento del régimen opresivo de cualquier central azucarero. Todo parece indicar que el guarda campestre se beneficiaba de las ganancias que generaban las peleas de gallos y juegos de azar ( las llamadas rifas de aguante) y de seguro no era ajeno a ciertos tipos de negocios turbios como la extorsión o la usura. Chapita se convertiría entonces en esa figura tenebrosa que es posible imaginar, una figura lúgubre, a veces bajo la lluvia, con un capote que semejaba un traje de difunto, la tétrica silueta a caballo, armado hasta los dientes bajo el sol o la lluvia o al amparo de las sombras. Casi un señor de horca y cuchillo. Pero Chapita sólo duraría un par de años en ese empleo. Los yanquis le conseguirían, o se lo conseguiría él mismo, otro mejor, uno que le duró toda la vida. Los yanquis gobernaban entonces directamente el país. Habían desembarcado en Santo Domingo (igual que habían hecho en Haití) para convertirlo definitivamente en un enclave azucarero, pero con el pretexto siempre loable de establecer el orden y preservar las instituciones o restaurar la democracia. Luego, en el fatídico 29 de noviembre de 1916 (casi en el mismo período en que Chapita había conseguido su trabajo de guarda campestre), un capitán de navío llamado Harry Shepard Knapp emitió una proclama desde un buque llamado Olimpia. La proclama de Knapp desconocía, en nombre de su gobierno, a la República Dominicana como estado soberano y establecía un régimen militar de ocupación que duraría ocho años. Los tropas del imperio procedieron de inmediato a disolver el ejército y a desarmar en la medida de lo posible a toda la población, crearon una especie de servicio de espionaje para vigilar a los opositores bajo un régimen de dictadura férrea que implicaba censura, amenazas, encarcelamientos, torturas y asesinatos. Ocupar el país de los dominicanos fue un poco más fácil que someterlos. Se produjeron episodios de oposición y levantamientos y protestas en diferentes zonas. Pero fue en el este, en las provincias de San Pedro de Macorís y el Seibo, donde se le presentó al invasor la más enconada resistencia, una que corría pareja con la más feroz represión. En esas zonas, de muy difícil acceso, surgieron o se reavivaron numerosos focos de insurgencia que mantuvieron en jaque varios años a las fuerzas de ocupación. En general los insurrectos recibían el mote despectivo de gavilleros, cuando no de ladrones o saqueadores, pero era muy heterogénea la composición de sus fuerzas. Había entre ellos verdaderos patriotas nacionalistas, bandas que habían hecho del pillaje una forma de vida, algún fanático religioso, y sobre todo campesinos que habían sufrido (igual que en otras partes del país) el despojo de sus tierras a manos de los capitalistas extranjeros vinculados al imparable desarrollo de la industria azucarera durante los primeros quince o veinte años del siglo. El combate contra los gavilleros se llevó a cabo de una manera brutal, pero muy poco fue lo que pudieron hacer en principio las tropas del imperio. Los insurrectos no presentaban un frente unido ni tenían, en general, un propósito político definido, aparte de la lucha por la supervivencia frente a los invasores. Además, actuaban sin coordinación entre ellos, en diferentes frentes guerrilleros y gozaban de amplio apoyo popular. Solían atacar y replegarse como quien dice a su antojo, asaltaban bateyes, ingenios y bodegas. Ocasionalmente incendiaban los inmensos plantíos de caña o chantajeaban a los administradores de los ingenios para que les pagaran a cambio de no hacerlo. Después se ocultaban en montañas y cuevas, en la espesura de un territorio densamente arbolado o quizás tupido de maleza punzante y de mosquitos, inhóspito y desconocido para las tropas del imperio. Para enfrentar el problema y evitar que se generalizara en otras regiones del país, los altos mandos de las tropas de ocupación decidieron crear una guardia nacional y la crearon, una guardia nacional antinacional. Y así, oficialmente, Harry Shepard Knapp, el 7 de abril de 1917 emitió una orden ejecutiva, la número 27 del gobierno militar, que establecía la organización de un ejército de tropas cipayas llamado eufemísticamente Guardia Nacional Dominicana, pero comandada por oficiales norteamericanos. Tenía en principio unos ochocientos efectivos, un selecto grupo de personas de la peor ralea al servicio del imperio. El reclutamiento de oficiales no fue tarea fácil, como dice Crassweler, porque los dominicanos con la requerida educación o formación eran renuentes a servir. De hecho, el repudio del pueblo contra la intervención era generalizado y una gran parte no disimulaba su hostilidad. En cambio, a Chapita y otros de su calaña les pareció ver el cielo abierto cuando se presentó la oportunidad de hacer carrera en esa guardia que llamaban nacional y se ofreció como voluntario. La carta de solicitud que, con fecha 9 de diciembre de 1918 Chapita dirige al coronel C. F. Williams, comandante de la Guardia Nacional Dominicana, es todo un primor, algo que revela la candorosa hipocresía, el cinismo casi angelical de Chapita el grande. Chapita solicita humildemente su ingreso, una humilde posición como oficial en la Guardia Nacional Dominicana. Pide excusas protocolares por molestarlo al Coronel Williams y afirma decorosamente que es un hombre al que no se le conocen vicios, que no fuma ni bebe y que no ha sido, sobre todo, de ninguna manera convicto, involucrado en ninguna corte por ningún tipo de delito. Explica que en su ciudad nativa de San Cristóbal, a treinta kilómetros de distancia de esta ciudad de Santo Domingo, ha pertenecido y pertenece a la mejor sociedad, que tiene 27 años de edad y es casado. Un marido ejemplar seguramente. Añade finalmente que en San Cristóbal y en la ciudad de Santo Domingo pueden dar testimonio de su conducta y buenas maneras Rafael A. Perdomo, Juez de instrucción de la primera jurisdicción, Eugenio A. Álvarez Álvarez, Secretario de la corte de primera instancia y el abogado Armando Rodríguez, consultor jurídico de la secretaría de estado de justicia. Finalmente firma: Sinceramente suyo Rafael L.Trujillo El 18 de diciembre presenta otra carta, una de recomendación, escrita en papel timbrado, del gerente o administrador del Central Boca Chica, donde Chapita había trabajado como guarda campestre. (Siete al anochecer [23]) / 24 Chapita (10) La carta de solicitud de Chapita a la Guardia nacional fue acogida favorablemente en pocos días, casi como si la hubieran estado esperando. Ciertas influencias, como las de Teódulo Pina Chevalier, del capitán James J. MacLean y posiblemente del capitán Fred Merkle no fueron insignificantes. Teódulo era su tío materno, el hermano de Plinio, y mantenía las mejores relaciones con las tropas del imperio y era sobre todo amigo de MacLean, mientras que Merkle, el fatídico Merkle, era amante o cliente asiduo de Nieves Luisa. Por esto último decía Ramón Alberto Ferreras que Trujillo se enganchó a la guardia gracias a las nalgas de su hermana (Nieves Luisa en su mejor época). De cualquier manera, no cabe duda que Chapita era el tipo de hombre que los marines estaban buscando. Un tipo de moral plegadiza o simplemente inmoral, carente de escrúpulos, de empatía, dispuesto a jurar y a matar por la bandera de sus amos. Chapita recibió su nombramiento como segundo teniente a fines de diciembre de 1918 y se juramentó en enero del siguiente año. En un registro de la Guardia Nacional aparece junto a un total de dieciséis segundo tenientes con el número quince. En el examen médico de rutina se hizo constar que su estado de salud era satisfactorio, tenía cinco pies y siete pulgadas de altura y pesaba ciento veintiséis libras. Estos datos, en caso de ser ciertos, pondrían en evidencia que estaba bastante flaco. La Guardia Nacional Dominicana tenía, entre otras cosas, la misión de colaborar con las tropas interventoras que perseguían en la región este a los llamados gavilleros dominicanos que defendían su territorio con las armas en la mano. De modo que, persiguiendo patriotas y gente que luchaba por no morirse de hambre se ganó Chapita la confianza del imperio norteamericano. Desde el principio, según los reportes oficiales, llamó la atención por “la corrección y limpieza de su uniforme y su persona”, su bien templada disciplina”, por ser “extremadamente cuidadoso y correcto”. El mayor Watson, Thomas E. Watson, dijo que lo consideraba como “uno de los mejores oficiales en servicio. Casi todos los reportes hablaban de su eficiencia, eficiencia y obediencia al servicio de sus amos. Entre 1920 y 1921, mientras Chapita estaba de servicio en el Seibo, tuvo lugar la intensificación de lucha contra los gavilleros. A esa época -dice Crassweler- pertenece una serie de leyendas que se crearon para glorificar su figura egregia. El solo o con un grupo de valientes habría capturado toda una banda de rebeldes, habría penetrado en la jungla, en la oscuridad, enfrentado la muerte a cada paso mientras avanzaba. Finalmente arrestó y esposó o encadenó a todos los supuestos criminales. A nadie mató, a nadie hizo mal este hombre de tanto valor. Crassweler considera que esos relatos no son, por supuesto, más que fantasías. Asegura que Chapita, en ese tiempo, era un oscuro segundo teniente y nunca ejerció el mando en ninguna actividad contra los gavilleros y que su rol en la campaña fue mínima. Participó, eso sí, en cierta especie de operación militar por la que recibió felicitaciones del mayor Watson. Una de tantas operaciones consistentes en la destrucción o quema de bohíos (con los marines al mando) para infundir terror entre los campesinos que apoyaban o se creía que apoyaban a los gavilleros. Ese tipo de iniciativa terrorista era algo rutinario que se hacía por lo menos semanalmente y que tenía efectos contraproducentes porque motivaba a mayor número de hombres y también mujeres a sumarse a la guerrilla. Las tropelías que tenían lugar iban más allá de lo que podría suponerse. El aislamiento de la zona y el difícil acceso a la misma impedía o Dificultaba en grado extremo las labores de contrainsurgencia y al mismo tiempo permitía cometer con impunidad todo tipo de horrores. Lo que se estableció en el este del país fue -como dice Crassweller-, un reino de terror que recrudeció en los años de 1920 y 1921. Los marines del imperio, ahora auxiliados por la Guardia Nacional, se especializaban en abusos y crueldades, torturas de las clases más brutales, y hay razones de peso para suponer que Chapita no se mantuvo ni le iban a permitir mantenerse al margen. Cientos de personas fueron vejadas, apresadas, asesinadas, martirizadas con hierros al rojo vivo, obligadas a beber agua hasta reventar, arrastradas por caballos desbocados, incluso descuartizadas, todo un baño de sangre en gran estilo. El historiador Roberto Cassá afirma que en muchas ocasiones los infantes de marina quemaron bohíos pertenecientes a gavilleros o a familiares de gavilleros con todo y gente adentro. El hecho es que las noticias de las barbaries que se cometían se esparcieron por el país a través de radio bemba, el rumor público, y llegaron a conocimiento del congreso norteamericano y fueron también confirmadas por investigadores del congreso norteamericano. La dotación militar, o parte de ella, fue objeto de una aspaventosa purga, una purga más o menos real o supuesta, y la persona que fue señalada como principal responsable, es decir, el principal chivo expiatorio, fue el capitán Fred Merkle, el ya mencionado amante o cliente asiduo de la mencionada Nieves Luisa. Merkle fue removido de su cargo, encerrado en la cárcel de Nigua y sometido a corte marcial en 1922. Era tan evidentemente culpable y había cometido tantas atrocidades que sus compañeros decidieron ahorrarle el sufrimiento y evitar de paso un mayor escándalo, ventilando en un juicio sus incontables fechorías, y le proporcionaron un arma en su celda: una invitación a que se suicidara volándose los sesos. En una palabra, lo sacrificaron en aras del bien común, lavaron con su sangre la mancha en el supuesto honor de los marines. Alguien asegura que fue el primer suicida de la cárcel de Nigua, el primero de muchos que se suicidarían o serían suicidados en la oprobiosa cárcel de Nigua. Mientras tanto, en las provincias de San Pedro de Macorís y el Seibo continuaron las expediciones punitivas de los marines y la Guardia Nacional contra los insurrectos y los pobladores locales, que sufrían los efectos colaterales. Muchos gavilleros (y un incierto número de marines), fueron muertos en combate o pasados por las armas, pero no fueron las armas las que determinaron el cese de la lucha (que había durado ya cinco o más años), sino las negociaciones y concesiones. Al final, en 1922, el gobierno de ocupación ofreció una amnistía general que formaba parte del Plan Hughes-Peynado, con el que se instauró un gobierno provisional y se puso fin a la primera (o segunda) intervención militar yanqui. El legado de miedo y odio y un resentimiento visceral permanecieron iguales o intactos por mucho tiempo en la zona, hasta que la desmemoria y el olvido fueron haciendo su trabajo, borrando poco a poco el pasado. (Siete al anochecer [24]) Bibliografía: Luis D. Santamaría, “Los ‘Gavilleros del Este’, ejemplo de patriotismo”. https://elnuevodiario.com.do/los-gavilleros-del-este-ejemplo-de-patriotismo/ Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator / 25 Chapita (11-11) El trato deferente que los marines dispensaban a Chapita no se correspondía con el repudio que cosechaba socialmente en El Seibo durante los años en que se dedicó, o lo dedicaron, a combatir la insurgencia en la zona. El flamante uniforme de oficial que ahora vestía no deslumbraba a la población civil ni era objeto de admiración. Inspiraba por el contrario un hondo malestar y rechazo, igual que los desmanes y ultrajes de la soldadesca. Chapita se encontraba en El Seibo en compañía de sus conmilitones José Alfonseca, César Lora, y Adriano Valdez, que habían entrado junto con él a la Guardia Nacional y ostentaban su mismo rango. Con el segundo de ellos mantenía una relación estrecha, según se dice, y el futuro les tenía reservado un reencuentro providencial. En el Seibo, casualmente, Chapita probaría su suerte como advenedizo en la sociedad local y la suerte le fue adversa. El hecho es que Chapita, que seguía casado formalmente con Aminta Ledesma (aunque ya en trámite de divorcio) se encaprichó o se enamoró de una joven con la cual planeaba un ventajoso matrimonio de conveniencia con el propósito de relacionarse, mezclarse -como dice Crassweler-con distinguidas familias de la provincia. La familia que más le interesaba era la de Servando Morel, a la cual pertenecía la agraciada, la graciosa y dichosa criatura que se había hecho dueña de su corazón, la dulcinea Bienvenida Morel. Chapita le ofreció matrimonio, según es de suponer, al cabo de ciertos galanteos, a la Bienvenida hija de Servando y casi al mismo tiempo solicitó la membresía en el principal club de El Seibo. En el club le dieron bola negra sin compasión, lo rechazaron en varias votaciones consecutivas. Bienvenida Morel, por su parte, declinó el dudoso honor de ser su esposa y al parecer hizo bien, tomó la decisión correcta la gentil doncella, desairó al gentil caballero que esperaba su respuesta como el Quijote de Rubèn Darío, con la adarga al brazo, toda fantasía, y la lanza en ristre, toda corazón. El teniente Chapita no era gracioso ni caía en gracia. Recibió un doble desplante, una doble humillación que nunca olvidaría, que hirió su ego y alimentó la caldera de sus odios y resentimientos. Chapita demostraría muchas veces que a pesar de la imagen de oficial y caballero que quería proyectar, seguía siendo el mismo abusador, atropellador de mujeres y violador, alguien que persistiría hasta el último día de su vida en su condición de ave rapaz, de gavilán pollero. En una ocasión (una de las ocasiones de que se tiene noticia), mientras patrullaba en busca de guerrilleros, abusó varias veces de una muchacha y fue sometido ante una corte marcial en 1920. Las evidencias eran abrumadoras y habrían sido más que suficientes para condenarlo, pero Chapita era muy valioso para el imperio y, según se sabe, una junta de oficiales norteamericanos se negó a condenarlo. Chapita era un hombre con suerte, después de todo, aunque no en el amor. En realidad, más que afortunado, era fortunatissimo, como dicen los italianos. Los yanquis habían creado la Guardia Nacional y crearían al poco tiempo una unidad de oficiales de élite para dirigirla cuando desocuparan el país. Para tal fin, en el mes de agosto de 1921 fundaron la Academia Militar de Haina y reclutaron a veintidós segundo tenientes para un curso o cursillo de cuatro meses. Chapita estaba casualmente entre ellos. Crassweler explica que los rangos fueron anulados y todos se convirtieron en simples cadetes. La restitución o reconfirmación de esos mismos rangos dependería del desempeño académico. En diciembre, con un excelente récord de notas, Chapita recibió la suya y fue designado comandante de San Pedro de Macorís. Ahora era teniente segundo de verdad. A partir de este momento la carrera de Chapita iba a ser tan exitosa que a veces daría la impresión de que todas las circunstancias se conjuraban o conspiraban a su favor. Así, en enero de 1922 el comandante del Departamento Norte de Santiago, nada más y nada menos que el ahora mayor César Lora, pidió que fuera asignado a su comando. Lora era su amigo, aquel con el que había confraternizado desde que entró a la guardia y durante su estadía en el Seibo. Además le tenía a Chapita, según el mismo decía, una absoluta confianza. El flamante segundo teniente Chapita fue entonces trasladado al Cibao y al poco tiempo, mientras se encontraba de servicio en San Francisco de Macorís, fue ascendido al rango de capitán sin pasar por el de primer teniente. Una distinción que ningún otro oficial recibió. Esta promoción -dice Crassweller- ocurrió simultáneamente con la reorganización de la Guardia Nacional Dominicana que entonces se convirtió en Policía Nacional Dominicana. La policia que luego pasaría a ser Brigada Nacional y finalmente Ejercito Nacional. Chapita fue trasladado a Santiago donde lo pusieron al mando de una compañía, como corresponde a un capitán. A poco tiempo de su llegada, un favorable reporte exaltaba de nuevo sus méritos y cualidades: “Este oficial es muy eficiente, uno de los mejores oficiales dominicanos en el Departamento Norte”. En 1823 realizó otro curso de unos cuatro meses, esta vez en la Escuela de Oficiales del Departamento Norte: estudios de administración, topografía, ingeniería de campaña, derecho y maniobras de compañías y batallones. Chapita no sólo le sacó provecho a los estudios, sino que dio inicio o reafirmó una valiosa amistad con el coronel Thomas Watson, que era unos de los instructores, y al poco tiempo fue nombrado inspector del Primer Distrito Militar. Chapita ocupaba entonces una de las más altas posiciones en mando y uno de sus superiores era ese mayor César Lora que había pedido su traslado del Este al Norte, su gran amigo y canchanchán J. César Lora, a quien Chapita tanto tenía que agradecer y agradecía. Lora era el oficial que los yanquis se proponían dejar al mando, el favorito de los ocupantes para tomar las riendas del poder militar cuando se produjera la desocupación del país, que ya era inminente. Pero en 1924 el mayor Lora murió de muerte innatural, de muerte que parecía casi providencial. Según dicen las malas lenguas, el mayor César Lora tenía un enredo con una mujer ajena, una casada infiel, y alguien lo chivateó. El marido era dentista y era teniente y una tarde o una noche en que se apagaron los faroles y se encendieron los grillos (como en el poema de Lorca), encontró al mayor bajo un puente, montando su potra de nácar sin bridas y sin estribos. Bajo un puente del río Yaque del Norte encontró el teniente al mayor Lora sobre su mujer, o quizás viceversa, y se cobró con sangre la afrenta. El suceso no fue una obra de la providencia, no tan providencial. Chapita no tenía nada que ver con el incidente, a pesar de lo que puedan pensar los malpensados, se lo impedía su condición de oficial y caballero, su honor de cuatrero y violador y el agradecimiento que dispensaba al mayor Lora. El dentista se había cobrado una deuda de honor, al fin y al cabo, y Chapita no tenía, por razones de empatía, grandes motivos para lamentar esa muerte, pero por lo mucho que tenía que ganar debió ponerse por lo menos contento o resignarse de buena gana ante el hecho consumado. La naturaleza, como se sabe, odia el vacío y, diez días después de la ejecución de Lora, Chapita había ocupado su lugar y se hizo con el rango de mayor. Chapita, que era un furioso apasionado del merengue, pudo escuchar al poco tiempo la pieza que refería la tragedia de su mentor y amigo en versos casi festivos: “Debajo del puente Yaque / mataron al mayor Lora / por estarle enamorando / al teniente su señora. Cuando las tropas invasoras dejaron el país en 1924, el mayor Chapita ocupaba la tercera posición en el escalafón militar. Y ese mismo año, contrariando todos los pronósticos electorales, que favorecían a Francisco José Peynado, ganó Horacio Vásquez la elección a la Presidencia de la República. Horacio tenía una simpatía o debilidad enfermiza por Chapita y Chapita supo aprovecharla, y supo además maniobrar, con su innata astucia y falta de escrúpulos, para desplazar del mando a otros competidores como el capitán Ramón Saviñon y el coronel Buenaventura Cabral y Baéz. De esta manera allanó el camino, pudo quedarse sólo como candidado al máximo escalafón militar. Al poco tiempo de su llegada al poder Horacio lo ascendió a teniente coronel, el 13 de agosto de1927 lo promovió a brigadier general y en 1928 a brigadier general y Jefe de Estado Mayor. Fabricado militarmente como quien dice al vapor en apenas diez años, el brigadier Chapita muy pronto se haría dueño del país, se lo metería literalmente en un bolsillo. ([25]). HISTORIA CRIMINAL DE TRUJILLATO (1-6). TERCERA PARTE 26 El traje nuevo del emperador 16 de agosto 1930 Mis hermanas y yo, las hijas del conocido general Bonilla, lo recordamos todavía claramente… como si fuera ayer… Lo vimos todo desde un sitial privilegiado, desde aquel balcón del segundo piso, frente a frente a la tarima presidencial, justo a un costado de la catedral. Nuestra catedral primada de América. !Qué espectáculo! ¡Cómo poder olvidar aquel prodigio, aquella apoteosis? Las celebraciones comenzaron el 16 de agosto de 1930 y se extendieron durante varias jornadas, al ritmo de música y danza en un ambiente mágico, festivo, como nunca se había visto en el país. Cuatro bandas de música marchaban sin cesar por toda la zona, despertaron alegremente a los vecinos a muy tempranas horas, hicieron la felicidad de grandes y chicos durante la mañana y prosiguieron, después de la juramentación durante toda la tarde, y luego durante toda la inmensa noche a la luz de la luna y una desfalleciente luz eléctrica y fuegos artificiales que hacían de la noche día. La ciudad se vistió de gala, sí señor, con sus mejores galas. Y todo parecía nuevo y estaba reluciente. Había arcos triunfales en las principales vías y en los parques, en las pequeñas plazas. Arcos triunfales engalanados con guirnaldas y banderas coloridas. Y sobre todo había gente, mucha gente. La multitud desbordaba todos los espacios, literalmente todos. En la Calle El Conde y en las calles paralelas y transversales no cabía un alma. Las campanas de todas las iglesias repicaban, tañían bulliciosamente en señal de regocijo, sí señor. Todo era alegría, regocijo, sano y patriótico regocijo. Juegos florales, jinetes en magníficos caballos, elegantes oficiales enfundados en vistosos uniformes de gala. El parque Colón parecía cosa de otro mundo, o más bien como si estuviéramos en otro país. Allí, más que en ningún otro lugar, había arcos y banderas coloridas y cantidad de flores, gente que distribuía a la gente pobre dinero a manos llena. Y gente que vociferaba, que gritaba palabras a favor del nuevo gobierno, que anunciaba una época de paz y prosperidad. Y había en medio del parque una tarima, una amplia tarima de madera que se proyectaba contra el lateral norte de la robusta, magnífica, imponente catedral primada de América. La llegada del Jefe y su comitiva fue algo alucinante, solemne, portentoso. El Jefe apareció en el Parque Colón envuelto como quien dice en un aura de esplendor y santidad. Parecía, sí, que hubiera bajado del cielo en ese momento y todos a su alrededor palidecían. Opacos se veían en contraste con la luz que irradiaba el querido Jefe. A las diez de la mañana en punto, tanto él como su vicepresidente, Rafael Estrella Ureña, representantes del cuerpo diplomático, ayudantes civiles y militares subieron a la tarima, que resultó un poco chica, por cierto. El querido Jefe pronunció un discurso breve y emotivo, como tenía que ser, un discurso en el que se comprometía a preservar la paz (la paz que preservó durante todo su mandato), y a castigar con severidad, como tenía que ser, a los infractores del orden público. Luego pasaron a la catedral, donde se celebró la difícil, imponente ceremonia, el grandioso tedeum. Difícil, casi imposible, por la cantidad de personas que asistieron, que por nada del mundo se lo hubieran perdido.Tan grande fue la concurrencia, tan apretada, pegajosa y densa era la masa de aquella humanidad, de aquella tanta gente congregada, que muchos se vieron obligados a empujar o forcejear por un mínimo espacio. Allí, apretados como sardinas, vestidos con atuendos inapropiados para el trópico, sudando a mares, no pocos se desvanecieron por el calor, pero la mayoría se sentía feliz como los peces y todos soportaron con resignado estoicismo la retahíla de discursos de los importantes funcionarios y delegados. A continuación se efectuó una larga parada militar bajó un sol que arreciaba a cada momento, y finalmente, en horas de la noche, se celebró un fastuoso baile en el Club Unión, al que asistió lo más granado de la sociedad. Yo estaba ahí. Nadie cargó ese día con una cruz más pesada que la del querido Jefe. Vestido como estaba parecía un emperador, pero tanta magnificencia tenía un precio. El Jefe era un emperador que soportaba el peso de la vestimenta como se sostiene el peso de la dignidad y los principios. Era un traje nuevo, ajustado a un nuevo protocolo, un traje de ensueño, por supuesto, ideal para países fríos. Sólo un hombre con el sentido del deber y de la elegancia como el querido Jefe era capaz de someterse, en semejantes circunstancias climáticas, a esa prueba de fuego, a vestir un traje que era como un cilicio, un tormento, una penitencia, una mortificación de la carne y del espíritu. Eso sí, el querido Jefe nunca sudaba. A fuerza de voluntad o por alguna gracia divina, el Jefe nunca sudaba. El Jefe se veía fresco, rozagante, con su traje imperial. Se veía fresco como una lechuga, aunque se estuviera cocinando por dentro. Fresco y bien maquillado, por cierto, como de costumbre, con ciertos tintes rosados característicos. Había que verlo con su bicornio emplumado. El sofisticado bicornio emplumado con entorchados de oro, reluciente oro de ley, el mismo que usaba con idéntica gallardía el presidente Ulises Heraux. Había que verlo al Jefe, en toda su imponente majestad, el majestuoso porte que se gastaba con aquella casaca de tela azul de vicuña, la casaca con faldones de frac, recubierta parcialmente de entorchados con sus realces de oro. Había que ver la gallardía, la apostura con que lucía aquellos pantalones de la misma finísima tela de vicuña, tan encantadoramente recia y tan azul, pantalones que lucían por igual vistosas bandas de entorchados de oro. Había que verlo con aquel varonil fajín que le ceñía el atlético talle, el fajín con sus colgantes, que eran también de oro, también de oro de ley. Y con flequillos de oro. Bien lo recuerdo ahora todavía: aquel fajín con sus colgantes de oro y con flequillos de oro. El gracioso espadín, el tahalí de oro del que pendía el espadín. !Ay, la patriótica banda tricolor enaltecida con colgantes de oro, el glorioso escudo de la República con sus bordados de oro! Aquellos inmaculados guantes blancos de cabritilla. El imponente bastón de mando, imponente bastón de Gran Mariscal… Zapatitos de charol con hebillas de oro. El traje nuevo del querido Jefe parecía, en definitiva, como el engarce de una joya preciosa, el cofre de un tesoro, el traje nuevo de un emperador. Así vestía el Jefe, así sucedieron las cosas aquel día memorable, así comenzó la historia. Mis hermanas a veces dicen que exagero, que no todo fue así como lo cuento, pero yo así lo recuerdo y así lo quiero recordar al cabo de tantos años. (Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [26]. Tercera parte). Bibliografía: José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator 27 3 de septiembre de 1930 Dice un refrán, o una profecía, que las desgracias no vienen nunca solas. Cuando la bestia se impuso a sangre y fuego en el torneo electoral del 16 de mayo de 1930 (torneo o tiroteo electoral), no parecía que algo más malo podía suceder. La bestia impuso, desde antes de asumir oficialmente el poder, un régimen de represión y tomó posesión de su cargo el 16 de agosto en un ambiente carnavalesco que no disimulaba la presencia de matones y espías y la intención aviesa de cortar por lo sano cualquier asomo de rebeldía o protesta. Era un ambiente carnavalesco de tensión y nerviosismo en el que todo parecía que estuviera a punto de estallar y no estalló. Pero no habían pasado mucho más de dos semanas desde tan infausto acontecimiento cuando un engendro de la naturaleza, el peor en toda su historia, redujo la ciudad de Santo Domingo a escombros. La arrancó como quien dice de raíz un ciclón, un huracán con nombre de santo. El memorable ciclón de San Zenón de aquel fatídico 3 de septiembre de 1930. Crassweller describe el episodio con tintes dramáticos y sombríos. En esa época no se disponían de los medios modernos para dar seguimiento a semejante fenómeno, pero algo se presentía. Un avión de Pan American se había visto obligado a desviarse de su ruta dos días antes y una onda de baja presión, intempestivas ráfagas de viento y repentinos chubascos se estaban dejando sentir cada vez con más frecuencia. Tales eventos no dejaban lugar a dudas: un huracán se acercaba, y no cualquier huracán. Casi al anochecer del día 3, la monstruosa criatura se precipitó sobre Santo Domingo. El cielo se oscureció, se puso negro y amenazante, la lluvia golpeó con una furia inaudita y el mar se alzó sobre la tierra, sobre toda la costa sur de la ciudad, como si se la fuera a tragar entera de un bocado. Un viento pavoroso, que emitía lugubres silbidos, se movía en círculos concéntricos, desgajaba las copas de los árboles o los arrancaba de raíz, estremecía o reventaba puertas y ventanas y hacía crujir los tejados o los desprendía de cuajo. Cuando llegó la noche el terror se había apoderado de los habitantes de la ciudad, que escuchaban impotentes como se incrementaba la fuerza del viento y destruía sus hogares. En las aguas del puerto las amarras de las embarcaciones cedían ante la furia desatada y navegaban a la deriva, chocaban, se ladeaban, se volteaban o se hundían. Las frágiles casuchas de Villa Duarte y San Carlos fueron despedazadas o volaron por los aires, simplemente desaparecieron. El manicomio, el precario hospital siquiátrico de la urbe, fue destruido y los pacientes que sobrevivieron quedaron a la intemperie, a merced de la furia de los elementos. La sección media del puente levadizo sobre el río Ozama fue parcialmente destrozada y arrojada al río, como dice Crassweller, con sus poderosas vigas de metal retorcidas, convertidas en espaguetis. Si lo que dice Crassweller es cierto, las hojas de zinc del hospital de maternidad se desprendieron y se convirtieron en guillotinas, armas mortales que se cobraron la vida de numerosas personas. Muchas de ellas, al parecer más de cincuenta mujeres y niños, fueron decapitadas o rebanadas, sufrieron la amputación de miembros o recibieron heridas fatales. La furia del viento amainó durante algunos minutos en la medida en que el ojo del huracán tocó tierra y penetró a la ciudad y muchos fueron tan ingenuos para salir a la calle. Al cabo de poco tiempo empezó la segunda y más terrible tanda, con el viento resoplando y arreciando en dirección contraria, arrasando, devastando, ensañándose sobre todo con las pocas propiedades de gente humilde que aún quedaban de pie. Se estima que de las diez mil viviendas que tenía la ciudad sólo se salvaron cuatrocientas y los poblados de Haina y Boca Chica fueron literalmente aplanados. La cantidad de árboles caídos entorpecía o hacía imposible en algunos lugares el tráfico de personas y vehículos y el puerto estaba bloqueado. Un total de treinta mil personas habían perdido sus hogares, dos mil habían muerto, seis mil quinientas estaban heridas, dos mil quinientas incapacitadas y casi todas en estado de shock. Por lo demás, la mansión presidencial, el edificio del cuerpo de bomberos, las sedes de la cámara de diputados y de la secretaría de estado recibieron daños considerables o fueron parcialmente destruidas y el gobierno se vió precisado a instalarse en la Fortaleza Ozama. Casi de inmediato, se aprobó una ley que otorgaba todos los poderes del estado a la bestia y se declaró la ley marcial. La ayuda del extranjero llegó en pocos días y fue de vital importancia. Vinieron doctores y enfermeras y medicinas y comidas de la Cruz Roja, de Cuba y Puerto Rico, unidades navales de emergencia de Estados Unidos, ayuda económica de Haití y otros países Mientras tanto, había comenzado la difícil tarea de limpiar las calles, remover los escombros y los muertos, disponer de los cadáveres de forma expedita, cremarlos parcialmente y enterrarlos para evitar una epidemia. Un humo negro y un olor característico, un olor a fúnebre chamusquina, se pasearon lúgubremente durante varios días sobre el techo de la ciudad y sus alrededores. La bestia, dice Crasweller, se empleó a fondo y dio muestras de gran energía e iniciativa en la reconstrucción de Santo Domingo, pero también se las ingenió para sacarle el jugo a la tragedia. Entre los poderes que había recibido, uno le daba control sobre las donaciones en metálico que recibía de los gobiernos y además impuso una contribución sobre las cuentas de ahorros de los tres bancos que había en el país. Todo ese dinero estaba, desde luego, destinado a hacerle frente a la emergencia, al desastre nacional, pero una buena parte se quedó en los bolsillos de la bestia. Además, el insigne mandatario se sintió tan complacido por su magna obra de gobierno, sus múltiples iniciativas a favor del renacimiento de la ciudad y el florecimiento de la economía y de la paz en todo el país, que se hizo reconocer como Padre de la Patria nueva y como generalísimo de todos los incontables ejércitos de la República, a lo que se agregó una retahíla de títulos que sería prolijo enumerar. De hecho, cada vez que se pronunciaba su nombre en las noticias o en un evento oficial era menester decir y repetir: Su Excelencia, el Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Más adelante recibiría el titulo de cuarto padre de la patria. En 1936, gracias a una feliz iniciativa del senador Mario Fermín Cabral, la histórica ciudad de Santo Domingo, primada de América, fue honrada con su nombre. (Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [27]. Tercera parte). Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator/ 28 Cementerio sin cruces (1) En la medida en que avanzaban los trabajos de reconstrucción y remozamiento de la devastada ciudad de Santo Domingo, el futuro padre de la patria nueva se afianzaba en el poder, apretaba una por una todas las tuercas del engranaje del régimen totalitario que estaba construyendo, especialmente en lo concerniente al aparato de seguridad de estado. El servicio secreto era una herencia, un legado de la intervención, algo que nació junto a la llamada Guardia Nacional Dominicana, fundada en 1917 por las tropas yanquis que ocupaban el país, y jugó un papel cada día más importante y tenebroso durante toda la era gloriosa. Con fines de modernizarlo y hacerlo más eficiente, la bestia se agenció desde un principio la asesoría de extranjeros, gente de experiencia en labores de inteligencia, sicarios y torturadores con un brillante historial, una impecable hoja de servicios a los más despiadados dictadores de la región. Uno de los principales asesores de la bestia fue su gran amigo Watson. El mayor Thomas E. Watson, su instructor y mentor y simpatizante durante la ocupación. Watson estuvo presente y muy activo durante el periodo de emergencia posterior al ciclón de San Zenón y contribuyó a consolidar el organismo de inteligencia para que pudiera operar, monitorear las actividades de los desafectos tanto en el interior del país como en el exterior. Sus tentáculos se extendieron de tal manera que llegaron a cubrir casi todo el espectro de las actividades políticas, sociales y culturales, penetraron en oficinas públicas y privadas, en la educación, en los hogares y familias, hasta el punto de convertirse en lo que parecía o llegó a parecer una policía del pensamiento. Así se fue creando poco a poco una atmósfera de paranoia, desconfianza, recelo, una densa y viciada atmósfera patibularia. Los ciudadanos se encerraron, como quien dice, o fueron encerrados Durante más de treinta años en un ataúd de silencio. El desastre de San Zenón fue una bendición para la bestia, no sólo le brindó al régimen la oportunidad de consolidarse, de apropiarse de recursos destinados a otros fines y hacerse de un cierto prestigio.También le permitió librarse de una cantidad indeterminada de oposicionistas, presos políticos a quienes el huracán había sorprendido en las mazmorras de la Fortaleza Ozama y la penitenciaría de Nigua. La Ley de emergencia, que se promulgo a raíz de la devastación de la ciudad, la suspensión de las garantías constitucionales, el dictamen que otorgaba todos los poderes del estado a la bestia y la declaración de la ley marcial permitieron disponer de las vidas de estos infelices, haciéndolos pasar por víctimas del meteoro. Nunca se sabrá cuántos de ellos fueron asesinados y luego cremados, enterrados sin identificar junto a las verdaderas víctimas en el Parque Eugenio María de Hostos. El mismo que se llamaba entonces Plaza Colombina y que se llamaría durante mucho tiempo Parque Ramfis en honor al primogénito de la bestia. La bestia calculaba todo al milímetro, no descuidaba un detalle, no dejaba nada al azar. En 1931, con el propósito de eliminar cabos sueltos, urde un plan, una siniestra tramoya, se las arregla con desenfado y astucia para librarse de dos personajes que le resultaban incomodos: el general Desiderio arias y el vicepresidente Estrella Ureña. Al primero lo eliminó fisicamente y al segundo lo obligó a dejar el cargo, a ausentarse del país y finalmente presentar su renuncia. También es posible que contribuyera con su muerte, algunos años después, durante una operación quirúrgica a la que fue sometido. Mientras el gobierno asumía todos los rasgos de una dictadura militar, con un tupido entramado burocrático, los partidos tradicionales empezaban a desarticularse o ya se habían desarticulado. Sus dirigentes se habían desbandado, se habían dado a la fuga y al destierro. La bestia empezó a ejercer un dominio casi completo de todos los poderes del estado y se disponía a controlar por adelantado por lo menos una pequeña porción del clima político que aún no estaba en sus manos: las intenciones de voto. Así, en 1931, apenas un año después de haber subido al poder, fundó su propio partido, el Partido Dominicano, en el que era obligatorio inscribirse, democráticamente obligatorio. El glorioso Partido Dominicano fue registrado oficialmente en la Junta Central Electoral con el nombre de la bestia como director y el de Mario Fermín Cabral como presidente de la junta superior directiva. Éste último, uno de los más prestigiosos sinvergüenzas de la era, era el hombre que, según Crassweler, en alguna ocasión había sido uno de los primeros en dar la voz de alarma cuando la bestia empezó a conspirar contra el orden constituido y el primero en enmendar el error y subirse al carro del vencedor. El hombre que, según Almoina, había traicionado a desiderio Arias, que había denunciado y llevado a la carcel y a la muerte a numerosos oposicionistas. Era el hombre que, como dice Almoina, se prestaría a subscribir o auspiciar, la iniciativa, el infame proyecto para cambiar el nombre de la ciudad más vieja del Nuevo Mundo por el del más desvergonzado de los abigeos, por el apellido de una familia de ladrones y asesinos, el de la bestia que en cinco años había cubierto de dolor, de sangre, de lutos al pueblo dominicano. Junto a Fermín Cabral figuraban en la nómina de fundadores del Partido Dominicano otros de los mas impúdicos y entusiastas cortesanos. Uno de ellos era Augusto Chotín, que había participado en el asesinato del presidente Cáceres en 1911. Otro era Rafael Vidal, a quien Crassweler describe como un conspirador y asesino. El más prominente era el tío de Trujillo, Teódulo Pina Chevalier, un tipo obeso, disoluto corrupto y no muy inteligente en opinión de Crassweler. El Partido Dominicano se convirtió en un referente obligado, en el principal soporte ideológico y político del régimen y en una importante fuente de ingresos. Todos los dominicanos mayores de edad estaban obligados a inscribirse y a donar generosamente el diez por ciento de su sueldo. El carnet de miembro, la llamada “palmita”, tenía un diseño elemental. Una palma real, el nombre del partido, la efigie de la bestia emplumada con el título de generalísimo y cuatro palabras sacrosantas: Rectitud, Libertad, Trabajo, Moralidad. Un burdo acrónimo formado con las iniciales de sus nombres y apellidos: Rafael Leónidas (o Leonidas) Trujillo Molina. La “palmita” (junto a la cédula y la certificación de haber hecho el servicio militar), formaba parte de una santísima trinidad que todo ciudadano mayor de edad tenía que llevar consigo. Los llamados tres golpes que la guardia requería en cualquier momento a los ciudadanos, especialmente a los infelices. La falta de cualquiera de estos documentos podía ser penada con prisión y trabajos forzados. Andar descalzo también podía acarrear pena de prisión y trabajos forzados. Ser pobre y no tener trabajo podía ser penado con la cárcel y trabajos forzados por delito de vagancia. La gente que resistía, que protestaba contra estas medidas era acosada, la gente que hablaba mal del gobierno iba a prisión o al cementerio, las mujeres que levantaban su voz contra los abusos eran vejadas en público y en privado. El servicio secreto y de inteligencia extendía sus tentáculos, penetraba por todos los resquicios de la sociedad, ejercía su dominio en cuerpos y almas. La oleada represiva por parte del ejército, con militares como Vásquez Rivera, Leyba Pou, Cocco y Federico Fiallo a la cabeza castigaba fieramente cualquier asomo de inconformidad o rebeldía. La bestia estaba construyendo un cementerio y una enorme prisión en todo el país. Una prisión cementerio. Bibliografía: Alejandro Paulino Ramos, “Mecanismos de Trujillo para la represión política: los servicios secretos contra los ‘desafectos’ del régimen“. (4) José Almoina, “Una satrapía en el Caribe”. Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. 