viernes, 21 de abril de 2017

EL TIRANO

El tirano Maduro llegó al poder por la fuerza
De los votos del populacho y tiene armas
De disuasión, de persuasión masiva.
Que amenazan la paz mundial
El sueño del imperio y sus aliados.
CNN, la prensa prostituta
dedica horas y horas a subvertir
El régimen infame
Maduro al parecer está podrido.
Déjenlo que se caiga solo de la mata

PARADOJA

En su parte más oscura, qué paradoja, la mujer alumbra.



martes, 18 de abril de 2017

EL MEJOR DE TODOS...

Pedro Conde Sturla


El mejor de todos los cuentos me lo contó varias veces tío Raúl. Tío Raúl venía en su mula de paso fino de la finca de El Pozo y le había cogido la noche, noche negra encendida. Amenazaba lluvia y el cielo estaba tronando, relampagueando. Antes de llegar al puente la mula se espantó, se frenó. Tío Raúl le clavó las espuelas y la montura no respondió. Estaba aterrada. Trató de convencerla por las buenas hablándole al oído, pero la mula no quiso entrar en razones.
Alguien, con sombrero, de estatura imponente, estaba reclinado en una barandilla del puente y parecía estar mirándolo  con malos ojos. Tío Raúl le pidió que por favor se quitara del  lugar, que le estaba espantando la montura, que lo dejara pasar, pero el hombre del sombrero no se movió, no respondió, se quedó mirándolo con la misma impertinencia.
Por, favor, repitió tío Raúl, mire que está casi lloviendo y va a caer un diluvio. El hombre del sombrero no se inmutó, no se movió, no respondió y lo seguía mirando con malos ojos.
Al cabo de un buen rato, después de agotar sus mejores recursos persuasivos, tío Raúl se apeó de su mula de paso fino y se dirigió hacia el impertinente que lo doblaba en tamaño. Ya había perdido la paciencia. De nuevo le pidió, le rogó para que por favor lo dejara continuar pero el impertinente volvió a dar la callada por respuesta y lo miraba con sorna, con descaro. En ese momento pareció llevarse la mano cinto y tío Raúl supo que se estaba jugando la vida. Sacó raudo el machete, tiró un planazo al cuerpo, escuchó un ruido seco, paff, y vio la figura desplomarse, caer más bien al río como una yagua seca.
Como lo que era.

Flaubert se fue a la guerra


Flaubert encontraba pájaros rotos en la ventana, tristes
pájaros rotos muriéndose al azar. Pájaros como quien
dice chuecos, diezmados en la paz de una memoria que
acaso felizmente no tuvieron, tristes pájaros rotos, apestosos,
simplicios, desplumados, borrachos, evacuantes –
todos a la vez lastimeros y flacos, redondos y podridos.
En principio había sido un hecho insólito, aislado,
esporádico, incidental, pero luego fue tornándose frecuente
con más frecuencia, agravándose con inaudita
frecuencia. De la ventana del balcón los pájaros pasaron
a morirse a la sala, de la sala a la antesala, de la antesala
al comedor de lujo, del comedor de lujo al comedor de
la terraza, de la terraza a la cocina y de la cocina a las
habitaciones (incluyendo la de los huéspedes), y de aquí
al cuarto de servicio y al área de lavado, al depósito de
carbón y al zaguán. Finalmente coparon la biblioteca, el
salón de música y la sala de los muertos, y ahora Flaubert
vivía fastidiado por el estropicio de plumas y el olor
a carne chamusquina en todos los rincones, cuando no
manchas de sangre en las paredes y disparos provenientes
del recinto militar contiguo. Discusiones y disparos,
aullidos y disparos, ladridos de los perros a la luna –a la
luna pálida– y otra vez disparos y disparos y disparos.
¿No se podía pedir un poco de cordura?
En el mejor de los casos, los disparos provenientes del
recinto militar contiguo aplastaban a los pájaros contra
las paredes exteriores y allí terminaba todo, salvo que la
pintura y la madera se deterioraban por obvias razones
de lógica aristotélica. Peor si en su vuelo final los pájaros
caían a los pies de Flaubert y se quedaban mirándolo con
tiernos, desamparados ojillos pajariles moribundos. Peor
si caían sobre el piano durante las prácticas de piano y
defecaban, aleteaban, se sacudían sobre sus papeles de
música como si retozaran en el juego de la muerte. Peor
que peor si se metían a morir al desván por los huecos del
cielo raso o en los intersticios de las paredes, porque nada
era peor que el olor de la descomposición de los cuerpos
atrapados en las paredes de aquel inmenso caserón de
madera –inmenso, sí–, edificado con apego al más espurio
estilo victoriano.

