viernes, 3 de mayo de 2019

LA DEBACLE

Un capítulo de
UNO DE ESOS DÍAS DE ABRIL
Pedro Conde Sturla

Rafael Fernández Domínguez y Juan Bosch 
El día jueves, 13 de mayo, regresó al país en circunstancias extraordinarias el coronel Rafael Fernández Domínguez, fundador del movimiento constitucionalista. Rafael Fernández Domínguez, a pesar de su discreción, había sido expatriado por haber llamado la atención de los servicios de seguridad del Triunvirato como conspirador en el cual recaían todas las sospechas, y el mando lo había dejado en manos del coronel Hernández Ramírez, que cumplió con el cometido hasta que se enfermó de hepatitis, salió del escenario de la guerra y fue sustituido por Caamaño, un Coronel Caamaño que nunca saldría de la guerra.
A Fernández Domínguez lo conocía y lo conocí solamente por una foto en la que aparece junto al entonces presidente Juan Bosch, un radiante Juan Bosch, varios soldados, un camarógrafo al fondo y el guabinoso padre Sicard. Bosch le tiende el brazo sobre la espalda y apoya la mano cordialmente sobre el hombro derecho, como sobre un hijo, y él agradece el gesto del presidente como un hijo, con un gesto orgulloso en extremo por el cariño y la con- fianza que en él deposita el presidente.
Viste de verde olivo, la verde gorra militar y el verde uniforme, la mano diestra sobre la pistola, la izquierda con el pulgar en el bolsillo izquierdo y la mirada luminosa. Todo en su rostro habla de una nobleza militar fuera de serie en esa foto fuera de serie, que no se quién tomó. Su figura destila extrema nobleza y gallardía y una contagiosa simpatía.
Corrían días infames cuando regresó el inspirador de los constitucionalistas y ya casi estábamos a punto de batirnos en retirada. Perdíamos la batalla de la parte norte y la defensa de Radio Santo Domingo era insostenible.
En una especie de sainete, el imperio nombró presidente del Gobierno de Reconstrucción Nacional a Antonio Imbert Barreras, personaje heroico que se jugó la vida en el feliz atentado del 30 de mayo contra Trujillo y había sido uno de los pocos sobrevivientes. Imbert Barreras descendió de la escala de héroe a la de traidor y vende patria y se prestó a todas las infamias del imperio Se hizo, entre otras cosas, responsable de la Operación Limpieza. En su discurso, de toma de posición del cargo, al que no acudieron cincuenta personas, se refirió a los constitucionalistas como agentes del Kremelín, y nosotros empezamos a llamarle jocosamente Buchito Kremelín, aunque había poco de jocoso en su entrega como títere al servicio del imperio. Es el héroe que más caro le ha salido al país.
La Operación limpieza, gracias a la brutalidad de sus ejecutores y ejecuciones, produjo resultados a corto plazo en un período de pocas semanas. Uno por uno precipitaron los acontecimientos que nos conducían a la debacle.
Radio Santo Domingo, la voz y oídos del movimiento constitucionalista, era la pieza más codiciada por la necesidad de reducirnos al silencio e impedir las denuncias de las atrocidades que cometían los invasores y sus tropas de cipayos. Diariamente era objeto de ataques que los propios locutores describían con el mismo valor que sus defensores combatían.
El 14 de mayo se produjo una ofensiva mas violenta, que aunque fue rechazada, anunciaba algo peor y lo peor ocurrió cinco días después: un ataque relámpago en horas de la mañana que en poco tiempo doblegó la resistencia. Ese día, 19 de mayo, perdimos la voz, una de ellas.
