domingo, 4 de marzo de 2018

DE MONEDAS EN LA FUENTE

Pedro Conde Sturla

Esta tarde vi llover
VAGAMENTE recuerdo haberte amado. Ahora que te escurres furtiva en la memoria recuerdo vagamente ha­berte amado, la espiral de tus trenzas amarillas, la son­risa distante y caprichosa, el negro de tus ojos, la chispa que ahora enciende la hoguera de nostalgia. La hoguera que esculpe, que dibuja, al decir de un poeta, el humo de tu rostro.
Eran días de lluvia y de infortunio. En aquel tiempo de lluvia adolescente, la diminuta lumbre de las tardes florecía en tus trenzas como una dulce rosa enrevesada. En aquel tiempo, vagamente lluvioso, recuerdo que te amaba y recuerdo que amabas como yo los días de llu­via, esos días morosos y cordiales en que el leve contorno de las cosas adquiere una doble presencia en el perfil del agua y la atmósfera de la ciudad se siente densa, cargada de poesía.
Había algo de magia en la ciudad lluviosa de aque­llos días, un aura de misterio, la melancólica lluvia que caía suavemente sobre los mansos atardeceres de abril y finales de mayo, el contraste entre la pesarosa bruma y el encanto de los robles venezolanos de la Avenida Bolívar en flamante explosión de colores a veces malva y azula­dos a veces. 
Después de mayo, en cambio, aquel incierto mayo, se percibía, sobre todo, empezó a percibirse en ese ambiente bucólico, engañosamente apacible, un aura de violencia, el aura casi siniestra, el aire reservado de cier­tas residencias de lujo, ventanas caídas, puertas cerradas, casonas cerradas que parecían deshabitadas. Una densa impresión patibularia. El terror. Metáfora del terror que invadía los más íntimos espacios. El filo de un terror que cortaba como el hielo. Toque de queda y ley marcial. La cacería humana. La soldadesca del régimen agonizan­te tumbando puertas y ventanas, arrestando opositores, torturando, realizando ejecuciones sumarias. El terror en lecho de muerte después de mayo.
(Monedas en la fuente)

La novicia rebelde
La primera y única vez que sor Ángela de la Cruz tuvo la desdicha, la ingrata y trágica experiencia de to­parse frente a frente con un hombre desnudo, lo que se dice desnudo –en su plena y total desnudación–, se le antojó que era el demonio por el cuerno que portaba en­tre las piernas. El Callejón de los curas estaba a oscuras, pero la oscuridad no disimulaba aquella impúdica figura de jardinero que se bañaba con manguera a la luz de la luna en el jardín de la casa curial con puertas abiertas de par en par. Sor Ángela de la Cruz, la novicia Ángela de la Cruz, beatífica y castísima de nacimiento, huyó despa­vorida hacia el convento de Santa Clara, en las cercanías del palacio del Príncipe, y se acogió al amparo de las monjas de clausura. 

Al cabo de un delirio que duró varias semanas, y con la bendición de la santa madre Alejandra –la ma­dre priora–, pidió ser confinada a una celda de la que no saldría hasta el fin de sus días, consagrada todo el tiempo a la meditación, la oración, el castigo corporal, la mortificación de los sentidos en todos los sentidos, incluyendo el sentido común. Sin embargo, a pesar del rigor con que se aplicaba al ejercicio de sus devociones, nunca pudo escapar de aquella imagen, aquella fatídica visión de hombre desnudo que de repente irrumpía –persiguiéndola con una manguera– en sus sueños más risueños.
(Monedas en la fuente)


Alicia
Los padres ahora te reciben con esa fría cortesía que ha suplantado la confianza, el cariño casi familiar de otra época. Aceptan con la misma frialdad las sentidas con­dolencias, el pésame por la muerte de su hija y tú te alejas, te alejas simplemente de la fila que desfila para expresar con pálidas palabras, con efusión de abrazos un dolor que no sienten como tú, que nadie puede sentir como los padres. Esos padres que ahora no te quieren a su lado. Tú lo sabes, sabes que no te quieren a su lado y te pierdes entre la numerosa concurrencia, saludas a un conocido, no son muchos, aparte de la familia no son muchos y al hermano de Alicia, tu amigo de otro tiem­po, no lo encuentras. No está en ese momento. ¿Por qué te fuiste sin avisar?, te hubiera preguntado. Nadie sabe cómo contrajo esa enfermedad.
Al fondo del salón, entre el incesante movimiento de la gente, los murmullos y las manifestaciones de pesar, alcanzas a ver el ataúd, los despojos de Alicia, te acercas y la miras, el rostro demacrado, te la quedas 
fijamente, hipnotizado por la extraña fascinación de la muerte y empiezas poco a poco a recobrar el sentido de la realidad, o de la irrealidad pasada que confundes con la realidad presente, y la sigues mirando fijamente sin poder apartar los ojos de esa imagen, la imagen que ahora se funde en la pantalla de tus ojos, como en una vieja película, la imagen que da paso a otra Alicia, plena de mocedad, el rostro angelical de Alicia que miraba ha­cia el parque desde aquella terraza de la casa del segundo piso donde siempre te recibía con un beso.
(Monedas en la fuente)



JENNY
La marimacho abrió la puerta sin sonreír ni saludar. Emitió sólo un gruñido de disgusto y se echó a un lado para dejar pasar al pariente y al intruso, y de inmediato desapareció por uno de los recovecos del palacete. Ri­verita le dijo a Carlos que se sentara, que lo esperara un minuto, sólo un minuto, mientras subía a saludar a la tía. Los hechos se habían sucedido de tal manera que Carlos no había logrado sobreponerse al primer estupor. Apenas alcanzaba a entender –y no con mucha lucidez– que se encontraba en la casa de Jenny. La casa de Jenny.


