domingo, 29 de abril de 2018

LOS VENCEDORES

Un relato de 
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
 
Freddy Beras Goyco junto a soldados constitucionalistas
El veterano capitán Illio Capozzi, instructor de los hombres rana, advirtió que la larga columna de tanques e infantería del CEFA, hostigada por las masas y un puñado de soldados, había avanzado más de lo prudente por la Avenida Amado García Guerrero y era en extremo vulnerable, y recomendó a Caamaño romperla en varios puntos, dividirla en tantas partes como fuera posible, y luego aislarlas, quebrarlas, desarticularlas de tal manera que perdieran contacto con las posibles comunicaciones de mando o no pudieran cumplirlas y se convirtieran en presa fácil. Era la voz de la experiencia.
Inferior en rango, el condotiero italiano superaba a todos sus.  superiores del momento en lo concerniente a formación militar y experiencia en combate. Capozzi conocía a fondo el “arte” de la guerra y era un guerrero nato. Era el verdadero estratega. Y Caamaño se dejaba aconsejar.
         Las fuerzas de los constitucionalistas se reorganizaron entonces en tres unidades y fragmentaron en tres partes la columna del CEFA con ataques de comandos integrados por pequeños contingentes de militares y centenares de civiles mal armados y desarmados. La maniobra fue dirigida principalmente por el coronel Caamaño, el coronel Montes Arache y sus hombres rana, y el coronel Fabio Chestaro. Todos se destacaron por su valentía, pero el despliegue de temeridad y habilidad que los hombres rana realizaron en el combate, con aquellas volteretas de circo con las que cruzaban las calles sin dejar de disparar y avanzando sin cesar contra el enemigo, dejaron a quienes los vieron mudos de asombro,    admiración y asombro. Los hombres rana se convirtieron, de hecho, en uno de los factores decisivos de la batalla del puente.
Igualmente decisiva –inesperada, sorpresiva, casi providencial– fue la incorporación de un grupo de marinos que tenían ametralladoras y juegos pesados y le hicieron a las hordas del CEFA un daño irreparable. Habían desembarcado subrepticiamente a última hora en el puerto de Santo Domingo, y sin hacerse notar, con la mayor celeridad y discreción se colocaron a un costado, al otro flanco de la columna de blindados y la castigaron duramente con fuego de metralla de calibre .30 y .50. El comandante de los tanques del CEFA (un conocido perro de presa) tenía parte del cuerpo fuera de la torreta y cayó herido. Perdería un ojo y salvaría milagrosamente la vida. Pero su batalla no tenía salvación. Indudablemente fueron los providenciales marinos de  última hora quienes le pusieron la tapa al pomo y dieron inicio a la etapa final de la contienda.
 Sin embargo, nada de eso se sabía entonces en la Ciudad Colonial y no lo sabíamos nosotros en la casa de la viuda Pichardo. Tampoco sabíamos, casi nadie sabía que un comando armado del PSP con el Gallego a la cabeza, otro comando con algunos hombres rana y un comando catorcista habían tomado las azoteas de las zonas aledañas a la casa de la viuda y tenían armas largas, muy largas. Entre los miembros del Catorce, había un combatiente en luna de miel, Amín Abel Hasbún, uno de los personajes más extraordinarios que he conocido. Amín destilaba simpatía, inteligencia y valor a flor de piel, y era uno de los más renombrados dirigentes estudiantiles de la universidad en ese momento. Se había casado recientemente y estaba con su esposa en el hotel Montaña de Jarabacoa, pasando la luna de miel. Nada más enterarse del inicio de la guerra, regresó para integrarse a la primera línea de combate, como lo haría siempre durante su corta vida. Desde esa línea de combate les esperaba a los cascos blancos de la perrera que avanzaba por la calle Padre Billini –disparando a mansalva–, una suerte muy negra.
El primer disparo alcanzó en la frente al conductor y eso fue todo para él. Al oficial lo hirieron en el pecho y trató desesperadamente de escapar, no tuvo tiempo, quedó enganchado en la puerta, con la espalda reducida a un colador. Luego la perrera aminoró su errática marcha y se detuvo por inercia, exactamente en el cruce de la calle Espaillat con Padre Billiini. La tropa, en la parte trasera, seguía disparando sin cesar, pero está vez le devolvían el fuego. Era un fuego cruzado, desde lo alto de cuatro esquinas, y era un fuego maldito. 