Dos días antes, a raíz de la salida del número 107 de la revista ¡Ahora!, otras dos voces del periodismo libertario habían sido silenciadas brutalmente.
La revista ¡Ahora! –que operaba bajo la dirección de Rafael Molina Morrillo en territorio enemigo–, cubría con extrema dignidad y profusión de fotos y comentarios todos los sucesos y ese número 107 era una espada de fuego contra la barbarie de la intervención.
En represalia, la tarde del quince de mayo fue tomado por asalto el local y asesinados dos de sus funcionarios mientras realizaban sus tareas habituales, como reza la noticia que tengo en mis manos. Diógenes Ortiz Cassò y Juan Arias Contreras (Papito), el Administrador y el Encargado de Circulación fueron las víctimas: dos jóvenes mártires del periodismo dominicano a los cuales ningún homenaje digno se ha rendido.
Contra la revista ¡Ahora! persistió el acoso en la medida en que Rafael Molina Morillo persistía con terquedad en su empeño, hasta que posteriormente, el día 5 de octubre, la redujeron al polvo del silencio por varios meses con el estruendo de una bomba de alto poder. Esa fue otra voz que perdimos durante los meses cruciales del conflicto. Pero resucitó de alguna manera en pie de guerra con el número 111 del 6 de diciembre y seguiría combatiendo la ocupación, que duró varios años.
Mientras tanto, durante el curso de tales eventos, y sin que muchos nos enteráramos, el coronel Montes Arache había asumido posturas reprochables que luego producirían estupor entre las filas. Montes Arache había negociado u otorgado graciosamente la libertad de esbirros y asesinos que manteníamos bajo celosa custodia en prisión con el propósito de hacerles justicia cuando llegara el momento. Uno de ellos era el principal asesino de las hermanas Mirabal, Alicinio Peña Rivera, condenado a treinta años, otro era el monstruoso Felix W. Bernardino, que tenía en su finca del Este un cementerio privado. Algunos, como Octavio Barcácer y el general José María Alcántara eran torturadores de fama. Otros treinta eran connotados asesinos del Servicio de Inteligencia Militar (SIM). Montes Arache no sólo impidió su ajusticiamiento sino que los puso en libertad entregándolos personalmente al ejército imperial y todos murieron de viejos y en sus camas. Fue la primera derrota de la revolución, una dolorosa y traumática derrota moral, el inevitable subproducto de una alianza coyuntural con trujillistas que nunca dejarían de serlo, como demostraría la historia más adelante.
Pero lo peor no había pasado todavía.
Fue el día miércoles, 19 de mayo, cuando se conjugaron todas nuestras desgracias.
La resistencia en la parte norte se había desmoronado al cabo de unos cruentos combates que tuvieron por escenario el cementerio y sus alrededores frente a las tropas de transportación auxiliadas, ahora, por tropas del desgobierno de reconstrucción y con el apoyo moral y de artillería del ejército imperial. Es decir, todos contra uno.
En el momento más crítico, los combatientes se vieron virtualmente cercados. Varios de PSP, muchos del Catorce y del PRD, hombres ranas y soldados constitucionalistas sólo buscaban en las últimas horas una salida para burlar la seguridad del corredor internacional controlado por los yanquis y lo hicieron, milagrosamente, abandonando las armas y vistiendo trajes de paisanos los militares. A todos no les fue bien pero una parte considerable regresó al nido y vivió para contarlo en el disminuido escenario de la Ciudad Colonial y sus alrededores, donde continuaría el combate varios meses.