Estaba aturdido, literalmente ajeno a su realidad, aunque también estaba fascinado. E1 lujo de la man­sión, inmersa toda en una cálida penumbra, era impre­sionante. En cada rincón, cada detalle, se acentuaba el dominio de las sombras. Pero desde la terraza contigua a la antesala y del jardín al fondo penetraba un halo tier­no de luz –copo de luz– que engendraba, por contraste, vibraciones inauditas.
En el espejo, en el agua difunta del espejo que lo mi­raba desde la pared de enfrente, el mobiliario de madera preciosa, la cristalería finísima y las pinturas de Giudi­celli y Vela Zanetti parecían levitar y levitaban en una atmósfera de ingravidez.
Era un escenario irreal, aparentemente incontamina­do. Allí nada enturbiaba la majestad del silencio, salvo los latidos de un corazón que podía ser el suyo.”
Cuando se recuperó de la impresión, Carlos apro­vechó la ausencia de Riverita para dar una mirada de reconocimiento en busca de Jenny. Obviamente la sala y la antesala estaban desiertas, el comedor estaba desierto y en el jardín, al fondo, el jardinero idiota podaba la grama. Las Rimas de Bécquer sobre el piano de cola. Jenny por ninguna parte. Quizás arriba con la tía. En la terraza quizás, pero la terraza no se veía desde la sala y decidió aventurarse hacia la antesala con el pretexto de admirar unos dibujos y fisgonear, de paso, a través de la ventana. Jenny por ninguna parte, Pasaba el mi­nuto acordado con Riverita y Riverita no bajaba, pero podía bajar en cualquier momento y sorprenderlo cu­rioseando en casa ajena, invadiendo la privacidad, trai­cionando su confianza y sin haber visto a Jenny, que era peor. Pero tenía que verla. Definitivamente, sí, tenía que verla. Segundo tras segundo su obstinación crecía. Claro que tenía que verla, definitivamente verla. Una y otra vez, ansiosamente, repasaba con la mirada los luga­res que estaban a su alcance y Jenny por ninguna parte.
(Monedas en la fuente)


EL VIAJE

La segunda y última noche de diluvio en Vene­cia, para no desperdiciar la estadía, y mientras las olas arreciaban y subía el nivel de las aguas, salimos con el propósito de escuchar música y cenar. En aquel paisaje desangelado de la Plaza de San Marcos los pocos turis­tas caminábamos sobre las improvisadas pasarelas para no mojarnos hasta las pantorrillas. Había un solo lugar abierto donde un conjunto de música ruso tocaba melo­días clásicas italianas y allí nos instalamos en condición de refugiados. En lo que se descomponía el tiempo co­mimos y cantamos felizmente.
Más que ninguno, la Timonela del Gran Timonel le ponía buena cara al mal tiempo y estaba eufórica, ins­pirada. La esposa del Gran Timonel quería bailar sobre las olas del mar, pedía un paseo tormentoso en góndola con gondoleros cantando canciones venecianas, un im­posible paseo en góndola, y no había quien la hiciera cambiar de opinión.
–¿Con este tiempo señora?
En principio, la escuchábamos por deferencia. Ella se erguía como la heroína de una novela romántica y pe­día un paseo en góndola con tanto apremio, tanta vehe­mencia, como si en ello le fuera la vida, lo cual era más que posible. Pero lo peor fue que al final, motivados por la intensidad de su deseo, nos contagiamos con la magia de su entusiasmo y accedimos a dar el paseo en góndola, a pesar de que el Gran Timonel fruncía las cejas en señal de desaprobación. ¡Todos en góndola!, dijimos, aunque desde luego no apareció ningún gondolero suficiente­mente temerario, pero en el establecimiento, por si aca­so, nos pidieron discretamente que pagáramos la cuenta antes de emprender cualquier aventura. 
El único que se había atrevido a salir esa tarde en su
góndola con dos turistas rubias, un tal Giuseppe Alis­cano, no había regresado todavía. La góndola regresaría intempestivamente al poco tiempo, de costado y mal­trecha, haciendo un chirrido fúnebre que nos erizó de pavor. La góndola de Aliscano, arrastrada por la corrien­te, se detuvo en medio de la Plaza de San Marcos con las turistas rubias desnudas y moribundas y el Aliscano muerto, enredado sus pies entre unas cuerdas, e igual­mente desnudo. De alguna manera, en el breve lapso de la desgracia las bandas de gitanas y rumanas habían tenido tiempo para despojarlos de sus ropas y prendas. La gente del local donde festejábamos nos aconsejaron de inmediato regresar al hotel. Esa noche arreció la tor­menta y las olas golpeaban las ventanas del segundo ni­vel de nuestro hotel de lujo. El Filósofo amaneció moja­do hasta los tuétanos. 
Además, según las noticias del día siguiente, una gi­tana sin documentos, pequeñita y blandengue como una muñeca de trapo, se había ahogado en el Gran Canal.
(Monedas en la fuente)





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