sábado, 29 de junio de 2019

LA MASACRE

El cha cha cha comenzó oficialmente en octubre del año 1937. La noche del 2 de octubre de 1937. De noche tenía que ser, al amparo de las sombras. Cha cha cha. Y luego durante días cha cha cha. Trujillo mismo anunció el inicio de la matanza y le pondría el nombre. Cha cha cha.

jueves, 27 de junio de 2019

PREDICACIÓN EGOCÉNTRICA O POR FAVOR MODESTIA APÁRTATE



Pedro Conde Sturla

Uno que vino y se fue, un nuevo descubridor. Vino con el ego hinchado a colonizar la literatura dominicana (colon-izar, sí) y se hizo dueño y señor. 
Con un poetómetro en una mano y un escritómetro en otra determinó quién era mejor escritor o poeta, estableció que todo lo que se escribe sobre la insurrección de abril o Trujillo es obsoleto (un poco al estilo de Miguel D. Menos), amenazó, en fin, con proyectar la literatura dominicana a otros horizontes con la fuerza de su prestigio y sus grandes éxitos en los Estados Unidos. 
Ya se rindió, se declaró vencido por la incomprensión. Ahora ejercerá su pontificio desde esa especie de meca o de La Meca que es la ciudad de Miami. Lo acompañan en sus sentimientos algunos seguidores más inflados que él. Inflado uno de ellos con resonancias bíblicas. 
Por lo que puede verse en algunas de sus notas, la modestia no es su fuerte y ni siquiera el sentido del pudor. 
Helo aquí sorprendido en pleno ejercicio de la pedantería, el ejercicio permanente de la pedantería, la megalomanía que se pone en evidencia en los comentarios que acompañan esta foto y que no puede desmentir.
Ego, ti assolvo. 

martes, 25 de junio de 2019

PROFUNDO PÚRPURA

(Un relato de Los cuentos negros)
Pedro Conde Sturla
 
[Una vez, si mal no recuerdo, Sara Pérez escribió una serie de artículos que llevaron a la revista Rumbo a la quiebra. Eran artículos  graciosísimos sobre la más graciosa y regalada e intrigante vida de los príncipes de la jerarquía eclesiástica dominicana y los príncipes se resintieron.
Al poco tiempo, casi por arte de magia, los anuncios desaparecieron y la revista Rumbo  se convirtió en un folletín de pocas páginas y poco después dejó de existir. 
Yo, confieso, me di tremendo banquete con lo de Sara y empecé a elucubrar y rascarme y a pensar en escribir uno de esos relatos retorcidos e irreverentes a los que soy  propenso. Irremediablemente sentí que me había picado una mosca o el moscardón de la divina o diabluna inspiración y fabriqué un relato al que le puse provisionalmente el título de una película italiana: Profundo  púrpura.
Sara es, pues, la culpable y un poco coautora del relato, o por lo menos un poco cómplice. He ahí la razón de la dedicatoria que aparece al final: A Sara Pérez, por supuesto.
Confieso que no la conozco personalmente. El algoritmo de Facebook nos aleja de vez en cuando y de vez en cuando vuelve a juntarnos, o mejor dicho a reunirnos, pero abrigo la esperanza de que nos encontremos algún día, aunque sea, quizas, en el purgatorio. PCS]

