domingo, 2 de septiembre de 2018

DOLORAS Y HUMORADAS DE GÓGOL (1-15)

DOLORAS Y HUMORADAS DE GÓGOL (1-15) 

Pedro Conde SturPedro Conde Sturla  
5 de diciembre de 2016 / 3 de julio de 2017 

(1)

Gógol y sus demonios

Lérmontov lloró amargamente la muerte, el asesinato en un duelo del poeta Pushkin a la edad de 37 años.
Lérmontov moriría también en duelo a la edad de 27, cuatro años después.
Gógol se suicidó de otra manera. Abandonó la vida, el deseo de vivir, y se dejó morir de hambre a los 42 años.

En realidad fue víctima de sus demonios (y de médicos endemoniados), de la exquisita educación sentimental que recibió de su madre, una mujer que “se caracterizaba por su espíritu extremadamente inclinado al misticismo religioso y a las supersticiones”. Ella puso desde temprano en su cabecita ideas luminosas sobre el sentido de la culpa y el pecado, una fuerte dosis de fundamentalismo ortodoxo y supercherías, el terror al diablo y al infierno. Lo enseñó a creer en todo eso al pie de la letra, le hizo, en definitiva, un implante maligno de creencias religiosas. Eso que Richard Dawkings considera “una crueldad y un abuso”.
“Su vida se caracterizó por un miedo casi místico a la muerte y a tener que presentarse ante el Dios justiciero; ese sentimiento, heredado de su madre, presidió toda su vida y aumentó conforme pasaban los años. Era un miedo injustificado, una melancolía, que quizá también en cierta parte se debiera a su salud enfermiza, fortalecida a partir de los 24 años, pero no por ello superada; sus enfermedades y desasosiegos eran muchas veces más imaginarios que reales. Por otra parte, carecía de dominio propio; estaba dotado de un carácter vacilante, y esto hizo que a menudo se encontrara en situaciones absurdas, ridículas y hasta humillantes. Su vida tenía toda la apariencia de una fuga de sí mismo, a pesar de que más bien rehuyó siempre toda compañía y amó la soledad. Se mantenía alejado de todo el mundo y jamás confesaba por entero sus pensamientos ni sentimientos, ni tan siquiera a su madre o a sus amigos; espíritu nada abierto, reconcentrado, prefería guardar siempre para sí algún pequeño rincón, algún secreto, por simple que fuera, porque, según él, de este modo conservaba siempre la libertad.
“Gogol era un ser esencialmente contradictorio y enigmático en todos los aspectos de su carácter y reacciones, e incluso en sus más elementales sentimientos, hasta el punto de hacerse incomprensible. Esa dualidad fue notable sobre todo en el aspecto religioso, y a medida que avanzaba su vida iba haciéndose cada vez más evidente; en los últimos tiempos su espíritu oscilaba continuamente entre los pensamientos del diablo y de Cristo. A causa de su debilidad espiritual, llegó incluso a creer que percibía al diablo casi de un modo físico”. (Prólogo de “Almas muertas”).
Con el pasar de los años su condición se agravó y el sentido de culpa y de pecado invadió el espacio de la creación artística y literaria. En la literatura y el arte también metía su mano el demonio. Su obra literaria era cosa del demonio. Los personajes que representaba eran demoníacos. “Se preguntaba si no era el mismo diablo el que guiaba su pluma”.
La influencia de amigos místicos y sobre todo la del fatídico pope Matvéi konstantinosvki (un sacerdote cristiano del rito ortodoxo griego) fue determinante en este sentido:
“El uno de enero de 1852 termina el segundo tomo de su ínclita obra (Almas muertas), pero a finales de mes sufre una grave depresión que le lleva a pensar sobre la idea de la muerte y la valía de su trabajo literario.
“A finales de enero, Gógol, a través de la mediación del conde Tolstói conoce al padre Matvéi Konstantinovski, religioso estricto, retrógrado y con opiniones contundentes sobre el pecado y la condenación, a quien comienza a visitar a menudo. Unas semanas antes de su muerte tuvo lugar una entrevista con el padre Matvéi en la éste le amenazó con los fuegos eternos del infierno y le pidió que renunciara a Pushkin y al ejercicio de la literatura. También le dijo que en su alma de escritor había cierta suciedad y que su obra resultaba poco convincente. Gogol trató infructuosamente de hacerle comprender que su talento literario era divino y que la literatura tenía un gran poder aleccionador, moralizante y didáctico. Sea como fuere, Gógol decidió seguir las severas prescripciones del religioso, que le aconsejó conceder el menor espacio posible al sueño, observar un ayuno estricto y pasar muchas horas rezando.
“El conde Tolstoi, preocupado por el estado de salud del escritor decidió recurrir al consejo de varios médicos y solicitó la ayuda al metropolita Filaret que escribió una carta personal a Gógol para solicitarle que pusiera fin a su inhumano ayuno.
“El siete de febrero de 1852, Gógol, se confiesa y de madrugada despierta a sus sirvientes delante de los que procede (como hizo 23 años antes con su primera obra Hans Küchelgarten) a la quema del manuscrito de la segunda parte de Almas muertas.
(Fue, a mi juicio -pcs-, algo de lo que posiblemente se arrepintió al instante, pues, según se afirma, “Inmediatamente manda llamar al conde Tolstoi, y le dice: ‘¡Ved lo que he hecho! ¡Qué poderoso es el diablo! ¡He aquí a qué me ha empujado!’ Tolstoi intenta consolarle, pero para Gogol ya no hay remedio…”).
“A partir de ese momento Gógol entró en un estado de apatía absoluta: apenas se levantaba de la cama, casi no dormía ni comía y apenas tenía fuerzas para contestar a las preguntas y solicitudes de sus angustiados amigos y de los preocupados médicos.
“El 20 de febrero alarmados por el estado de salud de Gógol, los facultativos (doctores Over, Evenins, Kliméntov, Sokologorski, Tarsénkov, Vorvinski) celebraron un consejo en el que se planteó la necesidad de prescindir de la voluntad del paciente y cuidarlo como si tuviera las facultades mentales perturbadas. Se le diagnosticó gastroenteritis por inanición. Los médicos no acababan de ponerse de acuerdo sobre su tratamiento y cada uno dispuso su remedio, a cual más estrafalario e inconveniente.
“Los últimos días de Gógol están marcados por una serie de torturas inhumanas: baños de agua caliente con aspersión de agua helada sobre la cabeza, cataplasmas en las piernas, aplicación de lonchas calientes de pan en el cuerpo desnudo, aplicación de sanguijuelas en la nariz que acababan deslazándose al interior de su boca, algo que no podía evitar por tener las manos atadas.
“Finalmente, el 14 de abril de 1852, sumido en una profunda e irreversible depresión, Gogol deja de comer y se deja morir en su residencia de Moscú”. (Roberto Monforte Dupret, “Nikolái Vasílievich Gógol”).
“Pushkin había muerto en 1837, y, tras su desaparición, muchos creían que Gógol era el padre de la literatura rusa. Nikolái Vasílievich Gógol había escrito: ‘No quiero que nadie llore por mí’, pero, ante la noticia de su muerte, Turguénev dirá: ‘En toda mi vida, nada me ha impresionado tanto como la muerte de Gógol’, y Serguéi Aksákov exclamará: ‘Ayer fue enterrado Nikolái Vasílievich. Todo está perdido. Tendremos que empezar a vivir sin Gógol.”’ (El viejo topo, “Vivir sin Gógol”).