        El grupo de refugiados que nos encontrábamos en la casa de la viuda, apenas a una cuadra del lugar de los he-chos, pensábamos que se seguía llevando a cabo una masacre de civiles, pero era una masacre de cascos blancos.
       Algo que llamó entonces nuestra atención fue que al empezar el tiroteo en la calle Espaillat, callaron por encanto las metralletas y fusiles de las demás perreras. Los comandantes nunca anticiparon una respuesta armada y mucho menos organizada desde la altura de azoteas inexpugnables, y se dejaron ganar por el pánico. Poco después alcanzamos a escuchar el ruido de unos motores forzados hasta el límite, a plena marcha, y el clarísimo ulular de unas sirenas. Era el ruido de los motores de las perreras vergonzosamente en fuga, con las sirenas aullando en señal de que abrieran las puertas de la fortaleza para permitir la precipitada entrada, una estampida.
       Luego se produjo un silencio ensordecedor que duró varios minutos y luego un estallido, un griterío de júbilo. Salimos a la calle y nos unimos a otra gente que salía como nosotros de sus resguardos, que celebraba sin saber a ciencia cierta lo que celebraba. El furgón policial estaba rodeado de curiosos y ya se nos habían adelantado en el saqueo de las armas. Un soldado muy joven, con una leve herida en la frente, volteó de una patada al oficial que había quedado enganchado en la puerta y lo arrojó al pavimento. En la parte trasera sólo quedaba un casco blanco vivo, al cual nadie prestaba atención y tampoco se la merecía. Aquello era un reguero de muertos sin apelación, un muerterío.  
       Llamé a Nicolás Pichardo para que me ayudara a transportar al herido, y en el trámite se nos sumó Teobaldo Rodríguez, un militante catorcista, noble y fornido, que tendría una destacada participación en la contienda. En el momento en que lo cargamos, un surtidor de sangre que escapaba de una de sus venas me manchó copiosamente la camisa. Fue mi bautismo de sangre. Taponé la herida haciéndole presión con un dedo y lo llevamos de prisa al Hospital Padre Billini, situado frente a la casa de la viuda y lo dejamos en manos de los médicos. En el trayecto gritaba como un niño, ay, comunitas, por favor, no me maten. Era difícil explicarle que los constitucionalistas no eran, en su inmensa mayoría, comunistas, y que los pocos comunistas no éramos monstruos de dos cabezas como le habían enseñado en la academia policial y que lo llevábamos al hospital para que lo curaran, de modo que el desgraciado seguía gritando, implorando, comunitas, por favor no me maten. Cuando volví a verlo en el Padre Billini estaba junto a su mujer y dos hijos y me dio un abrazo. Durante varios días anduve con la misma camisa, durmiendo en azoteas, sin bañarme ni asearme, sucio, hediondo, manchado de sangre. Era sangre de casco blanco vivo, pero era sangre. Mejor suya que mía.
         En el momento en que culminaba la escaramuza de la calle Espaillat, la batalla del puente Duarte tocaba a su fin. Desde la parte alta de la ciudad provenía un rumor emocionado, voces y más voces anunciaban lo increíble, la extraordinaria noticia. Al cabo de unas horas de sangriento combate las hordas de San Isidro se batían en retirada, dejando tanques y otras armas en mano de los constitucio-nalistas. Lo imposible se había realizado en una de la más heroicas jornadas de la historia nacional. Un puñado de soldados y el pueblo de Santo Domingo habían infligido una  derrota humillante a fuerzas combinadas de la aviación, la guardia, la marina y la policía en la más grande batalla jamás librada en suelo dominicano. Una sola voz se escuchaba por doquiera, la voz de la victoria, dulce y amarga a la vez. Fue el mayor momento de júbilo, de júbilo y de sangre.

     Cuando regresamos a la casa, Nicolás Pichardo Vicioso se sentó al piano y tocó La internacional. La viuda Pichardo –doña Carmela Vicioso viuda Pichardo–, entró a su habitación y se cambió el vestido de ramos y flores por su uniforme blanco de trabajo.






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