Pedro Conde Sturla
23 de octubre de 2008
Con el ingeniero erudito,
melómano y filósofo José Ramón Bonilla Almonte, un grupo de amigos nos reunimos
los sábados en la tarde en un colmadón de la Avenida Italia. Casi todos son
egresados del Instituto Tecnológico de Monterrey y todos, sin excepción,
compartimos la misma pasión por el bolero y la lectura, que en Bonilla se eleva
a grados superlativos. La tertulia discurre sobre temas literarios, históricos,
musicales y otro que no viene al caso mencionar. Bonilla es un excelente
anfitrión y un excelente conversador, y de cada reunión hace generalmente un
resumen que publica en el correo del grupo Dominicanos ExaTec. Otras veces
escribe páginas, breves páginas sobre asuntos de su predilección, en las que
ocasionalmente se conjugan con fina
sensibilidad la poesía y la ciencia. Entre los ExaTec, sólo Dinápoles Soto
Bello, su entrañable amigo y alter ego, iguala su maestría en el arte de
“deleitar aprovechando”.
He aquí, a manera
de muestra, una antología mínima de los escritos filosóficos, científicos y
poéticos con los que nos gratifica a menudo José Ramón Bonilla Almonte.
Filosofía de un filósofo de colmadón, ¿y qué? ¿Acaso Aristóteles no era un filósofo callejero?
Filosofía de un filósofo de colmadón, ¿y qué? ¿Acaso Aristóteles no era un filósofo callejero?
NOSTALGIA DE LOS TRENES.
El tren tuvo la suerte de
coincidir con una época de la modernidad en la cual una legión fronteriza de
artistas de dos siglos, XIX y XX, lo convirtieron en metáfora predilecta para
aludir a los viajes sorprendentemente largos y rápidos de estos tiempos primordiales
de la tecnología del vapor y de los motores de combustión interna.
De ahí que la evocación de este
medio de transporte esté cargada de despedidas y nostalgias, de soledades
en compañía, de la certeza del viaje único e irrepetible que es la vida, y
de la oportunidad de comunión de los viajeros casi nunca aprovechada por nadie.
En mi caso siempre me he dejado
seducir también por los andenes, porque estos son la imagen traslaticia y
espacial de las despedidas y de las lágrimas, pero también de los regresos
repletos de alegrías y de abrazos. Yo mismo viajé en tren varias veces desde
Ciudad México a Monterrey en mi época de estudiante universitario.
En los andenes, que son los
atrios profanos de las estaciones de ferrocarriles, he visto desfallecer, en mis
lecturas azoradas, a Tolstoy y a Cesare Pavese, pero también he sentido la
algarada vital de la Adelita
de Pancho Villa, junto al final voluntario de una de mis heroínas favoritas:
Ana Karenina.
En esta metáfora de los trenes
también pesan imágenes conservadoras que provienen de un cuento casi
desconocido del admirado Léon Bloy.
Erase una pareja feliz bendecida
por la triada preferida de los españoles: Salud, Dinero y Amor.
A esta bendita pareja,
"aliviada para siempre de las inquietudes pecuniarias que suelen
envenenar la vida conyugal", se le ocurrió viajar para dizque prolongar su
felicidad, pero siempre una fuerza sobrehumana le barajaba los planes.
Al final, lograron cubrir todos
los trámites de tipo kafkiano y se subieron al tren sin olvidar un solo equipaje.
Pero el ángel de la guarda de
esta pareja se salió con la suya.
El tren partió, pero la pareja se
subió a un vagón desenganchado.
Ante este fracaso milagroso, los
dos comprendieron la clave de un mensaje sobre la felicidad sencilla, sin
pretensiones, en el aquí y el ahora que podría resumirse así:
Quedarse donde están y como
están: instalados para siempre en el milagro de la eterna perpetuidad de una
sola coordenada.
El nombre del cuento es “Los
cautivos de Longjumeau” y tiene apenas cinco páginas.
Léon Bloy es un pensador
francés que quiso vivir como Jesús, en grandes estrecheces económicas, y
es el autor preferido de mi amigo Dinápoles Soto bello. A este cuento memorable
yo le puse un subtítulo harto conservador: “Se prohíbe viajar más de la cuenta”.
JOSÉ LEZAMA LIMA
José Lezama Lima no quiso seguir
los pasos de su familia, que se fue de Cuba en su gran mayoría en la década de
los sesenta.
Sin
embargo, su capacidad de soñar y suspirar no tardaron en provocarle problemas
con la revolución, en su doble condición de católico y de homosexual.