Su Eminencia Reverendísima terminó de firmar unos papeles sobre el escritorio de caoba centenaria y ordenó que hicieran entrar a la muchacha y la muchacha entró como quien dice envuelta en una nube de velos vaporosos, flanqueada literalmente por una corte de camareras solícitas, piadosas, que a su paso esparcían agua de rosas. Aquella nube de velos vaporosos, que apenas la ceñía dulcemente, respondía a la más leves ondulaciones de su anatomía, y en medio de esa corte de camareras solícitas, piadosas, parecía santa de altar en procesión, mecida al viento. Las camareras solícitas, piadosas, se cuadraron, se humillaron religiosamente en presencia del Príncipe aun más piadoso y la presentaron un poco en actitud de ofrenda -la ofrenda de la virgen- y un poco también a manera de trofeo, esperando por supuesto su aprobación. Respetuosamente descorrieron la nube de velos vaporosos que cubría su cuerpo impúber. La nube de velos vaporosos cayó al suelo sin vida, como un cuerpo sin alma, y la muchacha infeliz quedó en pelotas, ruborizada un poco y sorprendida. En cambio los ojos del Príncipe piadoso cobraron otra vida. Sus pupilas se dilataron, por no hablar de otra cosa, y agradeció infinitamente al Señor por aquel regalo del cielo. Era una campesinita preciosa, deliciosa, blanquita delgadita, bañadita, desnudita –de las que se cosechan todavía en los cerros de Gurabo-, con unas teticas largas y afiladas como puntas de lanza, piernas torneadas como quien dice a mano por el mucho subir y bajar lomas y unas nalguitas tímidas, puyonas, un poco cohibidas y esmirriadas, que parecían de juguete, nalguitas de fantasía, como le agradaban a su Eminencia, que era parco en sus gustos. Alabado sea el Señor.
Bueno, en honor a la verdad, aquel espécimen, aquel magnífico ejemplar montuno de la sierra, campesinita blanca y desnudista y virgen, intocada, no era un obsequio del Señor, directamente al menos, ni tampoco del cielo, sin descartar por supuesto la intervención, la voluntad divina, porque por algo estaba allí, en presencia del siervo de Cristo. Provenía más bien de sus fieles de la Diócesis de Santiago –mano de Dios en cualquier caso- y sobre todo de la fidelidad condicional del obispo, al cual tendría que pagar su peso en whisky. Cuatro o cinco cajas por lo menos de las muchas docenas que le enviaban en Navidad. Whisky Pinch, por lo menos, de doce años. El obispo era puntilloso en esa materia y tenía un paladar refinado. Su amor a Cristo era casi tan grande como su amor al whisky.
Sin apartar los ojos de su presa el Príncipe Piadoso la devoraba intensamente -boccato di cardinale a no dudar. La imaginaba Salomé, sin Herodes, tendida en su blanquitud en una cama, sobre una sabana negra, quizás roja, y en su interior tocaban a gloria todas las campanas del pecado, el sexo alegre bajo la sotana. Pero lo que sus ojos apreciaban lo despreciaba su fino olfato, su finísimo olfato de gourmet consumado, hecho a las exquisitas mesas del Vaticano donde tantas veces había desayunado y conversado con el papa en perfecto itañol, sin mencionar cenas y banquetes. Un aleteo leve en las ventanas nasales denunciaba su desaprobación o disgusto. Huele a pobre.
Allí no había nada que hacer sino bañarla de nuevo porque la muchacha había sido pobre toda la vida y el olor no se le quitaba a pesar de cinco baños corridos. Olía a pobre serrana y el olor no se quitaba y quizás no se le quitaría a pesar de los baños ni se le quitaría en toda la vida, ni la pobreza. Su Eminencia Reverendísima hizo un gesto apenas perceptible apenas suficiente para indicar que la audiencia había terminado por el momento y las camareras y la virgen se retiraron hasta el próximo baño.
Media hora más tarde la corte de camareras solícitas, piadosas, volvió a entrar sin anunciarse en compañía de la virgen envuelta como quien dice en una nube de velos vaporosos. Y la exhibieron de nuevo, desnudita, a manera de ofrenda y de trofeo. Esta vez la habían estregado y enjuagado y exprimido varias veces como a un trapo, la habían sumergido en una bañera con agua más caliente que tibia de sales perfumadas, la habían ungido con cremas, aceites y afeites y la virgen parecía limpia, pura e inodora. Más bien parecía despedir un halo de gloria. Pero el Príncipe Piadoso no se distrajo de sus menesteres, firmaba papeles y papeles y no levantó la cabeza, no se dignó mirarla a pesar de que la virgen despedía un halo de gloria. El discreto movimiento de sus narices anunciaba, de nuevo, desaprobación. Huele a pobre.
Cuando la trajeron por última vez pasó la prueba. Ahora Estaba deslavada, deslucida, translucida, casi a punto de botar la piel, como si la hubieran restregado con lejía, pero olía verdaderamente a limpio, limpito. Y además no aguantaba más baños ni refregas.
El Príncipe Piadoso ordenó que la llevaran a su recamara y respiró satisfecho. Después hizo un alto en el trabajo y fue a mirarse al espejo, aquel espejo gigante del vestidor que lo retrataba de cuerpo entero. Mirarse al espejo, varias veces al día, era un ejercicio gratificante, una forma de relajarse y aliviar el estrés, una terapia. Mirábase, pues, complacido al espejo -de soslayo, para lucir más coqueto- y ocasionalmente demoraba en el trámite, inmerso en una especie de trance, el éxtasis de los místicos. En realidad se extasiaba en lo que veía. Era un príncipe, un verdadero príncipe, con el traje a la medida de Maquiavelo. Aquí se lo puede ver ahora, plantado frente al espejo que no miente, y desde aquí se pueden deducir los aspectos fundamentales de su personalidad en términos del ilustre florentino fundador de la ciencia política:
Si algo caracteriza su figura es la apostura, amén de la impostura. Si una palabra le cuadra de cuerpo entero es altanero. Si una cualidad lo define es la arrogancia. Si alguna vez un rasgo de soberbia fue típico de alguien, el hombre es, sin duda, típicamente soberbio. Jamás –en honor a la verdad- ha cometido este Príncipe pecado de humildad. La humildad que es al santo lo que a la mar el pez, no enturbia su conciencia. En un palacio vive este siervo de Cristo que nunca se rebaja en el amor al pueblo. Las masas que para uno eran ovejas, las tiene el otro por chusma. De la intolerancia ha hecho virtud, de la indolencia divisa. La ostentación es su vicio. Su moral es el poder, su única patria el poder, el único santo de su devoción es el poder. Amén del Vaticano, que es también, y sobre todo, el poder.
Al Vaticano apuntan sus ambiciones. Grupos de oración generosamente retribuidos, a Dios rogando y con el mazo dando, piden al Celestísimo la pronta conversión del Príncipe en heredero del trono de San Pedro. En corrillos y mentideros se hace correr la bola, en círculos generalmente bien informados se rumia, se rumora, se comenta que el Príncipe es papable, molto papabile.
Pero el Príncipe tenía un problema de imagen, una fractura en su imagen pública como decían los especialistas. La soberbia que ejercía, por supuesto, en nombre de Cristo y su fama de tenorio le habían creado una mala reputación. Por mucho que se esforzara, tenía más aspecto de dandy que de pastor de almas. Por mucho que practicaba –juntando las manos a la altura del pecho en actitud contrita- no lograba asumir convincentemente la típica pose de santo que era de rigor en su profesión, su profesión de fe. De hecho, nunca lucía más taimado que al tratar de fingir la perversa virtud de la inocencia.
Además, su Eminencia Reverendísima, candidato al solio papal, era como ya se podrá imaginar alérgico a la multitud, un secreto a voces. De la multitud –la chusma- emanaba el olor a pobre que su Eminencia reprobaba como si fuese el mismo olor del demonio y en una procesión de Semana Santa estuvo a punto de desmayarse. Pero fue en misa, una misa solemne en la Catedral, donde perdió el control un día que oficiaba transformando el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo en presencia de atildados funcionarios del gobierno de turno. La mayoría de los funcionarios habían dejado de ser pobres nada más tomar posesión de sus canonjías y andaban con escolta y vehículos de lujo, y trajes a la medida –por no mencionar el oro y los diamantes de los Rolex de doce mil dólares- pero algunos seguían oliendo a pobres por debajo y por encima de sus elegantes y costosas vestimentas. Durante la comunión, cuando su Eminencia Reverendísima, ofrecía la hostia consagrada, lo agredió un tufo agrio y salvaje, mezcla agraria y letal que aturdió sus sentidos: la sobaquina del senador de una provincia del sur, que no era adicto al baño y se había bañado en perfume de París de Francia. Y allí mismo, sobre sus fieles arrodillados y adinerados, vomitó su Eminencia la sangre y el cuerpo de Cristo.
