lunes, 7 de mayo de 2018

CELESTINA (Serie completa)

Pedro Conde Sturla

Celestina había ejercido en una época el más antiguo y obstinado oficio del mundo. Oficio de tinieblas. Con la edad habían menguado sus encantos, si acaso alguna vez los tuvo, y se había reformado. Se había convertido en costurera, en modista, o mejor dicho en costurera remendona. Nadie igualaba su destreza en el arte de reparar virgos y honras. Reparar virgos y la honra que llevaba aparejada.
Sempronio – uno de los criados de Calisto- la conoce bien, dice que vive al “fin de esta vecindad”, que es “una vieja barbuda”, que es una “hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay”. Sempronio entiende “que pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad, y que a “las duras peñas promoverá y provocará a lujuria, si quiere”.


La opinión de Pármeno -otro criado de Calisto- no difiere sustancialmente de la de Sempronio. Vieja puta le llaman, vieja puta se queda:
“¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te acongojas? ¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de ésta el nombre que la llamé? No lo creas; que así se glorifica en le oír, como tú, cuando dicen: ¡diestro caballero es Calisto! Y demás de esto, es nombrada y por tal título conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice: ¡puta vieja!, sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella pasan tiempo. Si pasa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca de las aves, otra cosa no cantan; si cerca de los ganados, balando lo pregonan; si cerca de las bestias, rebuznando dicen: ¡puta vieja! Las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, aquello dicen sus martillos. Carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forma en el aire su nombre. Cántanla los carpinteros, péinanla los peinadores, tejedores. Labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas con ella pasan el afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Todas cosas que son, a do quiera que ella está, el tal nombre representan. ¡Oh qué comedor de huevos asados era su marido! ¿Qué quieres más, si no, si una piedra toca con otra, luego suena ¡puta vieja!?”
En su temprana juventud, antes de entrar al servicio de Calisto, Pármeno la había servido a ella y la había servido y conocido bien, mejor aún que sempronio:
“Señor, iba a la plaza y traíale de comer y acompañábala; suplía en aquellos menesteres que mi tierna fuerza bastaba. Pero de aquel poco tiempo que la serví, recogía la nueva memoria lo que la vejez no ha podido quitar. Tiene esta buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio caída, poco compuesta y menos abastada. Ella tenía seis oficios, conviene saber: lavandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera.”.
Pocas, o ninguna, son las prendas morales que la adornan. Pero en cuanto a satisfacer la demanda del mercado de las vírgenes (que al parecer se desvirginaban con inaudita frecuencia en aquella España mojigata y melindrosa) Celestina no tiene rival, como ya se dijo. Es una virtuosa remendadora de honras perdidas.
“Esto de los virgos, unos hacía de vejiga y otros curaba de punto. Tenía en un tabladillo, en una cajuela pintada, unas agujas delgadas de pellejeros y hilos de seda encerados y colgadas allí raíces de hojaplasma y fuste sanguino, cebolla albarrana y cepacaballo. Hacía con esto maravillas; que, cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía”.
El don que le ha sido otorgado en grado superlativo es el de la palabra Y junto a la palabra la inteligencia clara, la mente despejada, proclive siempre al mal.
La dialéctica sutil que arriesga en todas sus conversaciones, su capacidad de envolver, confundir, seducir, convencer con engaños, verdades y artimañas es lo que hace de ella algo especial, excepcional, una criaturia literaria tan definida y fuerte que le quitó protagonismo a los supuestos protagonistas de la obra, que le quitó incluso el título a la “Tragicomedia de Calisto y Melibea” y se convirtió en uno de los personajes más extraordinarios de la literatura, en prototipo inigualable, como el Quijote. Uno que ha trascendido de la literatura al mundo real, a la historia. Uno que muchos mencionan y pocos conocen.
