Un relato de
Uno de esos días de abril
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
En la plazoleta del puente Duarte reinaba una gran agitación
desde las primeras horas del domingo 25 de abril. Hombres y mujeres, muchachos,
niños y viejos empezaron
a congregarse en el lugar hasta formar la impresionante muchedumbre que
permaneció día y noche, a sol y sereno, en actitud desafiante ante las fuerzas
del CEFA, que se encontraban a cierta distancia en la margen opuesta, y ante
los aviones que sobrevolaban la zona continuamente.
Durante la madrugada del mismo domingo, al amparo de la confusión
y las sombras, un grupo de artilleros del ejército se estableció en posiciones
estratégicas con piezas de artillería más o menos pesadas: unos infelices
cañones Krupp alemanes de edad provecta y dos o tres ametralladoras de calibre
.30 y .50. Con esas pocas armas y el apoyo de las masas enfrentarían la
embestida de aviones y tanques.
Eran soldados jóvenes y entusiastas, al mando de jóvenes oficiales
de carrera, entre los que recuerdo a un gordito de carácter jovial que parecía
inofensivo. El teniente Michel Peguero. Creo que estaba al frente de las tropas
y era valiente como abeja de piedra, al igual que sus compañeros de armas.
Nunca entendí por qué habían emplazado dos de los cañones al
descampado en medio de la plazoleta, expuestos al fuego enemigo, pero yo no
estaba en esos momentos para entender tácticas militares, sino para agitar y
escribir consignas pidiendo armas para el pueblo con mis compañeros del PSP.
A eso de las siete de la mañana llegaron refuerzos. Toda una
compañía del ejército nacional que quedó al mando del teniente Elías Bisonó
Mera, un personaje heroico que dejaría su vida en el combate.
Una de las primeras medidas que se tomaron fue bloquear el puente
atravesando dos camiones de transporte de caña para dificultar el paso de los
blindados y las tropas de infantería. Los primeros enfrentamientos se
produjeron de inmediato, con esporádicos intercambios de artillería desde uno y
otro lado del río, casi como ejercicio de rutina entre soldados de la misma
escuela para afinar la puntería. Mientras tanto, una serie de sangrientas
escaramuzas se sucedían sin interrupción en los alrededores. La dotación de un
cuartel de la policía, desde el cual dispararon contra los civiles, fue
masacrada literalmente, y los policías muertos en otros encuentros se contaban
por docenas.
Pero el verdadero inicio de la confrontación ocurrió a mediados
del martes 27 con un episodio devastador y sorpresivo. Los aviones, que durante
dos días habían so brevolado
rutinariamente el lugar, tomaron altura y se organizaron de repente en
formación de combate y cargaron en picada sobre la multitud, soltando bombas,
cohetes y metralla, reventando seres humanos (que desde el aire parecerían
hormiguitas) como si fueran globos de feria.
Subieron y bajaron en picada una vez y otra vez, masacrando a la
población y creando un pánico infinito, inutilizaron los dos cañones colocados
románticamente al descampado en la amplia plazoleta, que ahora estaba sembrada
de cadáveres, y descojonaron la primera línea de defensa.
Al cabo de ese duro, interminable castigo o ablandamiento (como se
dice, eufemísticamente, en jerga militar), cerca de las dos de la tarde se
inició el asalto de las temidas fuerzas del CEFA. Una columna de blindados
(tanques e infantería), avanzó pesadamente a través del puente.
La resistencia fue tan obstinada como inútil. El fuego de los
cañones y ametralladoras provocó destrozos en las casas y edificios donde se
habían parapetado las demás piezas de artillería, el espantoso incendio de una
gasolinera e incontables víctimas entre los combatientes. Nada se resistía, en
ese espacio abierto, a la feroz ofensiva de las hordas del CEFA, y al poco
tiempo los constitucionalistas empezaron a batirse en retirada, internándose en
el populoso barrio de Villa Francisca. Otra línea de defensa había sido
arrollada. Pero las bajas eran significativas en ambos bandos. El teniente
Bisonó Mera, un temerario, había empuñado desde el primer momento del combate
una de las ametralladoras pesadas y había vendido caro el pellejo.
La batalla del puente Duarte y sus
alrededores pertenece más bien a la epopeya que a la historia. Todo estaba
perdido en apariencia, pero más allá del puente, en Villa Francisca, la ciudad
se articulaba en una intrincada red de calles y callejuelas de difícil acceso.