La envidia, la maledicencia, los comunistas, el bajo clero e incluso el imperialismo tenían mucho que ver con su mala prensa en el país. Ya se sabe, por demás, que nadie es profeta en su tierra. Porque en Roma, lo que se dice Roma, es decir en el Vaticano, gozaba de inmenso prestigio y se encontraba por los menos entre los veinte favoritos a la sucesión del Santo Padre polaco, que no reparaba en chismes y nimiedades sino en el don de autoridad y ciega obediencia. Con la ayuda de ciertos capitales criollos depositados oportunamente en el Banco Ambrosiano, le bastaría quizás un empujón, un empujoncito para ceñir la tiara y lucir el anillo de Borgia, salvo que el Opus Dei –enquistado ahora en las más altas instancias eclesiásticas por obra del mismo polaco- no dictara otra cosa.
Ya podía imaginarse, sin embargo -para envidia de todos los envidiosos- sentado en el trono de Pedro, pero a manera del Zeus o Júpiter de Fidias, a escala monumental. Imponente, macizo, cuadrado, pedante, engreído, envanecido. Lo último que se le podría imputar -como decía una periodista atea, comunista y disociadora-sería algún tipo de mansedumbre de espíritu. Y ni falta que le hacía Si no tenía la apariencia de un pescador de almas como el maestro y sus discípulos, a su manera pesca y peca mucho. Enfundado en su púrpura, por ejemplo, el príncipe enloquece a las infantas y muchas veces pesca y peca. A su Eminencia Reverendísima -su Eminencia Gris a no dudar- se le antojaba mejor ser un patriarca bíblico. Largos años de vida, dulce follar asaz, larga progenie, mucho pescar y pecar y después la redención. Judaísmo y cristianismo, a diferencia de otras religiones, no tienen sentido sin la redención del pecador. Había, pues, que pescar y pecar. ¿Qué otra cosa habían hecho David y Salomón? ¿Quién era él para oponerse al mandato divino?
La maledicencia, solamente la maledicencia, confundía su pasión por las vírgenes con concupiscencia cuando en realidad no era más que devoción, recordación o rememoración del culto mariano, virgo aparte que se perdía para siempre porque no era el Arcángel San Gabriel ni las tomaba como palomita ni como Espíritu Santo.
Su devoción por el culto mariano revestía, sin embargo, implicaciones más íntimas, profundas. Su Eminencia Reverendísima tenía fantasías eróticas con la Virgen. La Virgen se le aparecía en sueños con la figura de una corista escultural del Petit Châteu a la que había conocido durante una correría nocturna (de incógnito, por supuesto), y hacían y deshacían el amor toda la noche, la poseía y la desposeía, la desfloraba y volvía a florecer –por ser la Virgen- y su sueño se poblaba de murmullos y gemidos celestiales.
La primera vez que le sucedió se despertó temiendo por la salvación de su alma y estuvo casi a punto de pedir un confesor, pero tras breve reflexionar comprendió que sólo podía tratarse de otra manifestación de la gracia divina. Comprendió que era mejor, mucho mejor, dejar las cosas como estaban, entre él y la Virgen, y desechó la confesión por si acaso. Más adelante se impondría una penitencia, tantos Padre Nuestro, tantas Ave María, el cilicio estaba descartado.
No es que fuera un fanático creyente y ni siquiera un beato sincero de esos que veía dándose golpes de pecho como mazazos en misa, pero fingía serlo, tenía que fingirlo aunque fingía mal. Todo lo que tenía -aquel palacio, el poder, la cuantiosa fortuna- lo debía a la fe, a la ostentación de la fe. Había que ser discreto en todo caso, en materia de fe, prudente, mantener las apariencias en un mundo de abrojos y reptiles.
Monseñor Rosas, obispo de la diócesis de La Vega, era un diestro en esa materia. Dominaba en grado superlativo el arte de la simulación. Era, de hecho, el perfecto simulador que a su Eminencia le habría gustado ser. Nadie como él sostenía en público y en privado esa máscara de beatitud tan parecida a la estupidez. La ternura y bondad en el rostro, la sonrisa almidonada, la mirada almibarada detrás de los lentes bifocales, dulce, amable, complaciente. En el más estricto sentido, era un hombre de iglesia, uno que servía a la iglesia más que servirse de ella. Con la burguesía empresarial que financiaba los placeres mundanales de otros obispos, mantenía relaciones cordiales y distantes, no exigía contribuciones para la sustentación de la sede episcopal, no hacía vida social, estaba ausente en banquetes y recepciones. Montaba un carro, un automóvil de poca monta y se sentaba al lado del chofer para conversar, sin pretensiones de gran señor. Además, alguna vez apoyó la lucha del pueblo de Bonao contra una multinacional depredadora. Su Eminencia Reverendísima lo admiraba y le temía. El obispo combinaba su aparente mansedumbre con un concepto sicorrígido en materia de fe. Debajo de su lana de oveja vivía el inquisidor, un eclesiástico fundamentalista que reivindicaba para la iglesia católica el patrimonio absoluto de la verdad –en oposición, incluso, al Santo Padre, que optaba por la pluralidad de los tiempos- y tronaba desde el púlpito contra las sectas religiosas para las cuales pedía el fuego de las hogueras medioevales y renacentistas. A él no le habría confiado en otra época, y ni siquiera en la actual, sus amoríos con la Virgen.
En el extremo opuesto, diametralmente opuesto al modelo de conducta casto y sobrio que representaba monseñor Rosas, había otros personajes cuyo historial pertenecía al dominio de la dolce vita, y al de la opinión publica por supuesto. Entre todos ellos sobresalían el obispo de Santiago y monseñor Pipilino, dos rivales ostentosos cuyas pugnas ponían en entredicho el buen nombre de la iglesia.
El obispo de Santiago -el hombre del anillo- era adicto al whisky y a la opulencia. No era un cura de iglesia, era un cura de ricos, y además un rico empresario, pero los ricos no siempre agradecían su presencia, o mejor, su omnipresencia. De hecho no había ceremonia pública o privada, oficial o religiosa a la cual no asistiera. Se atiborraba de whisky en los banquetes de la alta sociedad y nadie le pasaba por el lado sin que tendiera la mano para que le besara el anillo. Si notaba que alguien se mostraba reacio, la bajaba más de lo normal para obligarlo a doblar la cerviz.
Gracias a sus notables influencias, el obispo imponía su presencia cuasi honorífica en la junta de directores de un banco y varias empresas privadas. Una de ellas –especializadas en el negocio de recogida de la basura- recibía mensualmente del gobierno una dádiva, una subvención millonaria. Y entre otros múltiples privilegios, el mismo gobierno le concedía cada año la exoneración de vehículos de lujo –los más lujosos de la ciudad, acordes con su condición de ministro del Señor- y además de la exoneración recibía desde luego jugosos descuentos de compra por parte de los empresarios y mantenimiento gratis en los talleres de mecánica, sin hablar de viáticos y combustible. Cuando viajaba en avión lo hacía en primera, con boletos costeados por la generosidad de los empresarios. Otras veces viajaba como invitado –o haciéndose invitar- en avión privado con la flor y nata de la oligarquía santiaguense, que tenía unos gustos sofisticados. Ir de compras a Miami o simplemente a cenar, asistir a partidos de pelota en Atlanta, esquiar en Aspen. Aparte de esas minucias el obispo requería cuantiosos óbolos para su manutención y el empresariado había comenzado a resentirse. Mientras tanto, bajo su mando y desidia, la diócesis languidecía, se desplomaba por incuria. Algunos escándalos financieros, las quejas de la burguesía, líos de faldas y alcahuetería mancillaban el esplendor de la púrpura, y el obispo famoso ya por su codicia estaba a punto de saltar del trono. De hecho, su caída era inminente. En las altas instancias vaticanas se habían hecho los aprestos. Su Eminencia Reverendísima estaba al tanto y lo deploraba profundamente, le harían falta sus servicios. En breve el obispo renunciaría a la preciosa, a la preciada sede por su propia voluntad públicamente, pero privadamente a petición del Vaticano. No renunciaría eso sí a la vida social, la dolce vita, realización de la gloria divina en el goce terrenal. Allí estaría, seguiría estando durante mucho tiempo el futuro obispo emérito (léase jubilado) en banquetes y recepciones, presente y repelente como la mosca en la sopa. Todo un personaje.
El otro personaje, monseñor Pipilino, ostentaba sin mérito el flamante cargo de director de una institución eclesiástica de estudios superiores, que en otras circunstancias habría correspondido, por ley, al mismo obispo en desgracia. Pipilino no se destacaba en público por su excesiva afición al whisky, pero compartía con el obispo la pasión por los autos de lujo. Con el mismo celo cultivaba relaciones al más alto nivel social –relaciones cautivas, de intercambio desigual-, y con el mismo desenfado reclamaba villas y castillas para el sostenimiento de su feudo.