CELESTINA.- El temor perdí mirando, señora, tu beldad. Que no puedo creer que en balde pintase Dios unos gestos más perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti. Y pues como todos seamos humanos, nacidos para morir, sea cierto que no se puede decir nacido el que para sí solo nació. Porque sería semejante a los brutos animales, en los cuales aun hay algunos piadosos, como se dice del unicornio, que se humilla a cualquiera doncella. El perro con todo su ímpetu y braveza, cuando viene a morder, si se echan en el suelo, no hace mal: esto, de piedad. ¿Pues las aves? Ninguna cosa el gallo come que no participe y llame las gallinas a comer de ello. El pelícano rompe el pecho por dar a sus hijos a comer de sus entrañas. Las cigüeñas mantienen otro tanto tiempo a sus padres viejos en el nido, cuanto ellos les dieron cebo siendo pollitos. Pues tal conocimiento dio la natura a los animales y aves, ¿por qué los hombres habemos de ser más crueles? ¿Por qué no daremos parte de nuestras gracias y personas a los próximos, mayormente cuando están envueltos en secretas enfermedades; y tales que donde está la medicina salió la causa de la enfermedad? 
Nota: Los diálogos pertenecen a una versión moderna de “La celestina” disponible en internet en el siguiente enlace:

La comedia trágica

La “Tragicomedia de Calisto y Melibea” es más trágica que cómica y sobre todo más enjundiosa. Enjundia literaria y filosófica. Ninguno de los personajes principales sobrevive a la trama que urdió quienquiera que haya sido el autor de la obra. Quizás el mismo que muchos identifican con el Bachiller en leyes Fernando de Rojas, un judío converso, probablemente un criptojudío, un marrano, alguien que profesaba en secreto el judaísmo.
El hecho es que Calisto, un joven perteneciente a la nobleza, necesariamente bello, ingenioso, vanidoso y engreído como todos los nobles, entra en el huerto de la paterna casa de Melibea en busca de un halcón y en cuanto la vio se le olvidó seguramente el halcón y se prendó de su belleza y se puso de baboso a cortejarla. Muy mala fue la impresión que le causó a Melibea la lastimosa escena. La casta diva rechazó en el acto y con ira todas sus galantes proposiciones y lo conminó a abandonar el lugar con el rabo entre las piernas como se podrá ver o leer a continuación:
CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.
MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?
CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase y en tan conveniente lugar que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido, ni otro poder mi voluntad humana puede cumplir. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto los gloriosos santos, que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Más ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.
MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes esto, Calisto?
CALISTO.- Téngolo por tanto en verdad que, si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.
MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo, si perseveras.
CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!
MELIBEA.- Mas desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento. Y el intento de tus palabras, Calisto, ha sido de ingenio de tal hombre como tú. ¿Haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete! ¡Vete de ahí, torpe! Que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo el ilícito amor comunicar su deleite.
CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.
Calisto es, además de noble y rico, obstinado, de esos que no aceptan un no por respuesta, y cuando está casi a punto de dejarse morir de amor, su criado Sempronio le aconseja valerse de los buenos servicios de una conocida alcahueta llamada Celestina.
La alcahueta, después de un primer fracaso, realiza un diabólico conjuro para hacer que Melibea se enamore de Calisto:
CELESTINA.- Pues sube presto al sobrado alto de la solana y baja acá el bote del aceite serpentino que hallarás colgado del pedazo de la soga que traje del campo la otra noche, cuando llovía y hacía oscuro. Y abre el arca de los lizos, y hacia la mano derecha hallarás un papel escrito con sangre de murciélago, debajo de aquel ala de drago a que sacamos ayer las uñas. Mira no derrames el agua de mayo que me trajeron a confeccionar.
ELICIA.- Madre, no está donde dices; jamás te acuerdas a cosa que guardas.
