Un relato de
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
Sin
embargo, nada de eso se sabía entonces en la Ciudad Colonial y no lo sabíamos
nosotros en la casa de la viuda Pichardo. Tampoco
sabíamos, casi nadie sabía que un comando armado del PSP con el Gallego a la
cabeza, otro comando con algunos hombres rana y un comando catorcista habían
tomado las azoteas de las zonas aledañas a la casa de la viuda y tenían armas
largas, muy largas. Entre los miembros del Catorce, había un combatiente en
luna de miel, Amín Abel Hasbún, uno de los personajes más
extraordinarios que he conocido. Amín destilaba simpatía, inteligencia y valor
a flor de piel, y era uno de los más renombrados dirigentes estudiantiles de la
universidad en ese momento. Se había casado recientemente y estaba con su
esposa en el hotel Montaña de Jarabacoa, pasando la luna de miel. Nada más
enterarse del inicio de la guerra, regresó para integrarse a la primera línea
de combate, como lo haría siempre durante su corta vida. Desde esa línea de
combate les esperaba a los cascos blancos de la perrera que avanzaba por la
calle Padre Billini –disparando a mansalva–, una suerte muy negra.
El grupo
de refugiados que nos encontrábamos en la casa de la viuda, apenas a una cuadra
del lugar de los he-chos, pensábamos que se seguía llevando a cabo una masacre
de civiles, pero era una masacre de cascos blancos.
Algo que
llamó entonces nuestra atención fue que al empezar el tiroteo en la calle
Espaillat, callaron por encanto las metralletas y fusiles de las demás
perreras. Los comandantes nunca anticiparon una respuesta armada y mucho menos
organizada desde la altura de azoteas inexpugnables, y se dejaron ganar por el
pánico. Poco después alcanzamos a escuchar el ruido de unos motores forzados
hasta el límite, a plena marcha, y el clarísimo ulular de unas sirenas. Era el
ruido de los motores de las perreras vergonzosamente en fuga, con las sirenas
aullando en señal de que abrieran las puertas de la fortaleza para permitir la
precipitada entrada, una estampida.
Luego se
produjo un silencio ensordecedor que duró varios minutos y luego un estallido,
un griterío de júbilo. Salimos a la calle y nos unimos a otra gente que salía
como nosotros de sus resguardos, que celebraba sin saber a ciencia cierta lo
que celebraba. El furgón policial estaba rodeado de curiosos y ya se nos habían
adelantado en el saqueo de las armas. Un soldado muy joven, con una leve herida
en la frente, volteó de una patada al oficial que había quedado enganchado en
la puerta y lo arrojó al pavimento. En la parte trasera sólo quedaba un casco
blanco vivo, al cual nadie prestaba atención y tampoco se la merecía. Aquello
era un reguero de muertos sin apelación, un muerterío.
Llamé a
Nicolás Pichardo para que me ayudara a transportar al herido, y en el trámite
se nos sumó Teobaldo Rodríguez, un militante catorcista, noble y fornido, que
tendría una destacada participación en la contienda. En el momento en que lo
cargamos, un surtidor de sangre que escapaba de una de sus venas me manchó
copiosamente la camisa. Fue mi bautismo de sangre. Taponé la herida haciéndole
presión con un dedo y lo llevamos de prisa al Hospital Padre Billini, situado
frente a la casa de la viuda y lo dejamos en manos de los médicos. En el
trayecto gritaba como un niño, ay, comunitas,
por favor, no me maten. Era difícil explicarle que los constitucionalistas no
eran, en su inmensa mayoría, comunistas, y que los pocos comunistas no éramos
monstruos de dos cabezas como le habían enseñado en la academia policial y que
lo llevábamos al hospital para que lo curaran, de modo que el desgraciado
seguía gritando, implorando, comunitas,
por favor no me maten. Cuando volví a verlo en el Padre Billini estaba junto a
su mujer y dos hijos y me dio un abrazo. Durante varios días anduve con la
misma camisa, durmiendo en azoteas, sin bañarme ni asearme, sucio, hediondo,
manchado de sangre. Era sangre de casco blanco vivo, pero era sangre. Mejor
suya que mía.