Pipilino no era un cura cultivado y de finas manera como el obispo, era más bien un cura rústico, iletrado y preparlante, pero tenía un corazón de oro y, a pesar de sus limitaciones, cierta amplitud de miras y habilidades insospechadas. Dueño de empresas y haciendas, aparte de la riqueza y el boato amaba a los perros de raza, la política y las mujeres, aunque no necesariamente en ese orden ni en ese número. Como buen cristiano eran múltiples sus intereses. Los perros, sin embargo, y las mujeres eran su pasión primaria, y después la política. En cuanto a la crianza de perros -y de mujeres- se había hecho de fama. Nadie en el país tenía mejores castas de Pastor Alemán –ni mejores hembras. A los perros los educaba con mimos, con esmero, los mandaba a curar a una clínica especializada en Nueva York cuando se enfermaban, pero las mujeres tenían que conformarse con la medicina local. Esa discriminación aparente tenía una justificación ética. En su dedicación a los perros de esa raza Pipilino veía una especie de parábola o referencia al Gran Pastor de ovejas, nuestro Señor Jesucristo, mientras que las mujeres eran un hobby, una afición, un entretenimiento no exento de filantropía.
Pipilino no era un tenorio sino más bien una víctima de la tentación de la carne, un mujeriego compulsivo. De ahí que fuera poco discreto, además. En sociedad con un jerarca del Partido Reformista mantenía un harem, un serrallo en una finca del kilómetro 22 de la autopista Duarte, tenía cantidad de queridas en las cuatro esquinas del territorio nacional, salía frecuentemente con secretarias jovencitas y se dejaba ver en los fastuosos balnearios mejicanos de Cozumel y Cancún en compañía de mujeres con cuerpos de apaga y vete, cuerpos monumentales cubiertos apenas por tiritas y tirantes. Pero el tema era tabú. Público y tabú. Nadie en su sano juicio, en la prensa radial, televisada o escrita se atrevía a tocarlo bajo pena de exclusión, expulsión o censura, aparte de la posible perdición del alma. El poder terrenal de Pipilino, gracias a su larga hoja de servicios a la política criolla, iba más allá del poder espiritual. Su protagonismo político ponía rojo de envidia a su Eminencia Reverendísima. Muchas cosas no se movían en el país sin la intervención y anuencia del gran mediador que era Pipilino, el árbitro por excelencia, el hombre clave para redimir entuertos y diferencias entre las cúpulas mafiosas de los partidos del sistema. Su Eminencia Reverendísima era la máxima autoridad eclesiástica -inferior sólo al papa-, pero en materia de política esa autoridad la suplantaba, la ejercía muchas veces su subalterno, el monseñor Pipilino. De hecho, Pipilino llegó al punto de creerse imprescindible en el manejo de tales asuntos, y su vanidad lo movió a cabildear un helicóptero (con el gobierno, primero, y los empresarios después) para cubrir sus frecuentes desplazamientos sobre la media isla, pero la iniciativa fue desestimada, rechazada de plano por desproporcionada y absurda.
A su Eminencia Reverendísima –envidia aparte- le preocupaban menos las aventuras galantes de Pipilino que las últimas noticias sobre el párroco de frontera en Jimaní. El pueblo era tolerante en muchos sentidos y había multitud de curas discretamente amancebados que no llamaban a escándalo. Pero el pecado nefando era otra cosa. Las aberraciones del párroco de Jimaní eran alarmantes y las cartas de quejas, protestas, denuncias y querellas judiciales se amontonaban sobre su escritorio de caoba centenaria. El párroco se había cogido, literalmente, con los niños. Tenía predilección por los varoncitos y ya había derrengado a dos haitianos y cuatro o cinco criollos con un falo desmesurado que utilizaba, al parecer, a manera de ariete. Habría que tomar medidas, por supuesto, a su debido tiempo. Por lo pronto una reprimenda, un cambio de sede.
Sin embargo, el problema peor que confrontaba la jerarquía eclesiástica era el de los curas enganchados a comunistas, curas rebeldes, pendencieros, desobedientes, enfrentados a la autoridad terrenal y espiritual, curas idealistas de la peor ralea, ingenuos que se tomaban en serio lo del amor al prójimo, y para más peor, insobornables. El párroco de Cristo Rey, por ejemplo, un barrio populoso de la ciudad capital, era un incordio. Vivía agitando siempre a favor de los pobres, criticando a los ricos, atacando al gobierno, incumpliendo órdenes superiores, fomentando huelgas y protestas y hasta lanzando piedras contra inocentes y mansos policías. Jodiendo todo el tiempo con la vaina de los pobres –pobres por aquí, pobres por allá, como si los pobres no hubieran existido siempre-, pidiendo para los pobres, reclamando para los pobres y además oliendo a pobre. A él no lo habría recibido en audiencia sin vomitar las tripas. El muy fanático no reparaba en el hecho de que Jesucristo había sido pobre y que el mejor homenaje a Jesucristo era ser pobre. Si a la iglesia la había colmado de riquezas era para mejor servirlo, desde luego.
El párroco de Cristo Rey –como todos los partidarios de la llamada teología de la liberación con la cual el Santo Padre polaco había barrido felizmente en América Latina- era a su juicio un detritus social, un resentido, una escoria, un estorbo, un cuerpo extraño, un indeseable, un tipo zafio, mendaz, desaguisado, entre otras cosas, y tenía asegurado ya su pasaje al caño de las aguas negras. Las medidas, en este caso, serían enérgicas y no se harían esperar. A Namibia lo iban a mandar en calidad de sedicioso, al sur de África. Allí había más pobres que gentes, allí estaría entre los suyos, allí se hartaría de joder a favor de los pobres, allí terminaría de ponerse hediondo a pobre de por vida en nombre de Cristo. Aunque Cristo –por razones de santidad y sentido común- no olía a pobre. Olía a incienso y mirra como la Virgen. ¿La Virgen? Su Eminencia Reverendísima movió la cabeza para sacudirse del pensamiento la imagen del párroco y recordó que en su recámara lo esperaba la otra virgen bien lavada. La pasaría esa noche por las armas.
En realidad la virgen sintió esa noche como si le hubiera pasado un rodillo por encima. Aquel hombrote cuadrado, macizo, se acercó a su lecho y sin mediar palabras hizo la señal de la cruz y la bendijo, se quitó la sotana -debajo de la cual no usaba ropa interior- y se le vino encima con una espada caliente y la ensartó como a una salchicha. La dejó estrujada, maltrecha, con la sensación de no tener un hueso sano. Fiel al mandato de la iglesia, su Eminencia no usaba condón.
En las horas siguientes durmió como un corderito junto a la corderita -que no pegó los ojos-, entre sábanas manchadas en testimonio del sacrificio de la inocencia. Se despertó temprano con la conciencia limpia, alegre y ligerito. Lo despertaron, mejor dicho, sus ayudantas de cámara. El baño estaba listo y lo bañaron y lo perfumaron y masajearon como el atleta que era, y al terminar sus oraciones y volver a la recámara ya habían dispuesto de las sábanas manchadas y de la virgen. 
También estaban dispuestos en sus percheros de caoba centenaria -con aquel brillo celestial- los ornamentos litúrgicos de la Eucaristía Dominical que celebraría, en breve, en la Catedral, y a la que asistiría el Presidente y su gabinete. Los ministros del gobierno habían sido advertidos o amonestados con relación a la delicada cuestión de los olores corporales, en especial un alto funcionario de la Secretaría de Cultura a quien se le había prohibido la entrada por incorregible.
Sobre el robusto cuerpo de su Eminencia Reverendísima se colocó el hábito y sobre el hábito el alba, el lienzo blanco, sinónimo de pureza ritual y despojamiento de toda corrupción. Sobre el alba la estola y la casulla de color rojo púrpura encendido, una especie de manto a modo de poncho indígena, el elemento litúrgico por excelencia para oficiar la Santa Misa. Sobre la casulla luciría la gran cruz pectoral, el anillo pastoral en la mano diestra, el báculo o cayado en la siniestra, la mitra de púrpura encendida coronando la testa. Símbolos del poder episcopal en las grandes celebraciones.
Por un túnel discreto bajo el palacio arzobispal pasó a la Catedral, envuelto como quien dice en la magia de los cantos antifonales que anunciaban el Rito de Entrada, con el cual se inicia la ceremonia sacra. Radiante estaba y bello como un sol, y su sola presencia iluminó la nave. Con una inclinación teatral y un beso saludó el altar venerado. Levantó en alto los brazos volviéndose, para saludar, hacia la numerosa congregación de fieles, y en un gesto consuetudinario compuso, sin proponérselo su mejor mueca de desprecio. Dominus vobiscum. El Señor esté con vosotros. Y en efecto, allí estaba.
A Sara Pérez, por supuesto
Diciembre 2003/enero 2004

