domingo, 4 de marzo de 2018

FÁBULA DEL FABULADOR (2)

Un relato de libro Los cuentos negros
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     Pedro Conde Sturla

     [Donde se detallan los pormenores de un riesgoso episodio que vivió nuestro esforzado personaje en la clandestinidad, y algunos encuentros tan extravagantes como indeseables con personajes famosos de la cultura Light].

     Durante los días siguientes, Dato se mantuvo a la expectativa. Sólo salía a la calle cuando era menester y siempre armado –armado de valor y prudencia, con todos sus sentidos alerta, cuidándose las espaldas. Fogueado desde joven en la lucha antitrujillista, rápidamente adoptó y se adaptó a otro estilo de vida que conocía al dedillo: la  clandestinidad. En la clandestinidad había que moverse con la fluidez de una sombra, vestir como una sombra -la capa negra, el rostro embozado, la gorra negra calada hasta las orejas. En la clandestinidad debía desdibujarse, camuflarse, confundirse con el paisaje urbano, caminar –por ejemplo- del lado interior de la acera, pegado a los edificios para proteger un flanco, el izquierdo (como le habían enseñado en Cuba durante el último entrenamiento) y sobre todo hacerse el disimulado y permanecer vigilante, observándolo todo con el rabillo del ojo, la visión periférica.  Dato recelaba, por supuesto de una cornada a traición, una puñalada trapera. Cuando advertía el menor asomo de  peligro buscaba refugio en los más discretos bistrós del Barrio Latino, donde pasaba horas muertas sorbiendo café y leyendo, fingiendo leer, más bien, detrás de un periódico que le servía de observatorio. A toda costa trataba de preservar el  incógnito y pasar desapercibido. Cosa en verdad difícil para un hombre como él en una ciudad  como esa.
   Un día en que, por descuido, se distrajo mirando libros frente al escaparate de una librería anodina de Saint Germain, Dato escuchó una voz familiar que le produjo un sobresalto, un breve escalofrío. La voz decía: “Dató, Dató, Dató”. Pero no era la marquesa ni el marido. Era Sartre. El imprudente de Jean Paul Sartre llamándolo a voz en cuello desde la acera de enfrente, a esa hora del día. Allí estaba de pie, desgarbado y bizco, con aquella expresión abolida, vendiendo periódicos de la izquierda radical, y en compañía del pintor Silvano Lora además. ¿Cuándo volveremos a cenar juntos, Dató?  Simone te extraña. Claro que Simone lo extrañaba. Aunque pasadita de edad, y de peso, la Beauvoir quería lo suyo, estaba claro que Simone de Beauvoir también quería lo suyo como se habrán dado ustedes cuenta, pero él no estaba en eso.
     Otro día, en otra librería, a la cual había entrado para calentarse y matar el tiempo curioseando, volvió a tener otro encuentro  que en circunstancias distintas habría sido feliz y no lo fue. El memorable encuentro, con un inglés esta vez, le dejó un  vaho de incertidumbre respecto a sus habilidades miméticas y aumentó considerablemente sus aprensiones. El hecho es que, mientras se sacudía del cuello de la capa una ligera pátina de fría  llovizna otoñal, Dato se sintió de pronto atraído por un copioso volumen de la Lógica de Hegel, situado en la parte superior de un anaquel, y cuando intentó retirarlo para darle una ojeada al texto que había sido parte esencial de sus entrañables lecturas de infancia, encontró una resistencia inexplicable en términos físicos. Alguien, del otro lado, halaba del libro, y cuando por fin, de un tirón, Dato se hizo dueño del volumen, divisó en el hueco un perfil conocido. Otro filósofo, otro premio Nóbel. Dato lo saludó cortésmente: Bertrand Russell, de la Universidad de Oxford. El perfil le respondió al vuelo, en términos equivalentes: Dato Pagán Perdomo, de la Universidad Autónoma de Santo Domingo.
     Sus peores temores se confirmaron horas más tarde, rondando por los alrededores de La Cité, cuando alcanzó a ver a García Márquez, a distancia de un tiro de piedra. Dato bajó la cabeza hasta las rodillas pero el colombiano lo reconoció en el acto y abrió la bocota, llamándolo por nombre y apellidos. Tenía semanas asediándolo, pidiéndole su opinión sobre un libraco de moda que en alguna ocasión le había obsequiado, ceremoniosamente, y del cual Dato únicamente había leído la dedicatoria ampulosa y solemne. De modo que, sin responder el saludo, se escabulló entre el gentío de aquel París canalla, dejando tras de sí el eco de su nombre en boca del escritor. Otro  imprudente que ponía en peligro su pellejo sin darse cuenta.