CELESTINA.- No me castigues, por Dios, a mi vejez. No me maltrates, Elicia. No enfinjas porque está aquí Sempronio ni te ensoberbezcas, que más me quiere a mí por consejera que a ti por amiga, aunque tú le ames mucho. Entra en la cámara de los ungüentos, y en la pelleja del gato negro, donde te mandé meter los ojos de la loba, le hallarás, y baja la sangre del cabrón y unas poquitas de las barbas que tú le cortaste.
ELICIA.- Toma, madre, veslo aquí; yo me subo, y Sempronio, arriba.
CELESTINA.- Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la Corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos, que los hirvientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres Furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino de Estigia y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales, y litigioso Caos, mantenedor de las volantes harpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras; por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas; por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen; por la áspera ponzoña de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado. Vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad y en ello te envuelvas y con ello estés sin un momento te partir, hasta que Melibea, con aparejada oportunidad que haya, lo compre, y con ello de tal manera quede enredada que, cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición. Y se le abras, y lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que, despedida toda honestidad, se descubra a mí y me galardone mis pasos y mensaje. Y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, tendrasme por capital enemiga; heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre. Y otra y otra vez te conjuro. Así confiando en mi mucho poder, me parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto.
El conjuro surte efecto, como era de esperar. Melibea se enamora y se entrega a Calisto, pero el enredo tendrá graves consecuencias. Conste que lo había advertido el autor al inicio cuando define el propósito de la obra:
“La comedia o tragicomedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los locos enamorados que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su dios. Así mismo hecha en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes”.
Celestina es la primera víctima de la trágica comedia, víctima de la codicia de los dos criados de Calisto. Los criados son detenidos y ejecutados. Calisto se rompe el alma cuando desciende por una escalera de soga, después de un breve encuentro con su amada Melibea, y Melibea se suicida lanzándose al vacío desde una torre. Pero nada de eso tiene importancia, es accesorio. Colateral. Algo que puede pasarle a cualquiera.

Celestina y celestinos

Hay quien dice que de no haber escrito Cervantes aquella obra famosa sobre el ingenioso hidalgo, “La celestina” ocuparía probablemente el primer lugar en importancia de la literatura hispánica. De hecho, “La Celestina” o “Tragicomedia de Calisto y Melibea”, del supuesto Fernando de Rojas, no tiene igual en su género. Y en ambos casos, como diría Miguel de Unamuno, los autores son “enormemente inferior(es) a su(s) obra(s)”, o por lo menos a sus personajes.
La composición de “La Celestina” “se remonta a los últimos años del siglo XV, durante el reinado de los Reyes Católicos, si bien su extraordinario éxito editorial comienza en el siglo XVI y continúa, con altibajos, hasta su prohibición en 1792”. Lo extraño es que no la hubieran prohibido antes, lo extraño es que en aquella España santurrona, intolerante, inquisitorial hayan dejado durante casi un siglo en libertad a un personaje tan sucio y podrido, tan demoníaco y blasfemo como la Celestina. Alguien que debió haber sido incinerado en la hoguera o víctima del garrote vil.
Celestina, desde luego, no es menos culpable que la España de su época. Todo lo que tiene de suciedad y podredumbre, de ambición y codicia es una emanación, una sublimación de los valores épocales de aquella misma España intolerante y santurrona, la España de la inquisición en sus mejores tiempos. Ella, como las prostitutas, cumplen una función social de la que nadie quiere saber en principio, de la que muchos abominan, en principio, de la que nadie se hace cómplice, en principio. Quizás por eso la prohibieron, pero no la incineraron.
“La Celestina es una obra única en cuanto a la creación de caracteres. Aunque Calisto y Melibea aparecen como protagonistas, es Celestina la que señorea la obra entera; éste es el hecho que justifica el cambio de título. Es, sin duda el personaje mejor logrado y a la vez el más complejo de los personajes creados por Rojas. Sobre este personaje se han cargado todos los calificativos imaginables, hasta el demoníaco. Y Celestina no es un personaje demoníaco sino humano en el sentido de que su existencia sólo es posible porque existe una sociedad urbana que de alguna manera la necesita. Celestina es un personaje que vive del vicio y de las bajas pasiones de los demás. Y todo esto lo aprovecha en beneficio propio. Pero sin los vicios y miserias morales de la ciudad, Celestina no sería posible”. (http://www.rinconcastellano.com/edadmedia/celestina.html#).