La lucha en la parte norte terminó, pues, el 19 de mayo para los que no vivían en esos predios o habían logrado escapar. En cambio, para sus habitantes comenzó la ver- dadera pesadilla. Un ejército humillado y rabioso por las pérdidas que le habían causado los constitucionalistas, con la derrota a cuestas, con el odio al comunismo inoculado en los cuarteles y al mando de oficiales vesánicos, sedientos de sangre como Chinino y el tenebroso Enrique Pérez y Pérez, entre otros, inició una operación casa por casa en busca de armas, de combatientes heridos o rezagados, en busca de cualquier señal, cualquier atisbo de complicidad o colaboración con los constitucionalistas. En unos pocos días fusilaron a docenas de sospechosos bajo la mirada complaciente de los soldados del imperio que habían preparado el terreno para que otros hicieran el trabajo sucio, para que los soldados criollos entrenados como perros de presa cumplieran su cometido. Todo eso fue parte de que se llamó, cínicamente. Operación Limpieza. Una limpieza a fondo que no distinguía entre culpables e inocentes.
La derrota de la insurgencia en la parte norte y el inicio de la represión a vasta escala no fueron los únicos episodios sombríos de ese trágico miércoles 19 de mayo. Lo que ocurrió después, en horas de la tarde, fue quizás una reacción irracional a la derrota, a todas las derrotas, un episodio como del teatro del absurdo y la más inspirada locura quijotesca. Rafael Fernández Domínguez planeó y llevó a cabo el asalto al Palacio Nacional y lo planeó bien. Pero todo salió mal, peor que mal.
Caamaño –según se dice– no estaba de acuerdo con el proyecto y al parecer trató de disuadir a Fernández Domínguez, pero Fernández Domínguez era un soldado y había venido a combatir, igual que habían combatido sus compañeros de armas junto al pueblo en condiciones cada vez más desfavorables.
El quería combatir, y el Palacio Nacional en manos enemigas lo molestaba como una piedra en el zapato. Creía, como muchos, en la necesidad de incorporarlo al terreno constitucionalista a toda costa. No fue la decisión ni la idea de un hombre solo. Tuvo el apoyo del temerario Montes Arache y sus hombres rana, tuvo el apoyo de Ilio Capozzi y sus rana y tuvo el apoyo de la elite militar del Catorce de Junio que prestó sus mejores hombres.
Baiby Mejía, un testigo de excepción que sobrevivió al asalto, escribió una relación detallada de los hechos. En primer lugar, explica el sobreviviente, se situaron múltiples francotiradores en todas las casas que rodeaban al palacio. Sólo después de haber consolidado sus posiciones se procedió al ataque en tres columnas con un total de doscientos hombres, un tanque y varias unidades móviles provistas de ametralladoras pesadas. Eran las dos y media de la tarde.
Una de las columnas estaba al mando del capitán Ilio Capozzi que atacaría el frente del palacio con apoyo del tanque. Otra estaba al mando de Montes Arache y otra al mando de Rafael Fernández Domínguez y los catorcitas. Esas atacarían de flanco, por la calle 30 de Marzo y darían apoyo a Capozzi. Pero todo salió torcido.
Un helicóptero de las fuerzas de ocupación levantó vuelo quizás antes de comenzar el ataque y ubicó a la columna de Fernández Domínguez, que cayó en una emboscada, bajo intenso bombardeo de morteros. Cuando intentaron atravesar la calle 30 de Marzo para proseguir el avance, un traicionero fuego de metralla imperial sorprendió por detrás a Fernández Domínguez y a Juan Miguel Román.
El resto no pudo hacer nada, quedó varado, a merced del fuego de artillería hasta el anochecer.
Seis días después de su llegada, Rafael Fernández Domínguez estaba muerto. Juan Miguel Román –el más carismático dirigente del Catorce– estaba muerto. Euclides Morillo –un cuadro excepcional– estaba muerto. Habían muerto otros miembros del Catorce y habían muerto dos combatientes haitianos.
Entre otros muertos había un italiano. Lo habían acribillado en los jardines del Palacio Nacional después de cruzar la cerca. Era el Capitán Illio Capozzi. El hombre más valiente que he conocido.
Había combatido en Europa a favor de las peores causas, había venido a Santo Domingo, junto con otros oficiales mercenarios, a servir a Trujillo. Había venido a entrenar una tropa de elite destinada a reprimir al pueblo y había muerto al frente de esa tropa combatiendo por la mejor de las causas posibles. La lucha del pueblo dominicano contra la opresión y el imperialismo.

Aquí había muerto y aquí había nacido por segunda vez.

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