DE VENTA EN




Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

sábado, 22 de junio de 2019

Cantar de los cantares

Pedro Conde Sturla
24 de junio de 2019 | 12:03 am 
Béseme con su boca a mí el mi amado. / Son más dulces que el vino sus amores; / tu nombre es suave olor bien derramado, / y no hay olor que iguale tus olores; / por eso las doncellas te han amado. Fray Luis (en octava rima)

El se lo dijo confusamente todo a Maria :aquella  noche, una de aquellas noches en que se amaron intensamente, y se lo repitió de nuevo confusamente todas las noches que se amaron. Se lo siguió diciendo hasta que el sentido de las cosas que decía empezó a tornarse claro, hasta que el sentido empezó a tener sentido y se hizo inteligible para ella. Hasta que ella entendió. O mejor dicho, hasta que ella se atrevió a entender. 
Él le hablaba con una voz pausada y grave mientras le acariciaba los cabellos y a veces le hablaba y la besaba al mismo tiempo. Le acariciaba los muslos bajo la luz de la  luna y sus muslos se le escapaban como peces sorprendidos. Otras veces le echaba leche y miel bajo la lengua para mejorar el sabor de los  besos. Y se besaban a la francesa, devorándose más bien en un frenético besuqueo caníbal.
Pero las  cosas que decía eran terribles. No era el sentido de las palabras lo que le costaba entender, sino la gravedad del sentido que encerraban. No estaba realmente confundida, tenía miedo. Él le hablaba de un viaje y de una prueba, una ascensión entre criaturas angelicales y criaturas demonicales, entre la luz y la sombra, entre el sosiego y el espanto,
abominación y espanto, hasta alcanzar la cima celestial.
-Tengo miedo.
-Yo te estaré esperando María.
Él le decía que después, cuando se hubiera marchado, ella estaría al frente, que sus hombres la respetarían y seguirían y ella se horrorizaba, sabía que no podía ser verdad. Sabía que le tenían ojeriza, sabía que la despreciaban y que había uno de ellos, el más arrogante de todos, que no soportaba su presencia, que se sentía o fingía  sentirse asqueado en su presencia. De hecho, no parecían gustarle las mujeres. En cambio Tomás le miraba siempre las piernas o por lo menos los pies. Y el infame Judas, cuando ella se agachaba a encender el fuego, hacía lo imposible por verle los senos. También se daba cuenta que los otros, algunos de los otros, le miraban discretamente el trasero. Pero el Pedro, el nombrado Simón Pedro la miraba con odio, le hablaba mal, como emitiendo gruñidos o ladridos, y ella le temía.
-No te preocupes, Pedro que ladra no muerde.
-Me amenazó con su vara. Me dijo que me fuera, que me alejara, que las mujeres no somos dignas de esta vida, que ni siquiera podemos entrar en el reino de los cielos.
-Pues yo me encargaré de hacerte hombre. Te convertiré en un espíritu viviente, al igual que los hombres, te convertiré en macho o marimacho y entrarás en el reino de los cielos.
-¡Y seguirás queriéndome?
-Nada cambiará entre nosotros. Te seguiré besando, te besaré en la boca con ansias locas, te seguiré queriendo aunque me vuelvas loco, hasta que me devuelvas el corazón que en besos yo te dejé en la boca.
-Pero a tu padre no le gustará, tú lo conoces. Terminantemente prohibió desear a la mujer de tu prójimo y sobre todo a tu prójimo.
-El puede ser flexible. Se encaprichó de la mujer de un prójimo y mira lo que sucedió. Aquí me tienes.
-Sí, al menos no mandó a matar al marido como hizo David. Pero tengo miedo de su cólera.
-Se le pasará cuando conozca a su nieto.
-Será un hijo del pecado, ni siquiera estamos casados.
-El tampoco se casó.
En ese momento María volvió a sentir miedo y rompió a llorar. Él la besó tiernamente.  Ella le dijo bésame con tu boca a mí, mi amado, son más dulces que el vino tus amores, tu nombre es suave olor bien derramado, y no hay olor que iguale tus olores
Ella le dijo bésame, bésame mucho, bésame, por favor, como si fuera esta noche la última vez. ¡Mírame con tu mirar que me enternece, háblame con tu hablar que me enloquece, bésame con los besos de tu boca, que embriagan más que el vino, ámame con tu amor que me amorece!
Él sintió que la sangre se le alborotaba en las venas y la ternura cedió el paso a un
arrebato de pasión. La agarró por los cabellos y la miró con lujuria incontenida.
Se subió entonces salvajemente a su cuerpo como quien sube a una palmera para agarrar sus frutos y exprimió sus senos como si fueran racimos de uvas, y se bebió su aliento como si fuera aroma de  manzanas y bebió de su boca el mejor vino, mojándose los labios y los dientes.
Después metió la mano por el resquicio de la puerta de su vientre y ella se estremeció. Le abrió a su amado de par en par su templo, se derramó en incienso, leche y mirra, y se quedó tranquila en éxtasis de polen.
Entonces él comenzó a decirle palabras bonitas, todas las palabras bonitas del lenguaje humano que estaban a su alcance. Le dijo que sus ojos parecían palomas como a través de un velo, que eres como una fuente, amada mía, como un jardín florido, manantial de aguas vivas donde sacio mi sed, esencia de canela, de nardo y azafrán, aloe perfumado, incienso celestial. Le dijo nuevamente que la amaba, que era la sed y el hambre y tu fuiste la fruta, la higuera derramada la huerta de granados. Le dijo que eran bellas sus mejillas, le dijo morenita, morenita mía, no te olvidaré, le dijo capullito, una y otra vez hasta cansarse le dijo capullito, lindo capullo de alelí.
Luego le dijo, en broma, que sus cabellos eran como un rebaño de cabras vagando por las vertientes del monte de Galaad, que sus dientes eran como un rebaño de ovejas trasquiladas que se acaban de bañar, que su  cuello era como la torre de David, que era más bella que la yegua del carro del Faraón, mucho más bella que Margarita Cedeño, que la batalla de Samotracia, que la torre Eiffel, que la estatua de la libertad.
María se echó a reír, le dijo que se sentía feliz. Pero tenía miedo, mucho miedo. El también se rió con una risa falsa y la volvió a besar y volvería a reírse con una falsa risa.
Él también tenía miedo. Un miedo intenso y frío que le calaba los huesos. Pero no diría nada.



Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

Pedro Conde Sturla
21 junio, 2019
Béseme con su boca a mí el mi amado. / Son más dulces que el vino sus amores; / tu nombre es suave olor bien derramado, / y no hay olor que iguale tus olores; / por eso las doncellas te han amado.
Fray Luis (en octava rima)

martes, 18 de junio de 2019

Julio Cortázar: el tesoro de la juventud

Pedro Conde Sturla
24 de octubre de 2016 

Un crítico o lector desprevenido considera que “El tesoro de la juventud” es un texto en el que Julio Cortazar “rinde homenaje a una enciclopedia” homónima “que pasó por sus manos en su niñez”, pero Cortazar tenía un sentido crítico de la realidad demasiado afilado como para cometer esta ingenuidad.
La dichosa “enciclopedia de conocimientos” (“El maravilloso mundo de ‘El Tesoro de la Juventud”… “una enciclopedia para niños”), circulaba por el mundo hispánico en su versión argentina desde 1915 y cautivó a miles de lectores porque la obra es cautivante, veinte tomos de cautivantes lecturas, pero es también una obra envenenada, venenosa, que destila un sutil y a veces no tan sutil racismo, segregacionismo, colonialismo, belicismo. Es, en muchos sentidos un destilado, un concentrado de la ideología dominante de la época en lo que concierne a la interpretación de la historia y el progreso, la cultura, las razones y sinrazones del atraso, la esclavitud, la pobreza… Es y no es un cuento para niños, un cuento para formar desinformando.

sábado, 15 de junio de 2019

YELIDÀ 1-2)


Yelidá (1 de 2)

En la década de 1940 empezó a manifestarse en Santo Domingo una curiosa tendencia literaria de intención épico-lírica que produciría una fuerte sacudida en el mundo o mundillo literario del país. Provocaría en breve tiempo un cambio de rumbo en la orientación de las letras dominicanas.

Ese rico filón épico-lírico, cuyo estudio merece un capítulo aparte en la historia literaria, dio origen a algunas de las obras poéticas más importantes del terruño, obras notables que se cuentan entre las cosas más valiosas del patrimonio nacional intangible.