El asunto Gógol

Órdenes de San Petersburgo
“A la atención de Su Excelencia el Comisario Principal, Maxim Pétrovich Artamónov, en Moscú.
“De orden de Su Majestad Imperial, se servirá redactar y enviar a este Ministerio del Interior, en el plazo máximo de tres meses, un completo informe sobre las causas del fallecimiento en esa Ciudad, el pasado 4 de marzo, del ilustre escritor Nicolái Vasílievitch Gógol. Hará extensivo dicho informe a investigar lo que haya de cierto en los rumores acerca de la destrucción, por esa misma fecha, de alguna o algunas de las obras del citado literato y, en su caso, de las causas de la misma.
“S.E. dará al informe de referencia la máxima prioridad, empleando para ello los medios materiales y personales que juzgue convenientes.
“En San Petersburgo, a 26 de marzo de 1852.-
“El Ministro del Interior.”

(2)

Doloras y humoradas de Gógol

A juzgar por los ingredientes que concurren en la biografía de Gógol cualquiera pensaría que su obra se compone mayormente de páginas de intensa “fantasía infernal” y necrofílica (un poco parecidas a las de Poe, que era un hombre dominado, obsesionado con la idea de la muerte). Abunda, por supuesto, el sentimiento de un grave malestar, un grave pesimismo, “lo misterioso y lo sobrenatural”, lo absurdo, lo grotesco, lo macabro, lo injusto, lo inhumano,  pero también -como se ha dicho en otra entrega-, detrás de la mampara de sombras, desencanto, pesimismo, las obras de Gógol traducen casi siempre una ardiente simpatía por la humanidad doliente, y a falta de luces de esperanza hay grandes puntos luminosos. Hay puntos luminosos, por ejemplo, en la encantadora ingeniería macabra, en el estilo chispeante, caricaturesco, preñado de humor negro, en la  densidad humana de sus novelas, dramas y relatos. La “fantasía infernal” (según la fórmula reduccionista que propone Vladimir Nabokov) no invade toda su obra, pero sí lo hace casi siempre el humor.
Liberación de los campesinos, B.Kustodiev 1907).
Liberación de los campesinos, B.Kustodiev 1907).
El uso del humor en la obra de Gógol es tan extenso y peculiar que, según explica Juan Antonio Cardete, provocaba entre los obreros y empleados de las imprentas donde se imprimían sus obras severos ataques de risa. Hay testimonios, “hay recuerdos sobre los tipógrafos desternillándose de risa al preparar los textos para su publicación”. (“Gógol, el precursor”).
De hecho hay humor para todos los gustos, hay humor blanco, gris, negro, humor electrizante, hay veces en que el “el humor que transpira la obra es humor sano, que recrea el alma, sin dejar en ella una gota de amargura” y hay veces, muchas veces,  en que “aparece el humor desgarrado, la sátira incisiva que flagela hasta sacar a la luz la entraña corrompida de los flagelados”… “Risa entre lágrimas”, por supuesto. (Adolfo Sánchez Vazquez, “Miseria y esplendor de Gógol”).
El humor de Gógol produce “un insospechado dibujo, aterrador y cómico, sombrío e inquietante, a pesar de la aparente jovialidad, de la risa que aletea en la superficie”.  (Víctor Gallego, “El universo inestable de Gógol, en su Bicentenario”).
El humor de Gógol no es superficial, no es inocente, no existe en estado puro, “se mezcla con la melancolía, la sátira con la compasión, la risa con la reflexión, etc. Todo esto hace que se produzca en el lector una mezcla de risa, llanto y confusión que podrá agradarle o desagradarle pero que en ningún caso y como en toda gran obra literaria, le dejará indiferente”. (Santiago Simón Cabodevilla, “Novelas petersburguesas…”).
Para Alfredo Hermosillo  “Los recursos narrativos de Gógol son, en gran parte, lo que puede llamarse un simple juego cómico. Sin embargo, en Gógol nada es lo que parece. Nada hay en él de simple, pues sus recursos literarios son exquisitamente complejos. Nos dice el profesor Lotman que la sátira de Gógol es humana; que según éste, el hombre conserva, aun en los peores momentos y a pesar de que el mundo es horrible, una chispa de humanidad en lo más profundo de su alma; que Gógol dio un alto valor al género de la comedia y un papel protagónico a la risa dentro de su obra. Sostiene Lotman que Nikolai Gógol no estaba de acuerdo en que provocar la risa del lector es una trivialidad y un simple divertimento… la risa destruye la pesadilla del burocratismo y la mezquindad. La risa es el juicio moral del autor ante la maldad que reina en el mundo (Lotman, 2001: 180-190)”. (“En el nombre de Gógol).
“Gógol -dice Marc Slonim- utiliza el humor como arma satírica, expone la realidad a través de lo grotesco y hace surgir los sueños y las visiones fantásticas de las situaciones cómicas” (“La literatura rusa”).
Sí, el humor de Gógol es un arma, un arma de doble filo, una estrategia, el humor de Gógol mueve a la risa o a la sonrisa e induce a pensar, conduce a reflexionar, mortifica a los culpables, pone en evidencia sus bellaquerías, desacredita la permanencia de un poder abusivo, socava la base del poder.
Todo apunta a que Gógol tenía del arte un concepto redentor, una fe ciega en su capacidad de influir en la educación de los sentimientos, un poder mesiánico para regenerar al llamado ser humano.
Adolfo Sánchez Vazquez  considera que “Gógol sobreestima la importancia del arte como medio de regeneración moral, individual, pero es indudable que tiene clara conciencia de las relaciones entre el arte y la realidad, y del papel extraordinario que debe jugar como medio de educación social. (“Miseria y esplendor de Gógol”).
Y lo cierto es que Gógol, que gozaba del favor y desfavor, de la atención de un gran público -y que a nadie dejaba indiferente-, provocó graves crisis de conciencia en la sociedad,  influyó y en gran parte determinó, junto a otros escritores rusos de la época, grandes transformaciones sociales como, por ejemplo, la liberación de los siervos.
El humor, humor vitriólico, corrosivo, humor brujo y somormujo, era un arma de persuasión masiva en manos de Gógol. El humor mueve montañas, como dice la Biblia.