La trama de “La Celestina” se sostiene sobre unos diálogos maravillosamente articulados. Celestina tiene y emplea recursos de mala ley y mala leche, pero cuando Calisto le promete cien monedas de oro a cambio del amor de la Melibea que lo rechaza, Celestina se emplea a fondo confiando más que nada en sus dotes de persuasión.
Para lograr la “mudanza de los sentidos” (o de los sentimientos), como en el título de la novela de Ángela Hernández, Celestina pone primero en juego una especie de pensar y de decir profundos, una dialéctica sin par, una manera de razonar al estilo de lo que los cubanos llaman “muela”, el arte del convencimiento a base de mucho elaborar y mucho hablar. Cierto es que en el primer intento Celestina fracasa, pero el fracaso anuncia el triunfo: “¡Más fuerte estaba Troya y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura”.
CELESTINA.- Bien tendrás, señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre que llaman Calisto.
MELIBEA.- ¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Ese es el doliente por quien has hecho tantas premisas en tu demanda? ¿Por quien has venido a buscar la muerte para ti? ¿Por quien has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué siente ese perdido que con tanta pasión vienes? De locura será su mal. ¿Qué te parece? Si me hallaras sin sospecha dese loco, ¡con qué palabras me entrabas! No se dice en vano que el más empecible miembro del mal hombre o mujer es la lengua. ¡Quemada seas, alcahueta falsa, hechicera, enemiga de honestidad, causadora de secretos yerros! ¡Jesús, Jesús! ¡Quítamela, Lucrecia, de delante, que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo! Bien se lo merece esto y más quien a estas tales da oídos. Por cierto, si no mirase a mi honestidad y por no publicar su osadía dese atrevido, yo te hiciera, malvada, que tu razón y vida acabaran en un tiempo.
CELESTINA.- ¡En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea pues!: bien sé a quien digo. ¡Ce, hermano, que se va todo a perder!
MELIBEA.- ¿Aun hablas entre dientes delante mí, para acrecentar mi enojo y doblar tu pena? ¿Querrías condenar mi honestidad por dar vida a un loco? ¿Dejar a mí triste por alegrar a él y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro? ¿Perderé destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas y entendido tu dañado mensaje? Pues yo te certifico que las albricias que de aquí saques no sean sino estorbarte de más ofender a Dios, dando fin a tus días. Respóndeme, traidora, ¿cómo osaste tanto hacer? Jesús! No oiga yo mentar más a ese loco, saltaparedes, fantasma de noche, luengo como cigüeña, figura de paramento mal pintado; si no, aquí me caeré muerta. ¡Este es el que el otro día me vio y comenzó a desvariar conmigo en razones, haciendo mucho del galán!
CELESTINA.- Tu temor, señora, tiene ocupada mi disculpa. Mi inocencia me da osadía, tu presencia me turba en verla airada y lo que más siento y me pena es recibir enojo sin razón ninguna. Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho, que ni él quedará culpado ni yo condenada. Y verás cómo es todo más servicio de Dios que pasos deshonestos; más para dar salud al enfermo que para dañar la fama al médico. Si pensara, señora, que tan de ligero habías de conjeturar de lo pasado nocibles sospechas, no bastara tu licencia para me dar osadía a hablar en cosa que a Calisto ni a otro hombre tocase.