Sus autores, un grupo de poetas independientes (los llamados Independientes del cuarenta, que no formaban parte de agrupaciones literarias), habrían de convertirse con el correr de los años en figuras cimeras de las letras nacionales.

El grupo está compuesto por Tomás Hernández Franco y Manuel del Cabral (que fueron los pioneros), Héctor Incháustegui Cabral y Pedro Mir.

La importancia histórica de la obra de Tomás Hernández Franco es en extremo interesante. Hernández Franco es el deleznable autor de “La revolución más bella de América” (la de Trujillo), y es también autor del inspirado y extraño y magnífico poema “Yelidá”, publicado en 1942.

Yelidá es un poema deslumbrante o mejor dicho un poema paisaje, quizás un poema espejismo en el que la geografía del ambiente poético se construye como por encanto ante la mirada del lector sensible: poema de arquitectura barroca que persiste en la memoria y en la retina. Uno de los elementos formales de esta construcción es precisamente el flujo ininterrumpido de imágenes, la forma en que se articulan las palabras para producir un sentido innovador, fuera de serie:

“Buscaron a Badagris dictador de la puñalada y del veneno / espíritu suelto de los cañaverales / donde el tafiá es primero flor y luego miel / el padre del rencor y de la ira / el que enciende la choza al leve contacto de su mano negra / y viola a todas las niñas en el vientre de las madres dormidas. /Buscaron a Agoué dios ventrudo del agua / mitad evaporado de sol y de brasa / y mitad prisionero del pantano /aburrido de moscas y de olas / en su casa de vientos y de esponjas”.

El ritmo y la adjetivación insólita juegan un papel de suma importancia en este poema: son protagonistas de primer orden. Es el ritmo interior lo que convierte a “Yelidá” en un poema tan impetuoso, mágico, luminoso y tembloroso como “un derroche de fuegos artificiales”.

Decía Sergei M. Eisentein, el famoso director de cine soviético, que “el arte de componer bien es el arte de variar bien”. No cabe duda que Tomás Hernández Franco aprendió esta lección en alguna parte:

“Con alma de araña para el macho cómplice del espasmo / Yelidá por el propio camino de su vientre / asesina del viento perdido entre los dientes de la gruta / ahí se estaba vegetal y ardiente / en húmeda humedad de hongo y de liquen / caliente como todo lo caliente / cosa de hoja podrida fermentada en penumbra tiempo y luna / hecha de filtro y de palabra rara /en el agua del charco con su verde y su larva / y su ala a medio nacer y su andar de meteoro / Yelidá deshojada a sí y a no / por éxtasis de blanco y frenesí de negro / profunda hacia la tierra y alta hacia el cielo / en secreto de surcos y en místico de llamas”.

Ahora bien, ¿qué cosa es exactamente Yelidá, qué lugar ocupa en nuestra literatura, que representa en el plano de las opciones estético-ideológicas?

Yelidá es una especie de epopeya trunca, o si se quiere, un fragmento de epopeya (sui generis) cuyo espectáculo narrativo se sitúa aparentemente fuera del presente. El desarrollo de la historia tiene lugar en cinco fases o etapas que llevan por título: “Un antes”, “Otro antes”, “Un paréntesis” y “Un final” que consta de un solo verso.

En la primera parte conocemos a Erick, un simple “muchacho noruego con “ fuerza de remo y sencillez de espuma”. Era “mitad Tritón y mitad ángel”, tan puro e inocente que a los veinte años se mantenía “virgen dentro de sus botas de hule”. Un buen día, estimulado por un tío marinero que le “contaba entre dientes largas historias de islas” , Erick se puso en ruta y fue a parar a Fort Liberté. Allí conoce a Mamuasel Suquiete, una muchacha negra que se enamora de su belleza blanca y le hace perder su “escandinava inocencia”. Erick trata en principio de “ahuyentarla de su cabeza rubia”, pero al final sucumbe sin remedio, víctima de las artes mágicas del vudú, “ y muy pronto los casó el obispo francés”. Erick deja entonces de ser marinero y se convierte en vendedor de arenques. Luego, en un tiempo indeterminado, muere de alguna manera “entre Jesucristo y Damballá Queddó”.
Tomás Hernández Franco lo cuenta mejor en el poema. Lo cuenta en unos versos trepidantes como no se han vuelto a ver en la poesía dominicana. Versos y reversos rebosantes de intuiciones líricas insospechadas, audaces registros verbales, pulsaciones poéticas insospechadas:

“Erick el muchacho noruego que tenía / alma de fiord y corazón de niebla apenas sospechaba en su larga vagancia de horizontes / la boreal estirpe de la sangre que le cantaba caminos en las sienes./ En el más largo mes del año había nacido / en la pesquera choza de brea y redes salpicada casi por las olas /parido estaba entre el milagro del mar y el sol de medianoche / de padre ausente naufragado / nadador ya de algas profundas y arenas sorprendidas / de escamas y de agallas y de aletas. / Era el quinto hijo para el mar nacido / Erick creció en su idioma de anzuelo y de corriente / fuerza de remo y sencillez de espuma / como todos los muchachos de la playa /mitad Tritón y mitad Ángel. / Pero Erick no sabía nada de eso / pulso de viento y terquedad de proa / aprendió los nombres de los peces de las puntas y cabos / la oración del canal y la bahía /a los quince años conocía mil golfos /y sin contar el ya remoto y salobre seno de la madre / ni un solo pensamiento de noruega / le había caminado entre las cejas rubias. /

En un anual calafateo de lanchas /llamas estopa y brea / Erick tenía veinte años y era virgen dentro de sus botas de hule / y creía que los niños nacen así como los peces / en la noche quieta de los reposos del mar / pero el tío piloto contaba entre dientes largas historis de islas / con puertos bruñidos y azules / donde centenares de mujeres desnudas subían carbón al barco / donde había pájaros verdes hirviendo de palabras obscenas / y donde en la noche florecía el burdel con hondo aliento de tam-tam./ El tío mascullaba una lejana canción de sol y cocoteros / en lengua que no podía ser noruega y que ponía / en el pulso de viento de Erick pequeños remolinos./

A los veintidos años Erick tenía la mirada gris azul / densa de su alma puesta en dique / y una voluntad de timón y de quilla / por llegar a las islas de las montañas de azúcar / donde decía el tío las noches olían a cedro como las barricas de ron / Erick sabía que los marinos noruegos siempre desertaban en las islas / pero cuando estaban bien borrachos los capitanes los metían a patadas / en las bodegas sucias y entonces volvían a Noruega/flacos y callados y tristes./ Con todo y las patadas el marino Erick ya estaba en ruta”.




Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0
https://acento.com.do/2019/opinion/8694909-yelida-2-de-2/

Yelidá (2 de 2)

De la unión de Erick y Mamuasel Suquiete nace la mulata Yelidá. Y el nacimiento es todo un acontecimiento, una epifanía tropical de inusitada raigambre telúrica:
“Y así vino al mundo Yelidá en un vagido de gato tierno / mientras se soltaba la leche blanca de los senos negros de Suquí / alegre de todos sus dientes y de su forma rota / por el regalo del marido rubio / y Yelidá estaba inerme entre los trapos / con su torpeza jugosa de raíz y de sueño / pero empezó a crecer con lentitud de espiga / negra un día sí y un día no / blanca los otros / nombre de vodú y apellido de kaes / lengua de zetas / corazón de ice-berg / vientre de llama hoja de alga flotando en el instinto /nórdico viento preso en el subsuelo de la noche / con fogatas y lejana llamada sorda para el rito”.
Ella sigue creciendo “con lentitud de espiga”, fuerte y lozana, y mientras crece en aquel ambiente va poniendo en peligro la sangre nórdica de su padre. ¿Cuál puede ser el destino de la sangre blanca de Erick en esa tierra de negros?
La acción llega al climax cuando Yelidá se hace adulta y, alarmados, los inocentes dioses nórdicos se trasladan hacia Haití en masa para interceder ante los bárbaros dioses del panteón vudú por la salvación de la sangre blanca que corría por las venas de la muchacha mulata. El enfrentamiento de ambas cofradías religiosas  constituye la parte mas hermosa y vibrante del poema. 

