lunes, 11 de diciembre de 2017

EL INFIERNO APETECIDO DE JULIO GONZÁLEZ HERRERA

   Pedro Conde Sturla

         Julio González Herrera (1902-1961) tuvo en común con Edgar Allan Poe una serie de rasgos biográficos en verdad poco comunes. Por ejemplo, el don de una inteligencia privilegiada y un talento natural para la literatura. También tuvieron en común la afición por la bebida, si se puede llamar así a una desenfrenada vocación autodestructiva que a ambos llevó por el camino de la degradación y el ridículo, e incluso a la muerte temprana en el caso de Poe. Igualmente común fue el final sin gloria y la existencia miserable, aún más miserable por tratarse de gente que destilaba tantas luces. Cierto es que derrocharon la juventud con la misma generosidad con que prodigaron el talento, y siempre resultó desproporcionado el contraste entre su entrega al arte y el abandono de sí mismos.

         Salvando las distancias, y el tiempo, estas vidas paralelas constituyen modelo de lo que Goethe solía llamar “afinidades electivas”, y son representativas de una cultura y una época. Poe, desde luego, fue un “genio universal”. Julio González Herrera fue un muchacho prodigio en su medio, bien dotado para la prosa pero limitado por las circunstancias.
         Es fama que la universidad le retuvo el título de abogado hasta que alcanzó la edad reglamentaria, que era de veintiún años, y en el interín se desempeñó como diplomático en Argentina. Ocupó otros cargos de cierta importancia en el gobierno de Horacio Vázquez y fue juez del Tribunal de Tierras al inicio de la era de Trujillo. Casó, tuvo un hijo y viajó por países de América representando a la República o dictando conferencias. Para entonces brillaba como periodista, jurista, escritor, poeta, ensayista.

         Su carrera, no cabe duda, aparentaba ser exitosa en ese momento. Sin embargo, a pesar de su talento literario de primer orden y su condición de niño mimado de la sociedad, apenas en la flor de la juventud se había dejado llevar a la perdición. En la época en que era juez del Tribunal de Tierras, se arrastraba de escándalo en escándalo. Finalmente tocó el fondo: comenzó a sufrir episodios de delirium tremens y en alguna ocasión se le soltó la lengua contra Trujillo o sus familiares. Como castigo, y a la vez como resguardo de su adicción al alcohol y la imprudencia, fue recluido, presumiblemente, en “la clínica”. Es decir, el pabellón de locos ricos y recomendados del manicomio “modelo” Padre Billini, sito en la comunidad de Nigua, casi al lado del leprocomio y junto a una finca de Trujillo. De manera que, sin mencionar el tratamiento, los internos corrían allí peligro por partida doble. Posteriormente, esta institución siquiátrica, eufemísticamente siquiátrica, fue trasladada al kilómetro 28 de la carretera Duarte, cerca del hospital de tuberculosos.
         Semejante experiencia, amarga como pocas, constituyó para Julio González Herrera el primer descenso al infierno. En los años sucesivos se convertiría en habitué de la institución.
         Al parecer eran los mismos familiares y amigos del escritor quienes, a falta de un centro especializado, lo encerraban en el manicomio con la esperanza de rehabilitarlo socialmente, alejándolo en lo posible de la bebida. Sin embargo, a fines de los años cincuenta se había convertido en un guiñapo, desprovisto de toda posible dignidad, y era frecuente encontrarlo en cualquier banco de la Ciudad Colonial durmiendo a pleno día la borrachera. Una foto degradante de aquellos años lo representa en toda su doliente y dolida humanidad. Aun así, esporádicamente, en algunos de sus escasos arranques de lucidez, se las ingeniaba para escribir artículos en que brillaba su gran talento.
         El fin llegó en 1961, a los cincuenta y nueve años de edad. Poe había muerto a los cuarenta en un hospital el 7 de octubre de 1849. Cuatro días antes lo habían hallado en condiciones lastimosas en una cuneta frente la puerta de una taberna. Se trata, sin duda, de lecciones terribles, de esas que sólo la vida sabe dar
         A pesar de los incidentes que entorpecieron su labor –o quizás gracias a ellos- la bibliografía de González Herrera sorprende por su abundancia. También llama la atención el hecho de que, al parecer, el autor se dedicaba por períodos a específicas áreas del quehacer intelectual, quemando o superando etapas, aunque nunca abandonó el cultivo de la poesía y la ficción. Su obra se organiza automáticamente de acuerdo al siguiente esquema: Poesía: Versos del carnaval (1937), En la ruta desolada (1943). Novela: Trementina, clerén y bongó (1943), La gloria llamó dos veces (1944), El mensaje de las abejas (1949). Historia: Pedro Santana, examen de una combatida historia (1951), Historia de las finanzas dominicanas (1951). Derecho: Ciencia jurídica dominicana-Derecho usual (1952). Política: Trujillo, genio político (1956), La predestinación de las cinco estrellas (¿?). Anécdotas: Cosas de locos (1959). Inéditas: Cocktail de emociones (cuentos, poesías, artículos), Cofresí (novela).
         Trementina, clerén y bongo, su novela más celebrada, es un reflejo de la historia dominicana en su literatura y constituye un manual de referencia para haitianistas, hatianófobos, haitianos y dominicanos.



PCS , 1990.

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