RITOS ANCESTRALES

lunes, 17 de abril de 2017

Para los fines de lugar

Para los fines de lugar aclaro que siento poca o ninguna simpatía por el régimen de Corea del norte, una monarquía, una aberración histórica, una dinastía comunista, una tiranía casi tan pesada como la que padecen los árabes sauditas o los palestinos bajo el yugo de Israel.

domingo, 16 de abril de 2017

ÁNGELES Y DEMONIOS EN EL CÓDIGO DA VINCI

Resultado de imagen 
           Pedro Conde Sturla
               29 de Julio de 2010 

Hace unos años, en medio del fragor de una discordia -que tenía como oponentes a la iglesia católica, de una parte, y de la otra a Dan Brown y “El código Da  Vinci”-, me atreví a opinar sobre el tema en un diario digital y ahí ardió Troya. Fui condenado metafóricamente a las llamas del infierno, a la hoguera de las vanidades donde el fuego es fatuo y no quema, y la condena eterna pesa todavía sobre mí.
Ya las aguas bajaron a su nivel, el best seller de Dan Brown llegó a un punto muerto en cuanto a ventas y la Iglesia Católica sigue siendo  la iglesia por excelencia, a pesar de las críticas. La polémica sirvió, sin embargo, para despertar inquietudes insospechadas, para que muchos se espabilaran y se deshollinaran el cerebro, algo muy saludable para estimular una conciencia crítica
Por esa razón me he decidido a desempolvar, corregir y ampliar este texto y proponerlo de nuevo a los lectores: Para invitarlos a pensar, disentir, asentir o simplemente maldecir al autor.
“El Código Da Vinci”, de Dan Brown, es una novela mediocre con una trama apasionante. Todo lo contrario de “El péndulo de Foucalt”, de Humberto Eco, una novela brillante que trata un poco de los mismos temas pero con un desarrollo lentísimo y pesadísimo, aunque no deja de ser sumamente ilustrativa. De hecho, la obra anterior de Brown, “Ángeles y demonios” (casi un preámbulo de “El Código”), es un texto más realizado, más elaborado, con un argumento casi igual de intrigante y con el mismo objetivo. Sociedades secretas depositarias de un mensaje auténticamente cristiano en lucha contra una Santa Madre Iglesia Católica que a lo largo de los siglos condenó a la tortura vesánica y a la hoguera a millares de seres humanos en nombre de Cristo. Quien sale mal parado en “El Código Da Vinci” no es Jesucristo, es el poder que ha deformado al personaje histórico, su conversión en mero instrumento del poder, la falsificación de su mensaje y su conversión forzada al paganismo.
Para un libre pensador no anticristiano ni anticatólico, la obra de Dan Brown y sus cuarenta millones de ejemplares vendidos representan un capítulo de lucha contra el oscurantismo, una lucha que hay que saludar con entusiasmo, independientemente de los intereses mercuriales que envuelve toda operación editorial a gran escala. Su mayor mérito, quizás, es habernos puesto a pensar, a re pensar, en una de las figuras más influyentes y deformadas de la humanidad.
Brown no es un buen escritor pero no es un mal narrador y es sobre todo un erudito, un curioso, hijo de un profesor de matemáticas y de una compositora de música sacra. De aquí su pasión por la ciencia y la religión, las sociedades secretas y la multitud de códigos enigmáticos con los cuales en cada capítulo sorprende, deslumbra y mantiene en vilo al lector, entablando con éste un tremendo juego o duelo de inteligencia que a veces se traduce en burla.
Uno de los elementos más urticantes de la novela es la pregunta que el autor pone en boca de uno de sus protagonistas. “¿Qué pasaría si la mayor verdad jamás revelada fuese la más grande mentira?” ¿Qué pasaría si se supiese que la más grande mentira fue el resultado de una burda manipulación llevada a cabo principalmente por un emperador romano llamado Constantino, Constantino el Grande, en el famoso Concilio de Nicea del año 325 d.C., que convirtió a Jesucristo en un dios pagano?
El pueblo hebreo no se destacó en la historia por sus grandes realizaciones materiales, tecnológicas, científicas, es decir, no aportó nada a las matemáticas, a la astronomía, a la agricultura, a la escritura, como hicieron por ejemplo los egipcios, mesopotámicos y cananeos. Fue más bien una cultura insignificante. Los hebreos pasaron del estado nómada pastoril a la civilización por vía de la conquista y sólo durante el reino de Salomón construyeron, supuestamente, obras de arquitectura memorables, de las cuales no se conservan huellas. Incluso la existencia histórica de personajes como David y Salomón ha sido cuestionada recientemente por los arqueólogos israelíes Israel Finkelstein (director del Instituto de Arqueología de la Universidad de Tel Aviv) y Neil Asher Silberman (arqueólogo).