Los liliputienses dioses infantiles de la nieve / los viejecillos vestidos de rojo / que sacuden la niebla de sus barbas /
y los que soplan sobre las letras sin rumbo de las veletas / los habitantes del rescoldo /los del viento ululante / los que dibujan las árticas auroras / los dioses de algodón y de manzana / que tienen largo el sur y corto el norte / los que sobre la tímida y verde vida del musgo verde / resbalan y juegan con las flores del hielo / los hiperbóreos duendes del trineo y del reno / supieron la noticia en lengua de disueltos huracanes lejanos./ Sangre varega en la aventura de cosas de hombre / por cosas de mujer se trasplantaba / en islas de caracol y de pimienta”…
A pesar del largo viaje y a pesar de las súplicas, la misión de los dioses  nórdicos termina en fracaso: “aquella noche Yelidá había tenido su primer amante”. La sangre blanca de Erick ya no tenía salvación:
“perdida iba a quedar para su ártico / en el flotante archipiélago encendido / perdida iba a quedar para su mansa / vegetación de pinos ordenada / perdida iba a quedar para su lucha / de olas, aceite y peces / perdida iba a quedar para Noruega / en las islas de fuego condenada. / Viajeros por los hondos caminos del subsuelo adornados de tumbas / donde dialoga el fósil con la raíz podrida / y el hueso suelto espera la trompeta / y se hace oscuro el secreto del agua / que lava las pupilas insomnes del mineral perdido / por la grieta y la gruta y el estrato / los dioses de leche y nube con el sexo de niño / buscaron al otro dios de los mil nombres / al dios negro del atabal y la azagaya / comedor de hombres constelado de muertes / Wangol del cementerio y del trueno /
el dueño del ojo vidriado de zombí y la serpiente/ Buscaron a Ayidá-Oueddó que es la que pone / a arder la lámpara roja del estupro / la que en el hondo vientre de cueva del bongó mantiene /
las cien serpientes locas del dolor y la vida / la que en la noche de Legbá suelta los perros del deseo / la que está partida en dos mitades por sexo infinito / maestra de la danza sagrada para llegar hasta ella misma / domadora del grito y del espasmo./
Implorantes de llantos en sordina /
Casi borrachos ya de olor de isla /
los dioses de Noruega pedían salvar la última gota de la sangre de Erick/
la escandinava inocencia de una gota de sangre”.
En los trepidantes versos y las deslumbrantes imágenes de “Yelidá” se pone de manifiesto la esencia ética y estética de la obra, la definición sustantiva y sustancial del poema: “Yelidá” es, en el mejor de los casos, un lamento (en sordina) por la sangre nórdica que se diluye en el contexto de la negritud. El triunfo de la cofradía afroantillana sobre la nórdica puede expresarse y resumirse con estas palabras: “Se nos dañó el muchacho.” De ninguna manera parece ser una celebración de la mezcla de razas, del mestizaje que define a las Américas.
En “Yelidad” se produce el clásico enfrentamiento entre “Civilización y barbarie”, dando por descontado que los bárbaros son esos pueblos nuestros, cultores de religiones sincréticas como el  vudú, pueblos que desgraciadamente han derrotado a “los dioses de algodón y de manzana”, portadores de civilizadora sangre blanca.
La historia de «Yelidá» es un poco la historia del mestizaje.  El pasado y el presente. La historia de pueblos oprimidos, cuyas calamidades o desgracias han sido atribuidas cómodamente al origen étnico y no a su pesado fardo histórico y social.


Amazon.com: Pedro Conde Sturla: Books, Biography, Blog, Audiobooks, Kindle 
http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0

Pedro Conde Sturla
14 junio, 2019



Tomás Hernández Franco. 

De la unión de Erick y Mamuasel Suquiete nace la mulata Yelidá. Y el nacimiento es todo un acontecimiento, una epifanía tropical de inusitada raigambre telúrica:
“Y así vino al mundo Yelidá en un vagido de gato tierno / mientras se soltaba la leche blanca de los senos negros de Suquí / alegre de todos sus dientes y de su forma rota / por el regalo del marido rubio / y Yelidá estaba inerme entre los trapos / con su torpeza jugosa de raíz y de sueño / pero empezó a crecer con lentitud de espiga / negra un día sí y un día no /blanca los otros / nombre de vodú y apellido de kaes / lengua de zetas /corazón de ice-berg / vientre de llama hoja de alga flotando en el instinto /nórdico viento preso en el subsuelo de la noche / con fogatas y lejana llamada sorda para el rito”.

viernes, 14 de junio de 2019

LA BIBLIA Y OTROS ENGENDROS

Casi la mitad de los siete mil millones de bípedos parlantes del planeta creen en la fábula o en una de las variantes de la fábula, de la mitología que elaboraron los judíos a partir de las mitologías egipcias, mesopotámicas, helenisticas... Eso que se llama Biblia. 

“Casi todas las culturas han desarrollado su mito de creación propio, y la historia del Génesis es simplemente la que fue adoptada por una tribu particular de pastores del Medio Oriente”. 
(Richard Dawkins).

"El cristianismo -afirma Wolfgang Beutin- se inició con un robo grave, cardinal: ¿Porque cómo pasó el Antiguo Testamento a manos de los cristianos? La verdad es que lo fue arrebatado a los judíos y "se utilizó como arma arrojadiza contra ellos: un proceder increíblemente mendaz  denominado interpretatio Christiana; un suceso singular y sin igual en toda la historia de la religión y casi el único rasco original de la historia cristiana de fe". 
Pero la obra literaria, el Antiguo Testamento, transmite una idea de Dios, cuya esencia bárbara no tiene igual. "¡Y este Dios, arrogante y poseído de absolutidad como ningún otro engendro en la historia de la religión antes, y de una crueldad no superable con posterioridad, se halla detrás de toda la historia del cristianismo! (...) Un dios que con nada disfruta tanto como con la venganza y la ruindad. Un dios que arde en delirios homicidas".
(Karlheinz Deschner:La Historia criminal del cristianismo)
"El Dios del Antiguo Testamento es, sin duda el personaje más desagradable en toda ficción: celoso y orgulloso de ello, un mezquino, injusto, un controlador implacable, un vengativo limpiador étnico sediento de sangre, un misógino, homófobo, racista, infanticida, genocida, filicida, pestilente, megalómano, sadomasoquista, matón caprichosamente malévolo". 
(Richard Hawkins).

"La Biblia enseña a “Abrasar en nombre del Señor, incendiar en nombre del Señor, asesinar y entregar al diablo, siempre en nombre del Señor". 
(Georg Christoph Lichtenberg ).