     Poco tiempo después, meditando gravemente en un banco del parque de Montsouris, llegó a una conclusión. No podía seguir en París. Definitivamente, por la seguridad de su vida y de la Causa, no podía seguir en la Ciudad Luz, esa especie de aldea cosmopolita  donde hasta los gatos  parecían familiarizados con su presencia. Entonces pensó en Sánchez Córdova. El número de teléfono de Sánchez Córdoba era confidencial. Sánchez Córdova era confidencial. El legendario Mario Sánchez Córdova, en ese momento, era el hombre clave de la izquierda dominicana pro soviética en Europa. Ingresaba y salía de cualquier país, valiéndose de documentos impecablemente falsos. Con disfraces de ocasión y documentos falsos, cuyos rasgos de autenticidad envidiaban los originales, burlaba la seguridad del tenebroso régimen de los doce años de Balaguer, burlaba a la CIA, a la Interpol y algunas veces a la propia KGB soviética. Con documentos falsos, disfrazado de monje budista, había asistido en representación del Partido Comunista Dominicano al reciente Congreso de Moscú, donde muchos lo vieron llegar y nadie lo vio salir. Sencillamente había aparecido y se había desvanecido, al igual que días después, en Viet Nam y Corea del Norte. En ese tiempo se encontraba, casualmente, en París, viviendo como turista inofensivo, y Dato tenía el dato. En París, Sánchez Córdova vivía al abrigo de su amistad con Fournier, un héroe de la resistencia, miembro del Comité Central y jefe de los organismos de seguridad del Partido Comunista Francés. En la práctica, Sánchez Córdova era uno de los pocos privilegiados que gozaba de plena confianza a nivel de las más altas instancias de dirección de ese partido. A él –y a muy pocos como él- se le permitía el acceso a  recursos extraordinarios, de esos que le permitían cambiar de pasaporte, de personalidad, de país e incluso de sexo cuando era menester. Por si fuera poco, también tenía acceso a  refugios, albergues y madrigueras secretísimos que databan de la época de la lucha contra la ocupación nazi.
Cuando Dato le expuso el problema, el veterano Sánchez Córdova intuyó  la gravedad de la situación y le envió un mensaje con la discretísima Jean Texier. El mensaje contenía una dirección en clave. París XV, Rue Madame 33, octavo piso, sin ascensor. Era una buhardilla inocente. La misma buhardilla que alguna vez fue el escondite favorito del poeta Louis Aragón y del propio Georges Marchais, Secretario General del Partido Comunista Francés, y amigo personal de Sánchez Córdova, por supuesto.
     En el lugar lo esperaban dos personas, y cuando la primera se acercó a saludarlo, Dato aún no había reconocido a su entrañable amigo y compañero de lucha. Sánchez Córdova llevaba pantalones rojos de poliéster, una escandalosa camisa de ramos del mismo material,  un sombrerito de pana, y, desde luego, una cámara, colgando del hombro izquierdo. Como Dato no salía de su asombro, tuvo que presentarse formalmente, después de lo cual se abrazaron y rieron a carcajadas, incluso a horcajadas. 
La segunda persona era un desconocido y, por su atuendo, parecía dominicano, pero las facciones eslavas lo desmentían. Vestía, para la ocasión, un pantalón informal, de color caqui, una camisa suelta y una gorra del equipo de pelota de los Tigres del Licey. Nadie hubiera pensado que era el embajador de la Unión Soviética en París.  El embajador  no habló. No saludó. No se presentó. Ni siquiera pestañó. Le entregó a Dato un pasaje aéreo, de Alitalia, y le colocó en la solapa de la capa un prendedor en forma de mariposa del tamaño de un pequeño sello de correo, del cual en ningún momento debía desprenderse. Dato iría a Roma donde lo esperaría Lourdes Luciano, una persona de confianza. Lourdes Luciano le presentaría a Nadia Guandalini, la italiana misteriosa de la cual nunca, o casi nunca habló, y de la cual en ningún momento habría de apartarse durante su inolvidable estadía en la luminosa ciudad de los césares y de los papas. Después de un tiempo prudente iría a Rusia, invitado por el Konsomol de las Juventudes Soviéticas. 

Relato del libro Los cuentos negros

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