29 Cementerio sin cruces (2) La bestia era una hechura de las tropas de ocupación yanquis, de la Guardia Nacional Dominicana que fundaron las tropas de ocupación en 1917. La Guardia Nacional Dominicana made in USA. La Dominican Constabulary Guard (DCG). En la guardia confió la bestia para mantenerse en el poder. La guardia, la policía, la marina, los servicios de inteligencia, el más infernal aparato represivo. En algún momento llegó a tener uno de los ejércitos más poderosos del Caribe. Ninguno de sus enemigos estaba a salvo dentro ni fuera del país. El gobierno se empleaba a fondo contra los opositores con toda su pesada y bien afinada maquinaria represiva, imponía el miedo, el terror, en los más amplios sectores de la población. En todo el país pululaban ahora los llamados policías secretos que todos conocían, espías, chivatos, gente que vigilaba y delataba, denunciaba cualquier tipo de actividad que pudiera parecer sospechosa, a cualquier persona que profiriera una queja, una simple crítica contra el orden constituido. Incluso a los empleados públicos y funcionarios se los conminaba a denunciar personas desafectas al régimen. Un desliz, una palabra indiscreta, una velada alusión o comentario político no favorable al régimen podía pagarse con la cárcel o la vida. Torturar en las prisiones, asesinar opositores en la prisión o en la calle se estaba convirtiendo en el pan nuestro de cada día. Nadie se sentía seguro ni libre de sospechas, el régimen fomentaba la discordia, la desconfianza entre civiles y militares, entre civiles y civiles y entre militares y militares. El ojo del amo, los servicios de inteligencia, vigilaban sin discriminación sobre todos. Mantener la dignidad y el decoro o simplemente mantenerse al margen del gobierno era cosa arriesgada, toda una osadía, y quienes pudieron lograrlo la pasaron mal. Solo unos pocos notables, dentro del país, resistieron y sobrevivieron. Algunos durante casi toda la tiranía. Numerosos políticos, intelectuales y profesionales, que en principio habían sido adversarios de la bestia, se sumaban ahora en tropel a su proyecto. Otros se plegaron, simplemente por miedo, se mordieron la lengua simplemente por miedo, eligieron muchas veces entre la cárcel y un empleo, se refugiaron en un exilio interior y ejercieron con probidad sus funciones hasta donde les fue posible. El ingente cúmulo de medidas represivas y coercitivas para convertir a la población en un rebaño de ovejas, tuvo, sin embargo, un efecto contraproducente, agravó el profundo malestar y descontento, caldeó los ánimos en lugar de enfriarlos, se manifestó con la aparición de siempre nuevas conjuras, manifestaciones de rebeldía, organizaciones secretas. Dice Crasweller que durante los cuatro primeros años de la primera administración de la bestia se produjeron no menos de diez complots contra el gobierno y que aunque la mayor parte fue de poca o ninguna importancia, dos de ellos tuvieron amplia repercusión y muy trágicas consecuencias. Lo curioso de todo es que el más radical y peligroso se incubó en las filas del ejército. De hecho, fue en las fuerzas armadas, en los organismos castrenses, donde a lo largo de la era gloriosa se produjeron algunas de las peores amenazas contra el régimen y la vida de la bestia. Los altos oficiales disfrutaban de privilegios y consideraciones especiales, pero también estaban sometidos a una presión que muchas veces podía ser insoportable, a veces a cometer o ver cometer hechos que repugnaban a su conciencia, y además estaban más al tanto, mejor informados que el resto de la población de las atrocidades que se cometían entre bambalinas, detrás del telón de aquel teatro del horror. El organizador de la más temprana y elaborada conspiración militar, una que tuvo lugar en 1933, fue un viejo conocido, un hombre de confianza de la bestia, si acaso la bestia tenia confianza en alguien. El teniente y coronel Leoncio Blanco. Se conocían desde la época en que ingresaron a la Guardia Nacional, el fatídico Constabulary, y desde entonces habían sido compañeros de correrías y tropelías. Leoncio Blanco había recibido entrenamiento como oficial de inteligencia, en tácticas de contrainsurgencia y espionaje. Dice Jimenes Grullón que Leoncio Blanco era el brazo derecho de la bestia cuando urdió la trama para hacer saltar del poder a Horacio Vásquez, y que era un hombre ducho en todo tipo de mañas y artimañas militares. Crassweller lo consideraba poco educado, ambicioso y no suficiente astuto, pero reconoce que gozaba de gran popularidad entre civiles y militares. De hecho, Leoncio blanco hizo una exitosa carrera en el ejército y llegó a ser comandante de la región sur, con asiento en Barahona. Pero fue su popularidad, según dice Crassweler, y los rumores de que estaba concentrando demasiada autoridad en sus manos lo que alertó los finos sentidos de la bestia. La realidad es que Leoncio Blanco estaba conspirando, montando una conspiración que alcanzó a llegar a los más altos niveles. Dice Jiménez Grullón que Dionisio blanco se manejó con bastante eficiencia y sigilo, que se había hecho de armas sacadas de los arsenales y que paulatinamente se había ido conquistando a muy altos oficiales y a civiles que adversaban el gobierno. Todo parecía ir viento en popa hasta que un teniente de la marina, al que Leoncio Blanco intentó reclutar, denunció olímpicamente el complot. La bestia reaccionó, como dice Crassweler, con la violencia visceral que lo caracterizaba al enfrentar tanto a un enemigo como a un potencial competidor. Bibliografía: Juan Isidro Jimenes Grullón, “Una gestapo en America” Julio M. Rodriguez Grullón,“Primeras conspiraciones militares contra Trujillo. Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator 30 Cementerio sin cruces (3) El descubrimiento de la conspiración del teniente coronel Leoncio Blanco le produjo a Trujillo el mismo efecto que al demonio cuando le pisan la cola. Pero el demonio podía ser más comedido. La bestia seguramente estalló en cólera y estuvo a punto de reventar, de arder en llamas por combustión espontánea. Seguramente le dio una rabieta monumental, un berrinche, una pataleta, lanzaría mordiscos de fiera enardecida, mentaría madres, maldeciría, imprecaría, insultaría y finalmente entraría en modo degüello, organizaría la represalia y respondería con todo lo que tenía. La bestia conocía sin duda aquel refrán que dice que debajo de cualquier yagua vieja sale tremendo alacrán, pero este alacrán salía de las filas del ejército y era un teniente coronel y le decían Blanquito, cariñosamente Blanquito. Leoncio Blanco, Blanquito, un tipo popular entre las tropas, entre civiles y militares. Además no se trataba de un sólo alacrán, eran muchos alacranes uniformados, entre ellos el general Ramón Vasquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa, amén de numerosos oficiales de menor rango. Como se diría en el acta del consejo de guerra que se llevó a cabo contra los principales acusados, un acontecimiento semejante no había tenido lugar en el país desde la fundación de la gloriosa Guardia Nacional Dominicana en 1917. La bestia no podía perdonar semejante ingratitud y deslealtad. Apenas tenia tres años y medio en el poder y la misma gente a la que tanto había favorecido ya lo quería tumbar. Los conspiradores intentaban derrocar un gobierno emanado de la legitimidad de las urnas, así fueran funerarias, e interrumpir la magna obra de gobierno que llevaba a cabo el preclaro gobernante durante su primer periodo. La misma que seguiría realizando en el segundo, en el tercero, en el cuarto, en todos los que faltaban. Lo que la bestia puso en marcha no fue sólo un aparato represivo, sino todo un espectáculo. El de la realidad como espectáculo. Tenía que dar un ejemplo a los traidores y lo dio, un escarmiento público, ejemplar. Concedió plena libertad a los esbirros para que actuaran en consecuencia y en el proceso se cometieron atropellos, asesinatos, encarcelamientos y, como de costumbre, pagaron por sus pecados tanto los mansos como los cimarrones. A Leoncio Blanco le infligieron todos los tormentos imaginables. Fue arrestado en los primeros días de junio de 1933 y pasó un año o más confinado en una tenebrosa celda solitaria de la cárcel de Nigua. De ahí lo sacaban para interrogarlo, para torturarlo, para obligarlo a dar los nombres de los miembros del complot, pero Leoncio Blanco resistió como un toro, mantuvo todo lo que pudo el silencio, quizás incluso cuando le sacaron las uñas. Dicen que Trujillo lo visitó en la cárcel, donde se lo presentaron prudentemente esposado y encadenado, y le vació toda una andanada de insultos que no quedaron sin respuesta. Trujillo le diría traidor y el le diría asesino, Trujillo le diría hijo de puta y el le diría cobarde. Dicen que le tiró un escupitajo. Al día siguiente lo ejecutaron, lo ahorcaron, fingieron un suicidio en el más burdo estilo. Lo suicidaron. Con el general Ramón Vasquez Rivera y el mayor Aníbal Vallejo Sosa emplearon también la tortura y sobre todo la tortura sicológica. El juego del gato que atrapa al ratón y lo suelta, lo mantiene en un permanente estado de incertidumbre y finalmente lo elimina. Era algo parecido a lo que harían con Donato Bencosme y tantos otros. De la cárcel se pasaba a un cargo público y del cargo público a la cárcel y quizás viceversa, hasta llegar al cementerio. Vásquez Rivera era puertorriqueño y había emigrado al país, como muchos de sus compatriotas de esa época, la época en que los boricuas venían (metafóricamente en yola), en busca de mejores horizontes. Aquí se enganchó a la Guardia Nacional, se destacó entre los mejores oficiales y se ganó el aprecio y la confianza de sus superiores. Llegó a ser jefe, comandante del ejército, hasta el día en que tuvo un tropiezo con Petán. Petán y varios hermanos de la bestia también habían hecho una carrera exitosa en el ejército. De hecho, habían comenzado desde arriba, con el rango de altos oficiales. Además, el más alto rango era el apellido. Todos, en especial Petán (quizás por razones de abolengo), despreciaban y desconsideran a los oficiales de carrera. Hay que suponer que, por algún motivo, el arrogante Petán le faltaría al respeto al general Vásquez Rivera y éste no se quedaría callado. Se produciría una agría discusión, una disputa, un enfrentamiento. En el choque del huevo contra la piedra perdió el huevo, desde luego y Vásquez Rivera fue puesto en retiro, lo cancelaron y sustituyeron por José García, un cuñado de la bestia. O de las bestias. Unos meses después, el coronel Camarena, un oficial de la comandancia Ozama, denunció su participación en el complot militar que organizaba Leoncio Blanco y fue arrestado, vejado, torturado, condenado a cinco años de prisión. En la cárcel permaneció Vásquez Rivera hasta el año 1938 y de repente lo amnistiaron. La bestia le concedió graciosamente la amnistía y lo nombró cónsul en Burdeos, Francia. Durante un año lo dejó disfrutar las mieles de la vida diplomática bajo algún tipo de chantaje o de amenaza contra él y su familia. Lo trajo de nuevo al país en octubre de 1939, lo acusaron de nuevo de conspirar contra el régimen legalmente constituido y lo trancaron de nuevo. En la fortaleza Ozama estuvo preso un tiempo en condiciones miserables. Allí le quitaron la vida en el mes de enero de 1940. Un homicidio que bautizaron, como de costumbre, con el nombre de suicidio. El mismo tipo de vejámenes y torturas sufrió el mayor Aníbal Vallejo Sosa, un oficial que junto a Frank Féliz Miranda dio inicio a la aeronáutica militar dominicana. Ambos fueron enviados a Cuba en 1931 a estudiar aviación y de Cuba regresaron convertidos en excelentes pilotos. En 1932 Vallejo Sosa fue nombrado comandante de la recién creada fuerza área y el teniente Féliz Miranda como segundo al mando. Dicha fuerza, que era bastante débil, sólo contaba en principio con dos pilotos y dos aviones que se dedicaban al transporte de pasajeros y de valijas postales por toda la geografía nacional. Muchos años más tarde, cuando una escuadrilla de cuatro aviones emprendió el fatídico “Vuelo panamericano” con el propósito de honrar la memoria de Colón y recabar fondos para construir un faro en su honor, Frank Féliz Miranda saltaría a la fama al convertirse, por capricho del destino, en el único piloto sobreviviente, el único de los pilotos cuyo avión no se estrelló. Los demás sucumbieron en los cielos de Colombia el día 29 de diciembre de 1937. Sucumbieron, según se dice, a la furia de los vientos de una tormenta y al fucú del gran almirante cuando se dirigían a Panamá. En ese país aterrizó Féliz Miranda, horas después de la tragedia, sin conocer la suerte que habían corrido sus compañeros de viaje. El mayor Aníbal Vallejo Sosa duraría muy poco en su cargo. A principios de 1934 fue apresado, acusado de formar parte de la conspiración de Leoncio Blanco, torturado rutinariamente, sometido a consejo de guerra, condenado y mantenido en prisión hasta inicios de 1937. Ese año lo pusieron en libertad, igual que harían con el general López Rivera, le dieron un cargo, un nombramiento, lo mandaron a inspeccionar la construcción de una carretera en el sur o algo parecido, lo mantuvieron al salto de la mata, en un estado de zozobra. En 1938 la bestia ordenó su muerte. Todos los demás, la mayoría de los numerosos conspiradores que Leoncio Blanco había reclutado y otros muchos que no tenían nada que ver con el complot, sufrieron por igual las penas del infierno en la tierra. Se calcula, tímidamente, que al menos un centenar fueron pasados por las armas, torturados y pasados sin apelación por las armas. Bibliografía: Julio M. Rodriguez Grullón,“Primeras conspiraciones militares contra Trujillo. Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator 31 Cementerio sin cruces (4-4) El fracaso de la conspiración militar de Leoncio Blanco y el baño de sangre en el que fueron ahogados sus participantes no desalentó ni desalentaría a la oposición. De hecho, las conspiraciones fallidas, los atentados fallidos y las invasiones fallidas serían cosa de rutina durante la era gloriosa. Todas fracasarían rutinariamente, pero cada fracaso, en vez de aplacar los ánimos se convertía en caldo de cultivo, alimentaba el germen de nuevos proyectos subversivos que desembocaban en nuevos fracasos. Un día llegaría, finalmente, en el que un grupo de temerarios fraguaría un complot que tendría éxito, algo que parecía imposible llevar a cabo. Una conjura de la que ningún organismo de seguridad tendría noticias. Esa vez, como dice Tiberio Castellanos, nadie hablaría entre tragos, no habría un descuido, un infiltrado, un delator, ni un cobarde ni un traidor. Mientras tanto, la gente que luchaba contra la tiranía no se tomaba vacaciones. La rebeldía juvenil -afirma Jimenes Grullón- se ponía de manifiesto por medio de acciones que permanecen ignoradas u olvidadas. En 1932, un grupo de estudiantes universitarios intentó ponerle a la bestia una bomba cuyos materiales de fabricación procedían de Puerto Rico. En 1933 un grupo de jóvenes, que al parecer fue descubierto, hizo estallar un explosivo en el cementerio municipal de la capital. A principios de 1934 hubo nuevas explosiones en la misma ciudad y sobre todo en Santiago. Todo un festival de bombas y manifestaciones de rebeldía. Dice Crassweler que el verano de 1934 fue testigo de una inusual agitación en el Cibao, que aparecieron numerosos letreros antigobiernistas en escuelas y calles, que explotaron numerosas bombas de fabricación casera, que floreció además una cierta industria artesanal de fabricación de armas de fuego rudimentarias, escopetas recortadas y otros ingenios. Todo esto era parte de una serie de proyectos de la llamada conspiración de Santiago. Una conspiración de gente notable en su mayoría, que corrió la misma suerte que la de Leoncio Blanco. Algunos de los conspiradores habían planificado ejecutar a Trujillo en Santiago, durante las festividades conmemorativas de la batalla del 30 de marzo de 1844, y había también un plan para acabar con la vida del aborrecible general y gobernador de Santiago, José Estrella, el hombre que organizó el asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa embarazada. La deplorable iniciativa de poner bombas en residencias y lugares públicos de varios pueblos y ciudades formaba parte de la conspiración. La violenta reacción del gobierno contra los autores de tanto atrevimiento no se hizo esperar. La bestia designó a su verdugo favorito y mano derecha, el mismo José estrella que estuvo en la mira de los conjurados, como comisionado especial para dirigir las investigaciones y la feroz represión contra santos y pecadores. Numerosos jóvenes señalados como autores de los pasquines que habían aparecido en escuelas y sitios públicos y que eran sospechosos de haber hecho estallar bombas, fueron arrestados junto a los que estaban involucrados en los atentados contra Trujillo y José Ureña. Algunos de los implicados o acusados por el asunto de las bombas y pasquines fueron Mario de Peña, el doctor Pancho Castellanos, Juan Rafael López, José Sixto Liz, Sergio Manuel Idelfonso y Jesús Maria Patiño, miembro de una familia que casi fue totalmente exterminada por su oposición a la tiranía. Entre los cabecillas del proyectado atentado contra Trujillo estaban Ángel Miolán, Ramón Vila Piola, Rigoberto Cerda, Ramón Emilio Michel, Juan Isidro Jiménes Grullón y Daniel Ariza. El muy infortunado Daniel Ariza. En el fracasado atentado contra el general José Estrella estuvieron involucrados Rafael Antonio Veras, Hostos Guaroa, Feliz Pepín, Federico Guillermo Liz, Juan Rafael López, Leonel García Beltrán, Rigoberto Cerda y otros. De acuerdo con un estimado conservador, se calcula que unas cuarenta o cincuenta personas implicadas o supuestamente implicadas en la conspiración de Santiago fueron arrestadas y condenadas a ejemplares penas de prisión. Jimenes Grullón y Ángel Miolán se sacaron el premio mayor y fueron agraciados con una condena de treinta años, que era la pena máxima, relativamente máxima. La pena máxima era la tortura y la muerte y los trabajos forzados en la tenebrosa cárcel de Nigua y sus alrededores, cerca de San Cristobal, cuna del benefactor. Cuna de la bestia. Torturas, trabajos forzados, fiebres palúdicas y continuas amenazas convertían a los prisioneros en muertos vivientes, forzados a trabajar de sol a sol en labores de limpieza de matojos, plantaciones de arroz y construcción de caminos durante el día. Apretujados durante la noche en celdas claustrofóbicas, sometidos al castigo de las pulgas, de los piojos, de los chinches, de las niguas, sobreviviendo entre ratones, cucarachas y otros bichos infames, sin asistencia médica para curarse lesiones y heridas de las que muchos morían. Otros serían fusilados por órdenes superiores o ejecutados a capricho por órdenes de oficiales como Federico Fiallo o Joaquin Cocco, fusilados y enterrados en el desolado anonimato del cementerio de Camunguí. Dice el Dr. Lino Romero que en el infierno que reinaba en lo que muchos llamaban campo de concentración de Nigua los prisioneros oían o veían, o quizás ambas cosas, cómo torturaban a sus compañeros y cómo se consumían sus vidas día por día, en medio de oprobios inhumanos, cómo Ellubín Cruz y Luis Helú se volvieron locos y murieron al cabo de tormentos espantosos, cómo Daniel Ariza sucumbió tras las infinitas torturas que le convirtieron en un zombi, obligado a seguir trabajando con pesados instrumentos, mientras su cuerpo se convertía en un guiñapo, cómo padecía bajo las golpizas que le propinaban, cómo al morir parecía poco menos que un deshecho humano, sólo piel y sólo huesos, cómo se le declaró cínicamente muerto por arterioesclerosis. Otro, como Rigoberto Cerda -dice Lino Romero-, sufrió también un martirio y fue dejado en libertad, aparente libertad por aparente misericordia, cuando se estaba muriendo y unos días después apareció degollado. Otro, como Félix Ceballos, sufrió abusos interminables y fiebres palúdicas y finalmente contrajo tuberculosis y murió desangrado durante un episodio de hemoptisis. Otros, igualmente vejados y martirizados, como Manuel y Bernardo Bermúdez, Tomás Ceballos, Alfonso Colón, Chicha Montes de Oca, fueron al final ahorcados. La mayoría, de los presos, en general, recibió golpizas descomunales a manos de esbirros y torturadores como los infames José Álvarez, el coronel Rafael Pérez, José Leger, Dominicano Álvarez, el capitán José Pimentel y un soldado que destacaba por su crueldad y el apodo de Pelo Fino. Unos cuantos (entre ellos Jiménes Grullón y Ángel Miolán) tuvieron más suerte dentro de la mala suerte que les había tocado en suerte y fueron indultados por la gracia del jefe del estado. La poca gracia de la bestia. Siete al anochecer: historia criminal del trujillato [31]. Tercera parte). Bibliografía: Ángela Peña, “Un libro sobre la siquiatría en República Dominicana” http://hoy.com.do/un-libro-sobre-la-siquiatria-en-republica-dominicana/ Bombas contra Trujillo en Santiago, https://www.diariolibre.com/opinion/lecturas/bombas-contra-trujillo-en-santiago-ELDL211476 Lino A. Romero, “Historia de la psiquiatría dominicana” Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator” HISTORIA CRIMINAL DE TRUJILLATO (32-60) Segunda parte 32 La apoteosis del emperador El querido Jefe lo decía y lo repetía en presencia de mi padre, el general Bonilla, y lo decía y lo repetía en presencia mía y de mis hermanas. Y lo decía y lo repetía también públicamente. No se cansaba de decirlo. Que no aceptaría otra nominación a la presidencia de la República. Que de ninguna manera se reelegiría. Que su mayor ambición era servir al pueblo y ya lo había servido, rescatando la democracia, rescatando de sus ruinas la ciudad de Santo Domingo, rescatando económicamente el país. La única circunstancia en que consideraría volver a ser candidato era o parecía ser inconcebible. Sólo aceptaría si todo el pueblo dominicano se lo pedía. Sólo si todo el pueblo dominicano unánimemente se lo pedía. Y el pueblo se lo pidió. Sí, el pueblo dominicano se lo pidió. Unánimemente se lo pidió de mil maneras diferentes. Se lo exigió amorosamente. Lo arrastró casi como quien dice a la fuerza, la fuerza del cariño, a optar por un nuevo periodo de gobierno. Hoy resulta difícil imaginar cómo el aprecio, la devoción o veneración que la gente sentía por el Jefe pudiera expresarse en términos tan entusiastas y cómo el entusiasmo se traducía en un coro tan simultáneo de alabanzas. La gente hablaba y escribía, publicaba peticiones en todos los medios solicitando la continuidad del Jefe en el poder. El pueblo, todo el pueblo dominicano, no sólo quería la reelección del querido Jefe, expresaba un deseo de honrarlo como se merecía, con todo tipo de títulos, monumentos, con todos los medios posibles. Muchos exigían a gritos su nombramiento o designación como Grandeza Ilustrísima, Gran Ciudadano, Tutor de Generaciones… La comunidad pedía, no sin cierta (aunque justificada) exageración, la consagración, la glorificación, el ensalzamiento, la elevación del querido Jefe al rango de la divinidad. Los menos entusiastas, entre las más prestigiosas figuras públicas del país, sugerían un plebiscito para declararlo presidente vitalicio. Uno de los que mejor expresó estos anhelos fue un prestigioso dentista y orador de barricada, el Dr. José E. Aybar, un hombre agradecido que le debía al querido Jefe todo lo que tenía. Aybar publicó un conciso documento que hizo llegar a la prensa y a las manos de más de doscientos dirigentes políticos y causó un grato revuelo. Con toda la lucidez y la visión de futuro que lo caracterizaba, el Dr. Aybar señalaba en ese documento que una campaña electoral no sería mas que un inútil formalismo, un desperdicio, un gasto de tiempo y de recursos. En consecuencia, y a su atinado juicio, la Junta Central Electoral (o como quiera que se llamara entonces), el día16 de mayo de 1934 debía simplemente proclamar al querido Jefe como presidente electo sin necesidad de elecciones. Después de todo, argumentaba con su habitual agudeza el Dr. Aybar, el querido Jefe ya había sido reelegido en la conciencia de todos. Don Arturo Logroño, el canciller de la República, uno de los funcionarios más admirados y queridos, también aportó su granito de arena al debate sobre la reelección que estremecía a todo el pueblo dominicano. El debate electoral. Don Arturo era un hombre afable, simpático, dueño de una cultura enciclopédica. Era conocido por su fina inteligencia y sus ocurrencias, por su talento como abogado y periodista y por sus grandes dotes de orador. Las malas lenguas decían que era nieto del arzobispo Meriño y que de él heredaba el don de la palabra, pero eso es algo que no ha sido comprobado. Lo cierto es que era un hombre moderado, que impartía siempre buenos consejos, y era también un hombre apasionado, tan adicto y tan leal al poder del Jefe como a la comida. Con frecuencia oí decir que en su habitación tenía un recipiente enorme, una especie de barril de aceitunas españolas para calmar su permanente sed de hambre, pero esto puede ser que forme parte de las muchas leyendas que inspiró el ilustre personaje. Muchos, por cierto, se burlaban de él porque era bajito y redondo, pero en su interior él se reía de todos y casi siempre era el último en reír. Algunas veces, mis hermanas y yo lo encontrábamos en la calle y siempre nos distinguió con el más cordial y elegante saludo. Nunca se montó en un automóvil, ni siquiera en alguno de los muchos que estaban a disposición del querido Jefe. Y sus motivos tenía. Con su baja y corpulenta anatomía y las trescientas cincuenta libras de peso que le atribuían, Don Arturo se sentía más cómodo en el asiento trasero de un coche tirado por caballos, a la manera clásica o antigua, con el sol y el viento jugueteando en su rostro bonachón, repantingado dichosamente y con los brazos abiertos de par en par. La continuidad del querido Jefe suscitaba tantas simpatías dentro y fuera del país que hasta la famosa Eleanor Roosevelt vino a darle su tácito apoyo en el mes de marzo de 1934, y fue don Arturo Logroño quien la recibió en esa ocasión, el mismo que desfiló con ella en su condición de canciller de la República. Los envidiosos de siempre se burlaron de la pareja tan dispareja que hacían, pero la verdad es que la señora Roosevelt era tan alta y desgarbada y tenía una dentadura tan prominente que no hacía buena pareja con nadie, ni siquiera con su amante esposo, el presidente de los Estados Unidos de América. Pero la cordial y fructífera visita de la prestigiosa primera dama insufló en el animo de don Arturo Logroño una fuerza retórica impresionante, le inspiró, de hecho, una de las declaraciones más contundentes y lapidarias en torno al tema de la reelección. Sí, don Arturo Logroño pasó a la historia cuando desnudó su corazón ante toda la nación y declaró sin complejos, sin falso pudor, sin ningún tipo de reticencia su lealtad incondicional a la más noble causa del país, la del querido, bienamado y siempre Jefe. “Todos mis esfuerzos -dijo más o menos Logroño en la que fue su mas vibrante declaración-, toda mi modesta capacidad intelectual y mis pocas fuerzas, mi lealtad personal y devoción política, mi cálida afección personal, mi alma, mi corazón y mis asuntos, el ritmo y el rumbo de mi vida pertenecen al Presidente Trujillo y a su gran obra de gobierno. A él debo mi presente político y sólo puedo concebir el futuro al amparo de su sombra magnánima y patricia…” Confieso que todavía me dan ganas de llorar cuando recuerdo esas palabras, quizás las más bellas que salieron de su boca. O de su pluma. Lo único que faltaba por decir lo dijo en un editorial el periódico “La opinión”, un prestigioso medio de prensa que se hizo eco de todo el sentir nacional. En ese editorial, que es una de las cumbres del periodismo dominicano, se decía con orgullo que nuestro modelo de civilización y cultura estaba muy por encima del de muchos otros pueblos de la tierra y que cada vez que mirábamos en el horizonte la triste pintura de lo que estaba sucediendo en otros países, un grito jubiloso venía a nuestras gargantas: !Qué Dios preserve a nuestro emperador! De cualquier manera, no fue fácil convencerlo, hacer cambiar al querido Jefe de opinión. Pero la presión popular no hizo desde entonces más que seguir en aumento. Finalmente, en el mes de abril de 1934, anunció a regañadientes que aunque era contrario a su deseo y a sus más íntimas convicciones, no tenía fuerzas ni corazón para negarse al inmenso clamor de tanta muchedumbre y aceptó la repostulación. El Jefe, sin embargo, cumplió con todos los requisitos y formalismos legales, se sometió al rigor de una intensa campaña política y resultó ganador, junto a Jacinto Peynado como vicepresidente, por una inmensa mayoría de votos. Dios había preservado a nuestro emperador. Y nadie se mostró más feliz en esa ocasión que el coronel Andy Dauhajre. (Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator” 33 Las mieles del poder El régimen de la bestia permaneció más o menos igual en todos los períodos. Nada cambiaba de una administración a otra excepto las caras y la suerte de algunos funcionarios. Trujillo seguía apretando las tuercas, todas las tuercas del aparato que lo mantenía en el poder, creando nuevos y más sofisticados organismos de inteligencia y mecanismos de represión, organizando el país como si fuera una finca, una empresa, una industria de su propiedad, y hasta cierto punto lo era. La bestia ponía un empeño particular en reclutar los peores hombres para desempeñar las tareas más brutales contra sus opositores y al mismo tiempo trataba de atraerse y se atraía por cualquier medio (con ofrecimientos o amenazas, o quizás ambas cosas), a todos los que de alguna manera se destacaban socialmente por su fortuna, en su profesión u oficio. Dice Crassweller que la mera existencia de alguien que poseyera brillo intelectual y distinción social y económica y que no formara o quisiera formar parte del gobierno, era para la bestia una especie de afrenta personal. A Horacio Vásquez, Américo Lugo y unos pocos intentó conquistarlos inútilmente. Una gran parte, como se sabe, se ofreció voluntariamente, otros se resistieron durante un periodo y unos cuantos durante toda la tiranía. Paradójicamente, algunos que durante un tiempo se mostraron más reacios a ponerse al servicio de la bestia y manifestaron la más firme oposición se convirtieron luego en trujillistas a ultranza. Entrar al servicio de la bestia por voluntad propia o ajena no era precisamente una garantía de estabilidad emocional y económica. Los funcionarios civiles y militares del régimen de la bestia, y sobre todo los altos funcionarios, estaban expuestos a los caprichos y rabietas del voluble mandatario. Trujillo era un sádico, tenía la ingrata costumbre de encumbrar a sus funcionarios, colmarlos a veces de honores y luego degradarlos, pisotearlos, humillarlos públicamente. Los mantenía en la cuerda floja para que nunca se sintieran seguros, y en el momento menos pensado los arrojaba al vacío, los despeñaba, les suministraba una especie de sacudida, el equivalente político de una terapia de electroshock para mejorar el rendimiento. De esa terapia algunos no se recuperaban. Se quedaban mentalmente cojos. Se volvían frágiles, quebradizos, asustadizos. Sobre todo en su presencia. En realidad no había forma de no sentirse atemorizado en una reunión y sobre todo en una fiesta en la que Trujillo participara. La tensión, por muchas razones, era siempre enorme. La bestia podía insultar a cualquiera en cualquier momento o podía antojarse, por ejemplo, de la mujer o la hija o de la hermana o la novia e incluso de la mamá de algún invitado. Para peor, tampoco estaba permitido -bajo pena de muerte por lo menos- manifestar alegría o tan siquiera alivio cuando el todopoderoso mandatario se iba del lugar. Había que mostrarse decorosamente compungido. Había que disipar la tensión disimuladamente. Una de sus bromas pesadas favoritas consistía en saludar a una persona con el título de un cargo que no tenía en el momento en que se encontraba frente a la persona que estaba designada en ese cargo. Un nombramiento y una destitución a la vez. Con el mismo desenfado, la bestia pronunciaba a veces públicamente una sentencia de muerte. Preguntaba simplemente, casi al desgaire, en voz calma y audible para los miembros de su celosa escolta: “!Y Fulano está vivo?” Era una pregunta que parecía ingenua, casual, desmaliciada, pero era una sentencia de muerte. Crassweller cuenta que Federico C. Álvarez, un prominente abogado, fue uno de los primeros notables que la bestia incorporó a su gobierno y también uno de los primeros que degradó y desconsideró. Con su retorcido sentido del humor, si acaso alguna vez lo tuvo, nombró al abogado en la Secretaría de obras públicas, le encargó construir un puente y lo destituyó por incompetente. A Arturo Logroño lo quitaba y ponía en un cargo casi por capricho, aunque nunca lo sometió a las vejaciones que sufrieron otros funcionarios. Además, Logroño tenía un temperamento, una especie de coraza, una manera especial de tomarse un poco las cosas en broma y una habilidad inmejorable para reconciliarse con el poder. Sin embargo, dicen que cuando cayó enfermo para no levantarse más, la bestia ni siquiera fue a visitarlo. Cuando murió hizo que le rindieran, desde luego, los debidos honores. El caso de Peña Batlle es parecido y a la vez diferente. Manuel Arturo Peña Batlle se mantuvo unos doce años en la oposición. Luego descubrió que Trujillo era un gran nacionalista y entró como una tromba al servicio del régimen, se convirtió rápidamente en alabardero e ideólogo del trujillismo, inauguró en parte el fundamentalismo antihaitiano. Fue él quien diseñó la estructura ideológica seudonacionalista de un régimen que carecía de principios y sólo se sustentaba en la fuerza. Cayó en desgracia cuando lo vincularon a un complot en el que seguramente no tenía arte ni parte, luego pasó por las manos del brutal Fausto Caamaño durante un largo interrogatorio y finalmente fue destituido de su alto cargo. Desde entonces no volvería a levantar cabeza. Antes y después tuvo que soportar, eso sí, humillaciones, vergüenzas y desplantes de antología. Con el propósito de mortificar en lo más hondo su fundamentalismo antihaitiano, Trujillo lo nombró una vez embajador en Haití. Pero la mayor desconsideración se la hizo en Nueva York, cuando Peña Batlle se presentó, como parte de su séquito, en una cena de gala. Trujillo lo paró en seco al entrar, le espetó en voz alta que no estaba invitado y lo echó del lugar. En la misma Nueva York, Peña Batlle recibió un diagnóstico terrible para su salud. Moriría en 1954, enclaustrado y despreciado en su hogar, pero el gobierno lo despediría con unas pomposas honras fúnebres y nombraría una calle en su honor. Virgilio Álvarez Pina, el célebre don Cucho, fue uno de los que tampoco se rindió desde el primer momento a los encantos de la bestia. Era su pariente lejano y fue su amigo de infancia. Pero fue además un ferviente y leal horacista, alguien que, según dice Crassweler, era de los que le llevaba el desayuno a la cama. Ese mismo Cucho le había advertido en su debido momento a Horacio Vásquez que Trujillo estaba conspirando y le aconsejó destituirlo, cosa que dio lugar a un celebre episodio en la Fortaleza Ozama, un encuentro en el que Horacio no dejó de darse cuenta de que era más un prisionero que un presidente en presencia del brigadier Trujillo. Después de haber sufrido persecución y cárcel, don Cucho se ablandó, se enterneció, perdonó a la bestia por la traición, por el golpe de estado que le había dado a Horacio y entró por fin a su servicio en el año 1934. Desde entonces, con sus altas y sus bajas, con períodos de bonanza y otros más y menos tormentosos, fue su más fiel consejero. Uña y carne. Uña y mugre. Tuvo además la suerte de sobrevivirlo, de vivir para contarlo. Y lo contó a su manera en un libro infame. Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator https://acento.com.do/2019/opinion/8683211-el-teatro-del-horror/ 34 El teatro del horror Pedro Conde Sturla | 20 de mayo de 2019 | 12:03 am En el teatro del horror que describen los cronistas e historiadores, las cárceles más temidas en los primeros años de la era gloriosa eran las de la Fortaleza Ozama y la de Nigua. La fortaleza había sido construida en un sitio alto, salubre, junto al río y el mar, y estaba expuesta al salitre, la brisa fresca, los vientos del norte y del sur. La cárcel de Nigua había sido construida por las tropas de ocupación yanquis (tal vez de maldad, con premeditación y alevosía), en un terreno pantanoso cerca de la desembocadura del río del mismo nombre, y estaba expuesta a todas las calamidades del trópico. La vida allí quizás era en verdad tan horrorosa como lo cuenta Crassweller. La plaga endemoniada de mosquitos, las bandadas de mosquitos desde el atardecer al amanecer, la inmensa nube negra de mosquitos que enrarecían el aire, los malditos mosquitos que saturaban, envenenaban el cielo, ennegrecían la noche, los mosquitos que caían como una inmensa telaraña con aquel pavoroso zumbido, el infernal zumbido de mosquitos que picaban sin cesar, que parecían más bien devorar a sus víctimas. La aparición de la malaria. El contagio, la manifestación de los primeros síntomas en un hombre tras otro, a veces en medio de brutales labores, escalofríos violentos, fiebre, descomposición y vómitos, insoportables dolores de cabeza, sudores, un sudor frío, el sudor empapando las cobijas, el delirio de la fiebre y las voces delirantes hasta alcanzar el climax. Luego el alivio, lentamente el alivio, el regreso al mundo de los vivos, el pausado recobrar de la conciencia. Luego una sucesión del mismo episodio, la repetición de todos los episodios de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia, de episodios cada vez menos separados, secuencias casi continuas de fiebre y de delirio y de pérdida de la conciencia. No había doctor -dice Crassweler-, ni enfermeras ni enfermería. Había sólo quinina si la familia podía conseguirla, si se podía sobornar a un carcelero. La vida en la cárcel de Nigua estaba hecha de gritos y susurros, de alaridos, gemidos, de aullidos repentinos en la noche y gritos de dolor, de voces que imploraban y lloraban, de gente que suplicaba inútilmente por el amor de Dios, por compasión, de gente que sufría la tortura y gente que gozaba torturando, de un infierno de voces que se acallaban a veces, las ahogaban a veces los disparos de fusiles cuando estaban fusilando. Crassweller cuenta que los presos se veían obligados a bañarse con agua sucia, agua ya usada por otros presos enfermos de tuberculosis. Convivían los sanos con enfermos terminales, con gente que no podía valerse por sí misma, que permanecía tumbada todo el tiempo en el duro lecho, malmuriendo, gente todavía viva que emitía un olor fétido a cadáver, sin poder defenderse ni siquiera de los mosquitos que se alimentaban de la poca sangre que les quedaba. Si acaso les quedaba. No era poco frecuente que los presos, a fuerza de torturas y de encierros solitarios, perdieron la razón. Le sucedió a Ellobín Cruz y a muchos otros. El infeliz Ellobín Cruz, lo que quedaba de él, estaba recluido en solitaria y estaba ya perdido en las nieblas de la locura, muerto en vida, sin saber siquiera quien era ni que estaba haciendo en ese lugar. Otros se consumían literalmente, se quebraban y se consumían como un pabilo, los devoraban las pulgas, los piojos y los chinches, por no hablar de los mosquitos y las niguas. Eduardo Vicioso, un profesor y decano de la facultad de derecho de la única universidad, se redujo a un estado cadavérico, macilento. Todo su cuerpo estaba salpicado, como lo describe Crassweller, de rojizos pinchazos de piojos y otros bichos y su piel adquirió la apariencia del papel de lija. Las desgracias de Eduardo Vicioso habían comenzado cuando se opuso públicamente a una propuesta política para legitimar en el poder a la bestia sin necesidad de elecciones. La iniciativa se debía al Dr. José E. Aybar, un cínico y corrupto cortesano, un sacamuelas que había hecho fortuna al amparo del tirano, uno que sustentaba la opinión de que la popularidad de la bestia era tan grande que hacia innecesaria, inútil y dispendiosa cualquier consulta electoral. La bestia presidía en todos los corazones del mismo modo que debía presidir en el gobierno, en todos los gobiernos. Eduardo Vicioso tachó de absurda la desvergonzada propuesta del sacamuelas y la vida empezó a ponérsele difícil. Tiempo después sería acusado de perpetrar crímenes contra el gobierno, de excitar a los ciudadanos a rebelarse y armarse contra la autoridad legalmente constituida. Se lo acusó también de tentar de provocar una guerra civil, de asociación o concierto de crímenes contra las personas, incluyendo al muy honorable señor presidente de la República. Vicioso era además culpable, supuesto culpable de posesión y tráfico y tenencia irregular de armas. Sólo por casualidad no lo acusaron por el delito de haber nacido. A la cárcel de Nigua, probablemente la más concurrida y la menos popular del país, habían ido a parar muchos de los implicados en la conspiración de Leoncio Blanco (Blanquito) y los conspiradores de Santiago, los que se habían atrevido a planificar la muerte de Trujillo y José Estrella en un atentado, los que habían puesto las bombas y escrito pasquines infamantes contra la bestia. A todos estos se sumarían los responsables de una nueva conspiración o conspiraciones que se produjeron esta vez en Santo Domingo. Junto a Eduardo Vicioso fue apresado un nutrido grupo de capitaleños compuesto por Juan de la Cruz Alfonseca (Niño), Ramón de Lara, Rafael Ramón Ellis Sánchez (Pupito), Buenaventura Báez Ledesma, Ulises Pichardo Pimentel, Juan José y Dionisio Caballero y muchos otros. Todos fueron condenados a penas que nadie cumplir, a las que nadie podía sobrevivir en el infierno de la cárcel de Nigua, forzados a trabajo público, a construir caminos y carreteras con pico y pala. Otros serían asesinados. En algunas de las tantas conspiraciones se vieron por primera vez involucrados personajes de alcurnia que le dieron a la disidencia política y a las cárceles del régimen otro nivel, una nueva connotación y distinción de clase. Esos personajes, dos de los más conspicuos o encumbrados del país, eran Amadeo Barletta y Oscar Michelena. Ambos eran reconocidos hombres de negocio de mucho prestigio social y solidez económica. Ambos estuvieron inplicados en lo que alguien llamó la conspiración de los empresarios. (Historia criminal del trujillato [34]. Cuarta parte BIBLIOGRAFÍA: Ángela Peña, Un luchador antitrujillista ignorado por la historia oficial http://hoy.com.do/un-luchador-antitrujillista-ignorado-por-la-historia-oficial/amp/ http://hoy.com.do/author/angela-pena/ Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictato 35 La conspiración de los empresarios (1) En 1935, cuando la bestia apenas estaba estrenando el segundo año de su segundo mandato, se destapó en Santo Domingo una escandalosa conspiración en la que estaban envueltos dos conocidos empresarios: Amadeo Barletta y Óscar Michelena. Era la tercera conspiración importante, después de la de Leoncio Blanco y la de Santiago de los caballeros, y tuvo una enorme cobertura de prensa y cierta repercusión internacional. De hecho, enfrentó al patriótico tirano con dos potencias extranjeras y puso en alto, muy alto, los intereses de la nación, o por o menos los del tirano. Dio, en fin, al mundo una idea de la clase de mandatario que estaba al frente del gobierno. Mostró metafóricamente en público el equipo colgante del hombre fuerte del país. Los enormes timbales de la bestia, de la serpiente emplumada. Amadeo Barletta era un personaje de alto vuelo, alguien que brillaba y brillaría en el firmamento de la industria y las finanzas. Un cuarentón de buena apariencia, elegante, fornido, dotado de un cierto o más bien incierto encanto y talento, capacitado, afable, posiblemente afable. Era el representante en el país de la General Motors y era presidente de la Dominican Tobacco Company, era cónsul honorario de Italia en el país y era extranjero, o por lo menos italiano. A pesar de todo, en el mes de abril del año 1935, Barletta fue a dar con sus huesos a la cárcel y estuvo preso y mal preso durante casi dos meses. Sobre sus hombros pesaba una grave acusación de la que el gobierno tenía o decía tener pruebas. Estaba envuelto en una trama para tumbar y matar a Trujillo por supuesto. De modo que lo encerraron sin contemplaciones, lo trancaron con llave de chocolate en condiciones de incomunicación y aislamiento hasta mediados o finales de mayo. Para peor, el mismo día de su arresto se activaron procedimientos judiciales arbitrarios en perjuicio de la Dominican Tobacco Company, una compañía por acciones cuyo capital era en parte propiedad de ciudadanos usamericanos y que competía casualmente con la Compañía Tabacalera que había adquirido recientemente la bestia. Un periódico de Washington, “The Evening Star”, se hizo eco de la noticia el 3 de mayo de 1935 publicando un artículo firmado por Constantine Brown con el título “U.S. Sales Agent Jailed by Trujillo” (Agente de ventas de Estados Unidos encarcelado por Trujillo). La información proporcionada por el diario informaba que Barleta era un ciudadano italiano que, además de cónsul honorario de Italia, era representante de dos negocios norteamericanos, la Dominican Tobacco Company, subsidiaria de la Penn Tobacco Company, y la Santo Domingo Motors Company, agencia distribuidora de la General Motors. A Barlettta se lo acusaba, según el diario de Washington, de haber proporcionado un vehículo de la General Motors a un grupo de sediciosos, enemigos del gobierno que planificaban alguna acción inconfesable. Probablemente un atentado. Al día siguiente, soldados de la presidencia de la República se apersonaron a la casa de Barletta, lo arrestaron y lo mantenían incomunicado. La verdadera razón para el arresto de Barletta, decía en “The Evening Star”, se debía a haberse negado a vender la Dominican Tobacco Company a un allegado de Trujillo. Un posible testaferro. En consecuencia, se le acusó de intentar derrocar a Trujillo y esto sirvió de pretexto para que las autoridades arrestaran a Barletta y confiscaran sus propiedades. Quizás la falta más grave que denunciaba el periódico era que desde que Barletta había sido privado de su libertad, los ingresos de la Dominican Tobacco Company estaban siendo depositados en un banco del gobierno dominicano. Esto quería decir que las autoridades dominicanas estaban confiscando ingresos que en parte pertenecían a ciudadanos norteamericanos. Esta denuncia no contribuyó, por cierto, a mejorar la situación de Barletta y el proceso en su contra no se detuvo. En un juicio sumario que duró una especie de cuarto de hora, y en el cual -según dice Crassweller-, al acusado no se le permitió defenderse, la Corte Penal de Primera Instancia evacuó (sí, evacuó) un veredicto prefabricado y lo sentenció a dos años de cárcel y fuerte multa. Algo realmente risible dada la gravedad de las acusaciones. En la embajada del imperio sonaron desde el primer momento las alarmas y hubo mucho interés en el caso. Se estabanperjudicando, como decía “The Evening Star”, los intereses de ciudadanos de la patria del libre y el bravo, y el Departamento de Estado, a través de Cordell Hull y Sumner Welles, ejerció su benéfica influencia a favor del empresario. Pero también se estaban afectando los intereses o por lo menos el pundonor de la patria del Duce. El cónsul honorario de Italia había sido irrespetado y el Duce no lo podía pasar por alto, no. Don Benito Mussolini era un hombre de malas pulgas y envió