MELIBEA.- Dirasle, buena vieja, que, si pensó que ya era todo suyo y quedaba por él el campo porque holgué más de consentir sus necedades que castigar su yerro, quise más dejarle por loco que publicar su grande atrevimiento. Pues avísale que se aparte de este propósito y serle ha sano; si no, podrá ser que no haya comprado tan cara habla en su vida. Pues sabe que no es vencido sino el que se cree serlo; y yo quedé bien segura y él ufano. De los locos es estimar a todos los otros de su calidad. Y tú tórnate con su misma razón; que respuesta de mí otra no habrás ni la esperes. Que por demás es ruego a quien no puede haber misericordia. Y da gracias a Dios, pues tan libre vas de esta feria. Bien me habían dicho quien tú eras y avisado de tus propiedades, aunque ahora no te conocía.
CELESTINA.- ¡Más fuerte estaba Troya y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura.


La Celestina y el arte de la muela

En el habla de los cubanos, la palabra muela es a veces sinónimo de mucho elaborar y mucho hablar, casi como quien dice un arte o un artificio verbal, el arte de convencer o seducir a base de abundante elucubrar y razonar. (Algo que no se debe confundir con el simple hablar de la blandita).
El muelú, en Cuba y en Santo Domingo, es un experto en el arte de seducir o convencer o engatusar, en el arte de la muela o de dar muela. La Celestina era una muelúa.
Cuando Celestina encuentra por segunda vez a Melibea, el conjuro que la alcahueta realizara para trastornar los sentimientos de la doncella ya está surtiendo efecto. Pero Celestina confía más en las palabras que en el hechizo. Procede con cautela, no se arriesga, pretende no saber nada:
CELESTINA.- ¿Qué es, señora, tu mal, que así muestra las señas de su tormento en las coloradas colores de tu gesto?
MELIBEA.- Madre mía, que comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo.
CELESTINA.- No me has, señora, declarado la calidad del mal. ¿Quieres que adivine la causa? Lo que yo digo es que recibo mucha pena de ver triste tu graciosa presencia.
MELIBEA.- Vieja honrada, alégramela tú, que grandes nuevas me han dado de tu saber.
CELESTINA.- Señora, el sabidor sólo es Dios; pero, como para salud y remedio de las enfermedades fueron repartidas las gracias en las gentes de hallar las medicinas, de ellas por experiencia, de ellas por arte, de ellas por natural instinto, alguna partecica alcanzó a esta pobre vieja, de la cual al presente podrás ser servida.
         Celestina conoce a la perfección la manera de insinuarse entre los pliegues de la conciencia y manipular los sentimientos de la infeliz Melibea. Tanto más infeliz en cuanto confía su salvación a la autora de sus males.
En base a su vasta experiencia en relación a los síntomas del mal de amor que aflige a Melibea, la hechicera construye un sutil argumento con el que la va envolviendo a manera de lazo. El lazo que luego apretará en el momento oportuno.
Pronto escuchará Celestina, en boca de Melibea, que su “mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes”.
CELESTINA.- Gran parte de la salud es desearla, por lo cual creo menos peligroso ser tu dolor. Pero para yo dar, mediante Dios, congrua y saludable medicina, es necesario saber de ti tres cosas. La primera, a qué parte de tu cuerpo más declina y aqueja el sentimiento. Otra, si es nuevamente por ti sentido, porque más presto se curan las tiernas enfermedades en sus principios que cuando han hecho curso en la perseveración de su oficio; mejor se doman los animales en su primera edad que cuando ya es su cuero endurecido para venir mansos a la melena; mejor crecen las plantas que tiernas y nuevas se trasponen que las que fructificando ya se mudan; muy mejor se despide el nuevo pecado que aquel que por costumbre antigua cometemos cada día. La tercera, si procede de algún cruel pensamiento que se asentó en aquel lugar. Y esto sabido, verás obrar mi cura. Por ende cumple que al médico como al confesor se hable toda verdad abiertamente.