El
homosexualismo, que así lo escribía Lezama en su prosa de orfebre
neo-gongoriano, era casi de naturaleza vegetal, análoga a los romances
secretos que se tejen en los pedúnculos, los estambres y los pistilos de las
flores, visitados por las abejas, los colibríes y las mariposas...
El
protagonista de “Paradiso”, José Cemí, parecía materializar y
des-materializar al “otro” del espejo, llamado Oppiano Licario, erudito y
sabedor de todos los secretos. Aparte de la estatura exacta de Napoleón y
de Luis XIV, lo recordaba todo, como su homólogo borgesiano “Funes, el
memorioso”, otra víctima del talento y de la excelencia.
“Paradiso”
termina con una metáfora y una imagen deslumbrantes, dentro de un inmenso desierto
de somnolencia, bajo la imagen de un tigre blanco del color de la ballena de
Melville, que se mira al espejo mientras lame incansablemente la médula de un
saúco...
Es
curioso que tales vuelos y descensos metafísicos se susciten dentro de un
saboreo de café con leche cubano, mientras José Cemí encarna a su doble Oppiano
Licario y escucha a duermevela sílabas lentas, pero claras y evidentes.
El
libro termina dentro de una sinestesia reveladora y salvadora de luz y de
sonido.
Oigan
el último parágrafo de “Paradiso”:
“Era la misma voz, pero
modulada en otro registro. Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos
empezar”.
La naturaleza humana no tiene
límites en cuanto a su capacidad de frotarse las manos con el dolor del
prójimo, sea este cercano o no.
Freud
nos habló del complejo de Tánatos o de la muerte, según el cual el inconsciente
se solaza con la idea de la destrucción de los otros, de la muerte violenta de
los demás...En el campo económico y estético este complejo abunda.
La
frustración económica es un germen del odio y de la envidia, que son primas
hermanas.
He
visto espejos rotos, de rabia supongo, en guetos donde la fealdad, despojada de
resortes compensatorios, no quiso verse a sí misma...
KEYNES Y VIRGINIA WOOLF:
El próximo año (2006), el clan de
los economistas, que siempre tiene razón si se le permite un micrófono o una
columna periodística, recordará a Keynes, el alabado y después vituperado
economista británico, de cuyo fallecimiento se cumplirán 60 años.
Cuando se me pregunta por un
economista siempre afirmo con un dejo de humor e ironía: gracias a Dios que
existen los empresarios, porque sólo ellos son capaces de detener a esta
caterva de prestidigitadores.
John Maynard Keynes fue un
economista especial. Él se sentía a gusto hablando de otros temas
aledaños, aunque escribía de economía para ejercitar el sentido común.
Él pertenecía al llamado Grupo de
Bloomsbury, unos habitués, fundamentalmente artistas y escritores, del que
formaban parte, entre otros, Virginia Woolf y su marido Leonard.
Siempre me llamó la atención la
afinidad de Keynes con Henry Ford, mi rompehuelga favorito, quien descreía del
ahorro y de los banqueros.
Se sabe que Keynes defendía la
inversión de los empresarios, pero con una cierta reserva, ya que, según él
esta acción no garantizaba el pleno empleo.
También se atrevía a rumiar
curiosas ocurrencias, como aquélla que incitaba a los gobiernos a quitar
impuestos y a aumentar el gasto público.
La verdad es que se trataba de un
gurú profético, a quien me imagino, hablando de estas cosas, sumido en
descreencias y soledades.
Yo, que soy un feminista a
ultranza, acostumbro acercarme a los
personajes como Keynes, a través de las mujeres.
Virginia Woolf, mi admirada de
siempre, sólo comparable con Marguerite Yourcenar, se refiere a Maynard Keynes
con agudeza de mujer de la siguiente forma:
“Todos
los hombres que venero son silenciosos…; Lytton, Leonard y Maynard; por eso me he ejercitado yo en
el silencio, movida a ello también por el terror que tengo a mi capacidad
ilimitada de sentir”.
Virginia Woolf, pura y
simplemente cambió para siempre el fraseo femenino. En cada palabra suya hay
una renovación del lenguaje como nunca se vio en Inglaterra desde Chaucer a
Shakespeare, ni mucho más adelante, excepto en ella, que supo venerar los
silencios de su amigo Keynes, de su esposo Leonard Woolf y de su antiguo pretendiente Lytton Strachey.
pcs,jueves, 23 de octubre de 2008.
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