(3)

Gógol en la historia

En cuanto al juicio que la historia ha dado sobre este sufrido escritor, hay uno que me parece tan conmovedor como justiciero:
“Es imposible considerar la literatura rusa sin tener en cuenta la importancia de la figura de Nikolái Gógol. En el curso de una carrera sorprendentemente corta, que duró unos diez años desde sus primeras publicaciones hasta el inicio de su último descenso a la locura, Gógol, un escritor originario de Ucrania (…) lograría la transformación de la literatura rusa, encauzándola en la dirección en la que, tanto la literatura rusa como la mundial, se dirigiría en los siguiente 150 años. Ademàs de su influencia directa en autores rusos posteriores (Nabokov, por su parte, lo llamó ‘el más grande artista salido de Rusia’), la obra de Gógol puede situarse entre los textos fundacionales de muchos movimientos literarios contemporáneos. Grotesco y surrealista, uno de los primeros autores que utilizó el inconsciente como fuente de inspiración literaria, Gógol es a un tiempo un clásico indiscutible de la literatura mundial, así como increíblemente moderno en su entendimiento de la condición humana, anticipándose a la obra de autores como Joyce, Bulgákov y Kafka. (Guillermo Lorn, “Cuentos completos de Nikolái Gógol”).

Nikolái Gógol: El juicio de la historia

El juicio de la historia sobre Gógol es poco menos que unánime. Belinski, el gran crítico ruso, lo celebró como padre de “la escuela natural”, padre del realismo. Nikolái Chernyshevski, otro crítico y pensador ruso, afirmó que “Gógol fue el primero que nos presentó tal como somos en realidad” y que jugó un papel esencial  en cuanto a su papel impulsor en la literatura rusa. Vladimir Nabokov, el de “Lolita”, lo llamó “el más grande artista salido de Rusia”.
No menos impactante es el juicio de Doostoievski en el sentido de que “Todos salimos de ‘El capote de Gógol’”, un relato que en su docta opinión inicia la literatura rusa moderna. (Algo parecido diría Hemingway de Mark Twain en relación a la literatura usamericana).
Según Rafael Carbona la frase “Se ha atribuido erróneamente a Dostoievski” y “En realidad, es un comentario de Eugène-Melchior de Vogüé, diplomático francés y hombre de letras, que estudió y popularizó la literatura rusa de su tiempo. Apareció publicada en el primer número de la Revue des deux mondes (1885)”.
En forma más elaborada Dostoiesvki dijo (o dicen que dijo):
Monumento a Gógol en San Petersburgo
Monumento a Gógol en San Petersburgo
“Si hubiera que elegir a un escritor ruso, uno solo, cuya obra fuera indispensable piedra angular del inmenso, complejo, bárbaro, inabarcable y siempre asombroso edificio que constituye la literatura rusa, no dudaría un segundo: elegiría a Nikolái Gógol”.
Jesús Palacios, autor de un enjundioso prólogo para la recopilación de los Cuentos de Nikolái Gógol, sostiene lo siguiente:
“Ni el angustiado Dostoievski (…), ni el compasivo Tolstói, ni el melancólico Chéjov, por citar una trilogía poco menos que sagrada, y sin pretender, por supuesto, poner en duda su fundamental papel en la construcción de la idea de Rusia y de lo ruso….Gógol, por encima incluso de su admirado Pushkin, cumbre del romanticismo ruso, representa la esencia intrínseca, el tuétano, de eso que llamamos, a menudo con involuntario deje sentimental y exotista, el alma rusa, sea esta lo que sea”.
Una de las opiniones quizás más celebradas y fundamentadas teóricamente es la que publicara León Trotsky el 21 de febrero de 1902 en una revista literaria de la que era entonces Unión Soviética. De lo que dice Trotski se transcriben a continuación algunos párrafos memorables:
“Hoy, cincuenta años después de la muerte de Gógol, transcurrido ya tiempo suficiente desde que el desgraciado escritor se convirtió en gloria reconocida y exaltada de la literatura rusa y desde que recibió la consagración oficial como ‘padre de la escuela realista’, escribir sobre su figura una crónica rápida equivale a convertir al autor de Almas muertas en víctima sumisa de unos cuantos tópicos y de banales frases panegíricas. Hoy sobre Gógol hay que escribir libros, o no escribir. Para el lector medio ruso el nombre de Gógol va acompañado de cierta cohorte de nociones y juicios: ‘gran escritor… fundador del realismo, humorista incomparable… risa destilada entre lágrimas…’ De modo que basta decir Gógol para que el escritor aparezca en la ciencia rodeado de un cortejo, breve pero fiel, de esas imágenes. Por eso el artículo jubilar en un periódico no le dirá al lector mucho más que el nombre del escritor al que está dedicado. Y el lector puede preguntarse: ¿Para qué escribir eso?
“Son diversas las respuestas que tal pregunta tiene. En primer lugar, ¿por qué no recordar al gran escritor, aunque sea con banales frases, ahora que su obra se ha convertido en patrimonio de la sociedad? En segundo lugar, ¿ha conservado el lector con toda nitidez en su memoria las etiquetas que en la escuela le ayudaron a familiarizarte con Gógol? Y en tercer lugar, si en el transcurso de la vida el lector no ha perdido esas máximas sacramentales, ¿recuerda lo que significan? ¿Despiertan eco alguno en su espíritu? ¿No las ha vaciado de sentido y privado de alma nuestra escuela? Y si es así, ¿por qué no infundirles algo de vida?
“Por supuesto, el mejor homenaje del lector al recuerdo de Gógol en esta fecha triste y solemne sería releer su obra. Pero sé que la inmensa mayoría del ‘público’ no lo hará. Gracias a Dios, nosotros y los lectores hemos superado la etapa de ‘iniciación’ en Gógol. Recordamos que cierto oficial, apellidado, según creo, Kovaliev, quedó privado temporalmente de nariz; que en Nosdriev había un favorito insuperablemente vacío; que el Dnieper es hermoso cuando la atmósfera está en calma; que el bey de Argelia tiene un lobanillo debajo mismo de la nariz; que Podkoliesin saltó por la ventana en vez de ser coronado; que Petrushka poseía un olor peculiar… Pero ¿sabemos algo más? ¡Ay, de nosotros!
“Gógol nació el 19 de marzo de 1809. Murió el 21 de febrero de 1852. Vivió, por tanto, menos de cuarenta y tres años, mucho menos de lo que la literatura necesitaba. Pero en ese breve plazo de su desgraciada vida hizo lo inagotable. Hasta Gógol, la literatura rusa no pretendía siquiera el certificado de existencia. Desde Gógol existe. Gracias a él tiene existencia, que enlazó para siempre con la vida. Desde esta óptica fue el padre del realismo, o escuela naturalista cuyo padrino fue Belinsky.
“Hasta ellos, la vida y las convicciones que la vida alumbraba, andaban por un lado y la poesía por otro; la relación entre el escritor- y el hombre era débil, e incluso los más vitales, cuando tomaban la pluma como literatos, solían preocuparse más de las teorías sobre las elegancias del estilo, sin tener en cuenta por regla general la significación de sus obras, ni la ‘transposición de la idea viva’ en la creación artística… De esta insuficiencia -carencia de vínculo entre las convicciones vitales del autor y sus obras- sufría toda nuestra literatura hasta que la influencia de Gógol y Bielinsky la transformó”.
“Al arraigar en la vida, la literatura se hizo nacional.
“Antes de Gógol hubo Teócritos y Aristófanes rusos, Corneilles y Racines patrios, Goethes y Shakespeares nórdicos. Pero no teníamos escritores nacionales. Ni siquiera Pushkin está libre del mimetismo, y de ahí que lo denominaran el ‘Byron ruso’. Pero Gógol fue sencillamente Gógol. Y después de él nuestros escritores dejaron de ser los dobles de los ingenios europeos. Tuvimos sencillamente Grigoróvich, sencillamente Turguéniev, sencillamente Gonchárov, Saltikov, Tolstoi, Dostoievski, Ostrovskv… Todos derivan genealógicamente de Gógol, fundador de la narrativa y la comedia rusas. Tras recorrer largos años de aprendizaje, de artesanía casi, nuestra ‘musa’ presentó su producción maestra, la obra de Gógol, y entró a formar parte con pleno derecho de la familia de las literaturas europeas”. (Artículo publicado por L. Trotsky el 21 de febrero de 1902 en el número 43 de la revista Vostóchnoe Obosrénie).