MELIBEA.- Amiga Celestina, mujer bien sabia y maestra grande, mucho has abierto el camino por donde mi mal te pueda especificar. Por cierto, tú lo pides como mujer bien experta en curar tales enfermedades. Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo. Que no pensé jamás que podía dolor privar el seso como éste hace. Túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querría ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré decir. Porque ni muerte de deudo ni pérdida de temporales bienes ni sobresalto de visión ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir, que fuese, salvo la alteración que tú me causaste con la demanda que sospeché de parte de aquel caballero Calisto, cuando me pediste la oración.
Una vez llegados a este punto, el punto álgido, Celestina entiende que debe proceder con más cautela. Sabe que el verdadero arte de la muela exige discreción y finura. Celestina no mostrará sus cartas todavía. Cualquier torpeza podría quizás anular los efectos del hechizo. Ahora Celestina se ve obligada a hilar más fino. Amarrar con más fuerza y a la vez delicadeza sus argumentos para que la presa no se libere:
CELESTINA.- ¿Cómo, señora, tan mal hombre es aquél? ¿Tan mal nombre es el suyo que en solo ser nombrado trae consigo ponzoña su sonido? No creas que sea esa la causa de tu sentimiento, antes otra que yo barrunto. Y pues que así es, si tú licencia me das, yo, señora, te la diré.
MELIBEA.- ¿Cómo Celestina? ¿Qué es ese nuevo salario que pides? ¿De licencia tienes tú necesidad para me dar la salud? ¿Cuál físico jamás pidió tal seguro para curar al paciente? Di, di, que siempre la tienes de mí, tal que mi honra no dañes con tus palabras.
CELESTINA.- Véote, señora, por una parte quejar el dolor, por otra temer la medicina. Tu temor me pone miedo, el miedo silencio, el silencio tregua entre tu llaga y mi medicina. Así que será causa que ni tu dolor cese ni mi venida aproveche.
MELIBEA.- Cuanto más dilatas la cura, tanto más me acrecientas y multiplicas la pena y pasión. ¡O tus medicinas son de polvos de infamia y licor de corrupción, confeccionados con otro más crudo dolor que el que de parte del paciente se siente, o no es ninguno tu saber! Porque si lo uno o lo otro no bastase, cualquiera remedio otro darías sin temor, pues te pido le muestres, quedando libre mi honra.
         Ahora Celestina tiene a Melibea comiendo de su mano, suplicando por la cura de sus males. Males que tienen remedio a condición de obedecer las instrucciones de “la antigua maestra de estas llagas”.
Un destello de brutal y despiadada inteligencia debió asomarse a los ojos de Celestina al pronunciar las terribles líneas que pueden leerse a continuación:
CELESTINA.- Señora, no tengas por nuevo ser más fuerte de sufrir al herido la ardiente trementina y los ásperos puntos que lastiman lo llagado y doblan la pasión que no la primera lesión, que dio sobre sano. Pues si tú quieres ser sana y que te descubra la punta de mi sutil aguja sin temor, haz para tus manos y pies una ligadura de sosiego, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un freno de silencio, para tus oídos unos algodones de sufrimiento y paciencia, y verás obrar a la antigua maestra de estas llagas.


Mudanza de los sentimientos

En el segundo y decisivo encuentro de Celestina y Melibea, la hechicera excita la curiosidad de la doncella en relación con la causa de su mal y la lleva poco a poco a un alto grado de desesperación. Ahora Melibea quiere saber a cualquier precio el origen de los tormentos que la afligen y parece decidida a tragar casi cualquier tipo de medicina que se le ofrezca. Para vencer su resistencia, Celestina se la suministra a cuenta gotas:                                                                                                               
MELIBEA.- ¡Oh cómo me muero con tu dilatar! Di, por Dios, lo que quisieres, haz lo que supieres, que no podrá ser tu remedio tan áspero que se iguale con mi pena y tormento. Ahora toque en mi honra, ahora dañe mi fama, ahora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar mi dolorido corazón, te doy mi fe ser segura y, si siento alivio, bien galardonada.