primero un representante que, tras mucho cabildear, a duras penas pudo entrevistarse con el prisionero, pero igual hubiera podido Mussolini mandar un acorazado y una flotilla de buques de guerra para liberar a su admirador, correligionario y paisano, su compatriota Amadeo o Amedeo Barletta. En fin que, el enviado del Duce hizo causa común con Cordell Hull y Sumner Welles y la bestia tiró la toalla. El 29 de mayo, la Corte de Apelación revocó la sentencia y el cónsul honorario italiano recuperó la libertad y marchó a Cuba, donde vivió quizás los años más glamorosos y de bonanza económica de su vida. En Cuba estableció relaciones políticas inmejorables con los gobernantes de turno, fundó organizaciones financieras, adquirió bancos y se convirtió en dueño de importantes empresas de importación, emisoras de radio y televisión y periódicos de gran prestigio en los que laboraba un buen grupo de periodistas de renombre al servicio de su imagen pública. Pero a la larga le iría mal con Fidel… La gente de la embajada quiso hacer parecer en todo momento que el desagradable incidente (el affaire Barletta), se debía más que nada a un conflicto de intereses comerciales, pero Crassweller se muestra en desacuerdo. Trujillo -a su juicio- no se habría aventurado a provocar un roce o enfrentamiento con dos grandes potencias por razones comerciales. Crassweller sostiene que Barletta realmente estaba implicado en una conspiración para remover a Trujillo y que el gobierno estaba en posesión de todas las pruebas. (Historia criminal del trujillato [35]. Cuarta parte BIBLIOGRAFÍA: Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. Trujillo encarcela al cónsul italiano Amadeo Barletta https://patriadominicana.wordpress.com/tag/grupo-ambar/ 36 La conspiración de los empresarios (2 de 2) A Oscar Michelena, el otro empresario implicado en el complot contra Trujillo, no le fue tan bien como a Amadeo Barletta. Lo de Barletta había sido una estadía en el purgatorio, pero Michelena hizo un descenso al infierno (del cual no regresaría la mayoría de sus compañeros de infortunio). El también pertenecía a una familia de empresarios, gente que destacaba en el ámbito social y económico, bien posicionada y relacionada, pero de nacionalidad dominicana, lamentablemente dominicana, y aunque tenía parientes puertorriqueños no tenía padrinos extranjeros hasta que finalmente los tuvo. Empezó a tenerlos desde cuando alguien recordó o hizo valer un cierto dato biográfico que lo acreditaba como ciudadano norteamericano por haber sido registrado como tal en los primeros años de la década de 1920 en Puerto Rico o en algún otro de los muchos confines del imperio. A ese hecho aleatorio, un simple giro, una parada de la rueda del azar, debe Oscar Michelena haber salido con vida de las mazmorras de Trujillo. Pero en el tiempo transcurrido entre su encarcelamiento y su liberación vivió en un mundo de horrores y sufrimientos que lo dejarían marcado para toda la vida. Michelena cayó preso en compañía de unas veinte personas acusadas de complotar para matar a la bestia, tumbar el gobierno o cualquier otra cosa parecida, y lo que contó de su estadía, de su temporada en el infierno, dio a conocer con lujo de detalles muchas cosas que se ignoraban o pretendían ignorarse sobre el feroz régimen penitenciario de la era gloriosa. El tratamiento que le dieron a Michelena y sus compañeros de prisión no fue algo excepcional, fue rutinario, el tratamiento habitual, los abusos físicos y sicológicos que se aplicaban a los presos políticos en las cárceles de Trujillo. Muchas veces eran traídos como bestias para el matadero, descargados de los vehículos de transporte a patadas y puestos en las manos de sádicos que brincaban de alegría ante la llegada de carne y sangre nueva. Los recibían a golpes, a macanazos, a fuetazos, con un fuete lleno de nudos o con los famosos guevos de toro. Pero esos tipos de fuete se usaban generalmente en la ceremonia de bienvenida. Para torturar y arrancar confesiones o para el simple placer de los verdugos, se empleaba el famoso cantaclaro, un fuete corto de cables eléctricos trenzados con las puntas peladas que arrancaba pedazos de piel y carne junto a pedazos del alma. Un fuete definido por una palabra que lo decía todo en su cruel ironía. Cantaclaro. Algún cronista afirma que Trujillo en persona golpeó con el cantaclaro a Michelena en la cara, pero la información no parece digna de crédito. Lo que está confirmado es que el primer día de su ingreso a prisión en la cárcel de Ozama, tuvo el privilegio de ser conducido en presencia de general Federico Fiallo. Fiallo era miembro de una familia de antitrujillistas furibundos, en la que destacaba el irreductible Viriato, el Dr. Viriato Fiallo, y parecía querer compensar con su devoción a la bestia la desafección de sus parientes. Era un personaje escalofriante cuya presencia envenenaba la sangre, ponía a cualquiera a temblar con la mirada, con la voz y sus maneras rudas, frías, cortantes, amenazantes, y en su presencia Michelena se sentiría seguramente desvalido e inútil, desamparado, atemorizado quizás con una especie de temor profundo de los que se sienten como en las entrañas del alma. Hay que imaginar que Fiallo se emplearía a fondo con todas sus malas artes (algo que lograba sin mucho esfuerzo), para infundir pavor en el ánimo de Michelena y arrancarle una confesión, motivarlo a decir lo que sabía, incluso lo que no sabía. Después de la entrevista Michelena fue encerrado en una ratonera donde apenas cabían veinte personas y había treinta. Esa noche, media hora antes de la medianoche -cuenta Crassweller-, un carcelero fue a buscarlo y lo condujo al patio de la prisión y lo amenazó con matarlo si no confesaba, le puso el cantaclaro frente a los ojos y lo obligó a caminar hacia unos arrecifes y descender hacia la antigua plataforma de tiro baja, que alguna vez estuvo casi en la ribera del apacible rio Ozama, a escasa altura del nivel de las aguas. Al lugar le llamaron el aguacatico desde el momento en que empezó a crecer una planta de aguacate que luego se pondría grande y frondosa, aunque la seguirían llamando con el diminutivo y puede que todavía exista. Existía, por lo menos, hasta hace unos años. La plataforma de tiro baja, donde todavía están emplazados los cañones coloniales, se encuentra actualmente oculta detrás de la ciclópea muralla que la bestia hizo construir en lo que es hoy la Avenida del Puerto, la Avenida Francisco Alberto Caamaño Deñó, y había sido durante mucho tiempo un torturadero y fusiladero donde fueron ejecutados muchos de nuestros próceres. A ese lugar condujeron a eso de la medianoche a un aterrorizado Oscar Michelena. Lo esperaba un grupo de seres indescriptibles que parecían salidos de la tumba, más bien demonios surgidos del averno. Algo le dirían y algo respondería Michelena que los hizo enojar más de lo que parecían, si acaso estaban enojados y no felices, divertidos por dentro, o si el enojo no era parte de la diversión. Uno de ellos intentó azotarlo con el cantaclaro en la cabeza y Michelena levantó instintivamente un brazo para defenderse. El gesto hizo enfuriar de verdad al agresor que descargó esta vez una lluvia de golpes. Mas de cincuenta fuetazos dice Crassweller que le dio o le dieron en la espalda y otras partes del cuerpo, le desprendieron piel y pedazos de carne, le inutilizaron uno de los brazos. Despertó, según se dice, en una asfixiante celda donde pasó un periodo indeterminado en compañía de sus excrementos, ratones y otras alimañas. Tan débil y maltratado quedó que durante varios días no tuvo fuerzas ni para comer. Pero esa no fue la única vez que lo sometieron a semejante martirio. Crassweller dice que le aplicaron el mismo tratamiento en varias ocasiones. Además no le permitían bañarse, apenas le daban agua en un lata hedionda a kerosén y tenía que hacer sus necesidades en una cubeta que no cambiaban hasta que no estaba rebosada, enfermó de gripe, contrajo malaria y le fue negada la quinina. Sus compañeros no recibían un trato diferente. Eran azotados, colgados del techo, golpeados hasta que quedaban muchas veces sin conocimiento, ejecutados a veces rutinariamente o enviados al campo de concentración de Nigua donde no duraban mucho tiempo vivos. Michelena estaba, como los demás, incomunicado y encerrado en una estrecha ratonera y probablemente habría corrido la suerte de la mayoría de sus compañeros de prisión si no se hubiese establecido que era ciudadano norteamericano. A partir de ese momento, la embajada intervino y al poco tiempo consiguió que a uno de sus funcionarios se le permitiera entrevistar a Michelena en la cárcel al cabo de setenta y cuatro días de encierro. En una declaración jurada en presencia de un notario, Michelena contó lo que aquí parcialmente se ha contado. Los representantes del imperio en las altas instancias del Departamento de Estado se indignaron o fingieron indignarse al descubrir (o fingir que descubrían) de lo que era capaz la criatura que habían fabricado las tropas de ocupación y dieron inicio a los tramites para obtener la liberación de Michelena. Algo que no se logró sin superar ciertas dificultades, pero sobre todo por obra y gracias de la influencia de personajes de alto vuelo en el mundo diplomático (Corder Hull, Sumner Welles, Arthur Schoenfeld). Se dice, en efecto, que Trujillo soltó a Michelena como un gesto de cortesía al ministro Schoenfeld. De modo que Oscar Michelena salió vivo o casi vivo, milagrosamente vivo de la cárcel. Pero estaba -como dice Crassweller- abatido, derrumbado, aturdido, desorientado y completamente roto espiritualmente. Antes de partir para el exilio tuvo tiempo de enterarse de que durante el tiempo de su encierro su familia había sido acosada judicialmente y había sido despojada de un ingenio azucarero, el ingenio San Luis y otras propiedades. Prácticamente habían perdido casi todo lo que tenían y estaban quizás en bancarrota. Quizás pura y simplemente al borde de la ruina. (Historia criminal del trujillato [36]. Cuarta parte. BIBLIOGRAFÍA: Eric Paul Roorda, “The Dictator Next Door” The Good Neighbor Policy and the Trujillo Regime in the Dominican Republic, 1930-1945 Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”   (Historia criminal del trujillato [37] La hermandad de las bestias (1) 9 de septiembre de 2019 Los hermanos varones de la bestia eran unas encantadoras bestezuelas. Se trataban cordialmente entre ellas, generalmente a zarpazos y dentelladas, en el típico modo en que ciertas bestias juegan y manifiestan su cariño y su fuerza. Y además, durante sus años mozos, los mayores a veces planificaban y ejecutaban en grupo o en pareja sus fechorías, pero carecían del instinto básico de la manada, el instinto solidario que la une y da cohesión. La manada requiere que todos sus miembros anden juntos, obedezcan a un macho alfa o tomen decisiones colectivas. Entre la bestia y las bestezuelas predominaba, sin embargo, el más feroz individualismo. Varios de ellos querían ser a la vez el macho alfa. Los peores eran agresivos, posesivos, se disputaban permanentemente la supremacía, prevalecía entre ellos la rivalidad y muy difícilmente confiaba el uno en el otro. Los más sumisos o aparentemente sumisos bajaban el lomo, se conformaban o fingían conformarse con lo que recibían, mantenían una real o engañosa mansedumbre, pero nunca estuvieron libres de sospechas. A todas las bestezuelas las mantenía de una u otra manera la bestia a soga corta. Durante su larga estadía en el poder, la bestia enfrentó conspiraciones civiles y militares, se sobrepuso a tramas e intrigas cuartelarias, pero también a los chismes, a la envidia y el rencor, cuando no a la rebelión más o menos abierta, la oposición e incluso la traición de algunos de sus hermanos. Dice Crassweller que difícilmente podría exagerarse la magnitud de sobresaltos familiares que sufriera Trujillo por culpa de sus hermanos y hermanas. De hecho, a excepción de las invasiones de 1947, 1949 y 1959, sus parientes le causaron más irritación y dificultades que los esfuerzos de los centenares de exiliados en su contra. Virgilio, el mayor de los varones, pretendía arrogarse o se arrogaba derechos de progenitura y persistió en su arrogancia cuando Chapita llegó al gobierno. Actuaba como si el hermano le debiera algo y no agradecía favores ni nombramientos. Incluso pretendía enriquecerse a costa de sus intereses y nunca respetó los límites que la cordura o la simple razón aconsejaban. Virgilio había alcanzado, según se dice, el más avanzado grado escolar de la familia. Era el más intelectual, si así se puede decir, el más intelectual de una familia de analfabestias o analfabetos funcionales. Toda una proeza en aquel tiempo. Pero La fama que lo precedía desde temprana edad no la debía a su ingenio, a su fina inteligencia, a buenos modales adquiridos en el hogar y en la escuela. Tenía fama de truhán, por supuesto, fama de abusador, de canalla, igual que casi todos sus hermanos. Era un inútil, un haragán que no desempeñaba más que trabajos temporales, seguramente un cuatrero y asaltante de camino, ambicioso y capaz de todos los excesos. Pero, además, Virgilio Trujillo sobresalía entre todos por desagradable y arrogante, era un grosero, un bruto, un rastrero. No tenía el más mínimo barniz de gente. Y sin embargo se desempeñó como diplomático durante largos años en Europa. Diplomático a la cañona, a la pura fuerza. La bestia repartía más o menos generosamente entre sus hermanos las mieles del poder y lo que cosechaba muchas veces era pura hiel. Tomaba en ocasiones medidas preventivas, pero cuando veía que sus intereses o su autoridad estaban amenazados actuaba de la manera más radical: tomaba medidas punitivas A Virgilio lo nombró diputado a principio de su primer gobierno, pero el cargo y todos los privilegios especiales de los que estaba revestido le quedaban grandes o quizás chiquitos. Abusó de su poder, como suelen hacer los diputados, incurrió desde luego en burdos hechos delictivos que molestaron a Chapita y Chapita lo suspendió. Le dio un castigo ejemplar, como hacía Balaguer con algunos militares: un nuevo nombramiento. Esta vez como Ministro de interior y policía, a ver si escarmentaba. Pero Virgilio no escarmentó. En poco tiempo organizó una red de cohechos o sobornos, una tupida red de impuestos en perjuicio de pequeños productores que pegaron el grito al cielo y provocaron de alguna manera su destitución. Una vez fuera del gobierno se dedicó a negocios privados en los que el más importante activo era el apellido Trujillo. En esa época se decía en el país que ser blanco era una profesión. Los Trujillo no eran blancos, eran indios claros e indios oscuros, como se estilaba decir entonces. Pero ser apellido Trujillo durante la era gloriosa era toda una profesión, un título que garantizaba en muchos sentidos el éxito económico y el rápido ascenso en el escalafón militar, si la ambición no rompía el saco. Virgilio eligió el Cibao como centro de operaciones y se dedicó a vender influencias, resolvía problemas que otros no podían resolver, hacía favores costosos, vendía tarjetas de protección que permitían a los desvalidos propietarios de vehículos que no tuvieran sus papeles en regla evadir el pago de ciertos impuestos y las multas por violaciones de leyes de tránsito. A la larga terminó asociándose con individuos de mayor solvencia económica con los que se dedicó a la importación de camiones y repuestos de vehículos por los que no pagaba impuestos. Además era frecuente que en lugar de la placa o sobre la placa delantera figurara en letras egregias el nombre de Virgilio Trujillo: casi una patente de corso, una garantía de impunidad en las carreteras dominicanas de esos tiempos. Eran negocios que quizás Virgilio considerara inocentemente creativos y lucrativos. Negocios que erosionaban, sin embargo, así fuera superficialmente, las recaudaciones fiscales del régimen de Trujillo y Trujillo no lo iba a permitir. De la noche a la mañana Virgilio se vio en serios aprietos y sus principales socios fueron a dar a la cárcel con pronóstico reservado. Uno de ellos, llamado Luis Amiama Tió, le cayó simpático a Trujillo y lo puso al poco tiempo en libertad. Muchos años después, Amiama Tió participaría en el complot que le costó la vida a la bestia. Pero la bestia no podía saberlo. Un grupo de jóvenes oficiales de Santiago, con los que Virgilio había estado intrigando o negociando o quizás ambas cosas, también cayeron en desgracia y no les fue nada bien. Los sometieron a una purga para erradicar las malas influencias de las filas del ejército. Virgilio Trujillo recibió igualmente un castigo ejemplar. Fue enviado como diplomático a Europa donde se dedicó seguramente a la dolce vita y a los negocios turbios, pero con inmunidad diplomática. Además, fue tan inteligente que no volvió a regresar al país o regresaría quizás ocasionalmente. En europa estuvo, pues, casi todo el tiempo de la era gloriosa, desempeñando funciones diplomáticas y haciendo todo tipo de calaveradas a su alcance. Dice Almoina que, como consecuencia de la guerra civil en España, cuando miles y miles de españoles salieron al ingrato y poco hospitalario exilio francés, Virgilio acudió generosamente en auxilio de muchos que querían emigrar hacia tierras americanas y se entendió con ellos en términos de mercachifle. Recibió el hermano del benefactor alhajas y oro en cantidad muy apreciable y cien dólares por cada refugiado que la República Dominicana aceptase. A La bestia no le gustó que lo dejaran fuera del negocio y volvieron a tener problemas. En fin, no parece que entre la bestia y la bestezuela hubiera nunca prosperado alguna saludable relación fraternal. En Europa estaba Virgilio cuando mataron a Chapita y ni siquiera se molestó en venir al entierro. En cambio, su vínculos de amistad con Luis Amiama Tió estaban intactos o se habían fortalecido. Se escribían con cierta frecuencia, intercambiaban felicitaciones navideñas y de cumpleaños. Nada de lo ocurrido empañó la amistad que existía entre Virgilio Trujillo y el hombre que había participado en la conjura que puso fin a la vida de su hermano. (Historia criminal del trujillato [38]. Cuarta parte). BIBLIOGRAFÍA: José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf). Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”. Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator (Historia criminal del trujillato [38] r La hermandad de las bestias (2) 16 de septiembre de 2019 La bestia logró mantener a raya a sus hermanos con medidas draconianas que incluían la deportación, el privilegiado exilio en un cargo diplomático, como el que le tocó sufrir a Virgilio Trujillo, pero también prisión y amenazas de muerte o la muerte misma en el peor de los casos. Es posible (y esto se ha dicho y repetido muchas veces) que en más de una ocasión haya ordenado, en uno de sus frecuentes accesos de rabia, ejecutar a Petán o Aníbal, e incluso a su propia esposa cuando ésta se ponía de imprudente a seguirlo para tratar de sorprenderlo con alguna de sus amantes y exigirle fidelidad. La bestia tuvo problemas con sus hermanos, hermanas, con su mencionada y abnegada esposa, María Martínez de Trujillo, con su hija Flor de Oro y su dorado hijo mayor, que no servía para nada, pero los dos parientes que le dieron más quebraderos de cabeza fueron Petán y Aníbal, dos personajes luciferinos que no hubieran vacilado en romperle el pescuezo para ocupar su lugar si la oportunidad se hubiese presentado, o si hubieran tenido el valor de aprovecharla. Se sabe que, en una ocasión, la bestia ordenó a sus guardias disparar, quizás metafóricamente, contra el automóvil en que se desplazaba María Martínez si se aparecía en el lugar donde estaba cumpliendo con su deber de padrote de la patria. Se sabe que ordenó tajantemente al temible general Fausto Caamaño ejecutar a su hermano Aníbal y a los militares que estaban a su servicio. Se sabe que más de una vez ordenó que le trajeran a su hermano Petán vivo o muerto. Se conocen, por otra parte, detalles del dilema, el terror a que se enfrentaban los oficiales que recibían órdenes tan peligrosas de cumplir como incumplir. El drama que representaba para cualquier matarife (para cualquiera que supiera que la sangre al final pesa siempre más que el agua), obedecer al pie de la letra un mandato que en cualquier caso representaba para el ejecutor una especie de suicidio. La solución salomónica en esos casos era acudir a la residencia de la Excelsa matrona, presentarse con discreción en la casa donde vivía Mamá Julia, la madre de los Trujillo, el lugar que muchos llamaban el refugio o la embajada. Julia Molina era un ser extraordinario. Su única ocupación era dejarse amar, dejarse adorar como una santa de altar. No tenía inquietudes intelectuales, políticas o filantrópicas y mucho menos culturales, pero le había dado a la patria la más fecunda cosecha de su vientre. Entre 1888 y 1908 había tenido incontables partos, doce hijos e hijas, de los cuales, casi milagrosamente para aquel tiempo y lugar, sólo uno no sobrevivió. Con su trabajo de costurera proveyó al sustento de las once restantes criaturas, las crió en la pobreza con labor tesonera, con la poca ayuda que recibía de su inútil marido, con ayuda quizás de vecinos y amigos y el milagro cotidiano. Pero sus sacrificios fueron recompensados. Su hijo Rafael, al que apodaban Chapita, llegó en 1930 al poder y la vida de la familia se convirtió en un cuento de hadas. A Chapita le llamarían Doctor Honoris causa y a ella Excelsa matrona. El pueblo llano, sobre todo los menos instruidos, le llamarían a él Doctor Honorio y a ella Esencia matrona. La patria agradecida y sobre todo sus hijos la colmaron de honores. La deuda que con ella había contraído el país era impagable. No por nada le decían Mamá Julia, no por nada se había hecho acreedora al título de Excelsa matrona, no por nada había sido reconocida como Primera dama de la República y sobre todo como Primera madre dominicana. No por nada una provincia, parques, calles, escuelas se honraban con su nombre y con sus bustos egregios. Mamá Julia vivía en un palacio donde no cabían las flores y regalos, los incontables parabienes, los infinitos mensajes de amor y agradecimiento que a diario le enviaban funcionarios civiles y militares de todas las posibles categorías. Mamá Julia estaba al cuidado de las hijas o de una de las hijas en mayor grado. Una hija con un gran sentido práctico que se ocupaba de todas sus necesidades y revendía, según se dice, los regalos a las tiendas y las flores a las floristerías para destinar los ingresos a obras de bien común. Además, Mama Julia recibía diariamente por unos pocos minutos la visita de Chapita. Algo que la ponía, según dice Almoina, visiblemente nerviosa. La excelsa matrona desempeñaba un papel importantísimo en las frecuentes disputas que se producían entre la bestia y las bestezuelas. Su papel de mediadora impidió muchas veces que los violentos conflictos que se desencadenaban entre Chapita, Petán, Anibal y Pipí terminaran, como podían terminar, de manera trágica en un posible baño de sangre. En alguna ocasión Petán se salvó de la muerte o por lo menos de la cárcel asilándose en casa de la madre y luego viajando prudentemente a Puerto Rico por breves periodos. Con mayor razón, cuando un oficial como Fausto Caamaño recibía una orden del tamaño de la que había recibido, la prudencia aconsejaba acudir a la embajada, visitar a Mamá Julia, a la excelsa matrona. Presentarse y presentar sus respetos, con un ramo de flores en la mano, si era posible porque la Excelsa matrona amaba las flores o se decía que las amaba. Flores o chocolates o cualquier otra firifulla. Decirle después, quizás, lo bien que se veía, lo joven que lucía la Excelsa matrona, lo fuerte que parecía, lo hermosa quizás que relucía. Luego introducir el tema, dar a conocer discretamente, casi como por distracción, el motivo de la visita, explicar prudentemente la situación para que la excelsa matrona se enterara de lo que estaba pasando y diera la voz de alerta. Para que el hijo en peligro se diera a la fuga o acudiera a refugiarse a la materna casa y el oficial se viera (por causa de fuerza mayor) impedido de ejecutar la fatídica orden de apresarlo o de matarlo . NOTA: En relación al culto de Julia Molina y Rafael Trujillo, Crassweller describe un triste suceso que le costó la vida a un maestro ejemplar llamado Rafael Yepez al final del segundo mandato presidencial de la bestia. Yepez dirigía una pequeña escuela en la ciudad capital, contaba con un personal muy escaso e impartía él mismo la mayor parte de la enseñanza. Era un hombre joven, de unos treinta y dos años, felizmente casado y padre de una niña. Cuando en una ocasión le pidió a sus alumnos que escribieran una composición, uno de ellos, hijo de un diputado, empleó todos sus recursos en alabar a Julia Molina y a Trujillo. Un Trujillo que a su juicio era insustituible. El maestro Yepez alabó la calidad de la composición, pero cometió la imprudencia de decirle que muchos otros hombres de talento tenían capacidad para sustituir a Trujillo y que los elogios que dispensaba a la matrona excelsa también se lo merecían otras madres. Más temprano que tarde, el maestro Rafael Yepez fue arrestado en su casa. Los alumnos fueron llevados en dos camiones del ejército a la Fortaleza Ozama, con excepción del hijo del diputado. La escuela fue cerrada y no volvió a abrir. Hasta el día de hoy nadie sabe con certeza lo que sucedió con Rafael Yepez, su esposa y su hija. Simplemente desaparecieron. (Historia criminal del trujillato [39]. Cuarta parte). BIBLIOGRAFÍA: José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf). Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator (Historia criminal del trujillato [39] La hermandad de las bestias (3) 23 de septiembre de 2019 | Es posible que Trujillo no haya tenido nunca un rival, un enemigo potencial tan insidioso como su hermano Petán. José Arismendy Trujillo Molina, alias Petán, el tristemente famoso Petán. Desde la escuela primaria había ganado fama de indisciplinado, desde su temprana juventud se había dado a conocer como cuatrero y en más de una ocasión estuvo preso por asesino y ladrón. Tenía, en fin todas las cualidades que caracterizaban al resto de sus hermanos, pero exacerbadas en grado extremo de una manera más burda, desenfrenada en grado extremo. Era lo que se llama un incordio, en el amplio sentido de la palabra. Un bruto, un tipo retorcido, pustulento, vulgar, tóxico y podrido, traicionero, taimado, desvergonzado, intrigante, licencioso, un disoluto carente de todo tipo de escrúpulos, de freno moral, una persona, execrable, abyecta, intratable, insoportable, un lujurioso incurable, un violador, un abusador y un cobarde, como todos los abusadores. Y sobre todo desleal, traicionero, indigno de confianza. El peor de todos en muchos sentidos, como lo califica Almoina. La bestia tuvo problemas con él casi toda la vida, y los problemas se agravaron desde que llegó al poder. En una ocasión lo nombró miembro de su cuerpo de ayudantes, quizás con el propósito de mantenerlo a soga corta y poderlo vigilar de cerca. Pero muy pronto tuvo que arrepentirse. Petán se valió de su posición y su apellido para cometer todo tipo de trapacerías: cometer fraudes, expedir cheques sin fondo, falsificar documentos, estafar incautos. La inconducta de Petán enlodaba el buen nombre de Chapita y éste se vio personalmente obligado a tomar medidas y lo expulsó deshonrosamente de su cuerpo de ayudantes, lo expuso a la pública vergüenza, la vergüenza que Petán ni tenía ni sentía. Tiempo más tarde, en el año de 1935, Petán se ofendió con un funcionario que se negó a autorizar una transacción inmobiliaria que no cumplía con los requisitos legales correspondientes y le machacó a culatazos la cabeza con la pistola. El hombre fue a dar con pronóstico reservado al hospital, y el hecho volvió a provocar el enojo de su irascible hermano, pero no sería la última vez. Petán decidió en algún momento alejarse prudentemente de los dominios del sátrapa en la capital y fundó su propio reino en Bonao. En esas tierras estableció lo que todo el mundo ha llamado un régimen feudal, reinventó el feudalismo, con un margen apreciable de autonomía. Los hermanos Trujillo tenían en común, entre muchas otras cosas malas y otras peores, el amor a la tierra, a la tierra de otros sobre todo. La tierra ajena. No les gustaba pagar y no pagaban por ella, se adueñaban de alguna manera de una parcela, una porción de terreno y se iban expandiendo a costa de los vecinos, matando y amenazando, o ambas cosas, chantajeando, extorsionando, aterrorizando a los dueños por todos los medios posibles hasta que abandonaran sus propiedades o las cedieran por cifras irrisorias. A veces se expandían por una misma región y terminaban convirtiéndose en vecinos, como Chapita y Aníbal y el mismo Negro Trujillo que llegó a tener una de las más grandes y mejores propiedades de la familia y del país. Pero Petán no se conformaba con riquezas y tierras, tenía un hambre mayor y mayor sed de poder, un deseo morboso de admiración y respeto y reconocimiento que por alguna razón creía merecer. Para satisfacer sus bajos instintos, empleó con éxito todas sus malas artes: instintivamente quizás supo canalizar sus ambiciones por el camino correcto y se hizo dueño de Bonao, de la Provincia Monseñor Noel, a unos sesenta kilómetros de la capital. Algo que le garantizaba hasta cierto punto mayor libertad de movimientos. Allí estableció durante casi treinta años un régimen de pesadilla, un gobierno doblemente opresivo, como decía la gente, una doble tiranía, la del generalísimo Chapita y la del general Petán. La villa de las Hortensias, como le llamaban entonces a Bonao, poéticamente, se convirtió en la villa del permanente desasosiego. De la noche a la mañana, a base de pescozones, bofetadas, culatazos, expropiaciones, violaciones, abusos de todo tipo y ejecuciones, el petánico patán se convirtió en un señor reverenciado y sobre todo temido y aborrecido. Ya no era un simple cuatrero, un violador y asesino y asaltante de camino, era un señor de horca y cuchillo con uniforme de general. Alguien que se desplazaba en vehículos de lujo con un cuerpo de ayudantes civiles y militares que ponían distancia entre él y los comunes mortales que poblaban el mundo. Seguía siendo en el fondo y en la misma superficie un simple cuatrero, un violador y asesino y asaltante de camino, pero con título de general, uniforme de general y aires de nobleza, aires de dueño y señor. Eso cambiaba todo. Era dueño y señor de Bonao y ejercía el poder en con mano de hierro, aunque también trataba de parecer simpático, de parecer culto y afable, de parecer poeta y declamador y orador. Cuando no estaba ocupado cometiendo alguna fechoría, fingía ser un mecenas, un padre para los pobres y necesitados. Nada sucedía en Bonao sin su consentimiento. Estaba al frente de todas las empresas, era el que inauguraba todas las construcciones, era el que construía las calles, el ispirador y el ejecutor de todas las obras de bien social, era miembro de todos los clubes, era el alma de todas las fiestas, era propietario de las mejores tierras y era prácticamente el dueño de todas las mujeres o pretendía serlo. (Historia criminal del trujillato [40]. Cuarta parte). BIBLIOGRAFÍA: José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf). Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad”. Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator (Historia criminal del trujillato [40] La hermandad de las bestias (4) 30 de septiembre de 2019 Petán era un personaje surrealista. Una pesadilla viviente. Como quien dice un cruce entre maco y cacata. Verlo llegar a un sitio con su séquito de matones y su habitual prepotencia era como ver al diablo o como si el diablo lo viera a uno. Nadie se sentía tranquilo en su presencia, como tampoco en presencia de su hermano Chapita. Chapita inspiraba un terror frío, incluso entre sus mas cercanos colaboradores. Terror de etiqueta y protocolo. Chapita pretendía ser un aristócrata, un arbitro de la elegancia, un tipo refinado (hasta que le salía el cobre y se ponía en evidencia). Petán era un afrentoso. Petán inspiraba miedo y desprecio a la vez. Era un tipo prepotente, descuidado en el vestir. Disfrutaba humillando a las personas, un poco igual que el hermano, pero Petán era un tipejo de maneras burdas, alguien que vivía insultando, repartiendo bofetadas por cualquier nimiedad o con cualquier pretexto. Un buscapleitos. En lo que ninguno difería ni difería ninguno de los hermanos era en lo que respecta a la vocación familiar, la inclinación o interés por una peculiar forma de vida. En menor y mayor medida, todos compartían la condición de depredadores. Y sobre todo la condición de depredadores sexuales. Petán no sobresalió ni podía sobresalir más que por su bajeza moral e intelectual, y, sin embargo, fue el único de los Tujillo Molina que logró construir un reino en miniatura a imagen y semejanza del que había creado su hermano, el generalísimo y padre de la patria nueva. Quizás de alguna manera superó incluso el modelo original en relación a cierto tipo de control con el que mantenía sojuzgada a la población. Ambos, la bestia y la bestezuela, tenían un equipo de alcahuetes que le procuraban mujeres (una especie de tributo para los minotauros criollos), pero Petán llegó a ejercer un control inaudito sobre el destino de las doncellas y los familiares de las doncellas que poblaban sus tierras. Nada era más humillante y denigrante en Bonao que el trato que Petán dispensaba a las mujeres, sobre todo si eran mujeres de buen ver. De hecho las familias que tenían hijas bonitas vivían en un estado de permanente zozobra, sin poder esconderse ni escapar. Petán no solamente se daba el lujo de apropiarse, tomar posesión o hacerse dueño de cualquier moza o jovenzuela, mancillar o malograr la honra de las muchachas en flor que se le antojaran, sino que se arrogaba derechos de patria potestad sobre hijas que no eran suyas. Para muchas jóvenes -dice Crassweller- era prácticamente imposible casarse sin el permiso de Petán. Para casarse en Bonao, una joven agraciada debía contar ocasionalmente con el visto bueno de Petán o disponerse a ser pasada por las armas, a pasar por el lecho del general. Petán ejercía muchas veces o cobraba de hecho una especie de derecho de Pernada, derecho a la primera noche, el derecho a la virginidad de todas las féminas que reclamaran su atención. Las convertía a veces, siguiendo el ejemplo del hermano, en concubinas antes de permitirles casarse u ofrecerlas en matrimonio a sus fieles una vez que había saciado su lujuria. La biografía del feroz José Arismendy Petán -como se ha dicho y repetido tantas veces- se resume en una serie de asesinatos, violaciones y sobre todo estupros. Igual que a su hermano Chapita, a Petán no le importaba ni respetaba la condición social de sus víctimas, pero ejercía mayor autoridad y causaba más estragos entre las más humildes. La vida de orgiástico desenfreno y excesos, vicios y abusos de poder a la que se entregó Petán durante casi toda la era gloriosa, es algo fuera de serie, digno de antología. Una orgía perpetua. La orgía del poder. Una permanente embriaguez de los sentidos. Esos vicios y excesos lo llevaron, según se dice, a la impotencia más o menos prematura. Se convirtió más o menos en eunuco. Pero era tan sádico y perverso que nunca dejó de fastidiar a las mozuelas. Lo que no podía hacer de otra manera lo hacía con los dedos o cualquier instrumento. Disfrutaba humillando, maltratando, causando sádicamente dolor y vergüenza, haciendo daño, malogrando, desflorando manualmente doncellas que eran a veces casi niñas. En virtud de su autoridad, de su prestigio cívico y moral, Petán se inmiscuía en todos los asuntos, era el juez y el verdugo, el hombre del momento, de todos los momentos, era el centro permanente de atención, atraía todo el interés de la comunidad, era el ídolo de las multudes, la prima donna, el hijo adoptivo de Bonao. Nadie le hacía sombra ni se medía con él. Era quizás el hombre de sus sueños, el hombre que siempre había querido ser. Entonces, en el pleno apogeo de su gloria, para engrasar más aún su ego fundó una emisora radial: la voz del Yuna, su mayor titulo de gloria. Pero Chapita se sintió celoso y lo obligó a trasladarla a la capital. El mando lo ejercía despóticamente, en una atmósfera enrarecida, viciada por el halago, el servilismo denigrante de los mas viles, abyectos, sumisos y rastreros cortesanos. Sus informantes le mantenían al tanto de todo lo que sucedía, le informaban hasta de la más insignificante actividad social, le hablaban de la gente que venía y salía del pueblo, del lugar donde se reunían de vez en cuando a comer los médicos del hospital regional, de la persona que los invitaba. También era capaz de provocar una trifulca en territorio ajeno, de intervenir en un altercado entre dos jugadores de pelota durante un partido que tuvo lugar en la capital, bajar al terreno con su séquito de matones, propinar una cobarde bofetada a un jugador extranjero y crear una crisis en la que tuvo que intervenir la bestia para calmar los ánimos. Los negocios turbios engrosaban sus arcas, se apropiaba de cualquier empresa que considerara rentable, de cualquier inmueble que le gustara. Chapita le concedió el monopolio de frutos menores, la exportación y comercio de huevos, granos, guineos y aves. Sus guardias obligaban a los campesinos a vender sus productos a precios medalaganarios. Dice Almoina, y decía toda la gente, que la cosa se llevó al extremo de que el campesino que salía a la carretera y no entregaba sus productos a los esbirros de Petán aparecía muerto. También se dice, y no hay razones para dudarlo, que a los peones de sus fincas, a los cuales pagaba una miseria, los enganchaba a la guardia sin que ellos lo supieran y se embolsillaba discretamente el salario, que triplicaba lo que recibían. Más temprano que tarde, el robo de tierra lo convirtió en uno de los principales hacendados del país y llegó a tener dos grandes fincas, Rancho Caracol y Hacienda Madrigal, que se convirtieron en modelo de organización y en motivo de humillación para los médicos. Petán no entendía según parece la diferencia entre un profesional de la medicina y un veterinario. En varias ocasiones, y por absurdo y arbitrario que parezca, acudió a los servicios de los médicos del hospital regional, incluso del director en algunos casos, para que asistieran a las vacas y yeguas durante los partos difíciles. No sólo los degradaba, los denigraba, los insultaba: también los hacía trabajar bajo severas amenazas en caso de que la parturienta sufriera algún percance. Los médicos protestaban, seguramente, alegaban ignorancia, se declaraban incapacitados para realizar la labor que se les encomendaba, pero Petán quizás tampoco entendía la diferencia entre una vaca, una yegua preñada y una mujer encinta. (Historia criminal del trujillato [41]. Cuarta parte). BIBLIOGRAFÍA: José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf). Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. (Historia criminal del trujillato [41] La hermandad de las bestias (5) 7 de octubre de 2019 Petán era un barril sin fondo. Lo tenía todo y quería más. En realidad quería el cargo que tenía el hermano. Soñaba seguramente todas las noches con sustituirlo y no dejó de intentarlo porque aparte de bruto era imprudente. A causa de su imprudencia, de su ambición sin fondo, desmedida, puso en riesgo el pellejo y pasó muy malos ratos, y en ocasiones se vió obligado a darse a la fuga, refugiarse en los amantes brazos de su madre, de la matrona excelsa, abandonar el país. No se sabe si en algún momento escarmentó, si llegó a darse cuenta de que a Chapita no le temblaba el pulso para mandar a retorcerle el pescuezo. Si comprendió al final, muy al final, que podía pasarle lo mismo que probablemente le pasó a su otro hermano, al loco Aníbal, el emperador. El loco que en muchos momentos creía ser emperador, el que amenazaba públicamente en voz alta con matar a su querido hermano Chapita y terminó suicidándose o suicidado. Lo cierto es que con la edad, los años y desengaños y los muchos sustos o mejor dicho el miedo cerval que llegó a inspirarle Chapita en algún momento, Petán aprendió a moderar o se vio obligado a moderar sus ambiciones, a no pretender extender su dominio más allá del reino de Bonao. Sin embargo, lo que Petán se atrevió a hacer durante la década de 1930, ningún de los hermanos de la bestia lo había hecho ni se atrevería a hacerlo. A Trujillo no le importaban -como dice Crassweller- las barbaridades o atrocidades que Petán cometía en Bonao, pero no por eso dejaba de tenerlo bajo estricta supervisión. Sus espías e informantes le mantenían al tanto de todo lo que ocurría en el país, y Bonao no era la excepción. Chapita conocía al hermano como se conocía a sí mismo, se lo sabía de memoria, pero quizás se sorprendió cuando se dispararon las alarmas y empezaron a llegarle noticias muy inquietantes, perturbadoras. Petán estaba conspirando, definitivamente conspirando, estaba tratando de ganarse la lealtad de las tropas, tratando de ganarse las guarniciones militares de la región, no solamente las de Bonao sino también las adyacentes, las de San Francisco de Macorís, La Vega y Moca. Lo que se estaba gestando -afirma Crassweller- era nada menos que traición. En 1935 Petán fue detenido, conducido probablemente en presencia de la bestia, amonestado severamente y desterrado a la vieja Europa con un nombramiento diplomático de agregado militar. Hay que, suponer que para un tipo como Petán, semejante castigo debería haber sido insoportable, doloroso en extremo. Extrañamente regresó o lo dejaron regresar al poco tiempo y volvió de inmediato a las andadas, empezó de nuevo a conspirar, insidiar, intrigar como si nada hubiera pasado. Esta vez se dio a la tarea de difundir el rumor de que Chapita estaba muy enfermo, a esparcir el peligroso rumor de que se vería precisado a abandonar el poder para someterse a un tratamiento médico de vida o muerte. Quizás más de muerte que vida. Su ausencia dejaría un vacío que tal vez, en la fantasiosa mente de Petan, sólo él podía llenar si lograba hacerse con el apoyo de las tropas que trataba con cierto éxito de conquistar. Las mencionadas tropas de Bonao, San Francisco de Macorís, La Vega y Moca. Hay que suponer que, al enterarse, Chapita estallaría en cólera. Quizás fue esta una de las veces en que lo mandaría a buscar a Petán vivo o muerto, una de las veces en que éste se salvaría porque el encargado de cumplir la misión puso sobre aviso a la excelsa matrona en procura de un milagro que no tardó en realizarse: la intercesión milagrosa de la excelsa matrona, que le ofrecería refugio a su petánico hijo en su mansión hasta que se calmaran los ánimos. El hecho es que al final Petán fue castigado con un breve exilio en Puerto Rico y Europa. Mientras tanto, la bestia tomó medidas drásticas. Cambió las tropas y los comandantes de las tropas de las regiones que Petán había tratado de seducir, las dispersó por toda la geografía, pero no sin antes realizar un ejemplar derramamiento de sangre entre los oficiales que se habían demostrado más leales a Petán. Después se presentaría en Bonao y pronunciaría un discurso vibrante y admonitorio (de esos que llaman históricos) en el que comparó de alguna manera a Petán con una serpiente y puso fin aparente a sus desbocadas aventuras y rebeldías. Lo acusó de haber suprimido y suplantado a los caudillos locales y haber hecho un mal uso del poder, y expresó su deseo, su más ferviente deseo de que todas los militantes del Partido Dominicano y sus amigos reconocieran que había una sola autoridad que encarnaba las aspiraciones patrióticas de todo el partido y el pueblo dominicano, la única a la cual debían subordinarse todas las actividades políticas en aquellos momentos estelares de la República, y que había sólo un jefe, un jefe máximo, al que no mencionaba ni hacia falta mencionar porque todos lo reconocían por las obras colosales que había realizado en el país, un jefe que desde luego era él y sólo él, que no había escatimado esfuerzo, voluntad y sacrificio por el bien de la patria y que de seguro seguiría sacrificándose hasta el fin de sus días. Dijo, en definitiva, que para gobernar hace falta transitar por caminos anchos, por donde no transitan alimañas ni traidores, dijo que por eso no se debe abandonar camino real por vereda, dijo sin decirlo, o por lo menos dejó entender algo así como que dos culebros machos no pueden vivir en la misma cueva y que en este fluvial país toda la cueva era suya. Petán regresaría no mucho tiempo después un poco cabizbajo a su disminuido reino, humillado quizás por la vergüenza que le había hecho pasar su propio hermano, pero volvió a ocupar el trono con su habitual prepotencia, sólo que esta vez, en lugar de dedicarse a armar conspiraciones contra el orden constituido, utilizó la inteligencia que le quedaba para dedicarse a los más ventajosos negocios, negocios de esos que llaman redondos, en condiciones de monopolio que le garantizaban pingües beneficios. (Historia criminal del trujillato [42]. BIBLIOGRAFÍA: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator (Historia criminal del trujillato [42] La hermandad de las bestias (6) 14 de octubre de 2019 Petán era un pendenciero vocacional. Un individuo conflictivo, además de intrigante y conspirador, un facineroso que congregaba a su alrededor una atmósfera mefítica, irrespirable. Era el tipo de persona que encontraba siempre la forma de meterse en líos o, preferentemente, enliar a los demás. De hecho, tenía la extraña virtud de irritar a su poderoso hermano, de provocarle a veces rabietas histéricas o simplemente sacarlo de quicio de una manera como quien dice natural, espontánea. Algo que se le chispoteaba. Morder la mano que lo alimentaba era un hábito, un lisio con el que había nacido. Dicen que en una ocasión se llevó del despacho de Chapita un maletín lleno de dinero que encontró providencialmente sobre el escritorio. El pobre hombre no sabía resistirse al dinero ajeno y realizó la fechoría inocentemente quizás, sin pensar en las consecuencias, que no se hicieron esperar. Dicen que alguna vez, por alguna razón que resulta inexplicable, se le otorgó confianza para encabezar una misión del Banco Central con destino a Canadá, la cual tenía por encargo gestionar la emisión de la muy considerable suma de cinco millones de pesos en moneda nacional, que no se imprimía en el país. La misión fue un éxito. Petán cumplió con su cometido y a su regreso entregó el dinero al Banco Central sin que faltara un centavo. Pero de alguna manera se las ingenió para hacer que algún conocido le sacara copia a los jugosos billetes, para que emitiera duplicados, dinero falso que empezó a circular al poco tiempo en el país. Para peor, los billetes eran, según parece, de muy buena calidad, muy similares a los originales y difíciles de distinguir. Al enterarse, el gobernador del Banco Central pegaría un grito al cielo, enfermaría seguramente de diarrea, informó de inmediato al generalísimo, se ordenó una investigación. Naturalmente, todas las sospechas y todos los resultados de la investigación señalaban a Petán. Naturalmente Petán. Chapita echaría fuego por la boca, botaría humo por la orejas, pronunciaría palabras impublicables. No hay razones para dudar de que hiciera lo que se cuenta que hizo. Lo mandó a buscar vivo o muerto a Petán, quizás preferiblemente muerto. El encargado de cumplir la ingrata orden fue, según se dice, el general Felipe Ciprián, alias Larguito. El general Larguito. Otros dicen que el agraciado fue el coronel Almanzar o el general Federico Fiallo. Quizás simplemente fue algo que con toda probabilidad tuvo lugar más de una vez, con la participación de distintos personajes. Entonces sucedió lo que también había sucedido y sucedería en otros casos. El general visitaría a Mamá Julia, visitaría a la excelsa matrona o se encargaría de hacerle saber de alguna manera lo que estaba pasando para evitar cumplir la ingrata orden, el ingrato deber que le habían encomendado. La excelsa matrona daría aviso de inmediato a Petán. El general Larguito, o cualquier otro oficial en su lugar, partiría rumbo a Bonao, fingiría que el vehículo en que andaba se había descompuesto a mitad de camino, seguramente abrió el bonete, hizo creer que estaban tratando de reparar el motor y demoraría un tiempo prudente en el lugar, a la vista de todos los pasantes. En cierto momento vio que un bólido, una especie de meteoro se acercaba en dirección contraria, pasó a su lado a velocidad supersónica o por lo menos temeraria y desapareció en un santiamén como una especie de alucinación. La velocidad del automóvil era proporcional al miedo de un mulato cara pálida que iba a bordo, un general del cual apenas pudo ver o adivinar el celaje, una especie de sola sombra pálida con el semblante demudado por el miedo. Allí viajaba Petán hacia la capital, a refugiarse en casa de su madre con el rabo entre las piernas. Entonces, solo entonces, el vehículo en que viajaba el general Larguito, o cualquier otro oficial en su lugar, se arregló como quien dice de milagro y el general Larguito o cualquier otro en su lugar reemprendió la marcha hacia Bonao en busca de un fugitivo que ya se había puesto a salvo. Respiraría con alivio. Como no había respirado en varias horas. Nadie podía acusarlo de negligencia en el cumplimiento de su deber. Había servido a la bestia sin ofender a la bestezuela, y cuando al poco tiempo hicieran las paces, nada tendría que temer. Petán se tragaría durante toda la vida su orgullo y su rabia y probablemente su odio frente al hermano, un hermano al que envidiaba y detestaba y temía cordialmente. Dice Crassweller que cuando lo mataron, Petán se presentó en su oficina mientras su cuerpo aún estaba en el palacio de gobierno, y en presencia de alguien dijo que lo había querido mucho, pero que era una gran cosa que estuviera muerto porque era demasiado terco, obstinado, cabeza dura o algo parecido. Quizás Petán pensaba en esos momentos que las puertas del verdadero poder finalmente se abrían para él. No cabía duda. El monarca de Bonao quería ser el monarca absoluto del país. La banda presidencial -quizás pensaba-, el bicornio emplumado y el traje con hilos de oro de Chapita estaban a la vuelta de la esquina esperando por él, sólo por él. (Historia criminal del trujillato [43]. Cuarta parte). BIBLIOGRAFÍA: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad” José C. Novas, “Inventario moral # 2, Petán Trujillo y sus excesos’ (https://almomento.net/opinion-inventario-moral-2-petan-trujillo-y-sus-excesos/). (Historia criminal del trujillato [43] La hermandad de las bestias (7) 21 de octubre de 2019 Don Pipí y Pedrito, cariñosamente Pedrito, eran sin lugar a dudas los dos hermanos menos ilustres de la bestia, las bestezuelas más ordinarias. O, quizás, mejor dicho, las alimañas más insignificantes, aunque no menos ponzoñosas, de la familia. Habían salido, como se sabe, del mismo molde y sólo se diferenciaban superficialmente. Lo único que puede decirse a su favor es que una era peor que la otra. Pedrito era tan inútil que no servía ni para guardia. Llegó a ser mayor del ejército a fuerza de empujones y porque era hermano de Chapita, pero de ahí no pasó y a lo mejor ni le interesaba pasar. Dicen que era un tipo apacible, relativamente apacible, de buen trato, y dicen que hasta simpático, pero no por eso inofensivo. El veneno lo llevaba en la sangre como todos los hermanos y era capaz de hacer daño hasta sin darse Se apoderaba de tierras y mujeres ajenas con la misma desenvoltura que lo hacían los demás, y al igual que algunos de ellos recibía beneficios del negocio de la prostitución, que estaba muy organizado y bajo el control de la familia. Parte de sus ingresos procedían de la miserable suma de veinte centavos diarios que asignaba el gobierno para la comida de cada preso del país, a la cual se le sustraían ocho centavos y el total se distribuía generosamente a un pequeño grupo de agraciados, o más bien desgraciados. De modo que, a pesar de su poca inteligencia, su limitada imaginación y flojera, Pedrito tenía recursos que le permitían mantenerse a flote en un estado de bienestar económico envidiable. Con el producto de sus rapiñas e influencias palaciegas se hizo con una empresa productora de hormigón asfáltico que se beneficiaba de las obras del gobierno y llegó a poseer unas considerables extensiones de tierra en los predios de Guerra y Bayaguana, bastante cerca de la ciudad capital pero a prudente distancia de las inmensas posesiones de sus hermanos. Adquirió además una confortable vivienda en uno de los sectores más exclusivos de Ciudad Trujillo. Una hermosa residencia que puso a nombre de su esposa, de origen árabe. Una turca, como se decía entonces, que lo menospreciaba cordialmente y que al cabo de pocos años de matrimonio alzó el vuelo con el chofer de la familia y se estableció en los Estados Unidos. Chapita se llevaría un disgusto quizás más grande que el de Pedrito. El honor de los Trujillo estaba en juego y no se sabe si en algún momento alguien pensó en tomar medidas para castigar a la infiel y al traidor. Pero el hecho, en fin de cuentas, no tuvo mayores repercusiones. Chapita no podía tener en gran estima a un hermano tan insignificante y apagado y poca cosa como Pedrito. Quizás lo quería o lo malquería con pena pero en general no parece haber tenido nunca problemas con él ni motivos de queja. Exactamente lo contrario de lo que sucedía con el llamado don Pipí. A Pipí seguramente lo aborrecía, y no le faltaban razones. Alguna vez lo metió preso, aunque por un breve periodo, cuando intentó hacerle la competencia en el negocio del carbón, del cual llevaba las riendas con carácter de exclusividad. Pipí era tan detestable que ni sus parientes más cercanos lo soportaban, con exclusión tal vez de la excelsa matrona. Incluso el nombre o sobrenombre, la forma en que lo llamaban o se dejaba llamar era odioso, algo tan denigrante como merecido. Merecidamente denigrante. Una muestra de abandono, de falta de respeto por sí mismo. Todo en él denunciaba su extraña vocación, su predilección por los bajos fondos, su atracción fatal por los ambientes sórdidos, contaminados, podridos. Pipí se dedico al robo y la violencia en el más degradante nivel, era sucio y repulsivo. Dice Crassweller que, de entre todos los hermanos, fue él quien demostró el mayor interés por el negocio de la prostitución, al cual dedicó por cierto sus mayores esfuerzos. De hecho, organizó una red, un eficiente tráfico de lo que aquí llamamos cueros, tráfico de prostitutas que se extendió hasta Curazao y otras islas del Caribe. Todo lo concerniente al ejercicio de la prostitución en la capital y quizás en otros pueblos y ciudades, tenía que ver con él. Pipí era el amo de la noche, el príncipe de los lupanares, el rey de los proxenetas. Ninguna prostituta podía ejercer legalmente sin su permiso. En aquellos tiempos había un cierto control más o menos riguroso sobre las mujeres que ejercían la prostitución. Cada cierto tiempo, para prevenir difusión de enfermedades venéreas, estaban obligadas a hacerse un chequeo médico en algunos dispensarios médicos donde se llevaba incluso un registro de las damas que se dedicaban al oficio. En los dispensarios se otorgaba el visto bueno, un certificado de salud que permitía trabajar, tanto en el país como en el extranjero, y don Pipí era su principal beneficiario. Esos dispensarios, como casi todo lo relativo al monopolio de la prostitución, estaban de alguna manera bajo el control de Pipí y los permisos que expedían eran bien conocidos como la tarjeta de don Pipí. Sin ese documento, que las autoridades requerían en prostíbulos o cabarets, las trabajadoras sexuales podían ser multadas o caer presas o quizás ambas cosas. Además, en caso extremo o de reincidencia, se les podía revocar el permiso por orden de don Pipí. Hasta los antros de vicio, probablemente, corrían peligro de ser multados y clausurados o sus dueños chantajeados por obra y gracia de don Pipí. Otro de los negocios lucrativos de Pipí era el de bienes raíces, la compra y alquiler de casas. De casas que compraba, por supuesto, bajo amenazas a precios de vaca muerta, casas que alquilaba y cuya renta cobraba personalmente y puntualmente, y de las cuales desalojaba brutalmente a los inquilinos morosos. También se dedicaba a robar automóviles, a chocar su vehículo con otro y exigir que se lo reemplazaran por uno nuevo. A cualquier tipo de fechorías. Chapita nunca lo nombró en un cargo importante. Probablemente se avergonzara de que Pipí se exhibiera públicamente o hiciera ostentación de su privilegiada dignidad familiar. Pipí era un fullero, un jugador empedernido, un vicioso, un estafador, un chantajista, un ladrón, un tramposo, un inmoral, un sucio, un arrastrado, un reptil. Era la deshonra de la familia. (Historia criminal del trujillato [43]. BIBLIOGRAFÍA: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad” José C. novas, “Inventario moral # 2, Petán Trujillo y sus excesos’ (https://almomento.net/opinion-inventario-moral-2-petan-trujillo-y-sus-excesos/ https://acento.com.do/2019/opinion/8744322-la-hermandad-de-las-bestias-8/ (Historia criminal del trujillato [44] La hermandad de las bestias (8) 28 de octubre de 2019 Negro Trujillo era el hermano favorito de la bestia, el menor de todos, el servil y complaciente Negro, el único en el que la bestia depositó hasta cierto punto, si acaso depositó, su confianza. Dicen que era un tipo opaco, blandengue y apagado, relativamente apacible, que carecía de las pintorescas cualidades perversas que eran tan evidentes y chocantes en sus hermanos. Alguien que superficialmente podía parecer buena persona y no lo era. Cometió crímenes, quizás en menor medida que sus hermanos, con cierta moderación aparente, sólo aparente. Crímenes de bajo perfil que pasaron desapercibidos durante la era gloriosa. Crassweller insinúa que era un tipo sin personalidad, o con una personalidad débil, más bien ajena, alguien que se daba a conocer por un flácido, fofo, blandengue apretón de manos, por su devoción por la bestia, por la inveterada costumbre que desde la infancia había adquirido de obedecerla y seguirla como un perrito faldero, por su admiración incondicional. Alguien, en fin, que sólo demostraba iniciativa propia cuando se trataba de tierra, mujeres y dinero. Era el menos agraciado y más oscuro de la familia, y por su color le pusieron Negro sus padres y hermanos probablemente. Pero ninguno fue más afortunado que él. De Negro podía decirse exactamente lo que dice el refrán: que más vale caer en gracia que ser gracioso. La bestia era diecisiete años mayor que negro y prácticamente lo había adoptado, lo había protegido desde pequeño, le brindó apoyo en la secundaria y durante su breve estadía en la universidad como estudiante de odontología. Pero otra oportunidad más lucrativa lo esperaba en las filas del ejército. Apenas tenía veintidós años cuando la bestia llegó al poder y desde entonces todo iría viento en popa para él. Su carrera militar fue poco menos que vertiginosa o más bien meteórica, ascendió como un rayo y no se detuvo hasta llegar a la cumbre, hasta obtener los más altos cargos y galardones en el orden cívico y castrense. Era capitán en 1931, era coronel coronel en 1936. Ya en 1942 ocupaba el cargo de Secretario de Guerra, de Marina y Aviación y en 1951 fue presidente interino de la nación. Pero lo mejor faltaba por llegar. Así, en 1952 fue elegido con el cien por ciento de los votos como presidente de la República, un cargo que ocupará en condición de títere hasta 1960 durante dos períodos. En la etapa final de la tiranía sería sustituido por el guabinoso Dr. Joaquin Balaguer, el tristemente célebre o celebérrimo Dr. Malaguer. El más guabinoso y taimado, el más aparentemente dócil y sumiso cortesano de la era gloriosa. El mismo Malaguer que tomaría las riendas del poder para dirigir el país hacia la democracia y extirpar supuestamente el trujillismo. Aquel Joaquín Malaguer que se convertiría pocos años después en heredero de la bestia, que se entronizaría en el poder con el apoyo de nuevas tropas de ocupación, que se perpetuaría en el poder mediante elecciones fraudulentas y terrorismo de estado durante doce años y que volvería al poder durante un periodo de gracia de diez años. La bestia consentía tanto a Negro, a su hermanito menor, que además de la presidencia le otorgó el título de generalísimo y le permitió usar un uniforme bordado con hilos de oros y un bicornio emplumado tan ridículo como el suyo. Negro le agradecía sinceramente a la bestia todo lo que había hecho por él. Reconoció por escrito que era la criatura de su afecto, el objeto de su amorosa protección y que debía comportarse con él como un devoto servidor porque era esencia de su sangre y de su alma. Había entendido desde un principio -dice Crassweller- que su primer deber como militar era la lealtad incondicional, no actuar ni pensar por cuenta propia. Mover la cola en presencia de su jefe y protector, obedecerlo ciegamente. Mirarlo todo con los ojos de su hermano, convertirse en sus ojos. Pero la ascensión al trono presidencial de Negro Trujillo fue una farsa, una cesión simbólica del poder, meramente simbólica. Durante la investidura se le mantuvo a soga corta y no se le permitió pronunciar discurso alguno ni mucho protagonismo. A la bestia, que asumiría el cargo de Jefe de las fuerzas armadas de la República, se le rindieron los máximos honores y llegó primero que Negro al palacio. Seguiría asistiendo todos los días a su despacho, trabajando como de costumbre, ejerciendo el poder delante y detrás del trono. Negro se dedicó a lo que le gustaba, a la vida regalada: firmar de vez en cuando documentos oficiales, asistir a ocasionales ceremonias, fingir de la mejor manera posible que era presidente, perseguir mujeres, coleccionar zapatos y dinero que guardaba en las cajas de zapatos y que sacaba a escondidas del país, acumular, en fin, una inmensa fortuna en dólares y bienes raíces. Un cuantioso caudal que incluía una enorme finca, un latifundio de miles de tareas que se extendía por la rivera del río Haina , formando un semicírculo a un costado de la ciudad. El deporte favorito de Negro y de todos los Trujillo era conquistar mujeres, conquistarlas a las buenas y generalmente a las malas, conquistarlas a la fuerza, con dinero o con ofertas que no podían rechazar. Negro era de hecho, un mujeriego empedernido, un adicto al sexo que permaneció soltero hasta el año de 1959, cuando por fin se permitió o le permitieron casarse con Alma McLaughlin, su prometida desde 1937. A pesar de su carencia de atractivos físicos, Negro pretendía ser un seductor irresistible, un exitoso don Juan, todo un tenorio. Difícilmente no sucumbía una mujer al encanto de su uniforme, de su alto rango, de su apellido ilustre o del miedo que inspiraban. Eso lo definía, más bien, como un vulgar depredador, violador, un indiscreto que se jactaba en voz alta de sus habilidades amatorias y que tenía marcada preferencia por las mujeres casadas. Sobre todo las mujeres de sus subalternos, a los cuales disfrutaba humillando, igual que hacia su protector y amado hermano. Su mundo se derrumbó un 30 de mayo cuando la bestia sucumbió, en palabras de Balaguer, “al soplo de una ráfaga aleve”. Dice Crassweller que Negro estaba presente, devastado, cuando el cuerpo fue llevado al Palacio nacional y que, durante el velatorio se le notaba abatido, profundamente adolorido, de una manera consecuente con una vida de servilismo. Que estaba como aturdido, inmóvil, parado como si fuera una estatua. No era desde luego para menos. Su mundo había llegado a su fin. Después de partir hacia un exilio en el que vivió hasta los noventa y cuatro años, los crímenes de bajo perfil que se le atribuían y que habían pasado desapercibidos durante la era gloriosa, dejarían pasmada a la opinión pública cuando sus muertos empezaran a salir a flote y se descubriera que en sus fincas tenía cementerios privados. Furnias donde convivían osamentas de vacas y caballos con osamentas de peones, de oficiales, de guardias que estaban a su servicio y cayeron en desgracia, quizás de propietarios de tierras que se resistieron a cedérselas, de enemigos del régimen y suyos, de infelices que estuvieron en el lugar y el momento equivocados, de gente con la que alguien se divirtió jugando al tiro al blanco. (Historia criminal del trujillato [44]. BIBLIOGRAFÍA: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad” (Historia criminal del trujillato [45] La hermandad de las bestias (9) 4 de noviembre de 2019 Quizás alguna vez Aníbal Trujillo oyó hablar de Julio César o Napoleón y quiso ser emperador. Era, en este sentido, el más idealista de la familia, el que tenía, sin duda, más grandes aspiraciones. Quería ser emperador desde pequeño. No se conformaba con menos. Algo en su interior le decía que podía ser emperador y logró convertirse en emperador varias veces. Mentalmente emperador. Lo que más lo ilusionaba o motivaba, lo que en verdad deslumbraba o enternecía, lo que hacia feliz como un niño era que en su condición de emperador podía dar rienda suelta a sus instintos elementales y derramar sangre a raudales. De hecho, cuando en su mente enfermiza, enfebrecida, realizaba su fantasía, cuando se convertía ocasionalmente en emperador siempre se le antojaba derramar sangre a raudales, derramar sangre por gusto, por el placer de ver sangre y oler sangre. Quizás también bañarse literalmente en sangre. Era un sicópata, un esquizofrénico. Un homicida vocacional, como todos sus hermanos. Un criminal instintivo. La diferencia, sin embargo, es que ese instinto, el instinto criminal, vivía en Animal Trujillo como quien dice a flor de piel. Un poco más más a flor de piel que en los demás y se manifestaba espontáneamente de forma teatral. De ser cierto lo que se dice, los arrebatos de locura de Aníbal empezaron a producirse a una edad temprana. Andaba por las calles desde pequeño diciendo que era Julio César o la reencarnación de Julio César y se proclamaba emperador, emperador del Caribe. En cuanto a lo demás, tenía que ser de alguna manera igual a sus hermanos, un resentido, un tipo sin principios, un amoral, un inescrupuloso que no le hacía asco a ningún medio para conseguir lo que deseaba. Intrigas, robos, homicidios, prostitución, violaciones y borracheras, bandidaje, cárcel, habituales tropezones con la justicia componen los ingredientes de lo que fue su vida. Su formula existencial. No obstante, dice Crassweller que no era un tipo desagradable personalmente o, quizás, mejor dicho, superficialmente. Lo cierto es que con él, durante los años de 1930, con Petán y Virgilio tuvo la bestia problemas serios. De hecho, con él siguió teniendo problemas hasta el año de su muerte en 1948, hasta que él mismo se quitó o lo quitaron de en medio. Aníbal tuvo incontables hijos con mujeres de las se apoderaba a voluntad, hijos naturales que nunca le importarían y de los que nunca se ocuparía. Estuvo casado brevemente con una hija de Jacinto Peynado de la cual se divorciaría en 1936, algo que no le hizo gracia a Trujillo, pero que de seguro proporcionó a Jacinto Peynado un gran alivio y contento. Con ella tuvo Aníbal un varón que heredó su locura, un loco manso que murió atropellado por un auto en 1999. El desequilibrio de Aníbal era evidente hasta en su manera de conducir. Aníbal era un conductor temerario, manejaba de manera irresponsable, como lo que era, con un total desprecio por las consecuencias de sus acciones al volante. En 1931, durante el curso de sólo un mes, destruyó tres automóviles asegurados por la Maryland Casualty Company y sus representantes pegaron el grito al cielo y posiblemente hicieron llegar alguna queja a la bestia. Trujillo -según lo que dice Crassweller-, había tratado a su modo, el único que conocía, de corregir la indisciplina de Aníbal, moderar su excedente de energía vital sometiéndolo a todos los rigores de la vida castrense, dándole cargos de mayor peso y responsabilidad en los que su conducta estaba sujeta a estricta supervisión. El correctivo fue algo parecido en realidad a un premio. Lo fue subiendo de rango hasta que Aníbal alcanzó a ser general, Jefe de estado mayor de las fuerzas armadas. En 1936, nombró a su hermano Negro, su hombre de confianza, como coronel y jefe asistente de personal bajo su mando, quizás con la esperanza de que éste pudiera influir positivamente. Pero los problemas no hicieron más que agravarse. Aníbal irrespetaba a su todopoderoso hermano, era el único que lo hacía, lo criticaba públicamente, cuestionaba sus órdenes, se insubordinaba, y hasta se dice que un día se presentó iracundo en el Palacio con malas intenciones, a pedirle cuentas por algún agravio real o imaginario. Se dice incluso que Trujillo evitó el encuentro para no tener que hacerlo matar. Al parecer, Aníbal solía vestir de una manera llamativa. Usaba una capa muy vistosa, una capa de emperador, parecida a la que usaba su hermano en ciertas ocasiones. Una capa chillona con colorines con la cual se sentía menos general que emperador. Se tramutaba de hecho en emperador, se proclamaba emperador, la viva reencarnación de Julio César. Ordenaba terminantemente a sus soldados que lo reconocieran como emperador, quizás que se reconocieran ellos mismos como legionarios al servicio del emperador. Cuando no tenía soldados a su disposición reclutaba a los peones de su finca, los ascendía de su miserable condición a la de milites, miembros de una selecta milicia a los cuales ponía nombres ilustres, los elevaba a veces provisionalmente a la más alta dignidad. Aníbal ascendía, pues, a las vertiginosas cumbres de la gloria militar e imperial en la misma medida en que su cordura se desvanecía completamente. Sólo pudo ser general y emperador hasta que la incompetencia, su conducta cada vez más díscola y errática, su permanente desequilibrio emocional forzaron su destitución. (Historia criminal del trujillato [45). BIBLIOGRAFÍA: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad” José C. novas, “Inventario moral # 2, Petán Trujillo y sus excesos’ (https://almomento.net/opinion-inventario-moral-2-petan-trujillo-y-sus-excesos/ Chichí De Jesús Reyes, “Trujillo ordenó al general Fausto Caamaño fusilar a su hermano Aníbal Julio”, https://elnacional.com.do/trujillo-ordeno-al-general-fausto-caamano-fusilar-a-su-hermano-anibal-julio/ Historia criminal del trujillato [46] La hermandad de las bestias (y 10) 11 de noviembre de 2019 Los verdaderos enfrentamientos entre la bestia y Aníbal se produjeron en su finca de Mango fresco, un latifundio que Aníbal había adquirido en los alrededores de Manoguayabo, a poca distancia de Ciudad Trujillo. La enorme propiedad no le había caído del cielo en las manos. La había conseguido, la había armado como un rompecabezas, pedazo a pedazo, con la sangre, el sudor y lágrimas ajenas, con los métodos expeditos que empleaban todos sus hermanos. Apropiándose primero de una parcela, incorporando luego tierras aledañas mediante el despojo, el asesinato, el terror que infundían en sus dueños por cualquier medio. Todo iba bien hasta que la finca de Aníbal, que se expandía en una dirección, chocó con la de la bestia que se expandía en dirección contraria. El choque se convirtió en un nuevo motivo de fricción y dio lugar a unos oscuros episodios en los que corrió mucha sangre. Lo que se cuenta, en relación a estos sucesos, parecería surrealista y no se asimila, no se digiere fácilmente. Es posible que en alguna ocasión Aníbal matara peones de la finca de la bestia y la bestia le pagara con la misma moneda. Es posible, pero además extraño, que los brutales excesos de Aníbal en Mango fresco, las llamadas matanzas de Mango fresco, le provocaran tanto disgusto a la bestia que decidiera por fin tomar medidas para ponerle freno a los desmanes de su demente hermano. Lo de Mango fresco es alucinante. Algo que permite conocer un poco la naturaleza del monstruo que se alojaba en la cabeza de Aníbal, el borroso límite que existía en su mente criminal entre realidad e imaginación, lo desquiciado que estaba. Aníbal, según se dice, en uno de sus tantos raptos de locura, sintió una perentoria, inapelable sed de sangre y pidió sangre. Quería ver sangre, decía, inmediatamente sangre. Sangre quería y decía, o dicen por lo menos que decía. Y mientras lo decía y repetía hizo que sus hombres reunieran a un grupo de peones de su finca en un corral, volvió a decir que quería sangre y cargó contra los peones sable en mano, a lomo de su caballo, toda una carga de caballería ligera, y empezó a repartir tajos a destajo. La sangre brotaría a raudales, como de un extraño surtidor, y Aníbal la pudo ver, la pudo oler, la pudo palpar y saborear, mientras blandía el sable sobre las cabezas de aquellos infelices que gritarían de dolor y de terror seguramente. En otra ocasión, según se dice, con la colaboración de su guardia pretoriana, daría un tratamiento similar a un grupo de campesinos a los que ordenó amarrar como andullos para que no pudieran ni siquiera intentar defenderse. Quería sangre, otra vez sangre, y con la colaboración de su guardia pretoriana los picó como quien dice en pedacitos Se dice que esa vez la bestia envió una patrulla de soldados a la finca de Aníbal para averiguar lo que estaba pasando y la patrulla desapareció. Se dice que al poco tiempo la bestia se presentó en la finca y ordenó que ejecutaron a todos los asistentes civiles y militares que acompañaban a Aníbal. Se dice, en lo que parece otra versión de los acontecimientos, que la bestia envió al general Fausto Caamaño a imponer el orden en Mango fresco, que le dio instrucciones de pasar por las armas a todos los militares al servicio de Aníbal, incluso al propio Aníbal. Se dice que Fausto Caamaño cumplió el difícil mandamiento a medias, que hizo que le avisaran a Mamá Julia de lo que ocurría para que Mamá Julia avisara a Aníbal para que Aníbal espantara la mula y se pusiera a salvo como, en efecto, se puso. Después, sólo después, Fausto Caamaño se presentó en la finca y fusiló rutinariamente a todos los allegados civiles y militares de Aníbal. Un total de veintiocho o treinta personas. Algo que no le quitaba ni le quitaría el sueño a Fausto Caamaño. Otros asesinatos y otras purgas parecidas tendrían lugar en Mango fresco. Tal vez se trata de acontecimientos diferentes o de diferentes versiones de los mismos acontecimientos, que remiten, sin embargo a una misma espantosa realidad. Muchos afirman que a raíz de los últimos y escandalosos hechos de sangre, Aníbal habría sido declarado interdicto, no apto para realizar trabajos productivos, y que había sido cancelado o simplemente alejado del ejército. Parecería que en sus últimos años había caído en un estado depresivo crónico que se agravó en grado extremo con la dolorosa pérdida de su rango y privilegios, de la cuota de poder que tenía asignada. Se sabe, a ciencia cierta que Aníbal fue sometido entonces a tratamiento psiquiátrico intensivo, que recibió en el país y el extranjero terapia electroconvulsiva, terapia de electrochoque. Se sabe que la terapia no resolvió el problema y que la condición de Aníbal se agravó. Se supone que finalmente, quizás porque tenía ganas de ver sangre de nuevo, se suicidó de un tiro en la sien en el baño de su casa. A Crassweller, esta historieta le parece sospechosa, indigna de confianza en el mejor de los casos. La condición de Aníbal ciertamente empeoraba, pero también se incrementaba la animadversión que tenía o sentía por su hermano. Mucha gente lo oyó despotricando contra él, diciendo que quería matarlo y lo mataría. Lo hubiera matado si hubiera tenido esa oportunidad, y la bestia seguramente no estaba dispuesto a dársela. Así estaban y seguirían estando las cosas por un tiempo. Aníbal vociferaba, despotricaba, amenazaba con matar a la bestia, lo desconsideraba, lo irrespetaba y no pasaba nada. Nada pasaba, de hecho, hasta que por fin pasó. Hasta que el 2 de diciembre de 1948 se presentó en su casa de la calle Isabel la Católica esquina Padre Billini un grupo de oficiales a los que seguramente no había invitado. Entrarían, se acomodarían, hablarían o discutirían… Nadie lo sabe. Al poco tiempo se produjo en el baño, en uno de los baños, un disparo que sonó como un tiro de cañón. Los oficiales acudieron, encontraron a Aníbal muerto con la pistola en la mano, ¡qué tragedia, Dios mío, qué tragedia!, y acordaron y declararon que había cometido suicidio. ¡Qué tragedia! Los diarios se refirieron al hecho en términos de “trágico accidente” y aludieron por supuesto a su deficiente estado mental. Una tragedia. Dice Crassweller que los detalles del suceso no fueron esclarecidos, que no se determinó con que mano sostenía la pistola y que los que conocían a Aníbal lo creían incapaz de cometer suicidio y no se tragaron el cuento. Ademas, la bestia ni siquiera asistió al funeral. Virgilio, Petán, Negro y Pipí tampoco estuvieron presentes. (Historia criminal del trujillato [46]). BIBLIOGRAFÍA: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. Dr. Lino Romero, “Trujillo, el hombre y su personalidad” José C. novas, “Inventario moral # 2, Petán Trujillo y sus excesos’ (https://almomento.net/opinion-inventario-moral-2-petan-trujillo-y-sus-excesos/ Chichí De Jesús Reyes, “Trujillo ordenó al general Fausto Caamaño fusilar a su hermano Aníbal Julio”, https://elnacional.com.do/trujillo-ordeno-al-general-fausto-caamano-fusilar-a-su-hermano-anibal-julio/ sábado, 29 de junio de 2019 LA MASACRE Pedro Conde Sturla 1/7/2019 El cha cha cha comenzó oficialmente en octubre del año 1937. La noche del 2 de octubre de 1937. De noche tenía que ser, al amparo de las sombras. Cha cha cha. Y luego durante días cha cha cha. Trujillo mismo anunció el inicio de la matanza y le pondría el nombre. Cha cha cha. Cha cha cha -dijo más o menos la bestia en una ocasión- era el sonido de los machetes picando carne humana. Cha cha cha era el sonido de los machetes decapitando haitianos, troceando mujeres y niños, el filo de los machetes buscando el corazón de jóvenes y ancianos, partiendo cabezas por la mitad, cercenando brazos o manos. Cha cha era el sonido de la sangre. Los alaridos de la sangre. El rítmico temblor de los machetes. Trujillo hizo el anuncio en tono macabro, con su habitual vocecita destemplada. Estaba como quien dice de fiesta en Montecristi, en la casa de Isabel Mayer precisamente. La casa de su amiga incondicional Isabel Mayer, su cortesana favorita. La intrigante Isabel Mayer, la informante, la delatora, la senadora, la celestina carente de principios que le procuraba muchachas vírgenes, intactas. La tenebrosa Isabel Mayer. En casa de Isabel Mayer pronunció la bestia un violento discurso, una pieza oratoria demencial: La presencia de haitianos ya no sería tolerada. Por el tono de voz no resultaba difícil entender el mensaje. No serían tolerados los haitianos. Pero tampoco serían echados del país. Se quedarían aquí, prudentemente muertos. Todo había sido minuciosamente calculado y la matanza había empezado en la frontera el 28 de septiembre y se detuvo a fines de la primera semana de octubre, si acaso se detuvo. Parecía, en principio, o quiso parecer, una poblada, una reacción espontánea de los dominicanos contra los haitianos con los que habían convivido pacíficamente, pero la guardia había sido instruida con antelación. El más nimio detalle de la matanza había sido previsto, calculado al milímetro, planificado y coordinado estrictamente como una operación militar. No se usarían armas de fuego, se usarían machetes para no gastar balas, para que no pareciera cosa de los guardias y la policía, para mantener la discreción, el silencio, el sigilo. Para no incurrir en gastos excesivos. La matanza nunca fue el resultado de un arrebato de furia de la bestia. Fue el producto del cálculo, el frío calcular de una mente criminal. Luciferina. El corte, como se le llamó perversamente, la zafra o cosecha de haitianos, no afectó a los picadores de caña, a los esclavos asalariados que trabajaban en los ingenios azucareros. Respetó la vida de los trabajadores para no perjudicar los intereses de sus amos. Pero se extendió por varias zonas del país, incluyendo Santiago y Samaná, por no hablar de Montecristi y la frontera, donde se cometieron las peores atrocidades. Sólo en Santiago y sus alrededores -según lo que cuenta Crassweller- fueron apresados unos doscientos haitianos. Había entre ellos mujeres, hombres, niños y niñas, muchachos, ancianos, neonatos y no natos, y fueron llevados como reses a un patio rodeado por edificaciones del gobierno. Allí se procedió sistemáticamente, metódicamente, concienzudamente a decapitarlos o ejecutarlos de cualquier otra manera a golpe de machete para que parecieran, si acaso podían parecer, víctimas de la ira popular, del odio de los dominicanos a los nacionales haitianos. En Montecristi, con la agradecida colaboración de Isabel Mayer, la cosecha de haitianos fue igualmente buena o quizás más abundante, pero con ellos se procedió de otra manera. Fueron arreados hacia el puerto a punta de fusil y arrojados a las aguas a fuerza de culatazos y bayoneta. Ahogados sin misericordia por guardias que tenían el corazón podrido o ejecutaban órdenes por miedo. Quizás el mismo miedo que veían en los ojos de sus víctimas. xxx -¡Pero mi capitán, son solo niños! -Y las órdenes son órdenes: hombres, mujeres, niños, niñas. -Algunos apenas caminan, míreles los ojitos, mi capitán, y ni siquiera entienden, algunos me sonríen. -Si los deja crecer se convierten en adultos y se propaga otra vez la plaga. No les mire los ojos. Lléveselos adonde se le dijo y resuelva. xxx En Dajabón y sus alrededores, a la orilla del fronterizo río Masacre, se produjo quizás la peor matanza, el más horrible picadillo. Cientos o miles de haitianos perecieron, fueron exterminados con machetes, pero también se les disparaba a los que huían, tratando de cruzar el rio hacia Haití cuando la noticia de la matanza provocó una estampida entre los que lograron escapar a las redadas, al cerco militar que se estrechaba día por día. En la frontera y sus alrededores todo comenzó a oler a sangre y a podrido. El río estaba tinto en sangre y olía a sangre putrefacta. Por sus aguas boyaban los cadáveres o se apilaban en ambas orillas con su fétido aliento de muerte. Dicen los pocos testigos oculares que aparecían cuerpos mutilados y descompuestos en todos los rincones, en caminos vecinales, en las calles solitarias de los poblados, en cualquier hondonada. La sangre se mezclaba con el polvo, dejaba un rastro de espanto entre lomas y cañadas, goteaba de los cuerpos apiñados como basura para tirar al basurero. Durante mucho tiempo, en los alrededores de Montecristi, aparecerían huesos humanos en las pocilgas. Dicen que el guaraguao Alcántara, uno de los más terribles asesinos al servicio de la bestia, era uno de los que andaba por esas lomas haciendo de las suyas, matando y torturando haitianos por diversión a troche y moche. El guaraguao Alcántara, le decían los dominicanos. Malfiní Alcantará, le decían los haitianos en voz baja. Unos y otros le temían por igual. En el ambiente de terror y anarquía de esos días, cualquiera podía caer por equivocación en manos de los guardias. Nadie, y sobre todo aquellos de piel más oscura, estaba realmente a salvo. No siempre había una línea clara de demarcación entre dominicanos y haitianos. Distinguir, a veces, entre unos y otros se prestaba a confusión y la confusión se aclaraba obligando a los prisioneros a decir la palabra perejil, de difícil y característica pronunciación para los haitianos. Si no había duda, eran ejecutados. En caso de dudas, también podían ser ejecutados. Numerosos dominico-haitianos corrieron esa suerte. Muchas familias escondieron y protegieron a sus criados o conocidos, incluso a los fugitivos, otras los entregaron a las autoridades. Isabel Mayer cedió a la guardia gustosamente los numerosos haitianos que tenía como sirvientes. El célebre capitán Bisonó ejecutó personalmente, en su propio hogar, a su anciano cocinero haitiano, uno que había servido durante años a su familia. xxx -A un grupo de muchachos, niños y niñas, les dijeron que los iban a llevar al río a bañar y los llevaron. Al río Dajabón los llevaron. Al Dajabón, al Masacre. A bañarse en el río de sangre. -Con los bebés haitianos los guardias jugaban un juego muy bonito. Se los arrebataban a las madres y los lanzaban hacia arriba, muy arriba, y los ensartaban en las bayonetas y reían. -Los que no pudieron escapar ya ni lo intentan. Parece que se entregaron a la muerte, abandonaron las ganas de vivir. Lo más impresionante es esa mirada triste y mansa. Resignada. Se dejan agarrar y conducir en fila india sin ofrecer resistencia. Están como sin vida, sin voluntad, como si fueran zombis. El capitán les dice que levanten el ala y la levantan, levantan el brazo izquierdo mecánicamente y se dejan meter la bayoneta por el sobaco hasta alcanzar el corazón y ahí se acaba. Ya ni siquiera gritan. Parece que ya no sienten ni padecen. Están como hipnotizados, quizás paralizados mas bien por el terror. xxx Dice Crassweller que, en aquellas terribles horas, muchos enfrentaron su destino con la estoica o cansada resignación de los bueyes. Largas filas de hombres, mujeres, niños, serenos o pasmados vieron venir la muerte con una fortaleza increíble y a la vez silenciosa. Vieron cómo eran decapitados uno tras otro. Uno tras otro. En rápida sucesión uno tras otro. Dicen que en las zonas de conflicto mucha gente no se atrevía ni a salir de sus casas, pero en el resto del país no se sabía nada, sólo llegaron rumores de la masacre del perejil durante los primeros días. Luego ni siquiera rumores, a pesar del rio de sangre derramada. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [47](https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html) BIBLIOGRAFÍA: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator” Noticias de la frontera (48) Pedro Conde Sturla 16-11-2020 00:03 La primera noticia sobre la matanza haitiana, la llamada masacre del perejil, llegó a las páginas de "The New York Times" con casi tres semanas de atraso. Apareció en la página 17 el día 21 de octubre del fatídico año de 1937, en un reducido espacio de apenas tres pulgadas, una delgada columna de tres pulgadas. En realidad, más que de una noticia se hablaba de un rumor, de un incidente en la frontera domínico-haitiana, unos cuantos muertos, unos cuantos heridos. Nada del otro mundo. La matanza, después de todo, no había afectado los intereses de las inversionistas extranjeros. Ningún haitiano, de los muchos que trabajaban en los ingenios azucareros, había sido sacrificado ni molestado. Se había pagado el merecido tributo de respeto al dios dinero, solamente las vidas de unos cuantos miles de seres humanos habían sido tronchadas. A Trujillo, por supuesto, esas muertes no le quitaban el sueño, de lo contrario no habría pegado un solo ojo en su vida. A él le había divertido el episodio, lo había descrito gráficamente, imitando con el brazo el movimiento de un machete cortando cabezas. Lo había descrito fonéticamente y sonriente, imitando con un lúgubre y ocurrente cha cha cha el sonido de los machetes al cortar pescuezos haitianos y domínico-haitianos. Dicen que dijo: "Mientras yo estaba negociando, allá afuera estaban haciendo cha cha cha". Los haitianos bailando el cha cha del horror. El horror, el horror, el corazón de las tinieblas de las que habla el maestro Conrad. Crassweller se sobrecoge, con razón, al describir la naturaleza helada, satánica, demoníaca, luciferina o dantesca del personaje, la frigidez de espíritu de aquel hombre capaz de pronunciar tan despiadada sentencia. Una sentencia tan despiadadamente repulsiva. La grotesca imagen, la música retorcida de una danza infernal, el macabro cha cha cha que anidaba en la mente de aquel monstruo. La mente de la bestia. Trujillo mantenía en esa época las mejores relaciones con Haití, cuyo presidente era Sténio Vincent. Con éste se había reunido un año antes, en 1936, para ratificar los términos de un tratado fronterizo en el que se perdió por negligencia o torpeza una porción nada desdeñable del territorio nacional. La firma del tratado, que contribuía supuestamente a la pacificación de la frontera, infló de tal manera el ego de Trujillo que lo movió a postularse o hacerse postular, junto a Vincent, como candidato al Nobel de la paz. Vincent se encontraba, pues, tan a gusto con Trujillo que no quiso, en principio, darse por enterado de la matanza y poner en riesgo el apoyo material y financiero con el que la bestia contribuía a mantenerlo en el poder y que no dejó de fluir —quizás con un mayor caudal—, en esos días. La primera iniciativa diplomática del gobierno haitiano fue una discreta nota elaborada con la más fina cortesía, una comunicación que Crassweller considera como un milagro de moderación. La delicada nota pedía cortésmente que se abriera una investigación, pero al mismo tiempo concedía al gobierno dominicano el crédito de la duda. Se ponía graciosamente en duda la participación del gobierno en ciertos hechos de sangre y se pedía gentilmente por rutina, sólo por rutina, establecer la veracidad de los hechos. Unos días después ambos gobiernos firmaron un grotesco documento que no se hizo público y que forma parte de la historia universal de la infamia. Se anuncia la solicitada y cordial investigación, se ponen de relieve las inmejorables relaciones y la armonía reinantes entre Santo Domingo y Haití y entre Trujillo y Vincent, se reducen a su mínima expresión y a su mínima importancia los recientes incidentes fronterizos, los reportes de muertos y heridos, los vagamente muertos o heridos, no la matanza de un número mal estimado de veinte mil seres humanos. Lo importante es la armonía que reina entre ambos pueblos, la armonía que debe mantenerse, la labor patriótica y a la vez humanista de los gloriosos estadistas que conducen los destinos de ambas naciones con tan alto espíritu de moral y de justicia. Se pide para ellos el aplauso del mundo. El papel lo aguanta todo. Pero a pesar de los esfuerzos por evitar la mala prensa, la verdad terminó abriéndose paso, o por lo menos parte de la verdad. Se abrió, sí, confusamente paso, a trompicones, como quien dice a cuenta gotas, y el escándalo estalló finalmente y muchos se horrorizaron. Hasta los mejores padrinos del sátrapa en la capital del imperio se horrorizaron o fingieron horrorizarse. Hasta su gran protector, su gran amigo Cordell Hull, el flamante Secretario de Estado de los Estados Unidos, el hombre al que le otorgarían el premio Nobel de la Paz en 1945, el que tanto lo alababa y lo quería fingió desvergonzadamente horrorizarse. Sténio Vincent no pudo esta vez resistir la presión, la indignación de la opinión que ya era pública en su país y en el extranjero. Se vió entonces precisado a solicitar, contra su voluntad, la intervención de México, Estados Unidos y Cuba para mediar en el conflicto y esclarecer todos los hechos. Algo que suele llamarse en forma eufemística "una exhaustiva investigación", de esas que no conducen a ningún resultado. Trujillo protestó, movió las piezas del ajedrez político que se jugaba en Washington, los diputados y senadores que servían a sus intereses por un inmódico precio. Mientras algunos representantes pedían severas sanciones para la República Dominicana, Cordell Hull, que estaba inconsolable, propuso que se llegara a un acuerdo entre la república haitiana y la dominicana. Con un candor digno de mejor causa, dijo sentirse perturbado, abrumado por los hechos que se le imputaban al gobierno de un hombre del cual se honraba en ser su amigo, el amigo leal al que nunca dejaba de demostrar su admiración y respecto, un hombre al que siempre había considerado como uno de los grandes estadistas de América, del cual era uno de sus grandes admiradores y defensores y del cual recibía seguramente de vez en cuando espléndidas muestras de agradecimiento. Nadie como Cordell Hull podía sentirse tan decepcionado por las atrocidades que se le imputaban a su protegido ni tan deseoso de contribuir al esclarecimiento de los hechos. Total, que la investigación se convirtió en una negociación entre Santo Domingo y Haití (con la providencial intervención del nuncio papal), se convirtió a la larga en una supuesta indemnización, en un acuerdo de pago firmado por ambas naciones. Se acordó la suma de setecientos cincuenta mil pesos en un plazo de cinco años para compensar a los familiares de los trabajadores muertos. El primer desembolso fue de doscientos cincuenta mil pesos y los quinientos mil restantes fueron reducidos luego por supuesto mutuo acuerdo a doscientos setenta y cinco mil. La mayor parte del dinero fue a parar, desde luego, a las manos de "servidores" públicos corruptos, a políticos y militares y toda clase de crápulas. Lo más indignante es el precio que se pagó o, mejor dicho, el precio que no se pagó, a manera de compensación, por cada haitiano muerto. A dos centavos por cabeza —de acuerdo a la más generosa estimación— salieron los muertos, quizás menos. Dos centavos que los familiares nunca vieron. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [48](https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. El día que Trujillo cedió parte del territorio a su aliado haitiano (https://www.diariolibre.com/revista/el-dia-que-trujillo-cedio-parte-del-territorio-a-su-aliado-haitiano-FF8777502). Trujillo le regaló La Miel a Haití | Hoy Digital (https://hoy.com.do/trujillo-le-regalo-la-miel-a-haiti/) sábado, 21 de noviembre de 2020 Con Dios, con Trujillo y con Peynado (1) Pedro Conde Sturla23-11-2020 00:03 La matanza haitiana —la misma que los nazionalistas llaman "dominicanización" de la frontera y desearían repetir— fue uno de los más desenfrenados episodios de la llamada era de Trujillo, la más grande orgía de sangre, aunque no la única, que se produjo durante el régimen de la bestia. Fue, sin duda, el hecho que más problemas le acarreó en la primera década de su gobierno y el de más ingrata recordación. De no haber contado con la valiosa colaboración o complicidad del presidente de Haití, su lacayo Sténio Vincent, quizás no hubiera permanecido en el poder, quizás habría podido disfrutar de los placeres de un dorado exilio o de una muerte temprana. Felizmente temprana. A Vincent le costó el cargo, dos años después, la manera pusilánime con que había encarado los acontecimientos, pero la bestia tenía incontables recursos y maniobró de manera expedita, poniendo o contribuyendo a poner en su lugar a Élie Lescot. Élie Lescot no era un lacayo, era un arrastrado, era un servil a quien Trujillo tenía amarrado, como dice Crassweller, "con una soga de oro". Había sido embajador de Haití en la República Dominicana, pero al servicio de Trujillo (un poco al revés de lo que sucedía con cierto reciente embajador dominicano en la República de Haití). Además, Lescot había sido cómplice de todas las maniobras diversionistas: las muchas bombas de humo con que Trujillo trató de ocultar al mundo los escabrosos detalles de la "dominicanización" de la frontera. La atroz limpieza étnica. La llegada de Lescot al poder anunciaba, según el parecer del gobierno dominicano, "una nueva era de imperturbable cordialidad y fructífera colaboración en todos los campos de actividad" entre ambas naciones. En el trono de Haití había colocado la bestia a su más rastrero servidor, un incondicional a toda prueba. Sin embargo, y a pesar de todos los pronósticos, la criada le salió respondona. Nada más llegar al poder, o por lo menos al poco tiempo, Élie Lescot se le viró a Trujillo. Descubrió que era nacionalista, sobre todo después de que Trujillo organizó un atentado para matarlo. Un frustrado atentado que contó con la participación de un comando compuesto por quince haitianos. Las relaciones se pusieron tirantes. Se hablaba de una posible invasión de la República Dominicana a Haití. Lescot llegó a prohibir a la prensa haitiana mencionar a Trujillo y a República Dominicana y se mantuvo un tiempo, de forma muy vacilante, en el poder, esquivando trampas y asechanzas. A la larga perdió el pleito y fue derrocado por una revuelta en la cual siempre se vio la mano larga de la bestia. Derrocado, sin dinero, posiblemente sin amigos, se exiliaría en Canadá. Allí se ganaría la vida durante un tiempo haciendo y vendiendo corbatas. La matanza haitiana tendría por lo menos una consecuencia amarga para la bestia. Le echó a perder, momentáneamente, el favor del imperio, y hasta el de Cordell Hull, en apariencia, y le echó a perder la reelección. El proyecto reeleccionista. Desde muchos meses antes de la matanza, la maquinaria reeleccionista se había puesto en movimiento y un ensordecedor clamor público se escuchaba por todo el país. A una sola voz, en pueblos y ciudades, se hacían manifestaciones populares, popularísimas, en las que oradores de barricada se desgañitaban pidiendo la reelección. La prensa y la radio (La Voz del Partido Dominicano) pedían la reelección, el pueblo unánime pedía al querido Jefe que continuara en el poder por otro periodo. A la bestia se le ocurrió entonces (o quizás a alguna de las mentes maestras que dirigía la campaña) un ardid publicitario para aumentar, así fuera artificialmente, la intensidad de los reclamos y la popularidad del candidato. De modo que, en el mismo mes en que se había consumado la matanza, el mes de octubre, la bestia pidió humildemente un permiso al honorable congreso para ausentarse del país y el congreso se lo negó. Responsablemente se lo negó. Trujillo hizo la petición, como dice Crassweller, sin mencionar ningún motivo ni destino y sé sentó a esperar la reacción, y todo salió a pedir de boca. Los gritos de alarma se escucharon por doquier. Las fuerzas vivas tronaron, demandaron que le fuera negada la aprobación de salir a un hombre imprescindible, de cuyos titánicos hombros pendía el destino de la nación. Un gobernante y un líder y casi un santo de altar cuya más breve ausencia podría provocar una catástrofe de proporciones incalculables y afectar irreversiblemente el progreso de la República. En consecuencia, ocho días después de haber recibido la petición, el congreso negó dignamente la aprobación. La bestia cedió entonces a la voluntad del pueblo y del congreso. Estaba satisfecho, mucho más que satisfecho. Todo aquel teatro había mostrado una vez más el amor que los dominicanos profesaban al querido Jefe. O por lo menos eso parecía ante los ojos del demoníaco megalómano, el incurable mitómano. El hombre que nunca se cansó de escuchar su nombre, de escuchar las más hipócritas alabanzas durante toda su vida. No obstante, en el mes de diciembre el escándalo provocado por la matanza haitiana se había convertido ya en una creciente ola de indignación en el extranjero. Sus amigos del imperio seguían enojados y el enojo no parecía disminuir. El segundo periodo de gobierno de la bestia estaba llegando a su fin, y sin embargo —dadas las circunstancias—, no le pareció prudente seguir poniendo en riesgo su candidatura. Tendría que sacrificarse por la patria, hasta que las cosas se enfriaran. El país también se sacrificaría, por desgracia. Tendría que prescindir del imprescindible. El perínclito se tomaría unas vacaciones, se haría discretamente a un lado hasta que volviera a tomar directamente las riendas, pero no dejaría la patria en el abandono. Dejaría nominalmente la presidencia y vicepresidencia en manos de dos personajes singulares: Jacinto Bienvenido Peynado Peynado, alias Mozo, y Manuel de Jesús María Ulpiano Troncoso de la Concha. Peynado era uno de sus más leales y serviles servidores. En el frente de su casa había un letrero de gran tamaño que rezaba "Dios y Trujillo". Lo habían puesto, de común acuerdo, él y su esposa, su amante y arrogante esposa Cusa, tan firme en sus afectos, en su lealtad a toda prueba. Casi tan devota a Peynado como a Trujillo. De tal manera, la patria seguiría providencialente en las seguras manos de Dios. Seguiría con Dios y con la inestimable ayuda que Trujillo le prestaría. Seguiría con Dios y con Trujillo o con Trujillo y Dios y con Peynado, que era lo mismo, casimente lo mismo. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [49] https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator sábado, 28 de noviembre de 2020 Con Dios, con Trujillo y con Peynado (2) Arturo Logroño y otros devotos cortesanos fueron probablemente los autores del discurso trascendental y patriótico que la bestia dirigió a la nación en enero de 1938 para anunciar el retiro de su candidatura a un tercer periodo. Era, como de costumbre, un discurso ornamental, florido, lacrimoso, emotivo, retórico y abstruso. Trujillo lo pronunció, o más bien lo interpretó, con todo su patético histrionismo. No faltaron alusiones a la obra de Rabindranath Tagore, pasajes de inspirado misticismo, referencias a las grandes conquistas del pensamiento liberal y de la cultura democrática. Su "alejamiento del poder como rector de los negocios públicos"—dijo en tono probablemente lacrimoso, quizás también con lágrimas en los ojos, quizás con un sollozo ahogado—no debía y no debe de ninguna manera "provocar angustias ni zozobras en el ánimo de los hombres de orden, de paz y de trabajo; porque es una verdad indiscutible que las condiciones bonancibles en que se desenvuelven las actividades públicas y las actividades privadas de la complacida familia dominicana, ya no están expuestos a ser menoscabados por lamentables transgresiones al orden”. Eso sí, la bestia dejó bien claramente establecido que hasta que siguiera latiendo su corazón no le faltaría a la patria ni su vigilancia ni sus servicios y que solo condicionalmente se apartaba de la vida y de la vía pública. Otro sería presidente en adelante, pero él seguiría presidiendo. En consecuencia, solicitó al Partido Dominicano la nominación de Jacinto Peynado como candidato a la presidencia y la de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha a la vicepresidencia. Para desempeñar esas funciones, o mejor dicho, para no desempeñarlas en absoluto, no había personas más idóneas. Un coro de lamentaciones se hizo sentir entonces en todo el país. El querido Jefe no podía dejar sumidos en el abandono a sus infinitos seguidores, no podía dejar en la orfandad a todo el pueblo dominicano. Los más fieles cortesanos se rasgaban las vestiduras, cada uno pugnaba por lucir más apesadumbrado que el otro. Las mujeres dejaron escuchar sus voces en una multitudinaria y aparentemente alegre manifestación. Manifestaron su aprecio por el monarca con la misma intensidad que su inconformidad por el retiro de su candidatura. Le rindieron pleitesía, homenajes de amor incondicional, homenajes florales. Las madres de los presos, supuestas o reales, portaban pancartas que derramaban bendiciones sobre la bestia, lo bendecían por haber liberado a sus hijos, por haber dejado limpias las cárceles. También había letreros donde podía leerse que los políticos y la política dominicana, al igual que Magdalena, habían sido redimidos por su amor (por el amor de Trujillo) del pecado. Ningún elogio, ninguna alabanza, por desproporcionada que fuese, parecía quedarle grande al perínclito. Ni siquiera compararlo con Jesucristo. En los medios oficiales, el clamor de todo el pueblo pedía su repostulación, pero todo fue inútil.Trujillo persistió en su “inquebrantable decisión de entregar el poder”. El pueblo entonces cedió, los dirigentes del Partido Dominicano cedieron, con grandes muestras de pesar, a los deseos del querido Jefe. Una disciplinada convención, que tuvo lugar en febrero de 1938, dio como resultado la proclamación de Peynado y Troncoso como candidatos a las más altas magistraturas del estado. El triunfo, en las elecciones del 16 de mayo fue arrollador. No se contó un voto en contra y más de trescientos mil a favor. Jacinto Peynado era miembro de una prominente familia en la que sobresalía su hermano Francisco, un prestigioso abogado que había servido a su país en circunstancias cruciales y con el cual no tenía muchas cosas en común. De él decía Rufino Martínez que era “uno de los dominicanos mejor estructurados para las manifestaciones nobles de la vida”. Jacinto, en cambio, eligió servir a Trujillo con la devoción y sumisión de un perrito, o quizás Trujillo lo eligió a él. A sus amigos idealistas, cuando lo importunaban con preguntas incómodas, solía decirles: "Hace mucho tiempo que yo enterré al Quijote". Nunca sirvió, en efecto, a un ideal, sólo vivió para servir a Trujillo. Él y su esposa Cusa, la difícil doña Cusa, crearon y popularizaron la frase "Con Dios y Trujillo", pusieron en el frente de la casa un letrero que decía "Con Dios y Trujillo", luego pusieron otro más grande con el mismo Dios y Trujillo. Dicen que doña Cusa, o quizás el mismo Peynado, querían en un principio invertir los términos, pero la idea fue desestimada por atrevida o irreverente. El hecho es que el mismo Dios y Trujillo aparecerían luego en una placa de bronce con la efigie de Trujillo que se vendía como pan caliente a los empleados del gobierno y que se hizo mandatorio colgar en un algún lugar visible de muchos hogares, preferiblemente la sala o el comedor. La efigie de Trujillo, a la larga, terminó desplazando a Dios, como querían Peynado y doña Cusa. A Jacinto Peynado también se le atribuye ser autor de la frase: "En esta casa manda el jefe". Vivía para adularlo y lo adulaba para vivir. Pero Trujillo nunca agradeció sus desvelos. Le pagaría a Peynado, como pagaba a muchos de sus más serviles servidores, con humillaciones, desplantes, desconsideraciones de todo tipo. Peynado había sido —casi sin pena y sin gloria—presidente interino putativo cuando sustituyó a Rafael Estrella Ureña en 1930 y había sido vicepresidente putativo bajo el gobierno de Trujillo desde 1934 hasta 1938, pero su ascenso a la presidencia putativa de la República fue, desde el principio, equivalente a un trago amargo, muchos tragos amargos. algo penoso y vergonzoso. Trujillo se propuso maniatarlo políticamente, si acaso no lo estaba ya, cortarle por completo las alas, abolir hasta los elementos simbólicos o más bien decorativos del poder que representaba en sus manos la presidencia de la República. Se empeñó, sobre todo, en recordarle a cada momento que quien mandaba era él, el generalísimo Trujillo, como si alguien en su sano juicio pudiera olvidarlo, como si de un hombre tan inofensivo y pusilánime pudiera temer algo. La bestia disfrutaba envileciendo a sus cortesanos, manteniendo con ellos una relación de acercamiento y distanciamiento, dispensando a capricho favores y castigos, dosificando el terror que inspiraba para envenenarles sin remedio el alma. Dicen que a Balaguer en esa época le llamaba Pupú, cariñosamente Pupú. A Jacinto Peynado, alias Mozo, lo trataba como si lo fuera. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [50] https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Rufino Martinez "Diccionario-biografico-historico-dominicano, 1821-1930". Trujillo declinó seguir Presidencia en 1938 El Nacional (https://elnacional.com.do/trujillo-declino-seguir-presidencia-en-1938) sábado, 5 de diciembre de 2020 Con Dios, con Trujillo y con Peynado (3 de 3) Desde el momento en que Mozo Peynado ganó las elecciones de 1938, con el apoyo aplastante de toda la población electoral, Trujillo le hizo sentir el peso de su brutal autoridad, lo sometió a un régimen de vejaciones, lo puso en ridículo públicamente, hizo todo lo posible por disminuirlo hasta su mínima expresión, degradarlo, agraviarlo de todas las formas posibles. Poco antes de juramentarse, el 16 de agosto, un diputado que seguía órdenes de la bestia declaró su inconformidad con el hecho de que Peynado hubiera sido elegido presidente, abiertamente le declaró su más firme y cordial enemistad y denunció que estaba formando a su alrededor una claque, una camarilla política. Intrigantes y conspiradores seguramente. El flamante diputado se sintió en el deber de reafirmar su eterna lealtad a la bestia y advertir al mismo tiempo el peligro que representaba un hombre como Peynado en el poder. Otros miembros del congreso hicieron de inmediato causa común con él, y los medios de prensa no tardaron en unirse al coro de admoniciones y lamentaciones. Trujillo debería permanecer al mando a toda costa. Unos días más tarde, el querido Jefe se plegó a los deseos de sus intranquilos servidores y declaró en público que la juramentación de Peynado como presidente sería algo meramente nominal. Nada había que temer. El 16 de agosto, en efecto, durante el solemne acto de toma de posesión del nuevo presidente (un acto de humillación en toda regla), Trujillo acaparó por completo la atención, lo eclipsó totalmente a Peynado. Y no podía ser de otra manera. Aunque en general Trujillo vestía de manera impecable y en ropa de civil lucía siempre elegante, se apareció en el acto con un uniforme tan estrambótico y ridículo como el que había usado en agosto de 1930, cuando se juramentó por primera vez en el cargo de presidente. A tono con el traje, que combinaba el atuendo de general con el de almirante y parecía una pieza de museo, pronunció un discurso rimbombante e igualmente ridículo sobre el septuagésimo quinto aniversario de la Restauración. Se cogió, en definitiva, todo el espectáculo para él. Había relegado a Peynado a un plano insignificante, pero le reservaba un final todavía más humillante, degradante, vejatorio e indignante a la vez, todo un bochorno, una ofensa, un ultraje de la más baja estofa. Peynado tomó la palabra cuando por fin se la dieron y empezó a declamar un indigno discurso laudatorio que situaba a la bestia en una especie de Olimpo, en el terreno incontaminado de la divinidad. Bendijo Peynado el bendito 16 de agosto de 1930, la dichosa ocasión en que el divino Jefe había tomado posesión por primera vez de los destinos patrios. Una y otra vez lo exaltó, lo describió con palabras ardientes como un hombre del destino, lo elevó a la cumbre de Caballero de la Divina Orden del Genio, la única orden cuyas insignias el mismo Dios y sólo Dios concede, celebró el momento providencial de su aparición por primera vez en este augusto lugar con rayos de luz en su mano, le agradeció de mil maneras por haber traído a esta tierra la Civilización y así por el estilo. Mozo Peynado no se cansaba ni se cansaría de adularlo cuando ocurrió lo que nunca creyó que podía ocurrir. Era un movimiento calculado con anticipación, pero la gente pudo haber pensado que Trujillo había sufrido una indigestión de halagos, que se había hartado o empalagado de lisonjas cuando lo vieron ponerse inesperadamente de pie, darle la espalda al fogoso orador, marcharse del lugar y provocar con su partida los más estruendosos aplausos. El público, emocionado, poseído de un entusiasmo visceral, y posiblemente harto también de tanto discurso, ovacionó en efecto su partida y probablemente nadie volvió a ponerle caso a Peynado. Poco tiempo después un gracioso decreto presidencial le concedió a la bestia los mismos privilegios que al presidente de la República. Otro decreto concedió a su amada esposa María la dignidad de primera dama. En el mismo decreto, también su madre, la excelsa matrona, la llamada Mamá Juliá, fue ascendida a primera dama. Pero como doña Cusa era también primera dama, o por lo menos primera dama putativa, la República se dió el lujo de tener lo que ningún otro país probablemente tenía. Nuevos decretos dictados por el supuesto nuevo mandatario, confirmaron en sus puestos a toda los secretarios y subsecretarios de estado y los demás funcionarios, a los miembros del ejército llamado nacional, a los del cuerpo de ayudantes del presidente y a los de la policía también llamada nacional. Para el querido Jefe, fue creada la muy especial nueva Secretaría de Estado del Despacho del Generalísimo. Una de las más felices iniciativas del esposo de doña Cusa consistió en disponer que en las escuelas y oficinas públicas se pusiera el retrato del perínclito junto al de los Padres de la Patria con el propósito de conferirles mayor honra. Dice Crassweller que Peynado entró prácticamente desnudó a su despacho del Palacio Nacional y que a las muchas humillaciones que recibía respondió patética o irónicamente, aumentando el tamaño del letrero con el "Dios y Trujillo" que tenía en el techo de su casa. Aún así su séquito de ayudantes personales se redujo de un cuerpo de ayudantes a un solo guardia somnoliento. Su oficina se redujo de una suite a una habitación. Trujillo, en cambio, se acomodó en unas amplias oficinas con aire acondicionado, que era uno de los grandes lujos en esa época, y centralizó en ese lugar la administración militar y policial. Peynado, mientras tanto, al margen de sus pocas obligaciones palaciegas, trataba de mantener en lo posible su rutina existencial. Hacía que le sacaran, contra el parecer de doña Cusa, su cómoda mecedora de caoba al parque Colón y allí permanecía en amable tertulia con sus amigos durante horas. Sí alguno le pedía un favor político, le aconsejaba que se dirigiera a alguien con autoridad. Solía decir que la única persona en el país que alguna vez llegó a creer que él era presidente de verdad era su esposa Cusa. La bestia no le temía a Peynado, por supuesto. Peynado era menos que un títere, era un muñeco de trapo. Le temía a los amos del norte, temía, de manera paranoica a sus enemigos internos, al odio o aborrecimiento de los muchos dominicanos, temía con razón al resentimiento que podía estarse incubando en las filas de las fuerzas armadas, en el seno del mismo ejército en que había surgido el complot de Blanquito, del teniente coronel Leoncio Blanco. La bestia, por aquello de que quien tienen hechas tiene sospechas, es posible que le temiera hasta su sombra.Temía, razonablemente que las circunstancias, la presencia incluso de un pelele en la presidencia de la República, podría abrirle paso a cualquier conspiración, facilitar cualquier movida desde el extranjero para desplazarlo del mando sin crear un vacío de poder. Convertir el muñeco de trapo en un sustituto provisional. Es posible que nunca se sintiera cómodo ni seguro con el hecho de que alguien ocupara el cargo de presidente, aunque fuera de mentirillas. Eso explicaría la impaciencia, la prisa que parecía tener para devolver las aguas a su cauce original y recuperar su título, su dignidad oficial de presidente de la República. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [51] https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator Las vacaciones del sátrapa (1) El 30 junio de 1939, a bordo del lujoso yate Ramfis, Trujillo emprendió un viaje con el que había soñado intensamente. Se había atrevido a dejar, nominalmente, el timón de la cosa pública en las dóciles manos de Peynado, y a Peynado en las manos de su guardia pretoriana y salió de viaje. Un viaje político de vacaciones, las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo. El soñado viaje a los Estados Unidos. La manera en que Crassweller describe el episodio, o los muchos episodios de su estadía en ese país, parece un cuento de hadas. Decir que lo trataron a cuerpo de rey es quedarse corto. La matanza de haitianos estaba todavía fresca en la tinta de los periódicos y en la memoria de mucha gente, pero sus amigos del imperio lo trataron mejor que a cuerpo de rey. Pasaron por alto ese pequeño detalle y lo recibieron con honores. En Washington, por ejemplo fue agasajado por altos funcionarios del Departamento de Estado, lo llevaron a conocer el cementerio de Arlington y la antigua hacienda esclavista de George Washington en Mount Vernon, donde se dice que hizo una pregunta bastante extraña. No preguntó, al parecer, por la extensión de la tierra, por vacas ni caballos ni peones, sino por los gustos literarios de quien había sido su propietario. No fue una pregunta al azar. Fue algo que le había sugerido quizás Logroño u otro cualquiera de sus áulicos para aparentar lo que no era. El Senador Walsh, al frente de una delegación de congresistas, lo visitó después en la sede de la embajada dominicana, hizo un brindis en su honor, en honor de la bestia, y comenzó de inmediato a derramar torrentes de palabras lisonjeras. Palabras y más palabras en beneficio del generalísimo, todo un derrame de palabras: bendiciones, elogios, aplausos, epítetos tan ardientes y desmesurados que habrían hecho ruborizar a un santo. Es casi seguro que todos los honorables congresistas, y sobre todo el alcahuete senador Walsh, eran sólo unos pocos de los que Trujillo tenía en su jugosa nómina, políticos y politicastros a quienes la bestia pagaba generosamente favores o silencios cómplices, o quizás ambas cosas, y que con gusto le hubieran besado los pies y cualquier otra parte del cuerpo. Lo que dijo el senador Walsh en esa ocasión no fue más que un discurso prepagado. ¡Y qué discurso! A juicio de Walsh, ningún otro estadista de Centroamérica y el Caribe había sido tan grande y poderoso servidor del interés público. En su opinión, el generalísimo era el más aguerrido defensor de políticas humanitarias y progresistas, de esas que promueven el bienestar de todos los pueblos. Durante su período de gobierno, la bestia no se había caracterizado por haber implantado el terror en todo el país como presidente de la República Dominicana. Se había más bien destacado en su devoción y lealtad a todas aquellas causas y principios relacionados con el progreso del pueblo dominicano. Puro altruismo, desinterés y desprendimiento. En fin que —terminaba diciendo el efusivo senador Walsh—, era un placer darle la bienvenida y felicitarle por sus éxitos al gran humanista, al benefactor de la patria, y asegurarle que la gente de los Estados Unidos de América se alegraba de tener de visita a un hombre que había hecho tanto por el bienestar y el progreso de la República Dominicana y que nunca, al parecer, había planificado y realizado una masacre tan espantosa como la que aparecía todavía fresca en la tinta de los periódicos y en la memoria de mucha gente, especialmente en la de los periodistas, con los cuales no le iría muy bien más adelante. Trujillo estaba, pues, en su mejor momento, posando y pasando de un escenario a otro, de banquete en banquete, de homenaje en homenaje. Rápidamente se contagió del espíritu libertario y democrático de la gran nación norteamericana y se sintió él mismo en algún momento tan libertario como democrático. Se atrevió entonces a decir, con toda la fuerza del descaro, que nunca se pondría del lado de los regímenes totalitarios como Alemania e Italia. A esas naciones jamás les ofrecería la República Dominicana sus simpatías en la guerra que ya casi se desataba. Trujillo no consideraba que su régimen era de tipo totalitario. Era de tipo bimbinario. Testiculario, en efecto. El generalísimo fue agasajado con las más finas atenciones. Los amigos se multiplicaban y parecían disputarse entre ellos el favor o su simpatía, lo invitaban a cenas, recepciones y todo tipo de reuniones. Al ministro Cordell Hull lo vió por lo menos en dos ocasiones. Otro senador de apellido Green ofreció en el mismo Capitolio un almuerzo en su honor que de seguro no le salió gratis a la bestia. Lo había pagado ya de muchas maneras con antelación al senador Green. Otro gran amigo y admirador, el teniente coronel Thomas Watson, le sirvió de anfitrión en una glamorosa recepción. Una especie de apoteosis tuvo lugar en la prestigiosa academia militar de West Point. El ilustre visitante fue recibido con una salva de veintiún cañonazos. Una salva de cañonazos que representaba tal vez el más alto honor que alguna vez se le concedió, todo un implícito reconocimiento a su condición de jefe de estado y militar que recibiría seguramente con lágrimas en los ojos. Pero no fue sólo West Point. La Academia Naval de Annapolis, y la Base Naval de Quantico también se disputaron y honraron con su presencia. Pocas cosas, sin embargo, se igualaron ni se igualarían jamás a la gentil deferencia que le hiciera el general George C. Marshall, el mismísimo general George C. Marshall, nada más y nada menos que el Jefe de Estado Mayor en funciones del Ejército de los Estados Unidos de América, el hombre que se cubriría de gloria por el famoso plan de reconstrucción de Europa que lleva su nombre. Marshall no se conformó con hacerle una invitación a la bestia. Le hizo dos. Una en la noche del 9 de julio a una especie de agasajo y otra de nuevo a un banquete dos días después. Pero faltaba más, mucho más. El viaje de vacaciones, las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo, resultó ser una caja de sorpresa para la bestia. En el momento más elevado de su carrera fue invitado a la Casa Blanca a tomar té a las cinco. El té de las cinco de la tarde. A esa hora, el día 11 de julio de 1939, estaba el monstruo en la Casa Blanca. Saludó y fue saludado por mucha gente distinguida. Recibió y fue recibido. Conversó y fue conversado. Durante una hora, por lo menos, parloteó amenamente con Franklin Delano Roosevelt, el entonces presidente de los Estados Unidos. Hablaron, según se dice, de unas espadas españolas de la época colonial que Roosevelt había comprado en Santiago de los Caballeros en 1917, durante un viaje que hizo a Santo Domingo y Haití en la época en que ambas naciones estaban intervenidas militarmente. Ninguno de los dos, por lo que se sabe, mencionó la matanza haitiana.Y ni siquiera el nombre del padre R. Barnet, "asesinado a palos en la Iglesia Episcopal de la avenida Independencia de Santo Domingo por haber suministrado datos a la prensa norteamericana sobre la feroz carnicería". Trujillo era, al fin y al cabo, un poco lo mismo que había dicho Franklin Delano Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Tacho Somoza. Era un SOB. Era un HDP. ("Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta"). Quizás el hijo de puta favorito. El más favorito de todos los posibles hijos de puta. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [52] https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator sábado, 19 de diciembre de 2020 Las vacaciones del sátrapa (2) Entre los días 12 y 25 del mes de julio de 1939, la bestia honró con su presencia a la ciudad de Nueva York, donde se estaba celebrando una feria o exposición mundial que se le quedaría grabada en la cabeza. A lo mejor pensó desde el primer momento que alguna vez haría algo semejante, aunque a menor escala, por supuesto. Pero algún día lo haría y sería su ruina. La ruina de la economía dominicana. La feria tenía muchísimos atractivos y fue visitada por más de cuarenta y cuatro millones de personas. Para alguna gente, incluyendo a los periodistas, no había en ella ni en toda la ciudad nada más exótico e interesante que la presencia del tirano instalado a todo lujo en el fastuoso hotel Waldorf. Para el alcalde Fiorello La Guardia, que le dió una formal bienvenida al evento, el sanguinario personaje no era más que un engorro y no puso mucho empeño en el agasajo. Parecía más bien dispuesto a desentenderse que a entenderse con él. Sus anfitriones oficiales se desvivían, en cambio, por complacerlo. Lo llevaron de visita a Walt Street, confraternizó con los más encopetados banqueros, le organizaron una pomposa recepción en la Cámara de Comercio. A bordo del impresionante yate Ramfis, la bestia hizo un viaje por el caudaloso río Hudson y se asomó discretamente a las ciudades de Poughkeepsie y Albany. Pero todo no podía ser color de rosa. Feria Mundial de Nueva York de 1939 Durante su visita a la feria tuvo que enfrentarse a un grupo de periodistas que le hicieron preguntas desagradables sobre la matanza haitiana. Hay que suponer que algunos de ellos eran lo que aquí llamamos bocinas, vulgares voces y plumas de alquiler, y que se establecieron ciertas medidas para evitar que la situación saliera de control y que el ilustre visitante fuera metafóricamente acribillado a fuerza de preguntas incómodas. Lo cierto es que el perínclito se defendió como gato bocarriba y no salió mal parado del encuentro. Contuvo de alguna manera el odio visceral que sentía por la gente del poder informativo y respondió las preguntas con una calma que no tenía. En ningún momento negó los hechos de sangre, sólo los redujo a su mínima expresión. Es decir, mintió descaradamente diciendo parte de la verdad. Nunca hubo masacre, los muertos fueron unos pocos y por accidente. En pocas palabras, los hechos habían sido brutalmente exagerados. Fue algo incidental que había ocurrido en la frontera. Algo parecido a lo que sucedía normalmente entre estadounidenses y mexicanos. La muerte de miles de haitianos a manos de los guardias dominicanos era impensable. Ellos mismos se habrían encargado de evitarlo. Trujillo estaba deslumbrado, estaba encantado, estaba feliz. Nunca pensó que sus amigos norteamericanos, o mejor dicho sus amos, le dispensarían una acogida tan privilegiada. En ningún otro país se podía recibir tan finas atenciones como en los Estados Unidos ni había en todo el mundo un pueblo tan hospitalario y refinado. Un pueblo que lo había distinguido, que lo había tratado como se merecía. Como un César triunfante. De esa misma manera planeaba también volver a Santo Domingo, como lo que era, todo un César del Caribe, y reclamar de inmediato un triunfo a la manera romana, el que se le debía a todo general victorioso. Tan contenta estaba la bestia que prolongó su estadía más allá de lo previsto. Sus afectuosos anfitriones no estarían quizás tan contentos como él, pero no pusieron reparo. A principios de agosto se embarcó en el SS Normandie, un moderno crucero francés con turbinas turbo-eléctricas, y llegó felizmente a Cannes, donde nadie acudió a recibirlo. Peynado lo había designado Embajador Extraordinario en Misión Especial ante los Gobiernos de Francia e Inglaterra, pero los maleducados franceses y los gélidos ingleses no se dieron por aludidos. Chapita estaría seguramente decepcionado, allí no reconocían su grandeza, su contribución a la paz y confraternidad del mundo libre. Pero en Paris le esperaba desde el día 10 de junio una adorable bebé, su casi recién nacida hija Angelita, la que sería la niña de sus ojos, la que sería algún día reina de belleza. Angelita y su adorable esposa María. Pero sobre todo Angelita, la que sería Angelita. Es decir: María de los Ángeles del Sagrado Corazón de Jesús Trujillo Martínez. Nacida en Paris de Francia o más bien en el aristocrático suburbio parisino Neully-sur-Seine. Hija predilecta del tirano. La que le haría mimos en público. Su amante biógrafa. La brillante escritora. Por lo demás, la estadía de Trujillo en Francia pasó prácticamente desapercibida. Ni la prensa ni el gobierno se dieron realmente por enterados, no hubo recepciones ni agasajos oficiales, ni ceremonias conmemorativas. Los únicos que de verdad mostraron interés por su visita fueron unos izquierdistas revoltosos que se manifestaron frente a la embajada dominicana en su contra y que fueron sometidos al orden por una turba pagada por Porfirio Rubirosa. Quizás dirigida en persona por Rubirosa, que tomaría parte en la riña, luciéndose como boxeador. Con ese acto heroico, según se dice, logró reconciliarse con el querido jefe, de cuya hija Flor de Oro se había divorciado un año antes, no sin haberle propinado alguna golpiza. Rubirosa era un incondicional de la dictadura, había espiado para la dictadura y se involucraría en más de un asesinato por cuenta de la dictadura, incluyendo el de Galíndez. Pero de vez en cuando, alguna bellaquería diplomática o un cheque falsificado, por ejemplo, le hacía caer de la gracia de la bestia y perdía ocasionalmente el favor y el cargo. Los ingresos por la venta onerosa de visas a los judíos. Como todos los funcionarios, caía alternativamente en gracia y en desgracia, pero Trujillo tendría muy en cuenta lo que hizo por su buen nombre en París. Lo recibiría con honores de héroe cuando Rubirosa regresó de visita a Santo Domingo. Sin embargo, y a pesar de lo mucho que se querían él y Trujillo, esas visitas de Rubirosa —quizás por exceso de precaución —eran breves y esporádicas. Brevemente esporádicas. Esporádicamente breves. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [53] https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator La resurrección de la bestia A la muerte de Jacinto Bienvenido Peynado y Peynado en 1940 —a mitad de su período como presidente títere de la República—, ocupó la presidencia otro títere de nombres y apellidos igualmente rimbombantes: Manuel de Jesús María Ulpiano Troncoso de la Concha. Al igual que Peynado, Troncoso era un abogado manso y culto, una de esas personas en las que la bestia confiaba, si acaso era capaz de confiar en alguien. Se lo impedía el instinto, su natural instinto de fiera que le salvó la vida muchas veces. Pero con Troncoso no tendría la bestia ningún tipo de problemas. Sin embargo, el inicio del gobierno de Troncoso fue poco auspicioso. Durante el mes de mayo, poco tiempo después de su juramentación, se le presentó a la bestia el peor de los problemas que había tenido que enfrentar hasta el momento, una inesperada situación de vida o muerte. Esta vez no era un enemigo externo sino interno. Una enfermedad infecciosa muy grave e indeseable, el ántrax, que se contrae a través del contacto con animales y puede ser mortal en muchos casos. Aparte de grave, el ántrax es desagradable: la infección se presenta en lo profundo de la piel y forma una protuberancia, un forúnculo que se compone de pus y líquido y tejido muerto. El de la bestia era un ántrax cervical, ántrax de cuello, que provocó rápidamente una septicemia, un envenenamiento de la sangre, y puso a la bestia al borde de la tumba. La situación era tan desesperada que muchos lo daban por muerto, incluyendo a su médico de cabecera, su médico personal, el Dr. Francisco Benzo, que también era secretario de salud pública y un frecuente acompañante. Uno de los más prestigiosos cirujanos del país. Un catedrático de fama. El asunto se manejó con la discreción que es posible imaginar en un régimen de terror, lo que no pudo evitar que la noticia se filtrara y circulara a cuenta gotas, como un chisme de patio, como un secreto a voces. En los círculos del poder, y sobre todo en el ámbito familiar, cundía el nerviosismo y una gran preocupación. Entre los opositores menos piadosos, entre la mucha gente que tenía razones de más para odiar al tirano, había motivo de júbilo, un merecido júbilo. Era como el anuncio de una tragedia inminente para unos pocos y una luz al final del túnel para la mayoría. Esa mayoría confiaba seguramente en la divina providencia, rogaba seguramente a la divina providencia para que le concediese a la bestia un desenlace fatal. Felizmente fatal. En aquellas circunstancias no había gente más presionada y nerviosa que los médicos dominicanos y extranjeros que habían sido convocados al lecho del enfermo para tratar de salvarlo. Un cubano, el Dr. Pedro Castillo, se declaró partidario de extirpar el forúnculo infeccioso sin pérdida de tiempo. Pero la operación conllevaba riesgos que la mayoría de los médicos se negaba a asumir. Los que se mostraban dispuestos sugerían, por obvias razones de prudencia, que el paciente fuese trasladado e intervenido en Puerto Rico, donde se contaba con medios más avanzados. Lo decían, tal vez, a sabiendas de que la propuesta sería desestimada. La enfermedad de la bestia era un asunto de estado que de ninguna manera podía darse a conocer oficialmente, ni someterse al escrutinio público. La prensa extranjera se hubiera dado banquete con semejante noticia y la habría convertido en espectáculo de circo. Designaron entonces al Dr. Francisco Benzo para que realizara la operación, pero Benzo se mostró en desacuerdo con la opinión del médico cubano y se negó a intervenir. Dicen que dijo, si acaso se atrevió a decirlo, que no estaba en disposición de operar a un muerto. Sabía desde luego, el riesgo que corría al negarse, pero también sabía que lo que le pasara a la bestia le pasaría a él, que la muerte de la bestia sería su muerte. Temía en fin por la vida de Trujillo tanto como temía por la suya. Quizás creía que no había nada que hacer o quizás no quería hacer. Apareció entonces un valiente, un médico temerario, el Dr. Darío Contreras Cruzado, que acudió o tuvo que acudir al llamado de los familiares de la bestia y se prestó de manera más o menos voluntaria o involuntaria a hacer la operación. Hay quien dice que fue a Darío Contreras que Benzo le dijo, en francés, que iba a operar a un muerto. Lo cierto es que había que tener valor para no operarlo y había que tener valor para operarlo. La controversial cirugía, secretísima, no se realizó en una clínica sino en un quirófano improvisado en la llamada Estancia Ramfis y el vaticinio de Benzo estuvo a punto de cumplirse. La bestia permaneció varias semanas en condiciones críticas, debatiéndose entre la vida y la muerte, pero a mediados de junio comenzó a recuperarse y se recuperó poco a poco, lentamente y sin pausas, aunque la convalecencia sería larga. Muchos criticaron o más bien acusaron al Dr. Darío Contreras durante años de haberle salvado la vida a la bestia, pero en realidad no se ha establecido si se salvó gracias a la operación o se salvó a pesar de la operación y del ántrax al mismo tiempo. Algunos médicos atribuyen su recuperación a su recia anatomía o quizás a un milagro, a una jugarreta de un destino endemoniado. El hecho es que la bestia volvió a la vida, resucitó de entre los muertos vivos y seguiría viviendo durante más de veinte años. Benzo cayó en desgracia, naturalmente, a raíz de su negativa a intervenir en la operación. No mucho tiempo después aparecería en la primera plana del periódico La Nación del 9 de agosto del 1940 la noticia de que había sido arrestado y enjaulado y despojado de todos sus cargos. Decía, con mayor lujo de detalles en el citado diario, que el Dr. Benzo había sido detenido por malversación de fondos en el Hospital Padre Billini, que había sido llevado preso a la Fortaleza Ozama, que había sido despojado de su condición de secretario de Estado y que había sido cancelado su nombramiento como profesor de la Universidad de Santo Domingo. Al Dr. Conteras le fue un poco mejor, mucho mejor, aunque siempre se lamentó de que sólo lo recordaran como el médico que había salvado a la bestia. Se dice, sin embargo, que la bestia agradeció el servicio de manera fría y distante o se lo agradeció más bien a su manera, como si el favor se lo hubiera hecho él a Contreras. Casi dos décadas después, “El 15 de julio del año 1959, mediante el decreto No. 4979 se ordenó la construcción del Hospital Dr. Darío Contreras, que fue inaugurado en agosto del 1960”. En ese mismo hospital murió Contreras en 1973 a los 94 años de edad. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [55] (https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator Doctor Francisco E. Benzo Chalas Herbert Stern11 noviembre, 2017 (https://www.elcaribe.com.do/gente/cultura/doctor-francisco-e-benzo-chalas/). La redención de la deuda Pedro Conde Sturla Cuatro meses después de haber resucitado de entre los muertos, la bestia se encontraba en Washington. La operación de ántrax había sido un éxito, aunque el paciente había estado a punto de morir, y ahora se encontraba en la capital del imperio, firmando el tratado Trujillo—Hull. La misma bestia se había nombrado Embajador extraordinario en misión especial, un cargo que le daba potestad para firmar el documento, y asistió puntualmente a la ceremonia, que se efectuó el 24 de septiembre de 1940. Para estar presente había hecho un esfuerzo sobrehumano, o mejor dicho bestial. Dice Crassweller que todavía no estaba físicamente recuperado y que bajo su camisa de cuello alto se disimulaba el vendaje que cubría la herida. Había sufrido, recientemente uno de sus recurrentes ataques de malaria y bajo cualesquiera otras circunstancias no habría abandonado su cama y que su debilidad era visible en la inusual firma que estampó en el documento. Ese fue —dice Crassweler— probablemente el cenit de su carrera, el punto más alto que llegara alguna vez a alcanzar como estadista. El tratado permitiría, en unos cuantos años, al gobierno de la bestia la recuperación de las aduanas que estaban en manos del imperio desde la Convención dominico—americana de 1906, la compra del First Nacional City Bank y sus sucursales y su conversión en Banco de Reservas, la creación del Banco Central de la República, el pago de la deuda pública externa y la puesta en circulación del peso domicano, que durante largos años se mantuvo a la par con el dólar. Los apologetas del trujillismo se jactan a boca llena de estos y otros supuestos grandes logros del régimen de la bestia. Hablan de la redención de la deuda externa en términos mesiánicos, la solución de la cuestión fronteriza, el desarrollo y modernización del país y el orden y la paz sociales, y hasta de un supuesto carácter progresista e incluso nacionalista de su régimen . Todos sus crímenes, bellaquerías y latrocinios palidecerían al parecer en comparación con tan grandes hazañas. Pero las cosas están de otra manera. La recuperación de las aduanas y cancelación de la deuda pública externa en 1947, le permitió a la bestia manejar las finanzas a su antojo y le dejó pingües beneficios. Además, una parte de esa deuda había sido contraída para financiar sus propias empresas: la construcción del hotel Jaragua, por ejemplo, y muchas otras. De acuerdo con el economista Martínez Moya el dictador fue “uno de los gobernantes que más rápido ha endeudado la República, si no superó a Lilís fue por el tiranicidio, era la tendencia que llevaba su gestión”. Cierto es que “El 21 de julio de 1947 liquidó la deuda del Estado con bonistas en el exterior por el monto de US$9,271,855.55,” pero “para pagar a bonistas tomó un préstamo de corto plazo en el Banco de Reservas por US$9.2 millones, a un interés de 5%, garantizado el repago con los impuestos. Lo que hizo en 1947 fue cambiar de acreedor, el Banco de Reservas ocupó el lugar de los bonistas”. En definitiva, “Contrario a la propaganda que se vendió, el dictador era pésimo administrador de las finanzas públicas, lo dicen las estadísticas históricas. Los déficits y endeudamientos públicos habían sido prohibidos por la Convención de 1907 y ratificado por la de 1924. El panorama cambió desde que se sintió libre, de 1938 a 1947 acumuló faltante en el Presupuesto Público por US$16.9 millones y US$33.7 millones de 1950 a 1960. Como resultado, en 1961 las finanzas publicas estaban más endeudadas que en 1931 (US$16,292 millones), sin cambio de importancia en el ingreso per cápita del dominicano, de US$233 en 1931 pasó a US$264 en 1961. Si de tiempo en tiempo se revive la propaganda política mentirosa de Trujillo, es porque la historiografía especializada moderna no ha corregido lo que se lee en libros de historia sobre la deuda pública”. (1) En el mismo orden de ideas, explica Bernardo Vega con lujo de detalles: “Durante la dictadura de Trujillo, y todavía hoy día, se citan como grandes logros del régimen del tirano la eliminación del control norteamericano sobre las aduanas, el repago total de la deuda externa, la creación del Banco Central y el peso dominicano, la acelerada industrialización durante la posguerra, la ayuda al campesino y la definición del territorio nacional a través de un tratado fronterizo con Haití. “La realidad, que nunca se hizo pública durante la dictadura, fue que Haití logró su control aduanal seis años antes que los dominicanos, tuvo moneda propia en 1935, 12 años antes que los dominicanos, y pagó su deuda externa el mismo día que los dominicanos. La República Dominicana fue uno de los últimos tres países de América Latina en tener un Banco Central y moneda propia. Su industrialización fue una de las más lentas del continente, Trujillo quitó tierras a campesinos pobres y el tratado fronterizo realmente se firmó durante el gobierno de Horacio Vásquez y lo que hizo el dictador, al firmar un protocolo de este, fue entregar tierras a Haití que bajo el tratado firmado por Vásquez eran dominicanas, a cambio de un pacto político bajo el cual el Gobierno haitiano se comprometió a no permitir la presencia de exilados antitrujillistas en su territorio”. (2) A pesar de todo, todavía los trujillistas y mucha gente pregonan y piensan que a Trujillo hay que agradecerle por su política de obras públicas, el sistema de educación y salud, las buenas escuelas y hospitales, el bienestar y progreso acumulado en tres décadas de orden. Eso sucede cuando se pierde de vista lo esencial y se presta atención a lo circunstancial o accesorio, a lo que “depende de una cosa principal o está agregado a ella”. Lo que se debe a Trujillo es la creación de una cárcel cementerio, un cementerio carcelario, un régimen de horror e iniquidades perfectamente organizado en el cual el orden y el progreso forman parte del mecanismo de represión, son la parte visible de una mazmorra con fachada de relumbrón. El orden era el terror y la paz era un cementerio. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [56] https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html Notas: (1) Arturo Martínez Moya, “Trujillo no pagó la deuda pública en 1947” ( https://hoy.com.do/trujillo-no-pago-la-deuda-publica-en-1947/) (2) Bernardo Vega “Las falsas hazañas de Trujillo” (http://revista.global/las-falsas-hazanas-de-trujillo/) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator La rueda de la fortuna (1) La firma del tratado Trujillo-Hull se convirtió de la noche a la mañana —por órdenes de la bestia— en el hecho histórico más transcendente de la historia dominicana, con excepción, quizás, del día del nacimiento de la bestia, la llegada al poder de la bestia, el cumpleaños de la mamá de la bestia... La pluma, con la que había firmado, el 24 de septiembre de 1940, se convirtió o quiso ser convertida por el congreso en un símbolo patrio, y el Padre de la Patria Nueva y Benefactor de la patria se convirtió ademas en Restaurador de la Independencia Financiera. El tirano también había ordenado a sus fieles que se declararan en estado de regocijo, que se produjera un estallido de júbilo nacional, que todo el pueblo dominicano celebrara como una fiesta patria el magno acontecimiento y que todos los corazones rebozaran de gratitud, que la gente llorara de alegría y lo recibiera en triunfo como al Dios Apolo en su carro triunfal, que le arrojaron bendiciones al pasar. De hecho, a su regreso al país fue enaltecido, glorificado, deificado, ensalivado circunstancialmente por una lluvia torrencial de alabanzas. En el Altar de la Patria se colocó una tarja de bronce con una inscripción que decía más o menos eterna gloria a Trujillo, benefactor de la patria, a cuyos esfuerzos y sacrificios debe el pueblo dominicano la feliz recuperación de su soberanía financiera... El tratado Trujillo-Hull fue uno de los acontecimientos más celebrados y sazonados durante la era fatídica de la bestia. Tanto así que, en1944, tres años antes de la liquidación de la deuda, se inauguró en el malecón —la flamante avenida George Washington—, el Monumento a la independencia financiera. En realidad es un monumento al mal gusto, un discreto adefesio, formado por dos monolitos, al que la gente puso el nombre de obelisco hembra en contraposición al monolítico y falocrático obelisco macho, otro adefesio, que se encuentra en la misma avenida a corta distancia y conmemora o conmemoraba el cambio de nombre de la ciudad de Santo Domingo a Ciudad Trujillo en 1936. Originalmente el obelisco hembra tenía unas esculturas en alto relieve, alusivas a las musas, y una tarja en tres idiomas —francés, inglés y español—, con las consabidas alabanzas al tirano. Un derrame de alabanzas y explicaciones sobre el histórico hecho que rememoraba el monumento. El regreso de la bestia no fue motivo de alegría para todos sus seguidores. Uno de los más encumbrados, el general José Estrella, quizás el más encumbrado y más fiel y confiado de todos, cayó repentinamente en desgracia, sintió en carne propia los efectos desfavorables de la rueda de la fortuna, de los cambios de humor y del favor del voluble tirano, y se convirtió durante un tiempo en chivo expiatorio. Fue acusado, en pocas palabras, de todos los excesos que había cometido al servicio de la bestia. El general José Estrella era un hombre que ejercía funciones de procónsul en ausencia de la bestia. Se había desempeñado como gobernador de Santiago, un gobernador cuya palabra era ley, batuta y constitución. Luego había sido nombrado Comisionado Especial en el Norte, con poderes discrecionales que ejercía dictatorialmente, pero siempre al servicio de la bestia. Quizás no había otro hombre con tanto poder en el país después de la bestia, y ninguno más leal. Él, más que ninguno, había contribuido a llevar y mantener en el poder a la bestia y más que un hombre leal era un incondicional. Sin embargo, durante la última estadía de Trujillo en los Estados Unidos, con motivo de la firma del tratado, se esparcieron rumores, quizás solamente rumores, que empañaban la impecable hoja de servicios del general José Estrella. Rumores o calumnias que sugerían que el leal servidor se sentía ya bastante fuerte para tratar de sustituir a la bestia. Dice Crassweler que José Estrella había puesto su lealtad a Trujillo por encima de su propia familia cuando su sobrino Rafael estrella Ureña fue perseguido y obligado a salir del país durante los primeros meses de su gobierno. Era una lealtad enfermiza, retorcida y morbosa. José Estrella —dice Crassweler— se inclinaba para rezar (o quizás para fingir que rezaba) ante el retrato de la bestia que tenía en su hogar. Si lo hacía con sinceridad, con sentida devoción, o para convencer a los informantes de que era más papista que el papa, es algo que no está establecido. José Estrella era un tipo rústico, iletrado, pero conocía a la bestia y de seguro sabía a que atenerse. Quizás intuitivamente percibía que el favor de los poderosos no era cosa confiable. La bestia le había dado grandes muestras de estima, le había entregado el Cibao a manera de feudo, lo había elogiado en más de un discurso, había dicho que era el más eficiente de todos sus asociados, que era el hombre que velaba por sus intereses, que él veía allí donde su ojo vigilante no alcanzaba a ver, que enfrentaba a las balas con su pecho para proteger su vida, que era cabal y honesto y responsable como ninguno, que en él la ley tenía el más firme respaldo. El general José Estrella era, de hecho, el asociado más eficiente que había estado a su lado durante sus años de gobierno, fue el hombre que la bestia escogió como padrino de su adorado hijo Ramfis y nunca dejaba de visitarlo cuando pasaba por Santiago. Así las cosas, parecería que Trujillo era tan estrellista como Estrella era trujillista. Pero al cabo de unos cuantos días de su regreso al país el 8 de octubre de 1940 —después de la firma del glorioso tratado Trujillo-Hull—, Estrella fue dado de baja. Fue despojado de todos sus cargos. Otro incondicional, Mario Fermín Cabral, fue nombrado en su lugar como gobernador de Santiago. Lo que se montó al regreso de la bestia fue una farsa, una especie de circo mediático que hizo las delicias de la opinión pública hasta el mes agosto de 1941. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [57] https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/ 04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator La rueda de la fortuna (2) El 16 de octubre de 1940, el general José Estrella —el hombre al que la bestia solía llamar tío José— cayó sorpresivamente en desgracia. Fue destituido como gobernador de Santiago y de todos los demás puestos que ocupaba. Su flamante cargo de Comisionado especial para el norte, en el que se desempeñaba con brutal autonomía, fue simplemente abolido. Apenas un mes más tarde, el día 16 de noviembre, ingresó como prisionero en la fortaleza San Luis de Santiago. Las autoridades habían tenido, por órdenes o sugerencias de la bestia, la muy feliz iniciativa, la inspiración divina de reabrir el caso del asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa Altagracia Almanzar, ejecutado por órdenes o sugerencias de la bestia. Fue apenas el primero de los grandes asesinatos que cometería la bestia en su dilatada carrera criminal, y ocurrió el 1 de junio de 1930, cuando ya había sido declarado ganador de las elecciones, del descarado fraude electoral de mayo de 1930 y cuando todavía no había tomado posesión de la presidencia. Los nombres de los sicarios y de José Estrella, el oficial que les había dado carta blanca para cometer el hecho, habían salido a relucir desde el primer momento. Los asesinos, no obstante, se paseaban y se pasearían toda la vida con impunidad y la opinión pública ardía de indignación. Rafael Estrella Ureña era en ese momento presidente provisional de la República y hay quien dice que lloró con la misma indignación. Se trasladó entonces a Santiago para tratar de aplacar los ánimos y mover de alguna manera el oxidado brazo de la justicia, acallar los insistentes rumores que circulaban. Pero los peores rumores se confirmaron. El mero jefe de los asesinos era su propio tío, el general José Estrella. Y el jefe de todos los jefes y de todos los asesinos era la bestia, el hombre fuerte del país, el infame brigadier, el hombre que ejercía el poder, que mataba y mandaba a matar desde antes de ganar las elecciones y de juramentarse como presidente. Rafael Estrella Ureña se replegó de inmediato. Pensaría que no había nada que hacer o que sería en extremo peligroso y vano el tratar de hacer algo. A la corta y a larga él también sería víctima de la bestia. La bestia lo obligaría a tomar la ruta del exilio, le permitiría volver en un momento muy precario de su existencia, lo nombraría en un cargo, lo metería en la cárcel, lo nombraría después en un más alto cargo y lo ayudaría finalmente a morir durante una cirugía de rutina, pero decretaría tres días de duelo nacional a raíz de sus deceso. José Estrella cayó preso, acusado del asesinato de Martinez Reyna y su esposa, diez años después del crimen y en compañía de Francisco Antonio Veras (Pichilín) y Onofre Torres, a quienes se atribuía la ejecución del hecho. Pero también fueron acusados y encerrados como cómplices Tomás Estrella, Luis Silverio Gómez (que fue suicidado en prisión), Juan Camilo Arias, Mateo Salcedo, Nicolás Peña y Rafael Estrella Ureña, el mismo que había sido presidente y que a la sazón era diputado. Dice Crassweler que sobre la cabeza de José Estrella cayó un torrente de denuncias, de todo tipo de cargos civiles y criminales y que en el camino a la cárcel la gente se arremolinaba a su alrededor en número cada vez mayor, lo insultaban, lo vejaban, lo humillaban. Parecía que el enfurecido público hubiera sido capaz de desgarrarlo miembro por miembro si los custodias del general lo hubiesen permitido. Pero no está claro si tales manifestaciones eran espontáneas o si se trataba de un espectáculo previamente organizado en el que participaban mayormente agentes del gobierno, guardias y policías, quizás, vestidos de civil. José Estrella fue acusado de todo lo que podía ser acusado. Se lo acusó —dice Crassweller— de hurtos mayores y menores, se lo acusó de estupró, se lo acusó de crímenes y asesinatos al granel. Se invitó a los parientes de las víctimas a ofrecer testimonio contra el imputado, se exhumaron numerosos cuerpos de sus víctimas para supuestos fines de investigación, y se exhibieron y pasearon por calles de Santiago. El general Estrella —añade Crassveller— fue castigado además con la deshonrosa y humillante expulsión de las filas del glorioso Partido Dominicano, se le despojó de la medalla al Mérito Militar, la prestigiosa Orden de Trujillo y la Orden de Duarte. Lo había perdido todo, incluyendo el honor, pero al general Estrella nunca pareció importarle. Para empeorar las cosas, la bestia se ausentó nueva vez del país y lo abandonó a su suerte al querido y admirado tío José, lo dejó en manos del brazo imparcial de la justicia, y durante su larga ausencia de cuatro meses todo fue de mal en peor para el general en desgracia. Incluso fue acusado de la muerte de un fotógrafo llamado José Roca y condenado a veinte años frente a un numeroso público que aplaudió frenéticamente. Lo extraño o aparentemente extraño del caso era la calma y desvergüenza y tranquilidad con la que José Estrella tomaba las cosas. Todos los agravios parecían rebotar sobre su piel de cocodrilo, no le hacían mella. Admitía —como dice Crassweller— con imprudente o temerario candor las infinitas atrocidades que había cometido en el Cibao, pero desligando a la bestia de toda responsabilidad. El energúmeno no se arrepentía de nada. Decía y repetía con la más desafiante actitud que si volvía a encontrarse de nuevo al mando de sus tropas procedería de igual manera contra todo aquel que osase atentar contra su querida bestia y hasta confesó voluntariamente haber ordenado la muerte de Virgilio Martínez Reyna, que provocó a su vez la de su esposa Altagracia Almanzar y la del hijo que llevaba en su vientre. Quizás la actitud desafiante de José Estrella se explica a la luz del instinto, del instintivo conocimiento de la naturaleza de la bestia. Quizás de alguna manera sabía o advertía que sólo se trataba de un juego que ya conocía, de una jugarreta política, una de las tantas jugarretas políticas a las que era aficionada la bestia. Acaso simplemente sabía que a la corta o a la larga las aguas volverían a su nivel, como en efecto volvieron. José Estrella era tan bestia como la bestia y en el fondo creía que bestia con bestia no se cortan. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [58] https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/ 04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator La rueda de la fortuna (3) La bestia estaba de buen humor en esa época. Había superado el ántrax y la septicemia y había viajado a la patria de sus amos para firmar el tratado más importante de la bolita del mundo y a su regreso había encerrado en prisión a un cancerbero que hasta la fecha había sido uno de sus más fieles y cercanos colaboradores, lo había hecho acusar públicamente de un crimen horrendo que él mismo había ordenado y había convertido el país en un circo mediático donde las mismas fieras que estaban a su servicio eran objeto de escarnio. Con su buen humor específicamente macabro y retorcido, nombraba y metía en la cárcel alternativamente a los más encopetados y confiados funcionarios de su régimen, hacía y deshacía a su antojo todo lo que le daba la gana y se afianzaba cada día más en el poder. Además le había cogido el gusto a los viajes y viajaba por motivos de estado, por motivo de negocios, por motivos de salud, por cualquier motivo. Durante un crucero de placer encontraría amigos afables entre los banqueros y especuladores de Wall Street e incluso entre los miembros de la realeza británica. De hecho, visitó en la isla de Nasáu al Duque de Windsor y se reunió eventualmente en Cabo Haitiano con el presidente Elie Lescot. En esos días felices su inseparable compañero de viajes era el Coronel McLaughlin, un oficial que había venido al país en 1916 con las tropas de ocupación y se había quedado al servicio de la familia de la bestia y al servicio más o menos disimulado del imperio. Un colaborador y un informante del más alto nivel. Lo que más divertía a la bestia era el juego del gato y el ratón, la acusación, la farsa jurídica que tenía como epicentro al general José Estrella en el proceso por el asesinato de Martínez Reyna. La bestia tiraba y aflojaba los hilos como un hábil titiritero porque sabía hasta dónde se podía llegar sin que las cosas se salieran de control. La acusación fue, en efecto, al poco tiempo desestimada porque supuestamente había pasado el plazo previsto por la ley o porque a ninguna autoridad le interesaba llevar el proceso más allá del mínimo necesario. José Estrella seguiría preso provisionalmente porque había sido condenado a veinte años por la muerte del fotógrafo José Roca. En cambio su sobrino Rafael Estrella Ureña fue puesto en libertad y se apresuró o lo apresuraron a mandarle un telegrama de agradecimiento a la bestia, que se encontraba en Nueva York. Pero en cuanto la bestia regresó, la medida empezó a ser cuestionada, empezaron a descubrirse (por órdenes de la bestia) ciertas inadmisibles irregularidades o más bien complicidades concernientes a la administración de la justicia en el sonado proceso y al decoro de honorables funcionarios Muy pronto la bestia volvería a ejercer su macabro sentido del humor, pondría de nuevo a girar la rueda de la fortuna y uno de los más devotos e insospechados servidores se sacaría el premio mayor: caería de su estado de gracia, la gracia de la bestia, e iría a parar a la cárcel sin apenas tener tiempo de reponerse del susto, del desagradable y repentino remeneón a que estaban expuestos todos los cortesanos. Esta vez le tocó el turno al inefable Mario Fermín Cabral, el hombre que decía o que dicen que decía: “Trujillo es como el sándalo que perfuma el hacha que lo hiere”. Había dedicado sus mejores años al servicio de la bestia, a la alabanza, a la adulación desembozada y desvergonzada y al endiosamiento de la bestia. Se había ganado, sin duda, el aprecio y el desprecio que la bestia dispensaba intermitentemente a sus más arrastrados servidores. Fermín Cabral —nieto del abominable presidente Buenaventura Báez—, había formado parte del grupo de conspiradores que apoyaron a la bestia para derrocar a Horacio Vázquez y entronizarse en el poder. Por sus buenos servicios sería premiado con una larga senaduría y otros cargos de importancia. Como legislador se distinguió por una de las más luminosas iniciativas del momento: la de ser autor del proyecto de ley mediante el cual se cambió de nombre a la ciudad de Santo Domingo por el de Ciudad Trujillo, el nombre de “su reconstructor insigne”. Hay que anotar, sin embargo, que al decir de un gran escritor de cuyo nombre no quiero acordarme, más que la bestia era la ciudad la que se honraba con su nombre. No había, pues, motivo ni razón para sospechar que la cabeza de Fermín Cabral estuviese a punto de rodar. Había sido gobernador de Santiago durante nueve meses, en sustitución de José Estrella y se había desempeñado como el manso, el dócil, el habitual complaciente cortesano que solía ser. Pero la bestia tenía planes para él. Crassweller cuenta que la noche del 10 de junio de 1941 Trujillo asistió a una pomposa fiesta en la ciudad de Santiago de los Caballeros, y que todos los invitados se divertían o fingían divertirse a sus anchas, con el nerviosismo que nadie dejaba de sentir en su presencia. La fiesta duró hasta el amanecer, hasta que Trujillo quiso que durara porque nadie podía abandonar el lugar antes que él ni dar muestras de alivio o regocijo cuando se fuera. En algún momento la bestia propuso un brindis con su bebida favorita, un brindis con Carlos I que nadie podía rechazar. Se puso de pie —dice Crassweller— con evidente ánimo festivo y brindó por el gobernador vitalicio de la provincia de Santiago, brindó por su fiel amigo Mario Fermín Cabral y parecía sincero al brindar. Fermín Cabral empezaría a levitar metafóricamente, se sentiría liviano, aéreo mientras flotaba o le parecía flotar ingrávido en el éter, embargado por una inmensa felicidad. Había recibido la bendición de la bestia y se sentía puro como un ángel. Al poco rato, cuando estaba saliendo del lugar, se le acercó un pundonoroso oficial del ejército y le dijo cortésmente —quizás en el tono más educado y afectuoso posible— que tenía órdenes de llevarlo a la cárcel, a la cárcel precisamente, en la grata compañía del coronel Veras Fernández . La bestia volvió a salir de viaje no mucho tiempo después y se desentendió del asunto. Lo dejó en manos de la justicia. Contra el Coronel Veras Fernández y contra su gran amigo, el gobernador vitalicio de Santiago de los Caballeros, se formularon graves acusaciones. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [59] Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. La rueda de la fortuna (4 de 4) Pedro Conde Sturla 20 agosto, 2021 Fermín Cabral y el coronel Veras Fernández pasarían unas semanas amargas en chirola, unas inesperadas vacaciones carcelarias, sin sospechar siquiera el motivo por el que habían sido agraciados con tan ingrata distinción. Sólo sabían, en principio, que sobre ellos pendían “graves acusaciones”. Pero por más que se devanaban la sesera no recordaban haber cometido en el ejercicio de sus funciones ninguna falta que justificara el trato, las múltiples desconsideraciones que habían recibido. Nada, absolutamente nada los hacia acreedores a tan indigna y bochornosa retribución. La naturaleza de las gravísimas acusaciones saldría muy pronto a relucir y no parecía, por desgracia, que fueran a ser desestimadas. En cuanto la bestia regresó al país, después de un mes de ausencia, que debió parecerle a los prisioneros una especie de eternidad, el misterio comenzó a desentrañarse. Todo se debía a una intriga, una tramoya atribuida al general José Estrella, un ardid epistolar. Desde su cárcel en la Fortaleza Ozama —dice Crassweller—, José Estrella escribió una carta en la que solicitaba cortésmente, justificadamente una amnistía. Estrella defendía su moralidad, defendía quizás su pundonor, proclamaba su inocencia o una extraña suerte de inocencia en el caso del asesinato del fotógrafo José Roca, por el que estaba condenado a veinte años. A su juicio, según decía en la carta, el homicidio de Roca se justificaba por tratarse de un asunto de interés público. Su asesinato había sido, como quien dice, un servicio a la patria. Y en cuanto a la muerte de Martinez Reyna y su señora esposa atribuía toda responsabilidad a su sobrino Rafael Estrella Ureña. Con toda la fuerza de descaro o desfachatez de la que era capaz, aseguró que el sobreseimiento de la acusación contra Estrella Ureña era debida a la “inexplicable y flagrante omisión” de Fermín Cabral y Veras Fernández. Ambos habían interpuesto supuestamente sus buenos oficios o mejor dicho sus turbios manejos para beneficiar así a Rafael Estrella Ureña y al coronel Veras Fernández. De manera que contra ellos se abatió ahora todo el peso de la justicia. En el proceso que se les siguió, ambos fueron acusados, por comision y omisión, de haber violado la ley, de complicidad y negligencia en la liberación de Rafael Estrella Ureña. Ninguno de los dos podía creerlo. Concretamente, a Fermín Cabral y Veras Fernández se los acusaba de haber coaccionado y quizás amenazado, o de alguna manera intimidado al juez para que desestimara la pesada acusación contra Estrella Ureña y Veras Fernández. Para peor, el mismo juez fue citado y desde luego amonestado, aterrorizado y finalmente despedido.Sumariamente despedido. Detrás de todos estos y muchos otros encarcelamientos y persecuciones —¡contra su propia gente!— estaba, por supuesto, la mano tenebrosa de la bestia. La gente conjeturaba, trataba de explicarse un poco en vano, no entendía, en definitiva, el porqué de la caída del general José Estrella. Algunos la atribuían a ciertas irregularidades financieras que habían sido descubiertas y en las que de seguro había incurrido, pero el argumento no resultaba convincente. Dice Crassweller que algunos tenían la opinión de que Trujillo solamente pretendía montar un espectáculo, reafirmar, mostrar de una vez por todas el carácter omnímodo de su autoridad, antes de partir en un viaje al extranjero. La bestial autoridad que en el momento necesario no distinguía entre fieles e infieles. Un rumor que no parecía carecer de fundamento relacionaba la caída de José Estrella con la impresión que le había producido la reciente enfermedad de la bestia y su previsible actitud frente a un vacío en el poder. El estado de salud del todopoderoso mandatario, por más que se hubiera querido mantener en secreto, había hecho sonar todas las alarmas y José Estrella se había alarmado. Quizás había dado algún paso en falso. Campanas de ambición sucesoral se habían escuchado, por ejemplo, en los predios de la hermandad de las bestias y de seguro las había escuchado el poderoso general Estrella con cierta delectación, con cierto inconfesable o más bien disimulado relambimiento. Estrella, como tantos otros, era un hombre fiel, un devoto, pero no carecía de ambiciones y de seguro había cometido un pecado de pensamiento. Un pensamiento impuro. Si las cosas hubiesen salido mal para la bestia, él no habría preguntado por quien doblaban las campanas, habrían estado doblando por la bestia y solamente por la bestia. Se hubiera visto a sí mismo en el trono. Ahora bien, todo aquel burdo espectáculo, aquel juicio escenificado en torno al asesinato de Virgilio Martínez Reyna y su esposa no era más que una farsa, una burla monumental, un vulgar número de feria, un teatro de títeres en el que la bestia movía los hilos. Todos los personajes jugaban sencillamente el papel que les asignaba la bestia. La única y verdadera víctima era la familia Martínez Almánzar. En el mes de julio de 1941 la bestia dio por terminado el espectáculo. Mario Fermín Cabral y el coronel Veras Fernández fueron discretamente liberados, salieron en libertad sin bombos y sin platillos, sin ningún anuncio oficial, sin que la noticia llegara a los periódicos. Sin ningún tipo de publicidad. Veras Fernández volvió a la gracia de la bestia y al poco tiempo fue aceptado como miembro del Partido Dominicano. Fermín Cabral sería elegido o nombrado senador un año más tarde. Rafael Estrella Ureña viviría tal vez lo que le quedaba de vida en permanente zozobra. El general José Estrella saldría también en silencio, a pesar de haber sido condenado a veinte años por la muerte del fotógrafo José Roca, volvería otra vez a disfrutar de la inestimable estima de la bestia, recuperaría sus privilegios, volvería muy pronto a las andadas, volvería a ser un matarife descarado y ostentoso. Seguiría, en fin, siendo el mismo José Estrella que, en el colmo de los agravios, fue alguna vez encargado de supervisar la remodelación y reacondicionamiento de la residencia de Martínez Reyna para que sirviera de alojamiento a la bestia durante las visitas que hacía a la región. El dolor y la indignación de la familia Martínez Almánzar sólo es posible imaginarlo. Pero eso sí, la digna madre de Altagracia Almánzar juró según se dice públicamente en más de una ocasión, se hizo más bien el propósito, se prometió quizás de muchas maneras no morir hasta que la bestia muriera, hasta que dejara de contaminar el mundo con su fétido aliento. Falleció un día después de que ajusticiaran a la bestia. HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [60] https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/ 04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. TERCERA PARTE La bestia sigue a caballo (1) Pedro Conde Sturla 15 octubre, 2021 El día 15 de noviembre de 1940 quedó registrado en la historiografía trujilloniana como uno de los más grandes acontecimientos de la historia patria. En ese magna fecha se anunció la creación de un nuevo partido político que al parecer correspondía al más auténtico clamor de la nación dominicana: el Partido Trujillista. En realidad era un apéndice del Partido Dominicano, una especie de círculo interior, un grupo de élite del que sólo formarían parte los auténticos trujillistas. Aquellos sobre cuya lealtad no había la menor sombra de duda. De hecho, el Partido Trujillista sería como un Monte Olimpo, un paraíso terrenal donde la bestia se rodearía de los más intachables cortesanos. Muchos se sentirían llamados, pero no todos serían elegidos. Desde su fundación, en 1931, el Partido Dominicano celebraba con vehemencia la entereza de aquel prócer que había dicho: “Mis mejores amigos son los hombres de trabajo”. Ahora se sumaba al coro el nuevo Partido Trujillista. Un Partido Trujillista que pretendía ser un reducto moral donde se pretendía honrar la pretendida moral de la bestia. Un príncipe, un gobernante —como decía Maquiavelo— no tiene que tener virtudes, pero debe aparentar que las tiene. El acróstico de Rafael Leónidas Trujillo Molina ( Rectitud, Libertad, Trabajo y Moralidad) exaltaba, en efecto, un dechado de virtudes que la bestia no poseía y que además despreciaba y no le interesaba poseer. Era una oración cínica, en grado superlativo, que había sido escrita y se escribía en caracteres indelebles en paredes y fachadas de los edificios públicos y que se repetía diariamente en los medios de comunicación de todos los rincones del país. Una consigna machacona, oprobiosa. Ahora bien, ser miembro del Partido Dominicano era obligatorio, pero ser miembro del Partido Trujillista era un privilegio. Los miembros de la directiva del Partido Dominicano se contaron entre los primeros que solicitaron la admisión en el Partido Trujillista y fueron admitidos. Casi de inmediato se formó un tremendo avispero. Un enjambre de fogosos trujillistas se manifestó en los días siguientes a favor de incorporarse a la nueva organización y fueron incorporados. Ni los trujillistas sinceros ni los trujillistas de mala gana querían quedarse fuera, pero no fueron pocos los rechazados. Tenían que ganarse la admisión demostrando su lealtad al régimen de modo más fehaciente. En cambio Trujillo solicitó humildemente la aceptación y fue de inmediato aceptado y fue de inmediato nombrado, celebrado, elevado a la condición de jefe único de la organización. Lo cierto es que la bestia parecía estar impaciente. No le hacía tanta gracia, quizás, ejercer el poder sin ostentar en todo momento el glorioso título de Presidente de la República, el signo del poder que le confería la más alta magistratura del Estado. Se estaba preparando para recuperar el valioso símbolo que había depositado en las manos de un gobernante de mentirilla. Desde el nuevo Partido Trujillista y desde el viejo Partido Dominicano se lanzaría su candidatura en las elecciones de 1942 y el pueblo dominicano lo llevaría otra vez a la Presidencia de la República. Como dice Crassweller, no se produjo ninguna diferencia en las boletas electorales del Partido Dominicano y el Partido Trujillista. El nombre de la bestia y los de los demás candidatos eran coincidencialmente los mismos. Los líderes de ambos partidos, que eran también más o menos coincidencialmente los mismos, no ocultaban su complacencia ni ocultaban su impaciencia. Exultaban, nerviosos, ante la idea de ser los primeros en llevar a la bestia la grata noticia. Sorprenderlo quizás con la grata noticia. La bestia no se sentiría sorprendida, pero se mostraría complacida cuando en febrero de 1942 recibió en la Estancia Fundación a un distinguido séquito de connotados dirigentes políticos que venían a decirle que había sido designado candidato a la presidencia por el Partido Dominicano y el Partido Trujillista. Estaban todos vestidos o más bien enfundados en calurosos trajes de lana, de casimir inglés, con ajustados chalecos, con corbatas anudadas como sogas de ahorcar. Algunos de los más emperifollados vestían chaqué, una especie de frac, el traje de máxima etiqueta para eventos formales y ceremonias diurnas. El agobiante traje de pingüino. La bestia, en cambio, vestía deportivamente un traje de montar y montaba un soberbio caballo, uno de los muchos que tenía. La bestia era un magnífico jinete. Montar caballo, violar mujeres, malograr doncellas era algo que había aprendido a la perfección desde su temprana juventud. Los distinguidos dirigentes exhibían en presencia de la bestia una extraña dignidad (la dignidad o indignidad de los cortesanos) y la bestia exhibía una extraña indiferencia, una especie de desdén o de desprecio. Al frente de la delegación estaban Porfirio Herrera, Paíno Pichardo, Cucho Álvarez Pina y otros encumbrados personajes, pero la bestia no les prestó mayor atención. Empezó a pavonearse en su caballo árabe pura sangre: un encabritado semental árabe de pura sangre, como dice Crassweller. Mientras los delegados discurseaban, lo aclamaban, se deshacían en elogios y felicitaciones, la bestia exhibía su destreza a lomo del cuadrúpedo imponente, maniobraba con su consumada habilidad, lo espoleaba, le hacía tascar el freno, lo hacía recular, caracolear, encabritarse, lo obligaba a embestir y frenar de golpe. Le imponía su dominio. Lo sometía a la obediencia. Al final del acto se encaró por primera vez en serio con los nerviosos y acalorados miembros de la delegación. Sólo el caballo que montaba la bestia sudaba más que ellos. Los miró, se miraron, se quedarían probablemente unos segundos en silencio. Luego, con su tenebrosa vocecita chillona, la bestia pronunció unas palabras que la historia recogería en letras mayúsculas, letras de tinta y plomo, letras de piedra y bronce que quedarían grabadas en la memoria de los siglos: —Y seguiré a caballo... Esa fue su manera de aceptar la candidatura que tan complacientemente le ofrecían y que celebró de inmediato con gran estruendo de fuegos artificiales que tenía reservados para la ocasión, el inicio más o menos oficial de la campaña. Una descomunal campaña de prensa y radio que se hizo eco de la frase que la bestia había pronunciado desde la altura heroica de su pura sangre árabe. Es posible que ni siquiera el Cid Campeador ni Alejandro el Conquistador hubieran sido tan celebrados en su época como lo fuera la bestia en esos días. Las fotos del intrépido jinete aparecían como por magia en todas partes. La frase de la bestia, la vanidad sin fondo de la bestia, las fotos de la bestia a lomo de briosos corceles pasarían a la historia. (Historia criminal del trujillato [61]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. La bestia sigue a caballo (2 de 2) Pedro Conde Sturla 22 octubre, 2021 Las elecciones del 16 de mayo de 1942 fueron precedidas por un gran despliegue de propaganda y movilizaciones de masa, por un aparente derrame de entusiasmo visceral en todo el país, una entrega aparentemente incondicional del pueblo dominicano a los encantos de la bestia. Prácticamente no había oposición, pero la contienda parecía reñida. Como era de esperarse, la bestia ganó, efectivamente, como tenía que ganar. Ganó por abrumadora mayoría, casi por unanimidad, casi por aclamación, y con un total de 509,999 votos. Un triunfo limpio, avasallador, que no dejaba lugar ni para dudas. Los más ilustrados cortesanos habían vaticinado el triunfo, desde luego. Nada tenía de raro que un candidato que se había ganado todos los corazones ganara también las elecciones. La bestia volvería a lucir sobre su pecho la banda presidencial que nunca debió haberse quitado, ocuparía la magistratura que le correspondía Pero la bestia estaba impaciente. Había ganado las elecciones y aún tenía que esperar unos largos meses para tomar posesión del cargo y no se aguantaba las ganas. Faltaba mucho tiempo para la juramentación, que tendría lugar el 16 de agosto, y la bestia estaba impaciente. Para peor, la patria también estaba impaciente. Sus cortesanos estaban tan nerviosos como impacientes y se desvelaban tratando de encontrar una solución. Hasta que finalmente intervino la providencia y se le encontró salida a un callejón que no parecía tenerla. En realidad, la providencia había intervenido graciosamente, se había manifestado con tres semanas de antelación en su divina gracia desde la cámara de diputados que presidía en ese momento Manuel Arturo Peña Batlle. Durante muchos años, Manuel Arturo Peña Batlle había sido —como es sabido— un fiero opositor de la bestia, hasta que la bestia lo quebró —quebró su espíritu el miedo—, y lo redujo a la condición de cortesano, uno de sus más arrastrados cortesanos, pero la bestia nunca le perdonó sus años de oposicionista y lo sometió hasta el final de su vida a un régimen terrible de humillaciones y sobresaltos. Es posible que Peña Batlle tampoco se perdonara a sí mismo y terminara perdiendo —como algunos afirman— el equilibrio emocional y la cordura. El hecho es que en esa época detentaba y ostentaba la presidencia de la Cámara de Diputados y, anticipando de alguna manera el resultado de las elecciones, tuvo de repente una idea brillante, una feliz ocurrencia, una inspirada iniciativa que le permitiría al querido jefe y a toda nación dominicana colmar sus aspiraciones. Lo que el visionario Peña Batlle había propuesto desde antes de las elecciones era tan simple como brillante, quizás incluso legal de alguna manera indefinible. Pero era además una cosa lógica... Dado el grado de consenso que se preveía que la bestia alcanzaría en las urnas, era imperativamente indispensable que ocupara de inmediato la presidencia y se obviara el intervalo, el innecesario intervalo que mediaba entre el 16 de mayo y el 16 de agosto. Aparte de manipular o hacer picadillo las leyes, había que contar, por supuesto, con el consenso de presidente putativo de la nación, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, pero el presidente se mostró de acuerdo inmediatamente, quizás incluso antes de que se lo propusieran, si acaso se lo propusieron. Además, siguiendo su ejemplo, los dos partidos políticos que sustentaron la candidatura de la bestia, el Partido Dominicano y el Partido Trujillista, dieron asimismo su aprobación. De hecho —según lo que cuenta Crassweller— Troncoso fue en cierta manera el artífice de la transición. Una transición que fue facilitada enormemente por su desprendimiento y gran idealismo y sobre todo por las ganas que de seguro tenía por quitarse del medio. A él le tocaría poner en marcha el sencillo mecanismo que de seguro formaba parte del proyecto que había concebido Peña Batlle para facilitar el supuesto cambio de mandos. Según las leyes de la época, el cargo de Secretario de guerra, marina y aviación era el primero en la línea de sucesión a la presidencia, un cargo que, coincidencialmente, estaba en manos de Héctor Bienvenido Trujillo Molina, alias Negro, el hermano favorito, el consentido de la bestia. Pero Negro, por extraña casualidad, había renunciado al cargo el día anterior a las elecciones. Dos días más tarde, el presidente Troncoso tuvo la feliz ocurrencia de nombrar a la bestia en su lugar y poco tiempo más tarde presentó patrióticamente su renuncia. La bestia ocupó de inmediato la presidencia y de inmediato restituyó a su hermano mimado en el preciado cargo de Secretario de guerra, marina y aviación. Es decir, cambiaron un poco todas las cosas en el mejor estilo lampedusiano o gatopardiano para que todo siguiera igual que antes. O mejor dicho peor. Troncoso abandonó, pues, la Presidencia con la frente en alto y no pudo contener la emoción cuando pasó por el Palacio Nacional a despedirse. Pronunció entonces unas palabras históricas que han quedado registradas en los anales de la más vergonzante adulonería. Dijo que nunca había visto ni volvería a ver un espectáculo tan democrático como el de esa transición de la bestia a la presidencia de la República. Era, en efecto —según sus propias palabras—, el más reconfortante espectáculo democrático que registraba su memoria. Pero Troncoso también pasaría a la historia como el presidente bajo cuyo gobierno el país le declaró la guerra a Japón después del ataque a Pearl Harbor. Por lo demás, en las elecciones de 1942 se hizo realidad el sueño de las feministas trujillistas dominicanas: las mujeres adquirieron el derecho a voto, el derecho a votar por la bestia, desde luego, y votaron masivamente, unánimemente por la bestia. La rama feminista del Partido Dominicano se había fundado en 1940 y una de las más destacadas activistas respondía al nombre de Isabel Mayer, la gran amiga de la bestia, la prestigiosa Celestina en cuya casa de Montecristi la bestia anunció el inicio del corte, la matanza haitiana, una mujer de horca y cuchilla que se convertiría en la primera senadora dominicana. De hecho, su fama y prestigio sólo han sido parcialmente opacadas por las de Minerva Bernardino, la feroz hermana del monstruoso Felix W. Bernardino, la destacada diplomática, “el cerebro siniestro detrás del secuestro del catedrático de la Universidad de Columbia Manuel de Jesús Galíndez”. (Historia criminal del trujillato [62]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Los inmigrantes Pedro Conde Sturla 29 octubre, 2021 Mis hermanas y yo —las hijas del conocido general Bonilla— no podíamos estar más contentas. El querido Jefe había vuelto a ocupar la presidencia de la República, que nunca debió abandonar, y permanecería en el cargo durante diez años inolvidables, entre 1942 y 1952. Hubiera podido retirarse después y disfrutar de su merecido reposo de guerrero, pero su sentido de responsabilidad y su amor a la patria iban más allá del deber cumplido, más allá de lo que nadie podía suponer. En consecuencia, para que el destino de la nación no volviera a torcer su rumbo, como lo había hecho tantas veces en nuestra historia, encauzó a su hermano Héctor por los senderos de la política y no descansó, no tuvo reposo hasta no verlo instalado, mediante elecciones libres, en la llamada silla de alfileres. La primera magistratura de la nación. Nadie mejor que el generalísimo Héctor Bienvenido Trujillo Molina para sustituirlo. Un hermano y un hijo a la vez, su hijo hermano, el más cercano y afectuoso, el que más se identificaba con sus principios e ideales, con su titánica tarea de estadista. Nada habría podido salir mejor. Un generalísimo en el poder y otro generalísimo gravitando como figura tutelar, ejerciendo su benéfica influencia, su autoridad moral para esquivar las jugarretas del azar, para evitar que el país volviera a ser víctima del azar. Para que el rumbo del país no se descarriara. Al regreso del querido Jefe a la Presidencia, la nación empezó a encarrilarse casi de inmediato por la ruta del desarrollo. De la noche a la mañana surgieron fábricas de todo tipo en el sector industrial y agroindustrial. Fábricas de zapatos y fábricas de cemento, de alcohol, de pinturas, de baterías, incluso de armas para uso del Ejército, procesadoras de café y cacao, carne y leche, sal y aceite. Florecieron por igual las industrias textiles y manufactureras, las marmolerías, innumerables compañías dedicadas a la exportación e importación. Hubo también un renacimiento y modernización de la construcción que dio origen a una nueva ciudad de