"Enseñar un niño o una niña, una criatura inocente, a creer en el diablo y el infierno es una crueldad y un abuso".
(Richard Dawkins).

domingo, 9 de junio de 2019

ANDRÈ MAUROIS: EL ARTE DE ESCRIBIR


Pedro Conde Sturla
21 de agosto de 2009













El arte de escribir” es un famoso texto de Andrè Maurois que no tiene desperdicio. Se trata de un tema que, desde la antigüedad ha ocupado la mente de grandes escritores y es mucho lo que se ha teorizado al respecto. En Biblioteca Digital Ciudad Seva hay todo un capítulo dedicado a “Opiniones y Consejos de los Maestros Sobre el Arte de Narrar”, que los interesados podrán consultar con provecho. No aparece entre los maestros, sin embargo, el nombre de Andrè Maurois y ni siquiera el de Diógenes Céspedes.
Sobre el arte de narrar he aprendido varias lecciones. Una de ellas es la de Huidobro en “Arte poética”, la clásica, especialmente en lo que concierne al uso del adjetivo:
Que el verso sea como una llave / que abra mil puertas. / Una hoja cae; algo pasa volando; / cuanto miren los ojos creados sea / y el alma del oyente quede temblando. / Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; / el adjetivo, cuando no da vida, mata. / Estamos en el ciclo de los nervios. / El músculo cuelga. / como recuerdo, en los museos; / mas no por eso tenemos menos fuerza: / el vigor verdadero / reside en la cabeza. / Por que cantáis la rosa, !Oh poetas¡ / hacedla florecer en el poema. / Solo para nosotros / viven todas las cosas bajo el sol. / El poeta es un pequeño dios.
Otra lección muy importante es la de Paul Valèry, citada por Andrè Maurois. Valèry aboga por la sencillez, al igual que Borges, y aconseja el uso de palabras “menores” en lugar de palabras “mayores”, palabras rimbombantes.
Maurois aconseja por su parte el uso de “la palabra concreta que designa los objetos, los seres, a la palabra abstracta.” Aconseja el uso de la frase corta, aconseja evitar el rebuscamiento y la pedantería, aconseja el estudio de los clásicos y el rigor de la disciplina constante: “sentarse cada día a su escritorio, no para soñar, sino para trabajar”…“La inspiración nace del trabajo.”
Son muchos y valiosos, como se verá, los consejos de Maurois sobre el arte de escribir, aunque le faltó mencionar los peligros del uso del gerundio y cómo evitarlos.
Ahora bien, la más grande lección que he aprendido sobre el tema, quizás la mejor de todas, es que ninguna lección puede enseñarte a escribir. Algunos nacen sabiendo, son escritores natos, así como Mozart era un músico nato. Él nació con la música por dentro.
Otros aprenden con el tiempo, el esfuerzo, la práctica. Otros no aprenden nunca. En realidad nunca se termina de aprender a escribir, pero la perseverancia ayuda. Por algo dicen que “el genio no es más que paciencia infinita”.



ANDRE MAUROIS, EL ARTE DE ESCRIBIR
Usted desea aprender a escribir. Tiene razón. De nada sirve tener las ideas justas si uno no sabe expresarlas debidamente. Ni las palabras, ni la elocuencia misma, son suficientes, porque las palabras se desvanecen. Un escrito perdura: aquellos a quienes va dirigido pueden volver a leerlo, meditarlo. Queda para ellos como una imagen del autor. Una relación bien readaptada, bien escrita, está en la base de más de una gran carrera.
Para escribir bien hay que poseer cultura. No es necesario estar al corriente de la literatura más moderna. Es mejor el conocimiento de los grandes clásicos, que suministra citas y ejemplos, introduce a una asociación secreta y poderosa, esta misteriosa francmasonería de los hombres cultivados que uno encuentra tan frecuentemente entre los médicos, los ingenieros y los escritores. Sobre todo, la cultura nos da vocabulario. Uno no escribe con los sentimientos, sino con las palabras. Usted debe conocer suficientes de ellas y haber penetrado su sentido exacto. De lo contrario las empleará inadecuadamente, el lector no le comprenderá.
La Academia Francesa pasa una sesión entera definiendo tres o cuatro palabras. Esto no es jamás tiempo perdido. Por falta de un lenguaje preciso, todo un pueblo puede ser lanzado en prosecución de objetivos vagos que no merecen ser perseguidos. Por lo tanto, busque en los diccionarios –y sobre todo en el Littré– que darán ejemplos preciosos. Cada vez que usted ignore el sentido de una palabra, búsquelo. Lea los grandes autores. Vea cómo, con las palabras que usa todo el mundo, él sabe crear un estilo. ¿Cuáles autores? Moliere, el cardenal de Retz, Saint Simón, Voltaire, Diderot, Chateaubriand, Hogu. Ensaye a descubrir el secreto de cada uno de ellos y las fuentes de su maestría.
No ensaye tener usted mismo un estilo. Ya vendrá solo si usted se forma a la vez un rico vocabulario y fuertes pensamientos. Aquello que uno concibe bien se enuncia claramente.
Guárdese de lo rebuscado y pedante. Nada echa a perder más un estilo que la vanidad. Diga simplemente lo que tenga que decir.
Valèry ha dado este consejo: «De dos palabras, hay que escoger la menor». Es decir, la menos ambiciosa, la menos ruidosa, la más modesta. Prefiera siempre la palabra concreta que designa los objetos, los seres, a la palabra abstracta. «Los hombres», viene mejor que «la humanidad, «tal hombre«, es mejor que «los hombres». Las palabras abstractas son útiles, aun necesarias, pero pronto hacen que el lector vuelva a lo concreto. Con las palabras abstractas uno puede probarlo todo, pero no realizar nada.
Prefiera siempre el sustantivo y el verbo al adjetivo. Más tarde aprenderá a manejar éste como lo han hecho Chateaubriad y Proust, pero es difícil.
El filósofo Alain, que fue un gran profesor, dio este consejo: «Reducir los preparativos al mínimo. Es decir, no os preguntéis por largas horas ¿Como comenzar?, sino comenzad. La primera frase sugerirá la siguiente. Los pensamientos se desarrollarán uno tras otro. Si queréis una trama, no avanzaréis jamás. Si esperáis inspiración, esperaréis en vano. La inspiración nace del trabajo».
Stendhal decía que él tenía que escribir cada mañana, «genio o no genio» y el antiguo autor Plinio expresó «Nulla dies sine linea» (Ni un día sin líneas).
Si uno no se propone sentarse cada día a su escritorio, no para soñar, sino para trabajar, si uno se permite pensar: «esta mañana no me siento bien, estoy indispuesto, en la mañana los trabajos son difíciles», entonces está perdido. Al día siguiente hallará una nueva excusa y la vida pasará entre la haraganería y el fracaso.
¿Podremos dominar las dificultades de lenguaje y estilo, descubrir la frase por una palabra familiar? Sí, porque se habrán adquirido a la vez el gusto y la autoridad necesarios.
Los grandes escritores tienen sus vulgaridades intencionales, los grandes embajadores escriben sus informes humorísticamente y brutalmente concretos. Hay que tratar de imitarlos, de obtener su experiencia y su talento.
No hay que atraer la atención, sino por la precisión vigorosa de las fórmulas, por el ajuste perfecto de las frases a las ideas, por una brevedad compacta y plena. En fin, hay que guardarse, mientras no se sea un maestro, de las frases largas.
Bossuet las usa, pero él era Bossuet. Cuando el señor Caillaux era presidente del Consejo, le dijo a su jefe de gabinete, cuyo estilo le parecía ampuloso: «Escúcheme, una frase francesa se compone de un sujeto, un verbo y un complemente directo, eso es todo. Y cuando necesite un complemento indirecto, venga a buscarme».
          Usó así una exageración graciosa y oportuna. Pero, en el fondo, era verdad.
(El Arte de escribir de Andre Maurois, de la Academia Francesa, publicado en el diario Clarín el 21.05.64. Página de la Profesora Correctora Hilda Elina Lucci).






pcs, viernes, 21 de agosto de 2009