(4)

Momentos estelares de la obra de Gógol

Hay por lo menos cinco grandes momentos, cinco grandes hitos en la carrera literaria de Nikolái Gógol. El primero corresponde a lo que podría llamarse el período ucraniano, las obras de la etapa más reposada, apacible, que incluye a los celebrados relatos de “Veladas de Dikanka” o, si se quiere, “Veladas en una granja cerca de Dikanka” (1831-32). Incluye también al más célebre “Taras Bulba” (1835), una novela corta, cuyo título podría ser osezno si se irrespeta la ortografía.
Un segundo momento luminoso es el de las “Historias de San Petersburgo”, recopilación de cinco despiadados relatos urbanos escritos entre 1835 y 1842.
Las “Historias” no pasaron, por cierto, desapercibidas y generaron una gran corriente de opinión en pro y en contra, pero fue la publicación de “El inspector” en 1836 (el tercer gran momento) que lo situó en el ojo de la tormenta. Esta vez el público se dividió entre quienes lo amaban incondicionalmente y los que lo odiaban a muerte. Y, para peor, los que lo odiaban a muerte estaban en el poder.
Gógol “se afligió tanto que cayó enfermó y huyo al extranjero”, tuvo que coger las de Villadiego, tomó la vía del exilio, el autoexilio. Se estableció en “la divina Roma” donde al parecer fue feliz durante unos pocos años. Donde al parecer tuvo, según las malas lenguas, un breve amante. Allí donde también tuvo la desdichada ocurrencia de seguir escribiendo una de las obras más truculentas de la literatura (en el buen sentido de la palabra, si acaso lo tiene), un engendro titulado “Las almas muertas” o simplemente “Almas muertas” (1842). El libro lo publicó a su regreso a la Santa Madre Rusia y la reacción que provocó entre sus numerosos lectores y las altas esferas del poder lo volvió a llenar de espanto y remordimientos.
Es el momento estelar de su carrera, el mejor y el peor, el que tuvo más graves repercusiones y consecuencias en su vida y en su salud física y mental:
“Nunca había aparecido antes en Rusia una obra de tal categoría y magnitud artística. El efecto acumulativo de todas estas escenas, de todos estos personajes e incidentes resultaba desbordante; ¿eso era Rusia? ¿Era posible que semejante desfile de monstruosidades y bellaquerías correspondiera a la realidad? Miles de lectores consideraban que los protagonistas de ‘Almas muertas’ eran retratos vivientes de gente que todos conocían muy bien”. (Marc Slonim, “La literatura rusa”).
En lo que arrecian las diatribas y las polémicas Gógol sufre una nueva crisis de la que no logrará recuperarse, se desespera, siente terror por lo que dijo, por lo que dicen que dijo, por la forma en que interpretan o malinterpretan sus palabras, huye de nuevo a su adorada Roma, se da la fuga (el arte de la fuga, diría Sergio Pitol, su gran admirador), se refugia más que nunca en la religión y el misticismo.
El quinto momento de su carrera corresponde a la fase de la decrepitud. Gógol publica, a manera de desagravio, ‘un mea’ culpa imperdonable: “Pasajes selectos de la correspondencia con mis amigos” (1847).
Más que un ‘mea culpa’ fue realmente ‘un mea maxima culpa’. Trató de mear toda la culpa de su conciencia culpable, inocentemente culpable. Renegó de su obra:
En “Pasajes selectos de la correspondencia con mis amigos” Gógol “defendía la autocracia, la servidumbre, la pena capital, la Iglesia Ortoxa Griega, la virtud de la obediencia y la conformidad, es decir justamente el orden que había desenmascarado tan por completo en ‘El inspector’ y en ‘Almas muertas’”. (Marc Slonim, “La literatura rusa”).
Todo lo anterior lo resume Trotsky de otra manera, pero es más o menos lo mismo:
“Gógol inició su gran contribución a la literatura rusa con ‘Las veladas en la granja’, creación de juventud, transparente, pura, lozana como una mañana primaveral, ‘alegres canciones’ en el banquete de la vida aún inexplorado; se alzó después hasta la gran comedia, y el poema inmortal de la Rusia burocrática y terrateniente, y acabó con el grave y estrecho moralismo de la Correspondencia con los amigos. En apariencia no hay ningún puente psicológico entre las etapas extremas de esta trayectoria”. (Artículo publicado por L. Trotsky el 21 de febrero de 1902 en el número 43 de la revista Vostóchnoe Obosrénie).
EL EXORDIO
“Su primera salida al campo literario demuestra claramente
que (Gógol) está muy lejos todavía de comprender la función social y humana del arte. ‘Hand Küchelgarten’, su primera obra, escrita bajo la influencia de los románticos alemanes, es un poema idílico, de corte autobiográfico. El protagonista es un joven, sediento de gloria, que huye de la ciudad en que ha nacido y deja las dulzuras de unamor para  recorrer el mundo. La primera obra de Gogol, publicada con el seudónimo de Alov, es acogida con indiferencia glacial por el público, en tanto que los pocos críticos que fijan la mirada en ella la vapulean sin misericordia.
Gogol acepta, con ejemplar firmeza, su penoso fracaso y
recoge de las librerías la edición casi entera para entregarla, con
pulso sereno, a la voracidad del fuego. Lo mismo hará, por otras
razones, veinticuatro años después, con la segunda parte de su
novela genial ‘Las almas muertas’.
“Es así como la obra de Gogol se extiende entre dos fuegos. El que devora su obra primeriza, en un gesto soberbio que borre su fracaso, y el que consume la última, en un intento, preñado de soberbia y humildad, de acabar con toda su obra, con su arte mismo”. (Adolfo Sánchez Vazquez , “Miseria y esplendor de Gógol”).
Y sí, trágicamente, toda la obra de Gógol está, perfectamente enmarcada entre dos fuegos. Gógol era, sin duda, un incendiario.

