domingo, 14 de enero de 2018

Se va Horacio, se va

Pedro Conde Sturla 
15 de febrero de 2014 
La historia repercute en la literatura y las artes y muchas veces es suplantada por éstas, cuando no por el mito, que es un fenómeno histórico literario, quizás el más antiguo de todos. El que da origen a los dioses y las religiones que son pura mitología.
En una ocasión escribí sobre el ajusticiamiento del tirano Ulises Hilarión Heureaux Lebert, alias Lilís, y aludí al hecho de que la fuente más socorrida de ese acontecimiento era la que describía Tulio M. Cestero en su novela “La sangre”. Es por cierto, la versión que recoge Sumner Welles en “La Viña de Naboth” y otros historiadores.
Hoy acudo de nuevo a la obra de Cestero (y de paso al merengue y a la poesía) para presentar un episodio muy bien documentado de la historia nacional que en su versión literaria adquiere, sin embargo, una dimensión épica: el sitio de Santo Domingo que en 1903 dirigieron las tropas del general Horacio Vásquez en un vano intento de recuperar la ciudad insurrecta, en manos de sus peores enemigos.
Tras varios intentos más o menos desalentadores contra una resistencia obstinada, en la madrugada del 18 de abril los sitiadores se jugaron el todo por el todo y perdieron buena parte del todo. Muere el General Antonio Hernández, muere el general Casimiro Cordero, muere el general Aquiles Álvarez. Muere la flor y nata de la oficialidad. Oficiales de verdad, de valor temerario, de los que combatían en primera línea. De aquellos a quienes no les importaba que el pescuezo retoñara.
El general azuano Luis Pelletier, segundo al mando, que combatía desde la retaguardia, como Horacio,  da orden de replegarse y las tropas se desbandan. Alejandro Woss y Gil tomará la batuta.
Así lo narra parcialmente Cestero en el capítulo XIX de “La Sangre” en prosa impecable:
El último revés, el asalto del fuerte de la Concepción, les ha quebrantado el espíritu; las murallas les infunden respeto, y el incendio, destruyendo los bohíos que formaban una suerte de reparos contra las baterías de la línea norte, de oeste a este, les deja a merced de los cañones que comienzan a hacer blanco; un jefe es decapitado por una granada, otra se abre en medio de una decena de soldados que se hallan en corro y los destripa. Los jefes son esforzados, pero desprevenidos; improvisan sobre el terreno sin estrategia; celos, vanidades y ambiciones les dividen, dificultando la acción unánime e intensa; las victorias nunca son completas, no hay persecución, el empuje de la acometida desfallece en breve; el fruto no se cosecha, y mientras el vencedor se distrae en contar fantaseando la hazaña, el derrotado se retira a salvo o si quisiera, podría reaccionar. Para imponerse a sus mesnadas, rudos y amables a un tiempo, ora doblan o tienden por tierra a un hombre a planazos, ora le abrazan afectuosos, consintiéndoles sus bellaquerías con frecuencia penadas por el Código. De tal manera crean entre unos y otros el vinculo gracias al cual afrontan con decisión la muerte. Ascienden a saltos: el soldado de hoy es general mañana. ¿Qué concepto tienen estos hombres de la vida, si es gala exponer la propia y sacrificar la ajena? Aunque algunos poseen hacienda, les seducen los botones dorados de las guerreras militares y las ventajas del poder; su malicia instintiva les detiene cuando creen que han sumado méritos bastantes para sus aspiraciones. Hay quien diga: “no peleo más, ya he ganado la Comandancia de Armas y la quiero gozar”. Pero el alcohol les deslumbra haciéndoles olvidar los mejores, cálculos. Aman el caballo y el arma: su dios es la Fuerza.
Una madrugada, las columnas se forman: tres que atacarán la capital por el Oeste, antes de que amanezca. Los hombres, destocados, a pie; los jefes, con sombrero, a caballo. Las filas se mueven con desgana, a la zaga de los comandantes: rubio, buen mozo, impetuoso el uno; mulato, delgado, de vivos ojos, reflexivo, el otro, y pequeño, vigoroso. Sereno, el tercero. Con el sol alto, se enfrentan a las trincheras; la tropa retrocede, flaquean casi al empezar la acción; sin embargo, superiores a la adversidad, lanzan los oficiales contra las obras de acero y alambre; la fusilería los diezma desde la muralla; logra el uno abrirse paso, pero cae fulminado de la mula; el otro irguiéndose ante la noticia, quiere entrar a la ciudad por una casa edificada a ambos lados de la muralla, y es herido ante la puerta obstinadamente cerrada; el tercero se abraza al cañón enemigo y recibe en el pecho la carga. La gente se desbanda, abandonando los cadáveres; ola deshecha, se desborda por detrás del cementerio y, atravesando las estancias, alcanza a San Carlos. Es un mecanismo cuyo resorte se ha roto. El fracaso desolador y rápido conmueve al caudillo tanto como al inferior, y aquella masa que ninguna voluntad contiene, deserta o se prodiga en palabras, contando y comentando el desastre.
Antonio (el protagonista de la novela, PCS) los compara con los actores de la noche hermosa y trágica: son los mismos seres los que ahora huyen por los caminos hacia sus campos lejanos. Al anochecer, desmarrido, contempló durante largo espacio aquellos hombres antes tan fieros, ahora pálidos, precipitarse, entrechocar las monturas; forcejear por entrar en la barca que cruza el Isabela en Santa Cruz.
Un disparo, un grito les pondría en fuga. ¿A qué seguirlos?; por donde pasen sembrarán el espanto, deshaciendo la autoridad opresora que, conscientes o ignaros, crearon con sus brazos armados… Y decepcionado, vuelve grupas. Las sombras invaden la ruta. Llueve con furia, como si el agua quisiera borrar de la tierra las manchas de la sangre, tan imbécilmente vertida.
El viento sacude colérico los ramajes, y por entre el monte suena el rugiente rumor del río. Los hombres huyen. Antonio, las riendas en el cuello de la bestia, recalado, anduvo, anduvo, y, como un espectro, entró en la ciudad silenciosa.
El merengue
Imperativamente bailable, el fabuloso merengue “La Batuta” de Morel y Hernández (si no estoy equivocado) realiza una síntesis impecable de aquel acontecimiento. Es el  merengue que en tantas fiestas ha hecho las delicias de los bailantes, convirtiendo en festivo un hecho trágico: “el trágico merengue –que al decir de Mieses Burgos- ha sido nuestra historia”:
Cuando la gente de Azua / vio a Casimiro caer, /le llevaron la noticia / al general Pelletier, / y al recibir la noticia, / el general contestó, / sálvese todo el que pueda / porque ya Horacio cayó. / Se va Horacio, se va, / se va el general Luis, / ya tiene la batuta, / Alejandrito Gil.
El poema
Enrique Henríquez, Ministro de Lilís, escribió sobre el tema un poema finamente lilisista, su famoso “Miserere”. Pero esa es otra historia, o parte de la misma historia, que contaré más adelante.

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