Penélope Cruz en el papel de Melibea
CELESTINA.- También me da osadía tu gran pena como ver que con tu sospecha has ya tragado alguna parte de mi cura; pero todavía es necesario traer más clara medicina y más saludable descanso de casa de aquel caballero Calisto.
MELIBEA.- Calla, por Dios, madre. No traigan de su casa cosa para mi provecho ni le nombres aquí.
CELESTINA.- Sufre, señora, con paciencia, que es el primer punto y principal. No se quiebre; si no, todo nuestro trabajo es perdido. Tu llaga es grande, tiene necesidad de áspera cura. Y lo duro con duro se ablanda más eficazmente. Y dicen los sabios que la cura del lastimero médico deja mayor señal y que nunca peligro sin peligro se vence. Ten paciencia, que pocas veces lo molesto sin molestia se cura. Y un clavo con otro se expele y un dolor con otro. No concibas odio ni desamor, ni consientas a tu lengua decir mal de persona tan virtuosa como Calisto, que si conocido fuese…
MELIBEA.- ¡Oh por Dios, que me matas! ¿Y no te tengo dicho que no me alabes ese hombre ni me le nombres en bueno ni en malo?
Melibea resiste. Es quizás el último asomo de resistencia, pero todavía no se rinde. Y cuando Celestina le menciona a Calisto se le dispara una especie de mecanismo de defensa y lo rechaza como si del diablo se tratase.
Celestina no pierde nunca la calma, administra cada silencio y cada palabra con sabiduría y prudencia. No pronuncia una sílaba sin premeditación ni alevosía, sin calcular el efecto, el daño o beneficio que puede hacer. Poquito a poquito inocula su veneno disfrazado de medicina:
 CELESTINA.- Señora, este es otro y segundo punto, el cual si tú con tu mal sufrimiento no consientes, poco aprovechará mi venida y, si, como prometiste, lo sufres, tú quedarás sana y sin deuda y Calisto sin queja y pagado. Primero te avisé de mi cura y de esta invisible aguja, que sin llegar a ti, sientes en solo mentarla en mi boca.
MELIBEA.- Tantas veces me nombrarás ese tu caballero, que ni mi promesa baste, ni la fe que te di, a sufrir tus dichos. ¿De qué ha de quedar pagado? ¿Qué le debo yo a él? ¿Qué le soy a cargo? ¿Qué ha hecho por mí? ¿Qué necesario es él aquí para el propósito de mi mal? Más agradable me sería que rasgases mis carnes y sacases mi corazón que no traer esas palabras aquí.
CELESTINA.- Sin te romper las vestiduras se lanzó en tu pecho el amor: no rasgaré yo tus carnes para le curar.
MELIBEA.- ¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?
CELESTINA.- Amor dulce.
MELIBEA.- Eso me declara qué es, que en solo oírlo me alegro.
CELESTINA.- Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte.
MELIBEA.- ¡Ay mezquina de mí! Que, si verdad es tu relación, dudosa será mi salud. Porque, según la contrariedad que esos nombres entre sí muestran, lo que al uno fuere provechoso acarreará al otro más pasión.
CELESTINA.- No desconfíe, señora, tu noble juventud de salud. Que, cuando el alto Dios da la llaga, tras ella envía el remedio.
MELIBEA.- ¿Cómo se llama?
CELESTINA.- No te lo oso decir.
MELIBEA.- Di, no temas.
CELESTINA.- ¡Calisto! ¡Oh por Dios, señora Melibea!, ¿qué poco esfuerzo es éste? ¿Qué decaimiento? ¡Oh mezquina yo! ¡Alza la cabeza! ¡Oh malaventurada vieja! ¡En esto han de parar mis pasos! Si muere, matarme han; aunque viva, seré sentida, que ya no podrá sufrirse de no publicar su mal y mi cura. Señora mía Melibea, ángel mío, ¿qué has sentido? ¿Qué es de tu habla graciosa? ¿Qué es de tu color alegre? Abre tus claros ojos.