(5)

Las veladas de Dikanka

“Las veladas de Dikanka” y “Taras Bulba” no representan, a juicio de los entendidos, un aporte original o novedoso de Gógol a la literatura.
Por lo que dice Marc Slonim, que era ruso y tenía acceso a la obra en su idioma original, no se trata sin embargo de algo insignificante, son obras que consagrarían y llenarían de orgullo a cualquier escritor. Sólo que Gógol no era un escritor cualquiera. Era un inconformista:
“En todos estos relatos despliega Gogol un don extraordinario de observación, reproduciendo sonidos, olores y formas con una brillantez verbal y fonética casi misteriosa. Como un torrente en una brillante puesta de sol, su prosa centellea, en rápida corriente, viva, ríelante, irreprimible. Pero este maestro que se nos presenta intoxicado con sus propias palabras y que jugaba con ellas como prestidigitador, parecía aterrorizado por el tedio y la inferioridad de lo que pintaba. Comenzó cierto horror místico ante la estupidez y la vulgaridad de la mayoría de las vidas humanas.
Portada de la novela

“Trató de escapar por medio de las sagas heroicas del pasado y por la idealización de los Poderosos. ‘Taras Bulba’, breve novela histórica, recuerda a los cosacos ukranianos del siglo XVII, su comunidad militar de hombres libres en una isla del Dnieper y sus guerras contra los polacos y los turcos” (…) “El exagerado romanticismo del libro está mitigado (…) por algunos deliciosos pasajes cómicos, por hábiles bosquejos de personajes secundarios y por hermosas descripciones de la naturaleza, en particular de la estepa sureña”. (“La literatura rusa”).
Da trabajo creer que Gógol alguna vez fue feliz, y si lo fue sería de una manera estrictamente gogoliana. En las “Veladas de Dikanka” (“sus deliciosos cuentos ucranianos (…) en los que aflora una lírica veta, profundamente popular”), hay muchos paisajes idílicos y otros perversamente endemoniados (pienso, por ejemplo, en “Una venganza terrible”), pero de esto se hablará en una ocasión posiblemente más propicia.
Por el momento es preferible dejar a Gógol “Evocando su tierra, llena de luz y de leyendas”:
“…desde el frío y gris San Petersburgo, siente que su alma se eleva, despegándose de la atmósfera pegajosa, banal, en que se evapora la nobleza del
hombre. Y su pluma va tejiendo maravillosos cuadros en que alternan la aguda observación realista y la pincelada que pone el
misterio, lo sobrenatural. Y, todo ello, envuelto en un humor
sano, impregnado de intensa emoción poética.
“En las ‘Veladas’ se perfilan ya tres componentes básicos de la madurez del genio gogoliano: realismo, humor y sentido popular. Hay en estos relatos una galería de tipos -campesinos, gitanos, herreros, pequeños terratenientes, etcétera- que se alzan con la espontaneidad y el color de la vida cotidiana. Ahora bien, estos hombres viven en los años sombríos del régimen de servidumbre, cuando el odio, apenas contenido, agita las almas en violentas contorsiones. Pero Gogol deja a un lado estas zonas quemantes, estas tempestades del alma, y prefiere iluminarlo todo con la alegría, el color y la frescura de su canto.
“Su realidad es una realidad gozosa, inocente, sólo turbada
por la alada intervención de lo sobrenatural en forma de coléricas
brujas, sombrías supersticiones y sobrecogedoras apariciones.
Y el humor que transpira la obra es humor sano, que recrea el
alma, sin dejar en ella una gota de amargura. Aún no aparece el humor desgarrado, la sátira incisiva que flagela hasta sacar a la luz la entraña corrompida de los flagelados.
“Hay más amor que odio en estas encantadoras narraciones.
La noche de la víspera de Navidad
La noche de la víspera de Navidad
Amor, sobre todo, a las gentes sencillas; amor sin sombras, puro,
anclado aún en la más pura adolescencia.
“Se comprende el entusiasmo de Pushkin que, deslumbrado
por la naturalidad, lirismo y alegría que rezuma la obra, escribe
con arrebatadora franqueza:
‘“Acabo de leer Veladas en la finca cercana a Dikanka. Me ha embelesado. He aquí una obra llena de verdadera alegría, franca, libre, sin carantoñas, sin gravedad afectada. Y, a veces, ¡qué poesía!, ¡qué sensibilidad! Todo esto es tan extraordinario, en nuestra literatura, que todavía no he vuelto en mí’”. (Adolfo Sánchez Vázquez,  “Miseria y esplendor de Gógol”).
         Uno de los pasajes de las “Veladas” más seductores, el que  seduce precisamente a mi amigo y confesor Dinápoles Soto Bello, pertenece al relato “Noche de mayo o la ahogada”:
“¿Conocen ustedes la noche ucraniana?… ¡Oh!… ¡Ustedes no conocen la noche ucraniana! ¡Fíjense bien en ella!… Desde el centro del cielo mira la luna. La inmensa bóveda celeste se ha dilatado y es más que infinita. Arde y respira. La tierra está toda cubierta de una luz plateada y el aire maravilloso es como un fresco bochorno: está lleno de languidez y mueve un océano de perfumes. ¡Noche divina!… ¡Noche encantadora!… Quietos…. inspirados están los bosques llenos de tinieblas, arrojando una inmensa sombra. Tranquilos y callados son estos estanques. El frío y la tiniebla de sus aguas se han encerrado hurañamente entre los muros verde oscuro de los jardines. Las vírgenes frondas de las acacias y de los cerezos tienden temerosamente sus raíces hacia el helado manantial, y de vez en cuando balbucean con sus hojas, enojándose e indignándose, al parecer, cuando el hermoso voluble, el viento nocturno, después de acercarse a hurtadillas, las besa. Todo el paisaje duerme. Arriba, todo respira, todo es divino, todo es solemne. Y en el alma, todo es infinito y maravilloso. Y multitud de apariciones plateadas surgen armoniosamente en su profundidad. ¡Noche divina!… ¡Noche encantadora! De repente todo resucita. Los bosques, los estanques y la estepa. Se vierte el majestuoso trueno del ruiseñor ucraniano y parece que hasta la luna se ha quedado escuchando en el centro del cielo… Como hechizada duerme la aldea sobre la colina. Es más blanca, y más brillante aún a la luz de la luna, la infinidad de jatas cuyos bajos muros se destacan en la sombra con una claridad más deslumbrante aún. Las canciones han callado. Todo está quieto. Los hombres devotos duermen ya. En alguna que otra ventana angosta hay luz todavía. Sólo junto a la puerta de la casa cena tardíamente alguna familia retrasada”.
He aquí un pasaje ideal para despedir el año si se hace abstracción del conflicto que en estos momentos ensangrienta la tierra de Gógol.
Feliz, pues, año nuevo.