En el
momento en que culminaba la escaramuza de la calle Espaillat, la batalla del
puente Duarte tocaba a su fin. Desde la parte alta de la ciudad provenía un rumor emocionado, voces y más voces anunciaban lo increíble, la extraordinaria noticia. Al cabo de unas horas de sangriento combate las hordas de San Isidro se batían en retirada, dejando tanques y otras armas en mano de los constitucio-nalistas. Lo imposible se había realizado en una de la más heroicas jornadas de la historia nacional. Un puñado de soldados y el pueblo de Santo Domingo habían infligido una derrota humillante a fuerzas combinadas de la aviación, la guardia, la marina y la policía en la más grande batalla jamás librada en suelo dominicano. Una sola voz se escuchaba por doquiera, la voz de la victoria, dulce y amarga a la vez. Fue el mayor momento de júbilo, de júbilo y de sangre.
Uno de esos días de abril
Pedro Conde Sturla
El veterano capitán Illio Capozzi, instructor de los hombres
rana, advirtió que la larga columna de tanques e infantería del CEFA, hostigada
por las masas y un puñado de soldados, había avanzado más de lo prudente por la Avenida Amado García Guerrero y era en
extremo vulnerable, y recomendó a Caamaño
romperla en varios puntos, dividirla en tantas partes como fuera posible, y
luego aislarlas, quebrarlas, desarticularlas de tal manera que perdieran
contacto con las posibles comunicaciones de mando o no pudieran cumplirlas y se
convirtieran en presa fácil. Era la voz de la experiencia.
Inferior en rango, el condotiero italiano superaba
a todos sus. superiores del momento en lo concerniente a formación militar y experiencia
en combate. Capozzi conocía a fondo el “arte” de la guerra y era un guerrero
nato. Era el verdadero estratega. Y Caamaño se dejaba aconsejar.
Las
fuerzas de los constitucionalistas se reorganizaron entonces en tres unidades y
fragmentaron en tres partes la columna del CEFA con ataques de comandos
integrados por pequeños contingentes de militares y centenares de civiles mal
armados y desarmados. La maniobra fue dirigida principalmente por el coronel
Caamaño, el coronel Montes Arache y sus hombres rana, y el coronel Fabio Chestaro.
Todos se destacaron por su valentía, pero el despliegue de temeridad y
habilidad que los hombres rana realizaron en el combate, con aquellas
volteretas de circo con las que cruzaban las calles sin dejar de disparar y
avanzando sin cesar contra el enemigo, dejaron a quienes los vieron mudos de
asombro, admiración y asombro. Los hombres rana se convirtieron, de hecho, en
uno de los factores decisivos de la batalla del puente.
Igualmente decisiva –inesperada, sorpresiva, casi
providencial– fue la incorporación de un grupo de marinos que tenían
ametralladoras y juegos pesados y le hicieron a las hordas del CEFA un daño
irreparable. Habían desembarcado subrepticiamente a última hora en el puerto de
Santo Domingo, y sin hacerse notar, con la mayor celeridad y discreción se
colocaron a un costado, al otro flanco de la columna de blindados y la
castigaron duramente con fuego de metralla de calibre .30 y .50. El comandante
de los tanques del CEFA (un conocido perro de presa) tenía parte del cuerpo
fuera de la torreta y cayó herido. Perdería un ojo y salvaría milagrosamente la
vida. Pero su batalla no tenía salvación. Indudablemente fueron los providenciales
marinos de última hora quienes le pusieron la tapa al pomo y dieron inicio a la
etapa final de la contienda.
El primer disparo alcanzó en la frente al conductor
y eso fue todo para él. Al oficial lo hirieron en el pecho y trató
desesperadamente de escapar, no tuvo tiempo, quedó enganchado en la puerta, con
la espalda reducida a un colador. Luego la perrera aminoró su errática marcha y
se detuvo por inercia, exactamente en el cruce de la calle Espaillat con Padre
Billiini. La tropa, en la parte trasera, seguía
disparando sin cesar, pero está vez le devolvían el fuego. Era un fuego
cruzado, desde lo alto de cuatro esquinas, y era un fuego maldito.
Cuando regresamos a la casa, Nicolás Pichardo Vicioso se sentó al piano y tocó La internacional. La viuda Pichardo –doña Carmela Vicioso viuda Pichardo–, entró a su habitación y se cambió el vestido de ramos y flores por su uniforme blanco de trabajo.
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