El combate seguiría desde las azoteas, casa por casa, patio por patio, esquina
por esquina, metro por metro. Las tropas del CEFA nunca anticiparon la feroz
resistencia que iban a encontrar.
El más valioso recurso fue el material humano, soldados y civiles
inspirados en un combate a muerte, en un frenesí de obstinación, en una lucha
sin tregua, sin cuartel, sin esperanza, en una lucha heroica que no esperaba
recompensa. Se combatiría con todos los medios, pero quizás el arma decisiva
fue el coctel molotov, el arma por excelencia de los desarmados, la bomba de
los pobres, de los pueblos insurrectos. Sobre los tanques e infantería del
CEFA, encallejonados en los vericuetos de Villa Francisca, lloverían como
diluvio las eficaces bombas de fabricación casera, los incendiarios cocteles
molotov (botellas con gasolina y aceite y un trapo a manera de mecha), y pronto
empezarían a arder los tanques y los soldados de infantería.
En lo que arreciaba el combate y cuando ya todo pre-sagiaba lo
peor, el presidente provisional y los funciona-rios civiles y militares de su
efímero gobierno acudieron a la embajada del imperio para pedir al embajador
que detuviera la ofensiva del CEFA y abriera un espacio para negociar una
tregua. El arrogante embajador –el verdadero hombre fuerte del país en su
calidad de procónsul del imperio–, sólo tuvo para ellos palabras
despectivas cuando no ofensivas, los declaró vencidos, derrotados, y proclamó
que lo único que podían pedir, en semejante condición, era la rendición
incondicional.
El presidente provisional y otros salieron de la embajada para
otra embajada y el exilio. El oficial de más alto rango en ese momento, el
sustituto de Hernando Ramírez (que había enfermado de una hepatitis violenta),
el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, el mismo que dos días antes se había
asilado en la embajada de Ecuador durante una noche, salió en cambio con el
espíritu sublevado, sin ocultar su profundo sentimiento de indignación, de
rabia. Dijo que prefería la muerte a la rendición y la humillación. Dijo que,
de hecho, se consideraba oficialmente muerto e invitó, más que ordenar, a sus
subalternos a integrarse a la lucha para responder a la afrenta del procónsul.
Con ellos marchó hacia el frente, donde persistían las hostilidades. Si alguna
vez se había asilado, ya no buscaría asilo. Si alguna vez había vacilado, ya no
vacilaría, si alguna vez temió a la consecuencia de sus acciones, nunca más
temería. El procónsul del imperio recibiría en breve noticias de los vencidos
que se habían convertido en vencedores.
A eso de las cuatro de la tarde llegaron al escenario de la
contienda, que ya tal vez se decidía sin ellos, pero el refuerzo inesperado
causó un revuelo de júbilo, catapultó la moral de los insurrectos y precipitó
los acontecimientos. El alto mando de los oficiales constitucionalistas y otro
centenar de soldados estaban presentes ahora, tomando parte en la guerra
que nunca habían imaginado ni en sus peores sueños. Habían sido entrenados y
uniformados para reprimir al pueblo y ahora lucharían junto al pueblo contra
sus compañeros de armas, y luego contra el imperio.
Entre los recién llegados –al mando del intrépido co-ronel Montes
Arache– había miembros de una unidad de elite de la marina que llamaban
poderosamente la aten-ción. Eran hombres de negro, con uniformes negros como la
muerte, entrenados para el combate en mar y tierra. Formaban parte de la más
aceitada máquina de guerra ja-más creada en la historia militar del país y
otros países. Cuarenta y seis piezas de relojería militar perfectamente afinadas
para el combate. Eran los hombres rana. Los temibles hombres rana que pronto se
convertirían en leyenda y en el terror de las tropas yanquis. A uno de ellos lo
conocería y trataría personalmente en unas duras jornadas de entrenamiento en
el comando Argentina. Le decían Santiaguito, Santiaguito el rana.
Otro que llamaba la atención –con su vistoso uniforme de
camuflaje–, era un oficial extranjero de carnes magras. Flaco, desgarbado,
elástico, puro nervio y pellejo. Era veterano de varias guerras, más de las que
podía contar con los dedos de una mano, y era posiblemente el único (o uno de
los pocos), entre los constitucionalistas, que tenía verdadera experiencia
militar. Era el instructor de los hombres rana, uno de ellos. Alto, afable,
italiano. Un guerrero excepcional. Quizás el más formidable condotiero que
alguna vez pisó esta tierra. El capitán Illio Capozzi.
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