Pedro
Conde Sturla
No había, en principio, mucho en común,
salvo unos viernes de cerveza en el colmado D’León, detrás del Hotel
Continental. Cerveza y poesía -ya se sabe- con música para ver pasar a las
muchachas. Ramón Tejera Rosas, el escurridizo, fue paradójicamente el factor
aglutinante. La amorosa tertulia en torno a un poema suyo, dio sentido a
aquellas tardes bohemias. ¿Que otra cosa podían hacer, juntos, dos poetas de
mala leche y un critico de mala fama? Poetizar, criticar, cervecear y fumar.
Poco a poco, en el humo de infinitos
cigarrillos había ido tomando cuerpo la idea de “El humo de los rostros”: una publicación conjunta, partiendo del
titulo y del poema de Ramón Tejera Rosas. Corría el año de 1989, los últimos
meses de 1989.
Desde ese entonces, e1 trío no volvió a integrarse. Ramón desapareció en su niebla de misterio, se
refugió en su celosa soledad. A veces llamaba, organizaba encuentros
imaginarios y volvía a desaparecer. El colmado ya no está en el mismo sitio y los viernes de bohemia detrás
del Hotel Continental ya no existen.
Salvo la felicidad de la poesía, de
aquellas tardes solo quedó una idea, un proyecto que parecía natimuerto, y que
plasmó al final de la manera sutil en que se plasman las cosas destinadas a
realizarse en imágenes vaporosas, en “estatuas del humo de los rostros”: En un
humilde folleto a tres voces, con portada de Alberto Arias y el título del más hondo y más sentido poema de Tejera Rosas.
Ramón Tejera Rosas, el querido amigo Cuco,
nos abandonó recientemente, se fue para siempre sin avisar ni despedirse, pero
dejó lo mejor de sí en esta orilla del mundo.
EL HUMO DE LOS ROSTROS
Residir otro día en tu
cuerpo lejano / Como si no murieran
los huesos cada instante / Tanto Lugar perdido que sueñan las palabras /
Remotas tus promesas me buscan y persisto
Soy
múltiples vacíos desde que me abandonas / Estas aguas tranquilas arrastran
piedras tuyas / Piedras como de sangre sin pétalos ni nubes / Desoladas
ardientes cual soles olvidados
Tengo días poblados de tus rostros / Oh
rostros insondables que a mis huellas buscan / Mira Ramón conmigo entre los años
/ Tú sueles descubrirlos como a sombras erguidas
Han
crecido contigo en gestos incesantes / Ramón el hombre que eres guarda un niño
/ Cantando soledades
Oh ciudades en tus pasos gastadas / Oh
mujeres yacentes en tu arcilla / Húmedas han quedado entre mi carne
La
soledad me crece si regresas / Si puedo caminar tus calles despobladas / En tu
mano contigo interminables
Déjame acompañarte para crecer cantando /
Provengo de tu esencia transcurrida / Tú no sabes Ramón como las penas pueden /
Contigo renacer llenas de espera
Oh
padre en mi aire desfalleces / Soy niño que revive cuando canta / Gracias a ti
que moras sin espacio / Desde tus culpas vuelvo
Quiero
tus despedidas / Las furias descarnadas que recibes / Las palabras que muerdes
cuando callas / Para decir conmigo
Agua que se siembra es mi rocío / De
estremecidas voces /Estremecidas oh de lluvias que se plasman / En estatuas del
humo de los rostros.
El emotivo poema de Ramón Tejera
Rosas me inspiró, años más tarde, un relato sobre los días finales de la tiranía
de Trujillo, que dedico a su grata memoria:
ESTA TARDE VI LLOVER
Vagamente
recuerdo haberte amado. Ahora que te escurres furtiva en la memoria recuerdo
vagamente haberte amado, la espiral de tus trenzas amarillas, la sonrisa distante y caprichosa, el negro de tus ojos, la chispa que ahora enciende la
hoguera de nostalgia. La hoguera que esculpe, que dibuja, al decir de un poeta,
el humo de tu rostro.