6

Una terrible venganza

La variedad de temas y recursos que Gógol maneja en “Las veladas de Dikanka” no deja de sorprender y llamar la atención de los lectores que frecuentan sus páginas.  Se trata de relatos condimentados con ingredientes de las costumbres y creencias tradicionales y populares de Ucrania, del  romanticismo alemán, del impresionante paisaje de las estepas y del prodigioso río Dniéper que corre de norte a sur y divide el país en dos. (El río fatalmente contaminado por el desastre de Chernobyl).
Goya, viejos comiendo
Goya, viejos comiendo sopa
“Las veladas de Dikanka” es una obra, un conjunto de muchos matices, mucho colorido, grandes contrastes para todos los gustos. Hay cuentos de hadas, de gnomos, leyendas, cuentos de campesinos y cosacos, de brujos, “cuentos románticos de horror”, de seminaristas, hechiceras, aquelarres, orgías, cuentos realistas, cuentos fantásticos, cuentos de navidad, cuentos cómicos, cuentos trágicos, cuentos endiablados, cuentos angelicales, cuentos demoníacos, historias de amor, historias de desamor, una historia de incesto, historias de celos, de venganzas terribles. El llamado realismo mágico, que inventaron los chinos en época remota, está presente en su obra.
Gógol es un escritor caleidoscópico (“múltiple y cambiante”), capaz de recrear con las pinceladas más sutiles una noche de luna sobre la aldea, un alegre festejo, los pormenores de un jolgorio, los detalles sombríos de una historia macabra, lo natural y sobrenatural. Gógol domina con peculiar maestría el movimiento escénico, ejerce un dominio impresionante en la representación de las situaciones y los personajes. Da siempre muestra de “un don extraordinario de observación”.
A pesar de su amplio repertorio, de la variedad de personajes y situaciones que presenta en sus obras, es innegable que Gógol tiene preferencia por los lugares sombríos de la existencia. Parece inclinarse, de una manera peculiar, empeñarse más bien y más a fondo en la descripción del corazón de las tinieblas, el lado oscuro del corazón, la omnipresencia y predominio del mal.

MazmorraDe hecho, “Una venganza terrible”, uno de los relatos inolvidables de “Las veladas de Dikanka”, es una obra maestra de la llamada literatura gótica, que posiblemente surgió en muchas partes del mundo a partir de relatos orales basados en leyendas, religión y supersticiones, y que adoptó en Inglaterra carta de ciudadanía a partir del último tercio del siglo XIX. A la literatura gótica pertenecen “historias que incluyen elementos mágicos, fantasmales y de terror, poniendo en tela de juicio lo que es real y lo que no”.

“El adjetivo gótico se usa porque muchas de las historias se enmarcaban en la época medieval, o bien la acción tenía lugar en un castillo, mansión o abadía de este estilo arquitectónico. Lo intrincado de estos, llenos de pasadizos, huecos oscuros y habitaciones deshabitadas se prestaba a crear ambientes inquietantes”. Algunas de las más famosas obras del género son apasionadas historias de amor como las de Drácula y Frankenstein.
“Una venganza terrible”, o  “La terrible venganza es uno de los mejores relatos de terror de la literatura rusa. Su trama presenta una de las entidades mitológicas más fascinantes, poseedora de mil facetas distintas y todas aterradoras: el anticristo. Nikolai Gogol, desde un ángulo decididamente gótico, explora su creencia en la omnipotencia del mal en la vida cotidiana, región en donde se manifiesta con todo el peso de lo inevitable”.
Con gran profundidad de campo, y a pesar de la penumbra que circunda el escenario, Gógol recoge, nítidamente recoge, reproduce, recrea los aspectos sombríos de un personaje demoníaco cuyos pecados son tan grandes que no tienen perdón de Dios, “una siniestra figura que parece ser la encarnación del demonio” y seguramente lo es.
“Publicada en 1832 ‘Una terrible venganza’ es considerado uno de los mejores relatos de terror de la literatura rusa”, un relato del que lamentablemente no se encuentra una versión completa en internet:

La terrible venganza (fragmento)

En el oscuro sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas. El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias ortodoxas.
El brujo tiene aspecto sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel. Estaba huraño y cabizbajo el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!
En lo alto del muro hay una angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se apiade de su padre… Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle al Dnieper! Se ve un bote… Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con angustia su monótono retumbar.