 MELIBEA.- Paso, paso, que yo me esforzaré. No escandalices la casa.
Cada vez más los razonamientos de Celestina mellan los argumentos de Melibea y su resistencia se hace más débil. Está a punto de sucumbir a la dialéctica de la hechicera y la hechicera lo sabe, pero no se precipita. Habla con dulzura, finge humildad. Lo que sigue a continuación es una proeza de ingeniería verbal:
CELESTINA.- ¿Pues qué me mandas que haga, perla graciosa? ¿Qué ha sido este tu sentimiento? Creo que se van quebrando mis puntos.
MELIBEA.- Quebrose mi honestidad, quebrose mi empacho, aflojó mi mucha vergüenza; y, como muy naturales, como muy domésticos, no pudieron tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua y gran parte de mi sentido. Muchos y muchos días son pasados que ese noble caballero me habló en amor. Tanto me fue entonces su habla enojosa cuanto, después que tú me le tornaste a nombrar, alegre. Cerrado han tus puntos mi llaga, venida soy en tu querer. En mi cordón le llevaste envuelta la posesión de mi libertad. Su dolor de muelas era mi mayor tormento, su pena era la mayor mía. Alabo y loo tu buen sufrimiento, tu cuerda osadía, tu liberal trabajo, tus solícitos y fieles pasos, tu agradable habla, tu buen saber, tu demasiada solicitud, tu provechosa importunidad. Mucho te debe ese señor y más yo, que jamás pudieron mis reproches aflacar tu esfuerzo y perseverar, confiando en tu mucha astucia. Antes, como fiel servidora, cuando más denostada, más diligente; cuando más disfavor, más esfuerzo; cuando peor respuesta, mejor cara; cuando yo más airada, tú más humilde. Pospuesto todo temor, has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descubrir.
CELESTINA.- Amiga y señora mía, no te maravilles, porque estos fines con efecto me dan osadía a sufrir los ásperos y escrupulosos desvíos de las encerradas doncellas como tú. Verdad es que antes que me determinase, así por el camino, como en tu casa, estuve en grandes dudas si te descubriría mi petición. Visto el gran poder de tu padre, temía; mirando la gentileza de Calisto, osaba; vista tu discreción, me recelaba; mirando tu virtud y humanidad, me esforzaba. En lo uno hablaba el miedo y en lo otro la seguridad. Y pues así, señora, has querido descubrir la gran merced que nos has hecho, declara tu voluntad, echa tus secretos en mi regazo, pon en mis manos el concierto de este concierto. Yo daré forma cómo tu deseo y el de Calisto sean en breve cumplidos.
MELIBEA.- ¡Oh mi Calisto y mi señor! ¡Mi dulce y suave alegría! Si tu corazón siente lo que ahora el mío, maravillada estoy cómo la ausencia te consiente vivir. ¡Oh mi madre y mi señora!, haz de manera cómo luego le pueda ver, si mi vida quieres.
Melibea finalmente ha cedido, ha sido vencida. La mudanza de los sentimientos se ha operado con éxito. La repulsión original que le inspiraba Calisto ahora le inspira “dulce y suave alegría”
El conjuro y la tremenda muela de Celestina han hecho el milagro y muy pronto disfrutarán brevemente de los placeres y tormentos que proporciona la enfermedad del amor. El agridulce amor.
Silvio D’amico, el autor de una enjundiosa “Storia del teatro e dello spettacolo”, ha dicho que no hay en toda la historia del arte dramático un “voltafaccia”, un giro o cambio de actitud, una mudanza de los sentimientos tan extraordinaria como la que tiene lugar en “La Celestina” o “Tragicomedia de Calisto y Melibea”.
La pieza representa una de las grandes cumbres la literatura española y para algunos “la obra más importante de la Europa de su tiempo”.

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