Eran días de lluvia y de infortunio. En
aquel tiempo de lluvia adolescente, la diminuta lumbre de las tardes florecía
en tus trenzas como una dulce rosa enrevesada. En aquel tiempo, vagamente
lluvioso, recuerdo que te amaba y recuerdo que amabas como yo los días de
lluvia, esos días morosos y cordiales en que el leve contorno de las cosas adquiere
una doble presencia en el perfil del agua y la atmósfera de la ciudad se siente
densa, cargada de poesía.
Había algo de magia en la ciudad lluviosa de
aquellos días, un aura de misterio, la melancólica lluvia que caía suavemente
sobre los mansos atardeceres de abril y finales de mayo, el contraste entre la
pesarosa bruma y el encanto de los robles venezolanos de la Avenida Bolívar en
flamante explosión de colores a veces malva y azulados a veces.
Después de mayo, en cambio, aquel incierto mayo,
empezó a percibirse en ese ambiente bucólico, engañosamente apacible, un
violento contraste con el toque casi siniestro, el aire reservado de ciertas
residencias de lujo, ventanas caídas, puertas cerradas, casonas cerradas que
parecían deshabitadas. Una densa impresión patibularia. El terror. Metáfora del
terror que invadía los más íntimos espacios. El filo de un terror que cortaba
como el hielo. Toque de queda y ley marcial. La cacería humana. La soldadesca
del régimen agonizante tumbando puertas y ventanas, arrestando opositores,
torturando, realizando ejecuciones sumarias. El terror en lecho de muerte
después de mayo.
Parecía que el mundo hubiera enloquecido de
repente y nos rechazaba de repente con una brutalidad que no habíamos
anticipado. El fuego de metralla. El lúgubre movimiento nocturno de las fuerzas
de seguridad del estado. El ladrido de los perros.
De aquella época preservo una imagen trágica
en el momento de nuestra despedida en el aeropuerto. Estás tú en esa imagen,
tomada del brazo de tu madre, el brazo enlutado de tu madre. El luto de tu
madre. El llanto de tu madre. Los grandes ojos rojos encendidos, glaciales y
vacíos. Fue un simple adiós entre adolescentes al doblar de la infancia, uno de
esos episodios que carecen, aparentemente, de importancia y sin embargo se
graban para siempre y vuelven una vez y otra vez en la vigilia y vuelven en el
sueño una vez y otra vez.
Volví a verte después, muchos años después,
durante un breve retorno, cuando ya casi no éramos amigos y casi nos habíamos
olvidado. El encuentro fue más bien un desencuentro. Los años y la vida y la
distancia hacen cosas terribles como esa. El abismo del tiempo, muchas veces,
convierte amigos y amantes en extraños. Se había apagado el eco de nuestras
conversaciones y nuestro idilio platónico en la sala de tu casa de la calle
Cervantes era cosa pasada, agua pasada. Nuestra relación estuvo siempre
circunscrita a ese espacio que ahora estaba abandonado, ahora en venta. El humo
de tu rostro estaba como ausente en el humo difuso de otros rostros. Salvo
cosas triviales, no teníamos nada que decirnos.
Ya no eras la chica de las trenzas ni
volverías a serlo. Se había dibujado en tu sonrisa una amargura aleve, y en tus
ojos, negrísimos, se había consumido el brillo de otra época, la voz
desencantada, tristísima la voz, la chispa que encendían tus palabras. Aparte
de ciertos detalles, para quien no te hubiera conocido en tu vasto esplendor,
lucías y relucías, pero no eras la misma. Te parecías un poco, lentamente a un
otoño. Parecías levemente, dignamente marchita.
Algún giro de tuerca, un vuelco del destino
te jugó una trastada, convirtió tu carita de rosa encendida en esa grave
máscara de soledad, ungida de soledad. Quizás las huellas de un amor incurable.
Ahora
he vuelto a verte y ya no eres. Apenas treinta años y ya no eres ni serás para
siempre. Ahora al verte así, perdida entre los sórdidos espacios de la muerte,
pienso en días de abril, pienso en la lluvia, la memorable lluvia de aquella
adolescencia, pienso en aquellos mansos atardeceres de abril, las veces que
juramos que al caer de la tarde, como al caer de la vida, desde las ventanas de
tu casa veríamos llover. (Al poeta y amigo Ramón Tejera Rosas, por “El humo de los rostros”).
pcs, santo
domingo 23/01/20
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