Un relato del libro Ritos ancestrales
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no con la cabeza. El general consultó a
su vez con otros
generales que dijeron que no de igual manera,
moviendo
a uno y otro lado con gran esfuerzo y voluntad
de ánimo
las cabezotas, todas las cabezotas. Luego,
casi al oído, el
doctor Balaguer le habló a su amigo el ministro,
que puso
cara de asombro, cara de circunstancias,
se echó hacia
atrás, negó enfáticamente. Todos los funcionarios
civiles
y militares adoptaron entonces una actitud
perpleja, aflo-
jaron las mandíbulas, pestañaron al unísono,
sonrieron al
mismo tiempo como los chicos de un coro,
se pusieron las
|
–Me dicen que eso no puede ser, señor Flaubert, y lo
suscribo. Vivimos en un estado de derecho
donde casi
todos los estamentos militares obedecen
a mi mandato y
nada en mi mandato autoriza tales desmanes,
aunque le
repito que hay fuerzas incontrolables fuera
de mi poder.
Le prometo que se hará una investigación.
|
Flaubert se removió sobre la incómoda silla de madera
en que lo habían sentado como si hubiera
recibido una
puñalada trasera, y tomó de nuevo la palabra
para insistir,
con el mayor respeto, señor presidente,
pero los diarios de
la tarde, programas de radio y televisión
dan cuenta de las
peores noticias y traen fotos de incontables
víctimas. Víc-
timas de las llamadas fuerzas del orden,
señor presidente.
¿Es que no pueden controlarse esos desmanes?
|
El Presidente permaneció esta vez más o menos imper-
térrito, se limitó a hacer un gesto gazmoño,
perpendicular,
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bilioso, desangelado. Se dirigió a Flaubert con intención
piadosa y puso un rostro triste con pretensión beata.
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–Generalmente no tengo tiempo para prestar atención
a periódicos y noticias. Soy un hombre ocupado,
señor
Ramírez.
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Flaubert se quedó de una pieza al escuchar aquel ra-
zonamiento que lo indignaba y desapatrillaba
a la vez. Se
dejó llevar por la ira.
|
–Con el mayor respeto, señor presidente, pero me pa-
rece una excusa muy pobre para desentenderse
de los gran-
des males del país.
|
Balaguer golpeó enérgicamente con la mano abierta en
el brazo derecho de su sillón ejecutivo
y se dio por ofendi-
do, muy ofendido, y al mismo tiempo levantó
la voz que
adquirió un tono agudo, muy agudo y rasgado.
|
–Eso es una infamia– dijo con un esfuerzo solemne
que le aflojó las tripas. –Mida usted sus
palabras, señor
Ramírez.
|
Era el característico golpe de escena que tantas veces le
había salido bien en televisión y ante multitudes
enervadas
por el fanatismo, cuando fingía ser un hombre
de recia
reciedumbre, cuando cantaba como gallo que
ponía como
gallina, al decir de Juan Bosch respecto
a otro personaje:
El típico cacareo del presidente hembra.
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De inmediato acudió a su lado el ministro Aníbal Paéz,
el alto funcionario que le cambiaba los
pampers y limpia-
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ba las nalguitas cuando se ensuciaba. El
solícito servidor
acercó la nariz, hizo una somera inspección
visual. Algo
olió el alto funcionario que no le pareció
aceptable, aun-
que tampoco al parecer revestía mayor gravedad.
Además
el presidente lucía evidentemente irritado.
No era el caso
de importunarlo en ese momento y decirle
que pronto
necesitaría un cambio de pañales.
|
El rostro bilioso y desangelado de Joaquín Amparo
Balaguer Ricardo ponía en evidencia su talante
hemofíli-
co, al amante de la sangre que derramaban
a raudales sus
sicarios. Sicarios que tenían carta blanca
para ejecutar a
sus adversarios de izquierda, de derecha,
de centro, a pe-
riodistas que criticaban su régimen, a miembros
de clubes
culturales, a familias enteras que no escuchaban
la voz
de alto al pasar en sus vehículos por un
retén militar, a
pordioseros que se desplomaban de inanición
en la calle,
a vulgares ladrones, a transeúntes trasnochados,
a obreros
que salían a deshora del trabajo, a borrachos
que dormían
en bancos de parques. Carta blanca, en fin,
para disparar
primero y preguntar después.
|
La sangre era una vía de ascenso en el escalafón policial
y militar. Se ascendía de rango por el número
de cadáveres
acumulados, y algunos de sus mejores oficiales
tenían más
de cien. Nadie como él permitía, aprobaba,
autorizaba a
priori y con tanta ligereza matar por matar.
Matar por matar
fue siempre su razón de estado. Matar y,
sobre todo, garan-
tizar la impunidad. Sin impunidad no era
negocio matar o
|
robar. Castigar, para gobernar, no era provechoso.
Castigar
a un asesino –o a un ladrón de cuello blanco–
fue siempre
cosa contraria a su moral, si acaso alguna
vez la tuvo.
|
Flaubert sufrió un escalofrío, un corrientazo brutal de
la cabeza a los pies. La imagen del abuelito
dulce y sua-
ve, la imagen que tenía de Balaguer, se
había desvanecido
por completo. Frente a él estaba aquel siniestro
personaje,
tan lánguido, tan leve, tan sublime, curtido
en el ejercicio
demoníaco del poder. Y estaba allí Flaubert
en medio, ro-
deado de matarifes con uniforme y sin uniforme.
Ahora
comprendía lo que al principio le había
parecido confuso,
los gestos de impaciencia, de intolerancia
y de odio que
en sus rostros se dibujaban y desdibujaban,
y decidió no
tentar su suerte más allá de lo prudente,
aunque de hecho
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1 comentario:
Sencillamente ganial...Pedro te lo repito ....eres genial
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