sólidas edificaciones de bloques y cemento. Además, en el año de 1947 fue construido el monumental Palacio Nacional, un verdadero motivo de orgullo para todo el país y un motivo de asombro y hasta de envidia para el resto del mundo. El progreso se hacía sentir entre las grandes masas, que eran las que más se beneficiaban. Más que una época de prosperidad, los años del querido Jefe en el poder fueron una época de felicidad. En su condición de estadista, puso siempre especial empeño en proyectar la imagen del país en los términos más favorables hacia el exterior. Se dedicó en cuerpo y alma a establecer tratados de amistad con naciones del lejano oriente, incluyendo a Japón y China, y hasta ofreció ayuda a Finlandia en su desigual contienda contra Rusia y se ofreció como mediador en el conflicto del Chaco, la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay. Algo a lo que el querido Jefe puso especial atención, y a lo que todos debemos estar agradecidos, fue al peligro haitiano. Conjurar el peligro haitiano y mejorar la raza, sobre todo en la frontera, fue su más grande anhelo. Fruto de esa preocupación, esos desvelos, fue la humanitaria naturaleza de la dichosa, la generosa iniciativa política de acoger en esta tierra a millares de europeos desplazados de sus tierras por la guerra civil española, la segunda guerra mundial y otras catástrofes. A principios de los años cincuenta Ciudad Trujillo se convirtió en un hervidero de españoles y húngaros y ciudadanos de otras nacionalidades. Más tarde llegarían centenares de agricultores japoneses destinados, en su mayoría, a la zona fronteriza. Los japoneses llegaron por primera vez a la deslumbrante Ciudad Trujillo el 26 de julio de 1956, a bordo del vapor Brazil Maru. Veintiocho familias, ciento ochenta y seis personas en total, que fueron trasladas casi de inmediato a Dajabón. Habían llegado a lo que ya se conocía internacionalmente como “El paraíso del Caribe” y se les había dotado con todas las comodidades. Una casa y trescientas tareas por familia, sesenta centavos diarios para cada miembro de cada familia, exoneración de impuestos gubernamentales a los artículos que los inmigrantes trajeran de Japón. El asentamiento fue tan exitoso que los japoneses siguieron llegando en oleadas, hasta completar unas doscientas cuarenta y nueve familias compuestas por más de mil quinientos inmigrantes, que fueron ubicados en varios asentamientos a lo largo de la frontera con Haití, desde el extremo norte hasta el extremo sur de la isla, pero también en Constanza y Jarabacoa, en la misma Cordillera Central de la que nacen nuestros más importantes ríos. En poco tiempo el territorio nacional se poblaría de asentamientos agrícolas de japoneses, de numerosos españoles y húngaros que producirían prácticamente una revolución en la producción de alimentos. Además, en su noble cruzada por mejorar la raza de los dominicanos, el querido Jefe trasladó a centenares de cibaeños blancos de los alrededores de Santiago —de sus lomas y montañas adyacentes— a la región de San Cristobal, donde la población era mayoritariamente de piel oscura. El carácter solidario de la política exterior de la República a favor de los inmigrantes cosechaba aplausos en las más vastas regiones del globo, pero nadie estaba preparado para lo que sucedió en 1938 en la conferencia internacional que tuvo lugar en la ciudad francesa de Evian. Allí se reunieron del 6 al 15 de julio delegados de treinta y dos países para tratar de encontrar solución al drama o mejor dicho tragedia de los refugiados judíos alemanes. Todos los delegados se condolían, pero ningún país se mostraba dispuesto a aceptar refugiados. Cuando el delegado dominicano anunció la disposición del gobierno del país para acoger en las mejores condiciones a cien mil judíos, la audiencia recibió una especie de choque eléctrico. Era la más deslumbrante, generosa y sorprendente propuesta que jamás recibirían los judíos de cualquier país del mundo, una que dejó al mundo entero con la boca abierta y que consagró el singular carácter humanitario del gobernante que dio su nombre a la bien llamada Era de Trujillo. Consagraría, asimismo, el carácter visionario del querido Jefe. La redistribución de los cibaeños blancos, la nueva sangre de los extranjeros españoles, húngaros, japoneses y los cien mil judíos diseminados por el territorio nacional habrían dado a la República una nueva y mejorada identidad racial. El Padre de la Patria Nueva se convertiría en el Padre de la Raza Nueva. Lamentablemente, los judíos se mostraron ingratos o por lo menos indiferentes. Apenas unos tres mil se acogieron al ofrecimiento y no tuvieron motivos de arrepentirse. Fueron instalados en los predios de Sosúa en condiciones inmejorables. A cada uno le fueron entregadas trescientas tareas de tierra, casa, vacas, mulas y caballos. (Historia criminal del trujillato [63]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Inmigración Japonesa a la República Dominicana http://www.discovernikkei.org/es/journal/2015/11/13/dominican-republic/. Meditaciones morales (1) Pedro Conde Sturla 5 noviembre, 2021 En aquellos años felices en que el país se convertía en la Meca de miles de refugiados, no sólo repuntó la economía, no fue sólo una época de progreso material sino también espiritual, cultural, intelectual, literario. Una verdadera especie de renacimiento. La literatura y las artes plásticas florecieron como nunca habían florecido en el país. Los poetas cantaban a Trujillo, las poetisas cantaban a Trujillo, los estudiantes dedicaban sus tesis a Trujillo. Todos querían a Trujillo. Todos se turnaban para mostrar su lealtad y su amor a Trujillo. Uno de los poetas que con más acierto recogió el sentimiento de desamparo que embargaba a los capitaleños cuando, por cualquier motivo, el querido Jefe faltaba a su cotidiano paseo vespertino por el malecón, escribió alguna vez estas palabras desconsoladamente poéticas que nos hacían vibrar de pura emoción: “Qué tristes son, que solas, las tardes sin Trujillo.” Mis hermanas y yo —las hijas del conocido general Bonilla— nunca olvidaríamos esa época. Quizás la más gloriosa de la bien llamada era gloriosa. Muchos autores dominicanos alcanzaron entonces fama internacional, pero la figura más prominente de las letras dominicanas era mujer. Respondía al nombre de María Martínez. María Martínez de Trujillo, la amada esposa del querido Jefe, que hubiera sido también un fino escritor si se hubiese dispuesto a serlo y en cierta manera lo fue. De hecho, en el año de gracia de 1937 el querido Jefe dio a conocer un portentoso libro que llevaba su firma. Era un respetable volumen de 329 páginas, de esos que se paran solos, al decir de un prestigioso poeta contemporáneo. Tenía por título “Reajuste de la deuda externa” y desde el título anunciaba su importancia capital. Se trataba de un informe exquisitamente detallado y en el mejor estilo literario sobre asuntos jurídicos y legales. Un libro de pasmosa erudición que mostraba además el conocimiento del querido Jefe en torno a los más variados asuntos, incluyendo historia, economía, estadística. La obra colosal de un coloso, de un genio que concitó la envidia de muchos especialistas. Sin embargo, y en honor a la verdad, desde el punto de vista literario las obras de María Martinez de Trujillo opacaban a las de todos sus contemporáneos. Lo cierto es que cuando Doña María Martínez de Trujillo, nuestra venerada primera dama, empezó a escribir sus primeros ensayos nos dejó a todos con la boca abierta. La ilustre primera dama era una mujer culta, aficionada a la lectura y de una moral intachable, por supuesto, pero nada hacía sospechar que tenía semejante talento literario y tanto dominio de la filosofía. Semana tras semanas comenzaron de repente a aparecer en el prestigioso vespertino “La Nación” sus memorables y amenos escritos con el título de “Meditaciones morales”. Era cada uno mejor que el otro y concitaron de inmediato la más espontánea admiración. La primera dama se conocía al dedillo a los grandes pensadores clásicos y en cada entrega entablaba con alguno de ellos una especie de diálogo crítico. Nada humano le era ajeno, ningún conocimiento escapaba a su dominio. Disertaba magistralmente sobre uno u otro tema. El éxito fue tan abrumador que la primera dama se vio prácticamente compelida a recoger sus ensayos en un volumen que sería publicado en 1948 y que la lanzaría a la fama continental. Tanto así que sería prontamente traducido al inglés en 1954 por la editora newyorquina Caribbean Library con el título de “Moral Meditations”. Una soberbia traducción de René Rasforter. Además, el doctor Joaquín Balaguer —que era un ferviente admirador de María Martinez y a la sazón ocupaba el cargo de embajador en México—, desde que tuvo conocimiento del proyecto puso especial empeño en darlo a conocer a sus muchos amigos y conocidos escritores. Uno de ellos, el célebre José Vasconcelos, quedó virtualmente deslumbrado y se ofreció humildemente a escribir un prólogo que sería como el engarce de una piedra preciosa. Un prólogo que lo dice todo. Pero no es María Martinez la que se honra, sino el propio Vasconcelos. En rigor, es mucho más lo que dice de él que de la autora del libro. PRÓLOGO Continuando una noble tradición literaria de su país, la señora María Martínez de Trujillo presenta en estas páginas de “MEDITACIONES MORALES” fuerte y sana doctrina para uso de las madres dominicanas. Desde luego es obvio que será benéfica esa doctrina también para todas las madres del continente hispánico. Suele la madre cuidar con esmero la ropa, el abrigo y los alimentos del pequeñuelo; pero hay pocas madres capaces de prestar atención eficaz al ser de espíritu que en cada niño aparece y aguarda desamparado la guía de sus ancestros. El cuidado moral del niño se cumple entonces inspirándole el amor de la conducta recta, el conocimiento de los principios que norman la vida de la conciencia. Doña María Martínez de Trujillo pone de su cosecha buenos y claros consejos para cada una de las circunstancias de la conducta y en seguida, con tino singular, reafirma sus apreciaciones en textos escogidos de la obra de las más grandes mentalidades contemporáneas. Eça de Queiroz en su aspecto poco conocido de moralista, Pi Margall, Ricardo León, Zola, Francisco de Castro, Constancio C. Vigil, el gran moralista uruguayo; Cicerón y autores infantiles menos famosos desfilan por el texto de la autora, dándole prestancia. El lector, por otra parte, se sorprende al descubrir el (!con- ciones?) de la señora de Trujillo con los textos ilustres que comenta. En nuestro ambiente literario tan escaso de literatura infantil que no sea producto de traducciones, el libro de la señora Trujillo contribuye a llenar ese vacío y está llamado a perdurar como lectura escolar de la más firme calidad. Su moral es valiente, no niega, proclama la necesidad que toda moral tiene de ser cristiana para ser valiosa y fecunda; y moral sin laicismo es la única que merece pasar a manos de los niños. La alta posición social de la autora en su patria, añade autoridad a sus juicios; pero el libro vale de por sí, para todo el que lo lea sin preguntar la posición de quien lo escribe. Aparece además en tiempo muy oportuno, puesto que una de las exigencias del momento presente es que la mujer intervenga en la vida pública y no precisamente para actuar en ella, pero sí para defender, dentro de la política, los intereses del hogar. El hombre abandona pronto la casa; la índole de sus tareas lo llevan a menudo, tan lejos, que la infancia se le vuelve un dulce sueño y nada más. Cuando le llega la hora de formar hogar propio el hombre cree cumplir si da atención económica y cariño, pero absorbido como está por las luchas de afuera, tiende a olvidar los deberes de mentor de los hijos. En cambio la mujer, más reconcentrada en la vida privada, tiene siempre delante la imagen del hogar ideal y la visión de los riesgos que lo amenazan desde el exterior. El error del feminismo consistió en movilizar a la mujer para llevarla a competir con el hombre. aun en terrenos en que todas las ventajas estaban en su contra. El esfuerzo resultó infructuoso y dejó rencor y disgusto en hombres y mujeres. El feminismo moderno es muy distinto: no quiere mujeres como hombres, sino mujeres cabales. Y puesto que, tan mal lo hemos hecho los hombres, en las últimas décadas, por lo que hace a la administración de los asuntos públicos, es natural que la mujer sienta la obligación de venir a salvar lo que nosotros estamos dejando perecer: la riqueza de sentimientos del niño, riqueza de cuyo aprovechamiento dependen la paz y el futuro del mundo. La mujer, en su gran mayoría, ha sabido mantenerse limpia y extraña a las corrupciones del tiempo, y se presenta ahora a las urnas, no precisamente para disputar el cargo de representante o de jefe, sino para exigir que sean bien escogidos los representantes y los jefes. La mujer como autora, y este es el caso de la señora de Trujillo, ya no se presenta incitando pasiones que no han menester de estímulo, sino recordando al niño y al hombre las exigencias del patriotismo, que tienen por base la intención y la fuerza de almas educadas en la austeridad y la rectitud. Gracias al esfuerzo de estas almas de selección, la sociedad no acaba, deshecha en la guerra sin cuartel, o hundida en las viciosas sensualidades de la decadencia. José Vasconcelos. (Historia criminal del trujillato [64]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Cómo los Trujillo entraron en la bibliografía literaria dominicana Franklin Gutiérrez (https://issuu.com/uprhumacao/docs/cuadrivium/s/11211459) Meditaciones morales (2 de 2) Pedro Conde Sturla 12 noviembre, 2021 “Meditaciones morales” (el libro de la españolita como todos le decían porque era blanca y bonita), se convirtió en un best seller, un verdadero éxito de venta. Las numerosas ediciones se sucedían unas tras otras sin que el interés del público diera señales de desfallecer. No sólo los intelectuales, sino también los empleados públicos mostraban un interés inusitado. Era el libro de moda, el que nadie quería quedarse sin leer, el libro que todos compraban y todos llegaron a tener, el libro con el que muchos se paseaban orgullosamente bajo el brazo. El libro del que todos hablaban. De hecho, los comentarios y reseñas que aparecían en los periódicos ocupaban páginas y más páginas, y la radio también se hacía eco del fenómeno. Por su gran acogida, aparte de sus valores éticos y estéticos, no pasó mucho sin que fuera incorporado como libro de texto del bachillerato. Era la obra que mis hermanas y yo —las hijas del general Bonilla—, poníamos a leer a los estudiantes en las clases de moral y cívica y de lectura comprensiva en la Escuela Normal de Varones Presidente Trujillo y en el Instituto de Señoritas Salomé Ureña, las dos mejores escuelas del país. En las brillantes páginas de “Meditaciones morales” desfilaban los nombres de los pensadores más ilustres, docenas de fragmentos escogidos de las obras de Séneca, Cicerón, Kempis, Lamartine, Emilio Zola y Juan Luis Vives, José Enrique Rodó, Isaac Gondin y tantos otros. Con ellos se medía María Martínez en un continuo conversar profundo sobre filosofía, pedagogía, política, religión, todo lo relacionado con la moral, la generosidad, la pureza de alma y de corazón. María Martinez podía ser sublime, pero sin desdeñar los espinosos temas: la ira y la mentira, la traición, la maldad y otras bajas pasiones que alentaba a evitar. No sólo la cultura de la fina dama era sorprendente, sino también el brillo de su prosa, pero sobre todo el hecho de que la altura de sus reflexiones se mantenía siempre al nivel de los autores que citaba, cuando no los opacaba ventajosamente. Su pasmosa erudición nunca fue un lujo con el que se adornaba su personalidad, sino un instrumento de transformación. Todo lo puso esta dama al servicio de su pueblo. Ella, la que sería madre de dos hijos y una hija ejemplares (Ramfis, Angelita y Radhamés), se desvivió por inculcar a todos los hijos de todas las madres los valores con que crió a los suyos propios: “¡Eduquemos, pues, a nuestros hijos, de manera que nos enorgullezcamos mañana de haber modelado sus almas a semejanza de Dios! La paz de la conciencia es don divino porque nos prepara el camino de la dicha y nos acerca más al triunfo señalado por nuestro destino. ¡No hay buena ni mala suerte!... Las luchas, el buen proceder, la constancia o perseverancia, voluntad y alma diáfana, eso es todo en la vida; porque Dios nos creó iguales a todos y puso en todos su amor al lanzarnos a la vida. Unos escogimos un sendero; otros, otro y así triunfamos o fracasamos para luego decir: “mi mala suerte o mi buena suerte”. A pesar de sus múltiples y filantrópicas ocupaciones como Primera Dama, María Martinez de Trujillo encontró tiempo para escribir y publicar otro libro que tuvo un éxito tan clamoroso como el primero y quizás más desde el punto de vista estrictamente literario. Era una obra de género más ligero en apariencia, una obra de teatro que tocaba sin embargo unos de los grandes temas de todos los tiempos, el de la amistad y la traición, la deslealtad y la envidia en un contexto universal: la simulación de los sentimientos. Su título es casualmente “Falsa amistad”, publicado en 1939, un ensayo escénico en dos actos y seis cuadros que no tiene nada que envidiarle a los más excelsos escritores satíricos, a las obras de los grandes dramaturgos de la Grecia Clásica. La deliciosa comedia fue llevada a la escena con un enorme éxito de público por la famosa compañía teatral española María Montoya y presentada en los mejores escenarios del país. Nadie, prácticamente nadie, se quedó sin verla El juicio del lúcido intelectual Juan Bautista Lamarche sobre esta joya de pura orfebrería literaria es de antología. Si “Meditaciones morales” representaba un hito en la historia del pensamiento filosófico y moralizador criollo, “Falsa amistad” anunciaba “el renacer del teatro dominicano”, los más auspiciosos “Signos de la nueva era”. Junto a Lamarche, otros muchos hombres de letras exaltaron la trascendencia, el valor de la obra de la distinguida primera dama, su proyección al ámbito internacional, y organizaron de la manera más espontánea un movimiento para promover su candidatura al Premio Nobel de literatura de 1955. Una distinción similar habían recibido el querido Jefe y el Dr. Stenio Vincent, el presidente de Haití, en1936, al haber sido candidatos al Nobel de la Paz por la firma del tratado que zanjó el problema de la cuestión fronteriza. Sin embargo, desde el momento en que las obras de Doña María Martinez de Trujillo aparecieron en el escenario nacional y empezaron a cosechar triunfos tras triunfos, las lenguas de los envidiosos empezaron a salivar todo tipo de calumnias. Al árbol que da frutos todos le tiran piedras. Como de costumbre, la envidia, la envidia que todos saben que se esconde en el corazón humano como una víbora en su agujero, la envidia que al decir de Quevedo es tan flaca y amarilla porque muerde y no come, la envidia que le impide al envidioso tener un corazón tranquilo y que le impide ser feliz y envidioso a la vez, la envidia que como decía J. K. Rowling engendra rencor y el rencor que genera mentiras se cebaron, se ensañaron encarnizadamente contra la obra y el honor de la familia Trujillo Martínez. Los más cobardes detractores esparcieron desde el principio un rumor maligno. José Almoina Mateos, un exiliado gallego que el querido Jefe había recibido en el país con los brazos abiertos —preceptor de su hijo Ramfis Trujillo y confidente de la misma María Martínez—, habría sido el autor, el muy remunerado y supuesto autor de las obras que se le atribuían a ella. Aún más indignante era el rumor, la acusación indigna de que el ilustre escritor mexicano José Vasconcelos había cobrado una millonada por escribir el prólogo de “Meditaciones morales” y que el intachable Dr. Joaquín Balaguer habría sido el encargado de negociar el precio y canalizar el pago. La campaña de infamias no parecía tener límites. El más retorcido argumento que pudieron inventarse para denigrar o tratar de denigrar a la Primera Dama pretendía identificar en las iniciales del libro “Falsa amistad” el nombre del verdadero autor. “Fue Almoina” el autor y no María Martínez, decían sus detractores. El más perverso de todos los rumores, quizás la más baja y pervertida insinuación, la más maligna invención tenía que ver con el argumento de “Falsa amistad”. María Martínez, al parecer, habría querido castigar, zaherir la inconducta de una supuesta amiga, la intachable esposa de un intachable funcionario que se acostaba o coqueteaba con el querido Jefe. Los detractores del querido Jefe pretendían y todavía pretenden hacernos creer que tanto él como su dilecto hermano Héctor se refocilaban con las esposas de los funcionarios civiles y militares, e incluso con las hijas y las hermanas, y que algunos eran tan atentos, tan amables y tan serviciales que al querido Jefe se las ofrecían o prestaban de buena gana. “Honi soit qui mal y pense”, dice en el escudo de armas del Reino Unido. Vergüenza sea para quien mal piense, para todos los que tienen el pensamiento sucio o mejor dicho podrido. (Historia criminal del trujillato [65]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Cómo los Trujillo entraron en la bibliografía literaria dominicana Franklin Gutiérrez (https://issuu.com/uprhumacao/docs/cuadrivium/s/11211459) El círculo del poder (1) Pedro Conde Sturla 19 noviembre, 2021 BODA TRUJILLO / MACLAUGHLIN ; 1959 Boda de Hector Bienvenido Trujillo ( Negro ) " Presidente de la República " y Alma McLaughlin. A la izquierda Rafael Leónidas Trujillo , padrino del enlace matrimonial. Palacio Nacional de la Republica. Ciudad Trujillo , República Dominicana. 12 de diciembre 1959, Fuente : Life Magazine / Hank Walker . IMÁGENES DE NUESTRA HISTORIA. NOTA. De izq. a derecha Rafael L. Trujillo M. a su lado el niño podría ser Ramoncito Berges Ruiz nieto de Japonesa Trujillo M. de Ruiz, al fondo Felix W. Bernardino y a su lado Luis Ruiz Trujillo, Alma Maclaughlin Simo y Hector B. Trujillo Molina y de perfil el hermano mayor Virgilio Trujillo Molina en el Salon de Embajadores del Palacio Nacional. Cristobal Perez Siragusa / EPD. Tomado de IMÁGENES DE NUESTRA HISTORIA La tercera reelección de la bestia como presidente de la República Dominicana —en el gracioso año de 1942— coincidió en gran parte con la segunda guerra mundial y con un período de bonanza económica, sobre todo para la bestia y su familia. La constitución había sido revisada y modificada y el período presidencial había sido extendido de cuatro a cinco años. Además, el cargo de vicepresidente fue abolido, se ampliaron discrecionalmente los poderes del mandatario para declarar el estado de emergencia y su querido hermano Negro ostentaba el cargo militar más importante, el de secretario de guerra, de marina y de aviación y de cualquier otra cosa que hiciera falta. La situación era, como quien dice, inmejorable en aquella época de oro. La bestia infundía cada día más respeto y cada vez mas pavor, incluso entre sus más fieles cortesanos. La relación con sus servidores, a excepción de unos pocos, continuaba y continuaría siendo la misma. Un permanente tira y jala. Una política de atracción y rechazo, de premios y castigos. Los mantenía, como de costumbre, en un permanente estado de incertidumbre, una permanente disputa entre ellos mismos, en permanente disputa por el favor que les dispensaba. Una eterna zozobra. Con razón o sin ella decía Virgilio Díaz Ordoñez que “un cargo público era un suspiro entre dos sirenazos”. Con algunos de sus allegados —como el coronel Charles McLaughlin, que se convertiría en suegro de su hermano negro—, mantuvo una relación especial. McLaughlin fue, de hecho uno de los consejeros y asociados más valiosos que jamás tuvo la bestia. El coronel había venido al país como sargento con las tropas de ocupación de 1916 y se había aplatanado. Se fue y volvió, la bestia lo premió con un cargo de coronel en las fuerzas armadas y la suerte lo premió con una distinguida esposa criolla de origen inglés: Zaida Simó Clark. Una de sus hijas, la muy agraciada Alma McLaughlin, se hizo famosa por su largo e intenso noviazgo de veintidós años con Negro Trujillo. El tórrido romance había iniciado en el año de 1937 y durante el tiempo que duró, Negro Trujillo dio muestras de una constancia amorosa fuera de serie. Todas las noches, casi todas las noches, Negro acudía impecablemente vestido y posiblemente con un ramillete de flores en las manos a la mansión McLaughlin-Simó de la calle Doctor Delgado a profesar su amor imperecedero por la dulce Alma. Habían querido casarse en los mismos días en que se conocieron, pero la boda se posponía año tras año. La impedía el amor filial, la devoción de Negro a su anciana madre, las expresas órdenes del generalísimo... Por su condición de hijo menor, Negro Trujillo tenía el sagrado deber de vivir junto a su madre y cuidar amorosamente de ella: la llamada Excelsa Matrona Julia Molina de Trujillo. Mientras tanto, para matar el tiempo, Negro se entretenía y consolaba con las esposas de sus oficiales y con cualquier mujer que se le pusiera al alcance de la mano. Cuando por fin se casaron (el 12 de diciembre de 1959) él era presidente putativo, tenía 51 años y ella 38, la Excelsa Matrona tenía 93 y la era gloriosa tocaba a su fin. Dicen las buenas y malas lenguas que Negro y Alma se enteraron de la fecha de su matrimonio por un anuncio que salió en un periódico una semana antes de la ceremonia. La bestia les había dado su bendición y su permiso para casarse, aunque no les dio permiso ni para fijar la fecha del glorioso enlace matrimonial. En la boda (celebrada en el Salón de Embajadores del nuevo Palacio Nacional)se congregaron mil seiscientos invitados, la crema y nata de la alta suciedad. Todos los hombres llevaban una impecable corbata blanca y trajes formales de la más estricta formalidad. El testigo del novio, el llamado best man o mejor hombre, fue por supuesto el generalísimo, la misma bestia en persona. Según las crónicas de la época, Alma desfiló bajo un arco de espadas y Negro la recibió en el altar con su habitual galantería. Un espectáculo deslumbrante, que pondría roja de envidia a Maria Martínez de Trujillo. Negro era presidente y Alma sería primera dama, igual que ella y la matrona excelsa. El flamante suegro de Negro Trujillo se había convertido para esa época en uno de los más estrechos asociados de la bestia y del mismo Negro Trujillo. No era un simple hombre de paja, un testaferro, era un consejero (o mejor dicho un consigliere), un militar con libertad de movimiento que de seguro mantenía las mejores conexiones con el imperio, casi una línea directa. Las relaciones entre McLaughlin y la bestia eran muy especiales y no estaban probablemente sujetas, por lo menos hasta un cierto punto, a sus vaivenes temperamentales. Crassweller lo define como un asistente y un confidente, un oficial que se mantuvo activo en lo que respecta a cuestiones militares y que le prestó en este sentido a la bestia servicios inestimables. Fue además un habitual compañero de viaje, un miembro prominente de su corte personal, del llamado círculo interior que rodea a todas las personas con poder. Pero Charles McLaughlin era además y sobre todo un marine, el arquetipo del marine que la bestia admiraba y quería ser, alguien que le traía el placer de la nostalgia —como dice Crassweller—, sus días de entrenamiento en un campamento militar. Sus años de entrenamiento en un campamento militar de la Guardia Nacional formada por el gobierno de ocupación yanqui. La bendita y dichosa ocupación yanqui a la cual se lo debía todo. Paradójicamente Charles Mclaughlin llegó a ser, entre muchas otras cosas, presidente administrador de la Compañía Dominicana de Aviación (CDA), “la línea bandera nacional”. Allí trabajaba como piloto un personaje llamado Lorenzo Berry, alias Wimpy, que había venido al país a servir a la bestia (contrabandeando aviones de guerra) y terminó formando parte del complot que se orquestó para darle muerte. Tenía un supermercado —el único de la capital— en la Avenida Bolívar casi esq. Pasteur, que se convirtió en un importante punto de encuentro de los conspiradores: El Supermercado Wimpys —con aire acondicionado central— del suntuoso barrio de Gascue. (Historia criminal del trujillato [66]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Cómo los Trujillo entraron en la bibliografía literaria dominicana Franklin Gutiérrez (https://issuu.com/uprhumacao/docs/cuadrivium/s/11211459) DOMINICAN REPUBLIC: Presidential Wedding (http://content.time.com/time/subscriber/article/0,33009,865135,00.html) Juan Ventura, “El cuadragésimo quinto presidente RD: general Héctor Bienvenido Trujillo Molina”. (https://acento.com.do/opinion/cuadragesimo-quinto-presidente-rd-general-hector-bienvenido-trujillo-molina-8461928.html) Fernando Infante. La Era de Trujillo. Cronología histórica. 1930—1961, tomo II. Santo Domingo, Editora Collado, 2007, página 750. El círculo del poder (2): El ascenso de Paulino Pedro conde Sturla 26 noviembre, 2021 Anselmo Paulino Álvarez La bestia tenía buen ojo para elegir a sus servidores, igual que para el ganado. Elegía con fino acierto a los mejores juristas, a los mejores administradores, a los peores asesinos. Supo elegir también o asociarse a hombres con capacidad empresarial que le ayudaron a crear y dirigir sus múltiples negocios. Uno de sus grandes asesores en materia económica, alguien que lo había conocido y tratado desde antes de llegar al poder y que sobreviviría a su caída, era José María Bonetti Burgos, alias Santanita. Se dice que tanto él como su hermano Ernesto fueron los que apadrinaron a la bestia, los que lo presentaron en sociedad cuando fue trasladado a la capital en 1924 y era todavía coronel de la policía. Crassweller describe a Bonetti Burgos en términos casi elogiosos, como una persona de recia personalidad y sin los defectos de carácter que eran comunes a otros servidores. Llegó a ser diputado, secretario de Estado de la Presidencia, secretario personal de la bestia y más o menos frecuente compañero de viaje. Pero Bonetti Burgos —al decir de Crassweller— no tenía ambiciones políticas y si las tenía prefería disimularse. Era, sobre todo, un hombre de negocios, entregado a los negocios y preferentemente a los negocios. En calidad de hombre de negocios, asesor y asociado de la bestia logró, a diferencia de la mayoría, mantenerse en la cuerda floja del poder. Mantener estable o más o menos estable su productiva relación con la bestia durante todo su régimen. Sin embargo, ningún otro servidor tuvo para la bestia la importancia casi desproporcionada que llegó a tener Anselmo Paulino Alvarez, sobre todo en materia económica. Nadie, en la corte de la bestia, llegó a acumular el poder y la influencia de Paulino ni a ejercer la prepotencia de la manera en que lo hizo. Dicen que cuando Negro Trujillo era presidente de la República y le preguntaban y le pedían ciertas cosas, respondía un poco a la manera de Peynado, escurriendo el bulto. Decía que no sabía nada, que no podía hacer nada, que él sólo era presidente. Paulino, en cambio, hacía uso discrecional del poder, tenía iniciativa propia, ordenaba, resolvía, y quizá en algún momento se creyó equivocadamente imprescindible. La influencia de Paulino sobre la bestia se tradujo en la creación y eficiente administración de un importante número de empresas y un ambicioso programa de expansión económica, desarrollo industrial y comercial que convirtió a la bestia en el dueño de casi todas las riquezas de país. Algunas de esas empresas eran monopolios y no se permitía la competencia, y cuando algo andaba mal y empezaban a dejar pérdidas se vendían jugosamente al Estado. Paulino no se ocupaba solamente de economía y de los grandes asuntos del gobierno, podía viajar por órdenes de la bestia a Filipinas para comprar un ingenio azucarero y podía viajar por órdenes de Angelita (la hija mimada de la bestia) a comprarle ropa a Nueva York. Ningún asunto del Estado le era ajeno. Paulino fue el hombre en que la bestia delegó su confianza para zanjar a golpe de papeletas el conflicto diplomático que había surgido entre Santo Domingo y Haití a raíz de la matanza haitiana, y en 1941 fue negociador para la compra del National City Bank, que se convertiría en el Banco de Reservas de la República Dominicana. Era, pues, un servidor multifacético y un adicto al trabajo. Anselmo Paulino representaba, de muchas maneras, el polo opuesto de Peña Batlle. Carecía de formación intelectual o militar y no parecía sentir ningún tipo de fobia o animadversión hacia los haitianos. Había nacido en Montecristi y se había criado en la frontera, en contacto permanente con los habitantes del otro lado, hablaba con fluidez el creol y se había casado con una haitiana llamada Andree, que le rendía culto a los luases tutelares del santoral vudú y tenía poderes. Paulino había perdido un ojo, le habían puesto uno de vidrio y le decían el tuerto, por supuesto, pero también le decían el ojo mágico y también tenía poderes o por lo menos se los atribuían, que viene siendo lo mismo en el imaginario popular. El hecho es que Anselmo Paulino lo veía todo, lo escuchaba todo y lo sabía todo. Mucha gente juraba que el influjo que ejercían él y su esposa sobre la bestia a través de los infalibles rituales mágicos del vudú había sido el factor determinante en los logros de sus grandes éxitos. De hecho, la misma bestia —según se comentaba— era un devoto de lua Candeló, un espíritu del fuego cuyo distintivo es el color rojo. Por eso la bestia exhibía con frecuencia un pañuelo de ese color en su vestimenta y recibía protección. La carrera de Paulino no fue precisamente meteórica. Consiguió lo que consiguió en un lapso de veinte años, escalando posiciones, una tras otra, pero a un ritmo sostenido y demostrando extraordinarias habilidades en la solución de problemas políticos, económicos y diplomáticos. Su primer cargo en el gobierno —gracias a los buenos oficios de su padre, que era alcalde del Distrito Municipal de Restauración—, fue el de cónsul en Cabo Haitiano. Después sería embajador de Haiti y gobernador de la Provincia Libertador. En 1943 fue nombrado en el delicado cargo de comisionado especial en la frontera y finalmente, en 1947, empezó a formar parte del codiciado gabinete del gobierno como secretario de Interior y Policía. En 1949 fue nombrado secretario de estado sin cartera, luego supervisor de la Policía Nacional y carreteras, luego inspector general del poder ejecutivo. También ostentó el rango más o menos honorario de general de brigada y estuvo en el congreso como representante de la provincia Libertador (Dajabón). Para esa época tenía 39 años y la vida le sonreía. Sin embargo —como dice Crassweller— nada era tan simple, ni siquiera para Paulino, en la era de la bestia. Paulino, de repente, fue relegado a un puesto de menor importancia, como sucedía regularmente con casi todos los servidores del régimen. Poco tiempo después, todos los cargos que le habían conferido en 1949 fueron confirmados y desde 1951 hasta 1954 ejerció —como dice Crassweller— el poder en nombre de La bestia hasta el punto de que su voz llegó a ser o confundirse con la voz de la propia bestia. Paulino lo tenía todo en ese momento y de seguro sentía que el mundo estaba en sus manos, pero había perdido —como Macbeth— el derecho al sueño, aunque por razones diferentes. No era la conciencia lo que le impedía dormir o dormir tranquilo. La bestia podía llamarlo y lo llamaba a cualquier hora y lo presionaba constantemente. De tal suerte, Paulino había hecho instalar teléfonos hasta en el baño de su casa para poder responder a sus intempestivos reclamos, órdenes, solicitudes. Y se sobresaltaba de tal manera que una vez, mientras se duchaba, sonó el timbre y Paulino procedió con tal torpeza o nerviosismo que se rompió un diente al llevarse el auricular al oído. (Historia criminal del trujillato [67]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Crónica del presente — El Nacional (https://elnacional.com.do/cronica-del-presente-190/ de Reynaldo R. Espinal, , “Anselmo Paulino Álvarez: Ascenso y caída del principal valido de Trujillo” (2-2) (https://acento.com.do/opinion/anselmo-paulino-alvarez-ascenso-y-caida-del-principal-valido-de-trujillo-1-2-2-9007765.html). El círculo del poder (3): El ascenso de Paulino Pedro Conde Sturla 4 diciembre, 2021 Anselmo Paulino no había tenido una vida fácil. Nada era fácil en la desolación de aquella región prácticamente despoblada en el límite fronterizo de la llamada linea noroeste. Paulino sólo cursó la escuela de educación primaria donde apenas adquirió conocimientos elementales. Lo que nunca le faltó fue inteligencia, una aguda y quizás extraordinaria inteligencia y un sentido práctico, pragmático, por lo menos superior al promedio y una total falta de escrúpulos, que era quizás su más valiosa virtud. Lo demás lo aprendería en la universidad de la vida en la medida en que se aguzaba su instinto de supervivencia, mientras desempeñaba variados oficios. Alguna vez fue dependiente en algún colmado o almacén en la diminuta localidad fronteriza de Restauración (fue en esa época que, según se dice, perdió el ojo cuando le salpicó un chorro de salmuera al abrir un barril de macarela), luego ascendió a chofer de camión, empezó a viajar con frecuencia a Santiago y la capital, a familiarizarse con el mundo que existía más allá de La línea, la línea noroeste. Pero su mayor golpe de suerte fue entrar al servicio de Isabel Mayer, la que sería de alguna manera dueña política de Montecristi y se convertiría en la Celestina y cancerbera favorita de la bestia. En casa de Isabel Mayer se conocieron Paulino y la bestia y todo parece indicar que desde el primer momento surgió entre ellos una especie de afinidad o simpatía o entendimiento, como quien dice amor a primera vista. Paulino había nacido en 1909, pero volvió a nacer ese día. El día en que conoció al monstruo al que dedicaría en cuerpo y alma los mejores años de su existencia. El hombre al que serviría incondicionalmente y al que debería el poder y la fortuna que acumularía en su larga carrera de insaciable trepador, el hombre del que se convertiría en mano derecha, portavoz y alter ego, y que alguna vez pensó quizás en sustituir o suplantar. Tenía 23 años cuando lo nombraron cónsul en Cabo Haitiano, gracias a sus conocimientos de creol y francés. El cargo parecía insignificante y sin duda lo era, pero Paulino se dio a valer y le prestó un servicio importante a la bestia, logrando que las autoridades haitianas exilaran a los exiliados dominicanos que vivían en la región a una remota y pequeña comunidad, el poblado costero de Jérémie, donde quedaron prácticamente aislados, incomunicados y a más prudente distancia de la frontera. Además, fue en Cabo haitiano que conoció a Madame Andree García, haitiana de familia influyente y de fino linaje que sería su primera esposa, su inefable confidente espiritual, la sacerdotisa del vudú de cuyos poderes obtendría tantos beneficios. Para la boda escogió a la bestia como padrino, algo que no era opcional, sino más bien obligatorio, y el afortunado evento contribuiría, más que muchas otras cosas, a fortalecer las relaciones entre ambos. Como dice Crassweller —y como todos sabían y repetían —, de las creencias mágico religiosas derivaría en gran parte la afinidad entre Paulino y la bestia. Paulino era un creyente sincero, un iniciado, un practicante de oscuros y extraños ritos y rituales, alguien que junto a toda su familia había absorbido desde su nacimiento lo que Crassweller describe poéticamente como coloridas supersticiones de las colinas y valles de Haití. Más temprano que tarde le endilgarían a Paulino exóticos apodos. Le llamarían brujo, le llamarían piogán, que es una plaga que ataca a los cultivos de batata, le llamarían magia negra, le llamarían rayano, que es una forma despectiva de referirse a los habitantes de la frontera o de llamarle haitiano. El hecho es que muy pronto empezarían a lloverle cargos y nombramientos y todo tipo de encomiendas que cumpliría a carta cabal. Empezaba a tener fama y poder y su fama empezaba a precederlo, y en la misma medida en que ganaba fama y poder se iba volviendo altanero, arrogante, e iba ganando ojeriza. A la larga terminaría haciéndose de un selecto fan club de poderosos enemigos.Virgilio Álvarez Pina, Paíno Pichardo y muchos altos oficiales se contarían entre ellos. Pero también se ganó el desafecto, el odio limpio y desnudó de los miembros de la misma familia de la bestia, empezando por la celosa primera dama. Dice Crassweller que Paulino era un hombre notable en muchos sentidos, que era un mulato claro (o quizás, mejor dicho, un indio lavado como se dice por estos predios), que físicamente era una persona que no pasaba desapercibida y que tenía las características externas aunque no internas de un matón. Esto último parece de alguna manera exagerado, pero lo cierto es que —un poco menos por su altura que por su anchura— era un tipo imponente. Una especie de cachalote o algo parecido. Se le atribuían 250 libras de peso, pero en las fotos que se conservan parecería por lo menos de 300 o 350. No era un gordo fofo como Logroño (ni llegaría a pesar nunca lo que pesaba Logroño), sino más bien macizo, sólido, más cuadrado que redondo, de carnes y huesos firmes. Paulino era además un personaje siniestro y de muchas maneras impresionante e intimidante. Impresionaba en primer lugar el ojo, el ojo de vidrio que nunca lograba disimular por completo detrás de su gafas oscuras y que parecía tener vida propia, el ojo mágico que traspasaba las paredes y las distancias y todo lo veía. Impresionaba e intimidaba a la vez su corpulencia, su talante y corpulencia. Dice Crassweller que su piel morena, brillante, tersa, daba a todos aquellos que eran convocados a su despacho la viva sensación de una amenaza nítida y sebácea, sebosa, seborreica. Mientras paulino se asomaba y derramaba pesadamente su corpulenta y voluminosa humanidad detrás de su escritorio, muchos de los visitantes voluntarios o involuntarios no podían dejar de sentirse inquietos al escuchar el tono siempre desagradable de su voz y las preguntas tramposas y mucho menos al advertir el movimiento caprichoso del ojo maligno. Además, por si las dudas, Paulino andaba siempre armado, con un par de pistolas que llevaba colgando simétricamente de la cintura en lo que Crassweller llama “fundas gemelas”. (Historia criminal del trujillato [68]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Crónica del presente — El Nacional (https://elnacional.com.do/cronica-del-presente-190/ de fo Reynaldo R. Espinal, , “Anselmo Paulino Álvarez: Ascenso y caída del principal valido de Trujillo” (2-2) (https://acento.com.do/opinion/anselmo-paulino-alvarez-ascenso-y-caida-del-principal-valido-de-trujillo-1-2-2-9007765.html) Victor Gómez Bergés https://tribunalsitestorage.blob.core.windows.net/media/10423/palabras_vgb_anselmo_paulino_alvarez_241017.pdf Anselmo Paulino… (https://hoy.com.do/anselmo-paulino-3/) El círculo del poder (4): El ascenso de Paulino Pedro Conde Sturla 11 diciembre, 2021 Anselmo Paulino Álvarez y la bestia eran almas gemelas. Había entre ellos —como ya se ha dicho— una gran afinidad, una empatía profunda y algo parecido a una gran amistad, a una especie de complicidad, de espiritualidad criminal. Lo cierto es que tenían muchas cosas en común. Ambos venían de abajo, aunque no tanto él primero como el segundo, y las estrecheces económicas del medio en que se criaron —aparte del rechazo y las humillaciones que de seguro recibieron—, dieron origen a un exacerbado resentimiento social y a una sed de revancha que saciarían, si algunas vez la saciaron, desde las alturas del poder. Paulino era (o se volvió cuando pudo) dominante en grado extremo, era prepotente, altanero, alguien que encajaba a la perfección en todas las definiciones de la palabra arrogante. La dominante arrogancia natural que le atribuye Crassweller. Con la bestia compartía desde luego el desmesurado amor por el poder y el dinero, la vanidad sin límites, la codicia y la lujuria, la fascinación por la fina ropa y el buen vestir. La ostentación del lujo y la riqueza, el boato, la pompa iban de la mano con su obsesión por los uniformes y todos los símbolos de la autoridad. Hay quien dice que Paulino tenía entre trescientos y quinientos trajes e innumerables zapatos y corbatas en su guardarropa, e incluso un bicornio emplumado como el que usaban la bestia y su hermano Negro. Un improbable y ridículo bicornio emplumado que —supuestamente y sólo supuestamente— se atrevió a exhibir en algunas ocasiones solemnes. Al igual que la bestia, Paulino era un incurable, un enfermizo mujeriego. La bestia tenía un harén, una cantidad indeterminada de mujeres de reserva diseminadas en la capital y varias ciudades del país. Si se le antojaba cualquier otra que no formara parte de la colección (lo cual, ocurría a menudo), sólo tenía que señalarla con el dedo y mandarla a buscar, pero a veces sus mismos cortesanos le ofrecían sus hijas o la bestia se las pedía con su particular manera de pedir. Además, tanto Trujillo como su hermano Negro disponían ocasionalmente de las esposas de sus oficiales y funcionarios. No era sorprendente ni extraño, aunque sí discretamente escandaloso, que en alguna de las muchas fiestas que se celebraban en esa época, después de abundantes libaciones y bailes, la bestia se hiciera acompañar, a la salida, de la feliz consorte de alguno de