domingo, 4 de marzo de 2018

FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA (fragmento)

       Un relato del libro Ritos ancestrales 
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     Pedro Conde Sturla

     Visiblemente contrariado y aparentemente sorprendi-
do, Balaguer lo miró y no lo miró, permaneció indeciso
unos segundos, mirándolo y no mirándolo, cavilando. Por
alguna razón pasó por alto el exabrupto de Flaubert y con-
sultó en voz baja con uno de sus generales que dijo que
no con la cabeza. El general consultó a su vez con otros
generales que dijeron que no de igual manera, moviendo
a uno y otro lado con gran esfuerzo y voluntad de ánimo
las cabezotas, todas las cabezotas. Luego, casi al oído, el
doctor Balaguer le habló a su amigo el ministro, que puso
cara de asombro, cara de circunstancias, se echó hacia
atrás, negó enfáticamente. Todos los funcionarios civiles
y militares adoptaron entonces una actitud perpleja, aflo-
jaron las mandíbulas, pestañaron al unísono, sonrieron al
mismo tiempo como los chicos de un coro, se pusieron las
máscaras de inocencia de los culpables.

    –Me dicen que eso no puede ser, señor Flaubert, y lo
suscribo. Vivimos en un estado de derecho donde casi
todos los estamentos militares obedecen a mi mandato y
nada en mi mandato autoriza tales desmanes, aunque le
repito que hay fuerzas incontrolables fuera de mi poder.
Le prometo que se hará una investigación.

    Flaubert se removió sobre la incómoda silla de madera
en que lo habían sentado como si hubiera recibido una
puñalada trasera, y tomó de nuevo la palabra para insistir,
con el mayor respeto, señor presidente, pero los diarios de
la tarde, programas de radio y televisión dan cuenta de las
peores noticias y traen fotos de incontables víctimas. Víc-
timas de las llamadas fuerzas del orden, señor presidente.
¿Es que no pueden controlarse esos desmanes?

    El Presidente permaneció esta vez más o menos imper-
térrito, se limitó a hacer un gesto gazmoño, perpendicular,

bilioso, desangelado. Se dirigió a Flaubert con intención
piadosa y puso un rostro triste con pretensión beata.

   –Generalmente no tengo tiempo para prestar atención
a periódicos y noticias. Soy un hombre ocupado, señor
Ramírez.

   Flaubert se quedó de una pieza al escuchar aquel ra-
zonamiento que lo indignaba y desapatrillaba a la vez. Se
dejó llevar por la ira.

    –Con el mayor respeto, señor presidente, pero me pa-
rece una excusa muy pobre para desentenderse de los gran-
des males del país.

    Balaguer golpeó enérgicamente con la mano abierta en
el brazo derecho de su sillón ejecutivo y se dio por ofendi-
do, muy ofendido, y al mismo tiempo levantó la voz que
adquirió un tono agudo, muy agudo y rasgado.

   –Eso es una infamia– dijo con un esfuerzo solemne
que le aflojó las tripas. –Mida usted sus palabras, señor
Ramírez.

    Era el característico golpe de escena que tantas veces le
había salido bien en televisión y ante multitudes enervadas
por el fanatismo, cuando fingía ser un hombre de recia
reciedumbre, cuando cantaba como gallo que ponía como
gallina, al decir de Juan Bosch respecto a otro personaje:
El típico cacareo del presidente hembra.

    De inmediato acudió a su lado el ministro Aníbal Paéz,
el alto funcionario que le cambiaba los pampers y limpia-
ba las nalguitas cuando se ensuciaba. El solícito servidor
acercó la nariz, hizo una somera inspección visual. Algo
olió el alto funcionario que no le pareció aceptable, aun-
que tampoco al parecer revestía mayor gravedad. Además
el presidente lucía evidentemente irritado. No era el caso
de importunarlo en ese momento y decirle que pronto
necesitaría un cambio de pañales.

    El rostro bilioso y desangelado de Joaquín Amparo
Balaguer Ricardo ponía en evidencia su talante hemofíli-
co, al amante de la sangre que derramaban a raudales sus
sicarios. Sicarios que tenían carta blanca para ejecutar a
sus adversarios de izquierda, de derecha, de centro, a pe-
riodistas que criticaban su régimen, a miembros de clubes
culturales, a familias enteras que no escuchaban la voz
de alto al pasar en sus vehículos por un retén militar, a
pordioseros que se desplomaban de inanición en la calle,
a vulgares ladrones, a transeúntes trasnochados, a obreros
que salían a deshora del trabajo, a borrachos que dormían
en bancos de parques. Carta blanca, en fin, para disparar
primero y preguntar después.

    La sangre era una vía de ascenso en el escalafón policial
y militar. Se ascendía de rango por el número de cadáveres
acumulados, y algunos de sus mejores oficiales tenían más
de cien. Nadie como él permitía, aprobaba, autorizaba a
priori y con tanta ligereza matar por matar. Matar por matar
fue siempre su razón de estado. Matar y, sobre todo, garan-
tizar la impunidad. Sin impunidad no era negocio matar o
robar. Castigar, para gobernar, no era provechoso. Castigar
a un asesino –o a un ladrón de cuello blanco– fue siempre
cosa contraria a su moral, si acaso alguna vez la tuvo.

    Flaubert sufrió un escalofrío, un corrientazo brutal de
la cabeza a los pies. La imagen del abuelito dulce y sua-
ve, la imagen que tenía de Balaguer, se había desvanecido
por completo. Frente a él estaba aquel siniestro personaje,
tan lánguido, tan leve, tan sublime, curtido en el ejercicio
demoníaco del poder. Y estaba allí Flaubert en medio, ro-
deado de matarifes con uniforme y sin uniforme. Ahora
comprendía lo que al principio le había parecido confuso,
los gestos de impaciencia, de intolerancia y de odio que
en sus rostros se dibujaban y desdibujaban, y decidió no
tentar su suerte más allá de lo prudente, aunque de hecho
hacía rato que había sobrepasado esa línea.


DE VENTA EN



1 comentario:

Miguelmiguel dijo...

Sencillamente ganial...Pedro te lo repito ....eres genial