viernes, 20 de julio de 2018

MEDITACIONES DE UN FILÓSOFO DE COLMADÓN

Pedro Conde Sturla
23 de octubre de 2008

Con el ingeniero erudito, melómano y filósofo José Ramón Bonilla Almonte, un grupo de amigos nos reunimos los sábados en la tarde en un colmadón de la Avenida Italia. Casi todos son egresados del Instituto Tecnológico de Monterrey y todos, sin excepción, compartimos la misma pasión por el bolero y la lectura, que en Bonilla se eleva a grados superlativos. La tertulia discurre sobre temas literarios, históricos, musicales y otro que no viene al caso mencionar. Bonilla es un excelente anfitrión y un excelente conversador, y de cada reunión hace generalmente un resumen que publica en el correo del grupo Dominicanos ExaTec. Otras veces escribe páginas, breves páginas sobre asuntos de su predilección, en las que ocasionalmente se  conjugan con fina sensibilidad la poesía y la ciencia. Entre los ExaTec,  sólo Dinápoles Soto Bello, su entrañable amigo y alter ego, iguala su maestría en el arte de “deleitar aprovechando”.
He aquí, a manera de muestra, una antología mínima de los escritos filosóficos, científicos y poéticos con los que nos gratifica a menudo José Ramón Bonilla Almonte.
Filosofía de un filósofo de colmadón, ¿y qué? ¿Acaso Aristóteles no era un filósofo callejero?

NOSTALGIA DE LOS TRENES.

El tren tuvo la suerte de coincidir con una época de la modernidad en la cual una legión fronteriza de artistas de dos siglos, XIX y XX, lo convirtieron en metáfora predilecta para aludir a los viajes sorprendentemente largos y rápidos de estos tiempos primordiales de la tecnología del vapor y de los motores de combustión interna.
De ahí que la evocación de este medio de transporte esté cargada de despedidas y nostalgias, de soledades en compañía, de la certeza del viaje único e irrepetible que es la vida, y de la oportunidad de comunión de los viajeros casi nunca aprovechada por nadie.
En mi caso siempre me he dejado seducir también por los andenes, porque estos son la imagen traslaticia y espacial de las despedidas y de las lágrimas, pero también de los regresos repletos de alegrías y de abrazos. Yo mismo viajé en tren varias veces desde Ciudad México a Monterrey en mi época de estudiante universitario.
En los andenes, que son los atrios profanos de las estaciones de ferrocarriles, he visto desfallecer, en mis lecturas azoradas, a Tolstoy y a Cesare Pavese, pero también he sentido la algarada vital de la Adelita de Pancho Villa, junto al final voluntario de una de mis heroínas favoritas: Ana Karenina.
En esta metáfora de los trenes también pesan imágenes conservadoras que provienen de un cuento casi desconocido del admirado Léon Bloy.
Erase una pareja feliz bendecida por la triada preferida de los españoles: Salud, Dinero y Amor.
A esta bendita pareja, "aliviada para siempre de las inquietudes pecuniarias que suelen envenenar la vida conyugal", se le ocurrió viajar para dizque prolongar su felicidad, pero siempre una fuerza sobrehumana le barajaba los planes.
Al final, lograron cubrir todos los trámites de tipo kafkiano y se subieron al tren sin olvidar un solo equipaje.
Pero el ángel de la guarda de esta pareja se salió con la suya.
El tren partió, pero la pareja se subió a un vagón desenganchado.
Ante este fracaso milagroso, los dos comprendieron la clave de un mensaje sobre la felicidad sencilla, sin pretensiones, en el aquí y el ahora que podría resumirse así:
Quedarse donde están y como están: instalados para siempre en el milagro de la eterna perpetuidad de una sola coordenada.
El nombre del cuento es “Los cautivos de Longjumeau” y tiene apenas cinco páginas.
Léon Bloy es un pensador francés que quiso vivir como Jesús, en grandes estrecheces económicas, y es el autor preferido de mi amigo Dinápoles Soto bello. A este cuento memorable yo le puse un subtítulo harto conservador: “Se prohíbe viajar más de la cuenta”.