(7)

Historias de San Petersburgo

El zar de la res pública, de todas las reses públicas, nombró recientemente a uno de sus fieles servidores en un flamante cargo palaciego. El nombre del cargo era pomposo, el sueldo era lujoso, pero el despacho era pequeño (apenas nueve metros cuadrados) y no satisfacía la vanidad del agraciado. Para remediar el asunto hizo que lo dividieran con una sólida pared de caoba centenaria que separa lo que llama el área ministerial del área o departamento de recepción, y en este último se instaló un escritorio tan grande como el espacio lo permitía (con su correspondiente secretaria ejecutiva). Finalmente se agenció los servicios de dos ayudantes militares, uno para abrir la puerta de entrada al departamento de recepción y otro para abrir la de su despacho.



Todo lo anterior es, desde luego, un cuento (algo que no podría suceder nunca en nuestro gran país), un plagio de algo que escribió Gógol con más gracia y mejor estilo en una época difícil, la del zar Nicolás I de Rusia, el zar de todas las Rusias entre 1825 y 1855:
“…cuentan que cierto consejero titular, cuando le ascendieron a director de una cancillería pequeña, en seguida se hizo separar su cuarto por medio de un tabique de lo que él llamaba ‘sala de reuniones’. A la puerta de dicha sala colocó a unos conserjes con cuellos rojos y galones que siempre tenían la mano puesta sobre el picaporte para abrir la puerta a los visitantes, aunque en la ‘sala de reuniones’ apenas si cabía un escritorio de tamaño regular”.
 El escrito de Gógol tiene tanta actualidad como el día en que lo escribió, es algo que pudiera estar sucediendo y sucede ahora mismo en cualquier país gobernado por un zar, con excepción del nuestro, como ya se aclaró. Gógol despreciaba (y también compadecía) a los burócratas, y sobre todo a los burrócratas, y a muchos de ellos los retrató en toda su grotesca deformidad en sus célebres y celebradas “Historias de San Petersburgo”. Este es el nombre de una recopilación de cinco despiadados relatos urbanos ambientados en esa ciudad, escritos entre 1835 y 1842. Entre ellos  sobresale “El capote” o, si se quiere, “El abrigo”, si acaso no son todos sobresalientes.
 La mítica ciudad de San Petersburgo fue fundada oficialmente por el zar Pedro el Grande el 27 de mayo de 1703 (más o menos en la misma época en que los británicos arrebataban Gibraltar a España) “con la intención de convertirla en la ventana de Rusia hacia el mundo occidental”. El zar, que era un hombre modesto y un reconocido humanista, no le puso su nombre a la ciudad, sino el nombre del santo de su mismo nombre y en la construcción de la inmensa mole urbanística no se escatimaron recursos, sobre todo recursos humanos:
 “La construcción de la ciudad bajo condiciones climáticas adversas produjo una intensa mortalidad entre los trabajadores y requirió un continuo aporte de nuevos obreros. Dado que aquella zona estaba muy poco poblada, Pedro el Grande utilizó su prerrogativa de zar para atraer forzosamente a siervos trabajadores de todas las partes del país. Una cuota anual de 40.000 siervos llegaba a la ciudad equipados con sus herramientas y sus propios suministros de comida. Habitualmente recorrían cientos de kilómetros a pie en filas, escoltados por guardas que, para evitar las deserciones, no dudaban en usar la violencia física. Como consecuencia de su exposición al clima, las deficientes condiciones higiénicas y las enfermedades, la mortalidad durante estos primeros años fue muy elevada, llegando a perecer año tras año hasta el 50% de los trabajadores que llegaban”.
 Del esplendor y miseria de San Petersburgo habla Gógol en sus “Historias” y lo que en ellas se ofrece no es un cuadro precisamente halagador.
 Como en “La perspectiva Nevski” (avenida Nesvki) mucho de lo que reluce en San Petersburgo parece en principio oro, pero es un oro de tontos, puro espejismo, espejo de miseria, cenagal de infamia donde muchos seres humanos dejan “el alma y la piel”:
 “¡No crea usted en la perspectiva Nevski! Yo, cuando paso por ella, me envuelvo más fuertemente en mi capa y me esfuerzo en no mirar nada de lo que me sale al encuentro. ¡Todo es engaño! ¡Todo es ensueño! ¡Todo es otra cosa de lo que parece! Imagina usted que el señor que pasea vestido de levita tan maravillosamente hecha es muy rico… Pues nada de eso. Ese señor se compone sólo de su levita. Usted imagina que aquellas dos gordinflonas detenidas ante una iglesia están apreciando su arquitectura… Nada de eso. Hablan de la manera extraña con que dos cuervos se sentaron uno frente a otro. A usted se le figura que aquel entusiasta que gesticula está contando cómo su mujer tiró por la ventana una bolita a un oficial desconocido…, cuando de lo que está hablando es de La Fayette. Piensa usted que estas damas… Pero a las damas créalas usted lo menos posible.
 Contemple lo menos posible los escaparates de las tiendas. Las bagatelas expuestas en ellas son maravillosas, pero huelen a enorme cantidad de dinero…, y, sobre todo…, ¡Dios le guarde de mirar bajo los sombreritos de las damas!… Aunque a lo lejos vuele, atrayente, la capa de una bella…, por nada del mundo iré en pos de ésta a curiosear. Lejos…, por amor de Dios…, ¡más lejos del farol! Pase usted muy de prisa, lo más de prisa que pueda, delante de él. Tendrá usted suerte si lo único que le ocurre es que le caiga una mancha de aceite maloliente sobre su elegante levita. Pero no es sólo el farol lo que respira engaño.
 “En todo momento miente la perspectiva Nevski; pero miente sobre todo cuando la noche la abraza con su masa espesa, separando las pálidas y desvaídas paredes de las casas, cuando toda la ciudad se hace trueno y resplandor, y minadas de carruajes pasan por los puentes, gritan los postillones saltando sobre los caballos y el mismo demonio enciende las lámparas con el único objeto de mostrarlo todo bajo un falso aspecto”.( “La perspectiva Nevski”, “Historias de San Petersburgo”).