los felices invitados. Paulino quizás nunca tuvo las intenciones y tampoco el poder para cometer ese tipo de bellaquerías, pero también llegó a tener un respetable número de amantes o queridas, en su mayoría haitianas. Amantes o queridas jóvenes y fogosas y desde luego robustas, prácticamente irrompibles, capaces de resistir el peso y el volumen, la corpulenta humanidad que a manera de aplanadora derramaba sobre ellas. La cosa más común que tenían en común Paulino y la bestia era la costumbre, el impulso obsesivo y compulsivo de humillar a sus propios servidores, el placer que les proporcionaba humillar a sus propios servidores, sobre todo si eran de clase alta, sobre todo si eran profesionales y de algún tipo de prestigio. A Jesús María Troncoso, cuando era director de desarrollo, Paulino lo trataba peor que a los camioneros que recibía en su despacho, le decía mentiroso, lo irrespetaba menos que a un muchacho de mandado y se divertía haciéndolo. La gran habilidad de Paulino consistió en aplicarse al trabajo productivo en beneficio de la bestia y en el suyo propio, desplegando —como dice Crassweller— toda su inteligencia, su asombrosa memoria, una memoria fotográfica y su prodigiosa capacidad de trabajo. Paulino no parecía conocer el descanso, no parecía conocer la fatiga y se mantenía ajeno a cualquier tipo de diversión. Subrepticiamente organizó su propia maquinaria de gobierno y su propio servicio de inteligencia, de espías personales en los altos y medios estratos sociales, hasta el punto de llegar a convertirse en el hombre mejor informado del país y en el mejor informante de la bestia. De hecho, Trujillo prácticamente se desayunaba con el menú de noticias y chismes que le preparaba Paulino todos los días, algo que incluía informaciones sobre funcionarios de la capital, de gobernadores de provincia e incluso del exterior. En algún momento de su vida la bestia llegó a considerar que Paulino era indispensable, quizás insustituible. Paulino llegó a tener influencia y poder sobre los estamentos militares y contribuyó a levantar y administrar un emporio económico. Nadie le dedicó a la bestia tantos sacrificios, tantas horas de sueño y calidad de vida. Nadie como él llegó a subir tan alto en la estimación y confianza de la bestia, nadie tuvo en sus manos los medios que tuvo Paulino, nadie concentró a su alrededor el poder que concentraría Paulino. Cierto es también que nadie como él fue tan generosamente retribuido. Anselmo Paulino Álvarez —dice Crassweller— no tenía conciencia. Era un calculador frío, un alma de hielo. Cosechó beneficios a la más grande escala y logró incontables ganancias con el otorgamiento de licencias y permisos que se establecieron durante la segunda guerra mundial. Además, y aunque parezca increíble e increíblemente atrevido, Crassweller afirma que algunos agentes de Paulino cobraban sin registro escrito ciertas sumas destinadas a la cuenta de la bestia que se desviaban en el camino e iban a parar a sus manos. A manos de Paulino. Lo cierto es que de un modo u otro hizo una gran fortuna. Paulino, en fin, desplegó las más finas artes para mantenerse en la corte de la bestia como el indiscutible favorito, pero se enemistó al mismo tiempo con todos los que la rodeaban. La popularidad de este hombre siniestro era inversamente proporcional a la altura que había escalado. Lo odiaban todos o casi todos los miembros del gobierno, los militares no lo soportaban, los líderes políticos no lo podían ver. Paíno Pichardo y Cucho Alvarez Pina —dos de los más notables cortesanos— lo detestaban tanto como él a ellos. Se hablaba incluso del “cuchipaineo” para definir el accionar de estos oscuros personajes en la vida política del país y contra Paulino en particular. Pero la bestia lo defendía. Para peor, tanto Ramfis como Negro, el hijo dilecto de la bestia y su dilecto hermano tampoco lo toleraban. Se quejaban constantemente del comportamiento prepotente de Paulino. Pero la bestia lo defendía. La que más odio le tenía era, probablemente, la primera dama, la prestigiosa escritora María Martinez de Trujillo. Pero la bestia lo defendía contra viento y marea, incluso disfrutaba provocando escenas de celos, provocando —como dice Crassweller— animosidad entre Paulino y María Martínez, deleitándose perversamente con lo que sucedía. La María rabiaba hasta más no poder, le decía maldito tuerto, y en una ocasión lo botó de la casa. Pero la bestia defendía a Paulino, siempre lo defendía. Hasta que un día dejó de defenderlo. Paulino triunfaría en todo lo que se propuso, escaló poco a poco la segunda cima del poder, hasta que ocurrió lo inevitable, lo que para él parecería impensable. Triunfo tras triunfo —como dicen que se decía en esa época— lo conducirían a La Victoria. La cárcel de La Victoria. (Historia criminal del trujillato [69]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Crónica del presente — El Nacional (https://elnacional.com.do/cronica-del-presente-190/ Reynaldo R. Espinal, , “Anselmo Paulino Álvarez: Ascenso y caída del principal valido de Trujillo” (2-2) (https://acento.com.do/opinion/anselmo-paulino-alvarez-ascenso-y-caida-del-principal-valido-de-trujillo-1-2-2-9007765.html) Victor Gómez Bergés https://tribunalsitestorage.blob.core.windows.net/media/10423/palabras_vgb_anselmo_paulino_alvarez_241017.pdf Anselmo Paulino… (https://hoy.com.do/anselmo-paulino-3/) El “cuchipaineo” de Hipólito y Danilo, las obras públicas y la JCE https://prensalibrenagua.blogspot.com/2016/10/el-cuchipaineo-de-hipolito-y-danilo-las.html El círculo del poder (5): El derrumbe de Paulino Pedro Conde Sturla 8 enero, 2022 Anselmo Paulino Álvarez probablemente nunca tuvo indicios de que había caído en desgracia. El ojo mágico que todo lo veía y todo lo sabía le falló en el momento en que más falta le hacía, no pudo ver el abismo que estaba a punto de abrirse bajo sus pies. Y lo peor es que quizás había sucedido porque en esa época ya se había divorciado de Madame Andree García. El divorcio de la Madame haitiana y su matrimonio con Maria Alida Aguilar debilitaron —como todos sabían y decían— sus vínculos con el vudú y contribuyeron a su desgracia. Nadie como él había perseverado en la gracia, en el favor y la gracia del querido jefe, nadie como él se había encumbrado tanto al servicio de la bestia y nadie caería de forma tan abrupta y desde tanta altura como cayó Paulino, al cabo de más de veinte años de exitosa carrera de trepador político. Cayó como guanábana, cayó exactamente como una guanábana madura. Cayó desde la más alta cima, del más encumbrado pedestal, cayó de la gracia del Jefe, pero no hizo plof ni hizo plaf. Hizo un ruido terrible, el ruido sorpresivo de un bombazo que se escuchó y se sintió en todo el territorio, estremeció literalmente al país político. Y sin embargo, todo parecía estar bien o mejor que nunca entre Paulino y la bestia, en especial durante los últimos meses. De hecho, la buena estrella de Paulino parecía brillar en el firmamento con mayor intensidad en el momento de su derrumbe. Apenas unas semanas antes, en el mes de junio de 1954, la misma bestia lo había enviado a España a ultimar los pormenores de un viaje que la bestia realizaría por invitación de su amigo Francisco Franco, el generalísimo caudillo por la gracias de Dios, a quien Paulino conoció personalmente. Después había regresado al país para hacerse cargo del gobierno durante la ausencia de la bestia. Por si fuera poco, Paulino había sido uno de los pocos llamados, de los pocos elegidos para formar parte de la selecta comisión de hombres públicos que poco tiempo después asistió al Vaticano con motivo de la firma del Concordato, el flamante tratado internacional de colaboración entre la Santa Sede y el gobierno dominicano que se firmaría en Roma el 16 de julio de 1954. La comisión, de la que Paulino formaba parte, estaba integrada por unos personajes ilustres, una élite, la más selecta crema política y militar del régimen de la bestia, y fue generosamente recibida en una audiencia de unos diez minutos en la cámara personal del santo padre, su ilustrísima santidad Pío XII. Una foto memorable recoge la solemnidad del evento, uno de los grandes momentos que se vivieron en esos históricos minutos. Allí aparecen el papa, entre la bestia y Paulino, entre el generalísimo Trujillo, vestido elegantemente de etiqueta, y el mayor general honorífico Anselmo Paulino Álvarez, vestido de militar. Al lado de Trujillo, a mano izquierda, figura Joaquín Balaguer, su santidad Joaquín Balaguer, el engendro demoníaco que Crassweller define como un dechado de moralidad y piedad profunda. También estuvieron presentes el coronel Pedro Trujillo, hermano de la bestia y miembro de su guardia personal, y estaba presente el capitán Fernando Sánchez y el Sr.Atilano Vicini. Pero además estaba presente, justo detrás de Balaguer, un oficial con gafas oscuras, un personaje tenebroso que daría mucho de que hablar en los peores tiempos de la bestia: el coronel Arturo Espaillat, el célebre asesino y torturador que se ganaría muy merecidamente el apodo siniestro de Navajita. Todo, en apariencia, salvo algunas señales agoreras a las que Paulino no le prestó mayor atención, había salido como quien dice a pedir de boca en la última etapa de su carrera ascensionista, y su regreso al país parecía reservarle los más auspiciosos acontecimientos. Pero entre la bestia y el caudillo, entre el generalísimo dominicano y el generalísimo caudillo de todas las Españas había pasado algo que Paulino ignoraba. Fue algo que sucedió en el momento en que la bestia se despedía del caudillo, en el momento crucial en que Trujillo le preguntó a Franco, quizás de manera retórica y casual, que cuándo le haría su excelencia el gran honor de visitar la República Dominicana. Franco le respondió en un tono que parecía ser de disculpa, de lamentación y de advertencia a la vez. Le dijo a la bestia unas palabras aladas. Le dijo, generalísimo, lamentablemente yo no tengo un hombre como el general Paulino en el que pueda delegar el poder como lo hace usted. Un hombre como Paulino —había dicho Franco— exactamente Paulino. Un hombre capaz de sustituirlo. Parecía una respuesta desmaliciada y hubiera sido desmaliciada en boca de otra persona, pero no en boca de Franco ni en los oídos de la bestia, y de inmediato incendió la llama de la sospecha. Una persona como Franco, que destilaba veneno por la piel y que probablemente cuidaba cada palabra que decía, un ser correoso, tóxico, intrigante como él no hubiera pronunciado aquellas palabras a la ligera. La bestia y el caudillo se entendían. Aquellos seres monstruosos simpatizaron desde el primer momento en que se conocieron y quizás mucho antes de conocerse, hablaban en el código del poder y muchas de las cosas que tenían que decir no tenían necesidad de palabras explícitas. Aparentemente Paulino se había ido de boca, se había jactado libremente de la confianza que en su persona depositaba la bestia. ¿Pero era simple jactancia o su ambición al desnudo? ¡Acaso no estaba alimentando y manifestando sus propias ambiciones? El hecho es que —como dice Crassweller—durante el resto del viaje e incluso después del regreso a Ciudad Trujillo, Paulino fue víctima de algunos desaires, desplantes, desconsideraciones a las que sin embargo ya estaba acostumbrado de alguna manera, las rutinarias desconsideraciones con que el querido jefe solía recordar, incluso a los más encumbrados personajes, quién era el pato macho del corral. Paulino, pues, al parecer, no sabía nada, no sospechaba nada. No vio venir ni vería lo que le caería encima hasta que le cayó encima. Una noche—según se dice—la bestia le pidió que lo acompañara en uno de sus acostumbrados paseos nocturnos. Los paseos que realizaba casi diariamente en compañía de sus más íntimos cortesanos, desde la casa de su madre, la excelsa matrona, hasta el malecón. Le había pedido, además, que estuviera presente a las siete y media —precisamente a las siete y media— y uniformado de general. Precisamente de general. Por lo demás, la velada había transcurrido con normalidad, la hipertensa normalidad con que ocurrían las cosas si Trujillo estaba presente. Cuando Paulino se quedó solo alguien se acercó a decirle algo y le dijo algo. Le preguntó si no había escuchado lo que estaban diciendo de él en la radio. Paulino se quedaría estumefacto y estupefacto. Al poco rato sabría que ya no era nadie, ni siquiera general, que lo estaban despojando de todos sus cargos y privilegios, que lo están desmantelando, que lo estaban desplumando como a un pollo, que lo estaban encuerando públicamente y que iría a parar a la cárcel. (Historia criminal del trujillato [70]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. 14/1/22 El círculo del poder (6): El derrumbe de Paulino Pedro Conde Sturla 14 enero, 2022 Paulino no lo podía creer, estaba claro que no lo podía creer. El querido Jefe lo había invitado, le había pedido que se pusiera su elegante uniforme de mayor general provisional, le había dicho que fuera a las siete en punto, lo había tratado con deferencia, habían conversado, habían pasado un tiempo juntos y en ningún momento el querido Jefe le había dado una señal, una muestra de disgusto, se habían separado amigablemente y habían quedado en verse al día siguiente y ahora no era nadie, peor que nadie: se había convertido en el enemigo público número uno del país. Escuchaba a la distancia, como algo ajeno que no tenía nada que ver con él, aquellas cosas que en la radio estaban diciendo de un tal Paulino que le resultaba extraño, que no era el Paulino que conocía. Empezó a sentir, poco a poco, la insoportable levedad del ser o, mejor dicho, la insoportable levedad del no ser en carne propia, en toda la mucha carne que le era propia. Le pareció que iba a perder el control de su cuerpo, que estaba levitando como un globo y que estaba a punto de desinflarse. Una extraña sensación lo invadió. Se sentía cosas raras y sin sentido, se sentía absurdo, se sentía inmaterial y como fuera de sí mismo, perdido como en el vacío. Además, algo por allá abajo estaba demasiado apretado, algo en las tripas se estaba aflojando demasiado. Apresuraría el paso para llegar al automóvil. De alguna manera, casi sin darse cuenta, conseguiría regresar a su casa. La casa que ya no sería suya. Por todas partes se escuchaba claramente la vocinglería de la radio hablando del tal Paulino que le resultaba extraño. Pensó en cómo estarían gozando y celebrando sus enemigos. Supuestamente fue Miguel Ángel Báez Díaz (uno de los cercanos colaboradores de la bestia que terminaría formando parte del complot para darle muerte), quien le llevó a Paulino la infausta noticia de su caída en desgracia. Cuenta Reynaldo R. Espinal —con mucho lujo de detalles— que Miguel Ángel Báez Díaz había regresado cansado de su finca de Yamasá, que se tomaba unos tragos de whisky, cuya marca no identifica, en la terraza de su hogar y en compañía del arquitecto Antonio Ocaña y que escuchó la noticia en su radio transoceánico marca Zenith. El radio transoceánico decía que al segundo hombre fuerte del país, Anselmo Paulino Álvarez, se le estaban cancelando todos los nombramientos, todos los decretos civiles y militares expedidos a su favor. Cancelaciones sobre cancelaciones que hacían suponer que hasta el propio Paulino Álvarez podía ser eventualmente y a su debido tiempo igualmente cancelado. Después vendrían los oprobios, una larga lista de oprobios, los insultos al granel las acusaciones de malversación de fondos públicos, acusaciones de haber recibido comisiones de contratistas de obras públicas y muchas cosas peores que hundirían a Paulino en el abismo de la degradación y la humillación. Miguel Ángel Báez Díaz —cuenta Reynaldo R. Espinal— no pensaba acompañar esa noche al querido Jefe en su cotidiana caminata nocturna, pero cambió de idea al escuchar las noticias, se vistió elegantemente, como era de rigor, y salió para el malecón, rumbo a la playa de Güibia, donde terminaba habitualmente la caminata nocturna, para ver lo que quedaba de Paulino, si acaso quedaba algo. Pero en el malecón, sentado junto a la bestia, estaba el general Paulino con su uniforme de militar. El jefe parecía cordial, extrañamente cordial, incluso jovial y cordial, con Paulino y todos los integrantes de su séquito. Paulino lucía tranquilo, contento, completamente en ayunas de noticias. Creía que todavía era gente. Hasta que Báez Díaz le dio la noticia, después de que todos los demás se habían retirado. —Se salieron con la suya —dijo un lacónico Paulino a Báez Díaz—, por eso el jefe me dijo que estuviera esperándolo a las siete y media aquí en la avenida y uniformado de general”. (1) De acuerdo con la versión de Crassweller todo lo anterior puede haber sucedido de otra manera, aunque los resultados seguirían siendo los mismos. Fue un ayudante de Paulino el que se precipitó a comunicarle la noticia en su oficina palaciega. No estaba, pues, en el malecón. Estaba en su oficina el día de la caída, pero igualmente cayó. Su reacción, al recibir la noticia—como ya se ha dicho y sugerido—, fue de incredulidad, de sorpresa, de espanto. Eso no podía ser. Paulino había estado almorzando con el querido Jefe unos minutos antes. El jefe no podía haberlo invitado a almorzar y mandarlo al carajo al mismo tiempo sin manifestar la menor muestra de enojo ni resentimiento. Pero era exactamente lo que había hecho. Así terminó la carrera y comenzó el via crucis de la persona que Eduardo Sánchez Cabral definió en términos muy precisos como “…el dominicano en quien más poder delegó Trujillo. El que sin ser un intelectual dictó normas a hombres de leyes y a hombres de pensamiento. El que sin tener rango ni carrera militar influyó en los militares. El que sin ser economista, administró con eficacia todo un imperio económico. El que tras una relampagueante carrera política concluye en el ostracismo y sólo por un milagro se salva de las iras del dictador…Anselmo, solo, realizaba para Trujillo las tareas que hubieran precisado de muchos otros hombres, tenía una memoria fotográfica y su propio y eficiente servicio de información; era espléndido y el funcionario mejor informado del régimen, sus informaciones las ponía todas, contrario a Fouché, al servicio de su jefe.” (2) (Historia criminal del trujillato [70]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Nota (1) Anselmo Paulino Álvarez: Ascenso y caída del principal valido de Trujillo (1-2) Reynaldo R. Espinal https://acento.com.do/opinion/anselmo-paulino-alvarez-ascenso-y-caida-del-principal-valido-de-trujillo-1-2-9005349.html (2) Ibid El círculo del poder (7): Vicisitudes y venturas de Paulino Pedro Conde Sturla 21 enero, 2022 Central Río Haina. Lo que se le vino encima a Paulino fue como una especie de aplanadora y de trituradora a la vez. Todos los bienes de Paulino, todas sus muchas propiedades, toda su labor al frente de las empresas de la bestia y su desempeño en cargos públicos fueron sometidos al público escrutinio. Se abrió, pues, una exhaustiva investigación, una investigación en regla concerniente a todos y cada uno de los asuntos o manejos que tenían que ver con Paulino. Nada quedaría en pie de la reputación de aquel hombre prepotente, que maltrataba a los más encumbrados funcionarios y que se pavoneaba con aire de superioridad hasta en presencia de los familiares de la bestia, a los que hablaba incluso con irrespeto o condescendencia. Nada quedaría de sus títulos de gloria, reconocimientos y nombramientos. Para empezar, sólo para empezar, el 28 de agosto de 1954 fue cancelado como mayor general honorario del Ejército y destituido del cargo de secretario de Estado sin cartera que ocupaba tan diligentemente. Más adelante las condecoraciones nacionales y extranjeras que se le habían otorgado le fueron retiradas. Un hijo suyo, el capitán Cristóbal Paulino Álvarez, fue condenado a dos años de prisión. De la noche a la mañana se empezó a sospechar y a difundir la sospecha de que Paulino tenía en algún rincón oculto de su casa un bicornio emplumado, el adefesio emplumado que sólo usaban, con carácter de exclusividad, la bestia y su hermano Negro, que a la sazón era presidente putativo. El bicornio era un símbolo de la más alta dignidad, el mismo símbolo del poder absoluto que había lucido en otra época el tirano Lilís. En las manos de Paulino, el emplumado bicornio sólo hubiera podido significar una cosa: ambiciones sucesorales al desnudo, intenciones golpistas, traición a la patria, desde luego, una muerte segura. El bicornio, por suerte, no parece haber existido más que en la imaginación de los enemigos de Paulino, algo que algún delator demasiado fantasioso habría confundido quizás con un plumero. En cambio, las investigaciones sobre la forma en que se manejaba al frente del Central Río Haina y otras grandes empresas comprometieron o empañaron seriamente su buen nombre, si acaso alguna vez lo tuvo. Paulino debía en gran parte el favor de la bestia y sus incontables logros a la creación y exitosa administración de estas industrias. Lo paradójico es que a Trujillo no le había interesado el negocio azucarero (uno de los pocos en que no había incursionado), hasta mediados de su tercer período oficial como Presidente de la República. Fue en el año de 1947, probablemente a instancias del mismo Anselmo Paulino, cuando se dieron los primeros pasos en este sentido con la formación de una dependencia en el mismo Palacio Nacional, presidida por Anselmo Paulino. Paulino jugó un papel de primer orden en la construcción del ingenio Catarey y Río Haina, que fueron los primeros, y fue también su primer administrador. La inmensa empresa estuvo desde el primer momento bajo su jurisdicción. El central Río Haina fue inaugurado en 1951 y muy pronto se convirtió en una de las industrias más prósperas del país y en la principal fuente de ingresos de la bestia. El lugar elegido para su instalación fue una enorme extensión de tierra en la margen occidental del río homónimo, en las cercanías de la desembocadura. Dichas tierras no fueron, por supuesto adquiridas legalmente, sino con los mismos métodos particularmente expeditos que empleaba la bestia y sus hermanos. Mediante la expropiación pura y simple. Paulino jugó también un papel importante en el despojo y expulsión de sus legítimos dueños: los grandes y medianos y pequeños propietarios. De esta suerte, la mayoría de los campesinos, que anteriormente se ganaban la vida cultivando pequeñas parcelas y criando animales, fueron a parar a los numerosos barrios miseria que rodeaban desde la misma rivera del río Ozama la capital, y pasaron a formar parte del muy miserable proletariado urbano. Las industrias de la bestia, aunque generaban empleos y bienestar para unos pocos, eran una fábrica de pobres. Fabricaban pobres a escala industrial y producían una sobreexplotación inmisericorde de los braceros que en principio, y durante mucho tiempo, ganaban apenas un peso con veinticinco centavos diarios. La industria del azúcar resultó ser tan productiva que unos cuantos años después, más o menos a mediados del 1955, Trujillo era propietario de siete ingenios: Catarey, Río Haina, Amistad, Monte Llano, Ozama, Porvenir y Santa Fé. Posteriormente trataría de apoderarse de los ingenios azucareros de los Vicini y con su ambición desmedida empezaría sin saberlo a cavar su propia propia tumba. Trujillo nunca entendió lo que Lilís había entendido lucidamente. Que con los Vicini no se podía ni se puede jugar. Que los Vicini eran más presidentes que cualquier presidente de la República. Fueron esos grandes logros económicos, entre muchas otras cosas, los que en en algún momento hicieron pensar a la bestia que Paulino le era de alguna manera indispensable. Pero lo peor es que Paulino también llegó creerse indispensable... Sin embargo, en cuanto el proceso judicial contra Paulino se puso en marcha y las investigaciones penetraron en profundidad, empezaron a aparecer pruebas, verdaderas o falsas, y la imagen de Paulino se fue resquebrajando, se fue hundiendo en el lodo. Se determinó que Paulino había incurrido en gastos excesivos, que había empleado en la construcción de un molino unas costosísimas vigas de acero que no parecían tener ninguna función desde el punto de vista estructural. Además descubrieron incontables fuentes de financiamiento privado que Paulino había desviado a su favor. Paulino sería acusado de incontables desfalcos, trapacerías, incontables abusos, incontables truchimanerias, negocios turbios, etc. En fin que, el 17 de diciembre de 1954 fue sentenciado a una generosa pena de treinta días de cárcel y una multa de cinco mil pesos. Pero cuatro meses más tarde, en el mes de abril de 1955 —cuando ya se encontraba en libertad— el gobierno reinició su ofensiva, una ofensiva en serio que no presagiaba nada bueno. Desde la infame columna “Foro publico” del diario El Caribe (de la cual el mismo Paulino había sido colaborador asiduo en otra época) llovieron nuevas acusaciones y lo embarraron de pies a cabeza con insultos y calumnias mezcladas con verdades y medias verdades de a puño. Sus más cercanos amigos negaron cualquier tipo de relación con él. Sus mejores enemigos, como Cucho Álvarez y Paíno Pichardo estaban de plácemes. Los familiares de la bestia y muchos altos oficiales y connotados intelectuales y dirigentes políticos estaban de plácemes. Esta vez Paulino volvió a prisión el día primero de mayo del 1955, condenado a diez años de trabajos forzados y a la restitución de cuantiosos bienes. Pero la bestia, al parecer, seguía teniéndole aprecio y le concedió lo que no le hubiera concedido a nadie. Paulino se hizo el enfermo o se enfermó de verdad. y el 10 de junio del mismo año interpuso un recurso de apelación contra la sentencia que había recibido y su querido jefe lo dejó en libertad. Paulino escribió cartas, pronunció discursos en los que se deshizo en elogios, expresó su eterno agradecimiento y se siguió quizás sintiendo enfermo, cada vez más enfermo, hasta que su querido jefe lo autorizó a salir del país, probablemente en viaje de salud, y le permitió disfrutar por el resto de su vida de la cuantiosa fortuna de cinco o siete millones de dólares que había puesto a salvo en Suiza. Su gran amigo Balaguer —cuando fue nombrado presidente por las tropas de ocupación yanquis en el año de 1966—, premiaría sus servicios a la patria nombrándolo embajador en Francia. (Historia criminal del trujillato [72]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. Los ingenios del dictador — El NacionalLos ingenios del dictador Sergia Mercado Central Río Haina, gran motor de la economía dominicana de los años 50 Central Río Haina, gran motor de la economía dominicana de los años 50 Alejandro Paulino Ramos Mecanismos de Trujillo para la represión política: Un “Foro público” para perseguir, difamar y destruir moralmente https://acento.com.do/cultura/mecanismos-de-trujillo-para-la-represion-politica-un-foro-publico-para-perseguir-difamar-y-destruir-moralmente-18-8678549.html . El círculo del poder (8): La danza de los favoritos Pedro Conde Sturla 28 enero, 2022 Boda Trujillo- Ricardo. Poca gente se alegró tanto y se benefició tanto de la caída de Paulino como Cucho Álvarez Pina y Paíno Pichardo. Ambos eran estrellas en ascenso en la época en que Paulino empezó a alcanzar el cenit de su carrera, pero Paulino encontró la forma de hacerlos a un lado y troncharles el camino, aunque también fueron víctimas (y beneficiarios) del sistema de premios y castigos intermitentes que la bestia aplicaba a todos sus funcionarios. Subían y caían rutinariamente del poder, y cuando caían, el infame Foro Público hacía de ellos picadillo. Algunos se mantuvieron a flote durante toda la era, pero en posiciones diplomáticas o burocráticas más o menos decorativas y secundarias, no en posiciones de mando. La gran hazaña de Paulino consistió en haber escalado y haberse mantenido en una posición tan cercana al poder y haber ejercido el poder junto a la bestia durante un periodo que superó todas las expectativas. Muchos dicen que en algunas ocasiones Trujillo llegó a lamentarse en voz alta de haber prescindido de Paulino. No hay que dudar que resintiera la ausencia de Paulino, que le hiciera falta el agudo juicio de Paulino, el hombre que le resolvía todos los problemas y que también, lamentablemente, podía sustituirlo. Paíno Pichardo y Cucho Álvarez Pina nunca fueron rivales de consideración para Paulino, pero a la larga se salieron con la suya y nunca dejaron de ser enemigos peligrosos. En la práctica formaron una alianza, una “mancuerna” política que se enrocó en el Foro Público y causaba terror: la alianza de Cucho y Paíno que dio origen al término “cuchipaineo” en la década de los cincuenta. Fue una alianza nefasta de intrigantes y chismosos, bellacos y delatores que se dedicaban a desacreditar, calumniar y vejar a los enemigos políticos e influir en la repartición de cargos y prebendas. Sin embargo, lo cierto es que también se les atribuyó más poder que el tenían. Ricardo Paíno Pichardo y Virgilio Álvarez Pina, alias Cucho o Don Cucho, eran amigos de la bestia o por lo menos conocidos de vieja data, y eso facilitó mucho sus carreras políticas, aunque Don Cucho no se rindió desde el primer momento a los encantos de la bestia. En cambio Paíno Pichardo se estrenó en el segundo año de su primer gobierno (1932), como Secretario de estado de finanzas. Pero el estreno no fue muy auspicioso, Paíno no tuvo un muy feliz desempeño. También le fue mal como representante del país en la Convención internacional del azúcar que tuvo lugar en Londres y como representante de Trujillo en la coronación del rey Jorge VI de Inglaterra. Luego fracasaría como secretario de estado de Industria y Comercio y se desempeñó quizás de igual manera como embajador en Chile, Perú, Bolivia y Ecuador y Canadá. Los cargos le llovían y le hubieran seguido lloviendo porque sus relaciones con la bestia eran muy cercanas. De hecho, había sido –junto a J. M. Bonetti Burgos y J. A. Ricardo—, uno de los padrinos de la boda de Trujillo con Bienvenida Ricardo. Pero Paíno era inestable y nervioso y tenía problemas con la bebida, y tras tanto fracasar o perseverar en el fracaso, la bestia lo sometió a un proceso disciplinario, a un período de abstinencia política, sin acceso a cargos públicos. Por lo que dice Crassweller, Paíno era un tipo impresionante, alto, bien parecido, con “pelo bueno”, como se decía una vez por estos rumbos. Tenía, además, un extraño sentido del humor, combinado con cierta dosis de cinismo, y de ambos se sirvió en su carrera política. Por lo demás —dice Crassweller—, aparte de inteligente y sociable era el tipo de hombre que nunca se hubiera permitido sufrir la enfermedad del idealismo ni vivir de ilusiones. Su lealtad a Trujillo era incuestionable. Amaba el poder y por amor al poder, a las mieles del poder, y por amor a la bestia estaba dispuesto a sufrir todas las humillaciones, todos los altibajos, todos los desplantes. Por el amor a las mieles del poder y su lealtad o veneración del querido jefe lo daría todo. Paíno era, en efecto, uno de esos cortesanos liberales que le prestaba ocasionalmente su mujer a la bestia cuando la pobre bestia no tenía tiempo para buscarse una. Almoina, por el contrario, sostiene que ella se prestaba sola y de buena gana y que una vez Paíno tuvo un arranque de celos y la esposa tuvo que quejarse ante la bestia. Sólo estaba cumpliendo con su deber. Dicen que a la esposa de Paíno dedicó María Martínez todos lo malos pensamientos que la animaron a escribir o pedirle a Almoina que escribiera “Falsa amistad”. De hecho la mujer de Paíno era, supuestamente, la falsa amiga que se metía en la cama con el amante esposo de María Martínez. De cualquier manera Paíno llegaría a convertirse a la corta o a la larga en el hombre de confianza de Trujillo durante varios años a partir de su nombramiento como Presidente del comité central del Partido Dominicano en el mes de diciembre de 1938. El cargo le quedaba como un traje, a las mil maravillas. Ahora podía empezar a disfrutar de todos los atractivos que brindaba el poder. El poder lo atraía, lo enceguecía con su atracción fatal. El poder lo excitaba, lo excitaban los asuntos públicos, el poder le ofrecía la fascinación del mando, las innumerables fiestas y recepciones, ponía al alcance de sus manos a las más bellas mujeres. Aunque también lo expondría, por desgracia, a todos los peligros y asechanzas que se cernían sobre los servidores de la bestia. (Historia criminal del trujillato [73]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. El “cuchipaineo” de Hipólito y Danilo, las obras públicas y la JCE https://prensalibrenagua.blogspot.com/2016/10/el-cuchipaineo-de-hipolito-y-danilo-las.html José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf). El círculo del poder (9): La danza de los favoritos Pedro Conde Sturla 4 febrero, 2022 Los llamados tres golpes de la era de Trujillo Entre 1938 y 1944 —como Presidente del Comité Central del Partido Dominicano— Paíno Pichardo se convirtió en la mano derecha de la bestia, el favorito indiscutible de la bestia. Durante ese período tuvo en sus manos la poderosa maquinaria del partido más poderoso del país, el único del país. Un partido que estaba presente en todos los rincones, que llegaría a tener en su mejor momento una cifra millonaria de afiliados y docenas de juntas provinciales, comunales y municipales. Un partido omnipresente en el paisaje urbano y rural. Algunas de las funciones más importantes que desempeñaban los miembros del Partido Dominicano consistían en promover el culto a la personalidad de la bestia, promover elecciones y reelecciones a favor de la bestia, organizar actos a favor de la bestia, hacer cualquier tipo de propaganda a favor de la bestia, organizar desfiles en honor a la bestia, publicidad a favor de la bestia, exaltar a la bestia, adular a la bestia, adorar sin misericordia a la bestia por sobre todas las cosas. Pero asimismo, el Partido Dominicano era parte del mecanismo de represión, vigilancia, espionaje, parte del mecanismo de regulación del consenso social, parte de la maquinaria de coerción y terror de la bestial tiranía. Para la realización de sus importantes labores recibía la contribución involuntaria del diez por ciento de los sueldos de los empleados públicos. Además, ser miembro del Partido Dominicano no era una opción, era una obligación. Para los dominicanos mayores de edad era indispensable tener siempre a mano la “palmita” (el carnet de miembro del Partido Dominicano con la foto de Trujillo y una palma), al igual que la cédula personal de identidad y otro carnet del servicio militar obligatorio. Eran los llamados tres golpes, que la guardia pedía en cualquier esquina, con los que atosigaba sobre todo a los habitantes de pueblos pequeños y de las zonas rurales. La falta de estos documentos acarreaba penas de prisión que constituían un lucrativo negocio. A pesar de su buen desempeño al frente del Partido Domicano, Paíno sufrió una abrupta e inesperada caída en 1945, cayó de golpe, cayó de mala manera a causa de una intriga que a juicio de Crassweller fue orquestada por Peña Batlle, quien era secretario de Estado de Relaciones Exteriores y por Vicente Sánchez Lustrino, director del vespertino LaNación. Paíno fue destituido de su alta posición y de su alta remuneración como presidente del Partido Dominicano y reposicionado en un cargo menor, pero no tardaría en volver a la gracia del poder con un flamante nombramiento de Secretario de Estado de la Presidencia en 1946, y en el enfrentamiento con Peña Batlle y Sánchez Lustrino se saldría con la suya. Mientras tanto, su amigo y canchanchán, su compinche Cucho Álvarez Pina pasó a ocupar su lugar como presidente del Partido Dominicano. Dice Crassweller que poco tiempo después de la destitución de Paíno, Peña Batlle y Sánchez Lustrino fueron asignados a cargos en el extranjero y que cuando regresaron fueron recibidos por una ingrata sorpresa. De hecho, para Sánchez Lustrino resultó ser la más amarga de las sorpresas. Por iniciativa de Paíno, se había puesto en marcha una investigación sobre el manejo de las finanzas de La Nación, las finanzas del periódico que Sánchez Lustrino dirigía. Para peor, Sánchez Lustrino sufría de una afección cardíaca —tenía corazón, después de todo—y durante el proceso fue sometido a fuertes emociones. Por un momento logró salir airoso. Fue descargado, pero el trámite había sido superior a sus fuerzas. El corazón también se le descargó y dejaría de latir al cabo de una semana. Peña Batlle recibiría otro tipo de sorpresa, que también le supo amarga, pero no fue una sorpresa letal, aunque pudo haber sido. Muy pronto se vería sometido a la máxima humillación, a un castigo tan denigrante como no se había soñado en sus peores sueños. Peña Batlle —todos lo sabían—, era un antihaitiano furioso, un antihaitiano enfermizo, patológicamente antihaitiano. Alguien que sufría —según dice Crassweller— de violentas pulsiones o tensiones emocionales, tensiones incontrolables que se desataban en cuanto le mencionaban algo que tuviera que ver con Haití o con las creencias religiosas haitianas o con los animales y dioses del panteón haitiano. La palabra culebra (y las culebras mismas), le producían un problema especial, una incurable repulsión. Todo lo que tenía que ver con Haití lo sacaba de quicio... Y he aquí que, de repente, el día que menos pensaba, a finales de 1946, le llegó un nombramiento y no cualquier nombramiento. El de Embajador en Haití. Dicen que Peña Batlle no lo podía creer y quizás nunca lo creyó, pero la bestia lo nombró, lo conminó, lo obligó a aceptar el nombramiento de Embajador en Haití, y Peña Batlle tuvo que desempeñar de alguna manera el cargo de Embajador en Haití, aunque no por mucho tiempo. Paíno disfrutaría su venganza, por supuesto, y su regreso a la cúspide del poder. Disfrutó por lo menos durante un año. En el mes de junio de 1947 cayó de nuevo en caída libre, cayó hasta fondo, como dice Crassweller, hasta la humilde condición de Inspector de embajadas y legaciones. Pero Paíno era un tipo pragmático, acomodaticio. Un cargo en el Gobierno era siempre un cargo y era mejor que nada, ya volvería a subir y volvería a bajar Paíno subiría y caería, en efecto, y volvería a subir y a caer, pero se mantendría en el favor de la bestia hasta el final. Alguna vez sería, entre muchas otras cosas, presidente del Consejo Administrativo de Ciudad Trujillo, y cuando ajusticiaron a la bestia el día 30 de mayo de 1961 era senador da la República. (Historia criminal del trujillato [74]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. El “cuchipaineo” de Hipólito y Danilo, las obras públicas y la JCE https://prensalibrenagua.blogspot.com/2016/10/el-cuchipaineo-de-hipolito-y-danilo-las.html José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf El círculo del poder (10): La danza de los favoritos Pedro Conde Sturla 11 febrero, 2022 Virgilio Álvarez Pina —solemnemente Don Cucho— empezó su carrera al servicio de la bestia en la misma época que Paíno Pichardo, pero con anterioridad había sido un fiero y breve oposicionista y con mayor anterioridad había sido uno de los mejores o el mejor amigo de infancia de la bestia. Era el mismo Cucho que alguna vez había sido un ferviente y leal partidario de Horacio Vázquez, alguien que —según cuenta Crassweler—, le llevaba el desayuno a la cama y que había sido candidato a Senador por el Partido Nacional de Horacio Vázquez en las elecciones de 1930. Se trataba, en esencia del mismo Cucho que, al igual que otros, le había advertido en su debido momento a Horacio Vásquez que Trujillo estaba conspirando y que le aconsejó destituirlo, el consejo de varios colaboradores y de un Cucho Álvarez que ya le temía a su amigo de infancia y que por cierto dio lugar a un celebre episodio en la Fortaleza Ozama, una especie de desencuentro en el que Horacio no dejó de darse cuenta de que era más un prisionero que un Presidente en presencia del brigadier Trujillo. La amistad de Virgilio y la bestia había comenzado en San Cristobal desde cuando la bestia tenía siete años. Se dice que eran parientes lejanos, aunque más bien parecería que Cucho era pariente de Plinio y Teódulo Pina Chevalier, los tíos maternos de la bestia, hijos de la segunda unión de Luisa Ercina o Erciná Chevalier, que era a vez la madre de la futura excelsa matrona y era la abuela materna de Trujillo, una consagrada y respetada maestra de origen haitiano. La bestia mantuvo con sus tíos las mejores relaciones, pero su amistad con Virgilio (o lo que la amistad podía significar para la bestia) fue algo más trascendente. Virgilio solía ir de vacaciones a San Cristobal y con el tiempo se volvieron inseparables. Peinaban la zona en busca de aventuras, montaban caballos de palo, se entregaban al goce de los baños de río. Diariamente disfrutaban de la mejor diversión que ofrecían a los niños aquellos parajes, los baños de mar y río, aparte de cualquier diablura que se les ocurriera eventualmente. La muy temprana amistad del futuro Don Cucho con la bestia no siempre lo mantuvo a salvo de sus intemperancias. Su militancia en el Partido Nacional y el célebre consejo que le diera a Horacio Vázquez no quedaron impunes, sufrió persecución y cárcel. El miedo y la cárcel, y los muchos consejos que le dieron sus amigos en su etapa de oposicionista, hicieron que Cucho Álvarez se ablandara, se enterneciera, perdonara a la bestia por la traición, por el golpe de Estado que le había dado a Horacio y a solicitud de la misma bestia, según se dice, entró a su servicio en los tempranos años treinta. Desde entonces, y durante toda la era gloriosa, estuvo sometido al mismo régimen de premios y castigos que la bestia dispensaba a todos sus servidores. Con sus altas y sus bajas, conoció períodos de bonanza y otros más y menos tormentosos, períodos de bonanza y periodos de desgracia. Vivió, como todos los demás, en el saludable temor del jefe, y en los años finales fue su más fiel consejero. Uña y carne. Uña y mugre. Tuvo además la suerte de sobrevivirlo, de estar presente para ver su cadáver convertido en colador, en una masa sangrienta y mugrosa. Vivió para contarlo, como decía García Márquez, y lo contó todo un poco a su manera en un libro de anécdotas desangeladas, un libro cortesano, guabinoso, taimado, condescendiente. Durante los años cuarenta, tanto Cucho Álvarez como Paíno Pichardo fueron agraciados y desgraciados con cargos y descargos, y a la larga llegaron a convertirse en la pareja de políticos más notoria del país. El llamado cuchipaineo, la mancuerna formada por Cucho y Paíno, estuvo en su mejor momento. Don Cucho retuvo el puesto de Presidente del Partido Dominicano durante cinco años, la segunda posición política más influyente del país, la del favorito número uno, y además recibió el título de general honorario en 1948. Paíno también había vuelto a ascender y hasta Peña Batlle había salido del exilio haitiano y había sido nombrado en un cargo honorífico de relumbrón. De manera que todo parecía marchar sobre ruedas, y sin embargo, al final de la década se produjo lo que Crassweller llama un eclipse mayor para Don Cucho y Paíno. Ambos fueron nombrados en cargos donde apenas permanecieron un mes. Nombrados y luego renombrados e intercambiados en cargos de poca relevancia y durante muy poco tiempo. En lugar de penas y castigos recibían castigos sobre castigos. Para Paíno empezaba su tercera y más larga caída, su más brusco descenso, y su amigo Cucho Álvarez corrió la misma suerte, lo acompañó en su misma desgracia. La carrera política de uno y otro entraba en un largo período de sequía que duró unos cinco o seis años. Años sin empleos, sin remuneración, alejados por completo del favor de la bestia. La peor parte le tocó a Don Cucho, que tuvo que refugiarse durante casi todo ese tiempo en su finca y que sólo por milagro conservó su libertad. La ingrata suerte de estos personajes coincidía, y no por casualidad, con el ascenso de Paulino Álvarez, el nuevo favorito. Paulino había contribuido desde luego a serrucharles el palo, y mientras Paulino estuviera en el poder ninguno de los dos levantaría cabeza, pero Don Cucho había contribuido espontáneamente a su caída con una metida de pata monumental que tuvo que ver con la construcción de famosa casa o Castillo del cerro. La mansión ideal que Don Cucho había concebido para halagar a su querido jefe, el adefesio monumental, la monumental barrabasada arquitectónica, la apología del mal gusto llamado Castillo del cerro del que Trujillo nunca quiso saber y donde no pasó o no durmió un sólo día de su vida. (Historia criminal del trujillato [75]) Bibliografía: Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. El “cuchipaineo” de Hipólito y Danilo, las obras públicas y la JCE https://prensalibrenagua.blogspot.com/2016/10/el-cuchipaineo-de-hipolito-y-danilo-las.html José Almoina, “Una satrapía en el Caribe” (http://www.memoria-antifranquista.com/wp-content/uploads/2014/10/JOSE-ALMOINA-UNA-SATRAPIA-EN-EL-CARIBE.pdf). El libro de Don Cucho Álvarez (https://hoy.com.do/el-libro-de-don-cucho-alvarez/). l

1 comentario:

Veritator dijo...

Aún hoy 20 de septiembre, 2019 en la República Dominicana, vivimos un neo trujillismo que mantiene a todo un pueblo alienado, creyente en la farsa llamada democracia amparada en una patridocracia mantenida por el poder, la fama y el dinero de quienes heredaron la tiranía hasta hoy. Nadie pagó por daño alguno realizado durante los 31 años de la "democracia" anticomunista de RLTM. Ergo, aquí no hay problemas. Todo está como debe estar.
Un pueblo ignorante, es el mejor de manejar. Ah y cuesta mucho menos.