En el aspecto político los hebreos sobresalieron por su incapacidad de vivir en paz entre ellos mismos y con los pueblos vecinos. Ayer como hoy se destacaron por su intolerancia, crueldad y fanatismo. Toda su gloria se debe a la literatura, a la historia, a la fábula. Y todo eso gracias a la escritura fonética. Ningún otro pueblo sacó tanto provecho de este maravilloso invento fenicio que consiste, según lo definiera un poeta latino, en “pintar el sonido de las palabras”. La escritura fonética, que los griegos convirtieron más tarde en alfabeto, añadiendo las vocales, permitió al pueblo hebreo escribir sobre sí torrencialmente y preservar su memoria e identidad a través de los siglos en un conjunto de libros que llamamos “Biblia”, “el más grande best seller de la humanidad”, como dice Dan Brown. Sólo “El Quijote” compite mediocremente con las “Sagradas Escrituras”, que contienen como se sabe la palabra de Dios.
El legado escrito de los egipcios, mesopotámicos y un poco también el de los griegos languideció, se perdió en parte en catástrofes como la quema de la Biblioteca de Alejandría o simplemente, en algunos casos, se convirtió en lengua muerta y se hizo incompresible, aunque a la vista de todos, como en Egipto. Casi dos milenios después, en el siglo XVIII, los arqueólogos comenzaron a rescatar el legado de la antigüedad, descifraron la escritura egipcia y sumeria, ampliaron el conocimiento de la cultura griega e hitita, descubrieron bibliotecas enteras preservadas en tabletas de barro cocido en Mesopotamia. Y sucedió lo impensable. Poco a poco se descubrió que la palabra de Dios era un plagio. La cultura hebrea, como todas las culturas, se había empapado de las culturas circundantes y las había hecho suyas parcialmente. La mitología judeo cristiana copiaba o se alimentaba copiosamente de otras fuentes mitológicas perfectamente identificables. Los relatos del “Génesis”, por ejemplo, remedan los mitos de la cosmogonía sumeria, y la descripción de la bóveda celeste no difiere de la de los egipcios ni la de los caldeos. El antiquísimo poema caldeo de Gilgamesh anticipa la búsqueda y la pérdida de la inmortalidad por culpa de una serpiente y contiene un relato del diluvio universal y la construcción de un arca que siglos más tarde le serviría de modelo a Noé. El rey Hammurabi, tres siglos antes de Moisés, recibió las leyes del código que lleva su nombre de manos del dios del sol, Shamash, que se le presentó envuelto en llamas. Zaratustra, en el siglo V a.C., predicó una religión en la que se menciona al final de los tiempos la resurrección de la carne y un juicio final con su repartición de premios y castigos. La leyenda de Buda, perteneciente al siglo IV a.C., habla de “un dios bajado del cielo, nacido de una virgen de familia real, y muerto y resucitado para redimir al género humano”.
Uno de los más antiguos personajes nacido de un dios y una virgen es el ya mencionado Gilgamesh, (2650 a. C). Para fecundarle, Shamash llegó a ella convertido en rayos de sol. Algo parecido sucedió con Perseo, a cuya madre Danae fecundó Zeus tomando la forma de una lluvia de oro (seguramente un soborno). A Leda, la madre de Hércules, aunque no era virgen, la sedujo el mismo Zeus tomando la forma de cisne. Orus, Confucio, Buda, Krisna, LaoTsé y tantos otros tienen el mismo o parecido origen divino virginal con el que los mitificó la posteridad. Rómulo, primer rey mitológico de Roma a mediados del siglo VIII a.C., era -como su hermano gemelo- hijo de la virgen vestal Rea Silvia, a la cual malogró el dios Marte en más de un sentido. Los gemelos fueron arrojados y salvados de las aguas, como lo había sido Moisés y con anterioridad a Moisés, Sargón II. En sus “Vidas paralelas”, Plutarco describe la muerte, la resurrección, aparición y ascensión de Rómulo a la morada de los dioses. Con el dios precristiano Mitras sucedió lo mismo.
El Espíritu Santo, convertido en nube en presencia de la virgen María, encaja perfectamente en el esquema de la cultura helenística predominante en esos días. Cristo es un mito helénico, o mejor dicho, fue convertido al helenismo, convertido al paganismo en el Concilio de Nicea que dio verdadero origen al catolicismo:
“Los discos solares de los egipcios –dice un personaje de ‘El Código Da Vinci’- se convirtieron en las coronillas de los santos católicos. Los pictogramas de Isis amamantando a su hijo Horus, concebidos de manera milagrosa, fueron el modelo de nuestras modernas imágenes de la Virgen María amamantando al niño Jesús. Y prácticamente todos los elementos del ritual católico, la mitra, el altar, la doxología y la comunión, el acto de ‘comerse a Dios’, se tomaron de ritos mistéricos de anteriores religiones paganas.” En general la figura de Cristo fue modelada de acuerdo al ritual pagano de los dioses solares, y el día de su nacimiento se conmemora el 25 de diciembre. Fecha dedicada al culto del Sol Invictus en época de Constantino.
Un último dato curioso es que el rostro de la colosal estatua de Zeus en Olimpia -obra de Fidias-, fue tomado como modelo para realizar las primeras imágenes de Jesucristo.

pcs, jueves 29 de Julio de 2010