JOSÉ LEZAMA LIMA

José Lezama Lima no quiso seguir los pasos de su familia, que se fue de Cuba en su gran mayoría en la década de los sesenta.
         Sin embargo, su capacidad de soñar y suspirar no tardaron en provocarle problemas con la revolución, en su doble condición de católico y de homosexual.
         El homosexualismo, que así lo escribía Lezama en su prosa de orfebre neo-gongoriano, era casi de naturaleza vegetal, análoga a los romances secretos que se tejen en los pedúnculos, los estambres y los pistilos de las flores, visitados por las abejas, los colibríes y las mariposas...
         El protagonista de “Paradiso”, José Cemí, parecía materializar y des-materializar al “otro” del espejo, llamado Oppiano Licario, erudito y sabedor de todos los secretos. Aparte de la estatura exacta de Napoleón y de Luis XIV, lo recordaba todo, como su homólogo borgesiano “Funes, el memorioso”, otra víctima del talento y de la excelencia.
         Paradiso” termina con una metáfora y una imagen deslumbrantes, dentro de un inmenso desierto de somnolencia, bajo la imagen de un tigre blanco del color de la ballena de Melville, que se mira al espejo mientras lame incansablemente la médula de un saúco...
         Es curioso que tales vuelos y descensos metafísicos se susciten dentro de un saboreo de café con leche cubano, mientras José Cemí encarna a su doble Oppiano Licario y escucha a duermevela sílabas lentas, pero claras y evidentes.
         El libro termina dentro de una sinestesia reveladora y salvadora de luz y de sonido.
         Oigan el último parágrafo de “Paradiso”:
         Era la misma voz, pero modulada en otro registro. Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar”.

         LA NATURALEZA HUMANA 

La naturaleza humana no tiene límites en cuanto a su capacidad de frotarse las manos con el dolor del prójimo, sea este cercano o no.
         Freud nos habló del complejo de Tánatos o de la muerte, según el cual el inconsciente se solaza con la idea de la destrucción de los otros, de la muerte violenta de los demás...En el campo económico y estético este complejo abunda.
         La frustración económica es un germen del odio y de la envidia, que son primas hermanas.
         He visto espejos rotos, de rabia supongo, en guetos donde la fealdad, despojada de resortes compensatorios, no quiso verse a sí misma...

         KEYNES Y VIRGINIA WOOLF:
LA VENERACIÓN DEL SILENCIO.

El próximo año (2006), el clan de los economistas, que siempre tiene razón si se le permite un micrófono o una columna periodística, recordará a Keynes, el alabado y después vituperado economista británico, de cuyo fallecimiento se cumplirán 60 años.
Cuando se me pregunta por un economista siempre afirmo con un dejo de humor e ironía: gracias a Dios que existen los empresarios, porque sólo ellos son capaces de detener a esta caterva de prestidigitadores.
John Maynard Keynes fue un economista especial. Él se sentía a gusto hablando de otros temas aledaños, aunque escribía de economía para ejercitar el sentido común.
Él pertenecía al llamado Grupo de Bloomsbury, unos habitués, fundamentalmente artistas y escritores, del que formaban parte, entre otros, Virginia Woolf y su marido Leonard.
Siempre me llamó la atención la afinidad de Keynes con Henry Ford, mi rompehuelga favorito, quien descreía del ahorro y de los banqueros.
Se sabe que Keynes defendía la inversión de los empresarios, pero con una cierta reserva, ya que, según él esta acción no garantizaba el pleno empleo.
También se atrevía a rumiar curiosas ocurrencias, como aquélla que incitaba a los gobiernos a quitar impuestos y a aumentar el gasto público.
La verdad es que se trataba de un gurú profético, a quien me imagino, hablando de estas cosas, sumido en descreencias y soledades.
Yo, que soy un feminista a ultranza, acostumbro  acercarme a los personajes como Keynes, a través de las mujeres.
Virginia Woolf, mi admirada de siempre, sólo comparable con Marguerite Yourcenar, se refiere a Maynard Keynes con agudeza de mujer de la siguiente forma:
         “Todos los hombres que venero son silenciosos…; Lytton,  Leonard y  Maynard;  por eso me he ejercitado yo en el silencio, movida a ello también por el terror que tengo a mi capacidad ilimitada de sentir”.
Virginia Woolf, pura y simplemente cambió para siempre el fraseo femenino. En cada palabra suya hay una renovación del lenguaje como nunca se vio en Inglaterra desde Chaucer a Shakespeare, ni mucho más adelante, excepto en ella, que supo venerar los silencios de su amigo Keynes, de su esposo Leonard Woolf  y de su antiguo pretendiente Lytton Strachey.

pcs,jueves, 23 de octubre de 2008.






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