(8)

La perspectiva Nevski

En pocas obras literarias encuentra uno páginas de tanta intensidad descriptiva e introspectiva como las que escribiera Nikolái Vasiliech Gógol en “La perspectiva Nevski”, uno de los cinco despiadados relatos urbanos de las “Historias de San Petersburgo”. Sus célebres y celebradas novelas breves, cortas, o como quiera llamárseles.
En el primer párrafo, Gógol describe alegremente los encantos de la fastuosa avenida, el corazón de la imponente ciudad de Pedro el Grande:
“No hay nada mejor, por lo menos para Petersburgo, que la perspectiva Nevski. Ella allí lo significa todo. ¡Con qué esplendor refulge esta calle, ornato de nuestra capital!… Yo sé que ni el más mísero de sus habitantes cambiaría por todos los bienes del mundo la perspectiva Nevski… No sólo el hombre de veinticinco años, de magníficos bigotes y levita maravillosamente confeccionada, sino también aquel de cuya barbilla surgen pelos blancos y cuya cabeza está tan pulida como una fuente de plata, se siente entusiasmado de la perspectiva Nevski. ¡En cuanto a las damas!… ¡Oh!… Para las damas, la perspectiva Nevski es todavía más agradable. ¿Y para quién no es ésta agradable?… Apenas entra uno en ella percibe olor a paseo. Aunque vaya uno preocupado por algún asunto importante e indispensable, es seguro que al llegar a ella se olvidan todos los asuntos”.
Pietro Perugino
Pietro Perugino
San Petersburgo -dice Alejandro Jiménez-, “Al ojo del visitante se distingue por la simultánea combinación de grandes palacios, recios mármoles y deslumbrantes luminarias; no en vano, se diseñó con la intención de competir con París”. Pero la ciudad es también una trampa, un engaño que el autor desenmascara al final de la misma narración, un cenagal de infamia, de hipocresía donde casi todo lo que brilla no es oro. Es una ciudad de burócratas, militares, aristócratas, ciudad de terribles, dolorosos contrastes entre opulencia y miseria, entre ilusión y realidad.
Esto lo descubrirán y sufrirán en carne propia el teniente Piragov y el joven pintor Peskarev, dos amigos que transitan despreocupadamente en la narración de Gogol por la gran vía del París de Rusia, la Perspectiva Nevski. Ambos tendrán un desafortunado encuentro con mujeres de ensueñs, una rubia y otra de pelo oscuro. Cada uno empieza entonces a seguir a su favorita y a partir de ese momento se separan sus caminos y sus vidas.
La de pelo oscuro cautiva al pintor Peskarev, se le parece a Bianca, una bellísima modelo de El Perusino. Le parece una criatura inmaterial, purísima, “intangible, sutil, plena de olores”, un ángel bajado del cielo.
Mientras la seguía para saber donde vivía “La criatura desconocida que se había apoderado de sus pensamientos y de sus sentimientos volvió de repente la cabeza y le miró. ¡Dios mío!… ¡Qué rasgos prodigiosos!… La maravillosa frente, de una blancura cegadora, estaba sombreada por el magnífico cabello. Una parte de los maravillosos bucles caía bajo el sombrero y rozaba la mejilla, teñida de un fresco y fino rubor producido por el frío nocturno”. Peskarev se derrite de emoción.
La criatura angelical llega al poco rato a un edificio de cuatro pisos donde el pintor “la vió volar…escalera arriba”.  Con una dulce mirada angelical sugiere una invitación a seguirla siguiendo y Peskarev la sigue.  Juntos se internan ahora en un ambiente que el moralista Gógol empieza a describir con precaución, como si le inspirara un recóndito malestar, un espacio en el que muchos hemos estado y todos conocemos de nombre, pero Gógol no lo menciona. Un lugar que define con las tintas más sombrías, pero no lo menciona. Un lugar de oprobio, un lugar infame del cual no menciona el nombre. Y es aquí, en este pasaje, donde se manifiesta en toda su plenitud esa extraordinaria, inigualable intensidad descriptiva e introspectiva del incuestionable genio del mentado Nikolái Vasiliech Gógol. La escena es impresionante:
“En la sombría altura del cuarto piso la desconocida golpeó en la puerta, que se abrió, y ambos entraron. Una mujer de exterior bastante agradable, llevando una vela en la mano, les salió al encuentro; pero miró a Peskarev de una manera tan extraña y descarada, que éste, sin querer, bajó los ojos. Entraron en la habitación. Tres figuras femeninas en distintos rincones se ofrecieron a sus ojos. Una de ellas hacía solitarios, otra estaba sentada ante el piano y tocaba con dos dedos una especie de lastimera y antigua polonesa, mientras la tercera, sentada ante el espejo, peinaba sus largos cabellos sin pensar en interrumpir su toilette por la entrada de una persona desconocida. El desagradable desorden que sólo se encuentra en la vivienda del solterón reinaba por doquier. Los muebles, bastante buenos, estaban cubiertos de polvo; la araña había llenado con su tela el
friso tallado; por la puerta entreabierta de la habitación se veía brillar la bota guarnecida de espuela y el color rojo del uniforme, mientras una fuerte voz masculina y una risa femenina se dejaban oír sin ningún recato.
“¡Dios mío!… ¡Dónde ha venido a caer!… Al principio no quería creerlo, y se puso a examinar con atención los objetos que llenaban la habitación; pero las paredes vacías y las ventanas sin visillos no revelaban la presencia de ningún ama de casa cuidadosa; los rostros gastados de estas lastimosas criaturas, una de las cuales vino a sentarse ante su misma nariz, mirándole con la misma tranquilidad con que se mira una mancha en el vestido ajeno…, todo le confirmaba que había penetrado en el asqueroso cobijo donde tiene su morada el lastimoso vicio producto de la vana instrucción y de la terrible abundancia de gente de la capital, cobijo donde el hombre pisotea y se ríe de todo lo limpio y sagrado que adorna la vida; donde la mujer, esta gala del mundo, aureola de la creación, se transforma en un ser extraño y ambiguo, que al mismo tiempo que la pureza del alma perdió toda su feminidad, adquiriendo los repugnantes ademanes y el descaro del hombre y cesando de ser aquella débil criatura tan distinta de nosotros, pero tan maravillosa.
“Peskarev la miraba con ojos asustados de pies a cabeza, como queriendo asegurarse de que era la misma que le había hechizado, haciéndole seguirla por la perspectiva Nevski. Ella, sin embargo, aparecía ante él igualmente bella. Su cabello era igual de maravilloso, y sus ojos continuaban pareciendo celestiales. Su frescura era radiante, tenía sólo diecisiete años y se veía que el temible vicio había hecho su presa en ella desde hacía poco tiempo, y que aún no se atrevía a rozar sus mejillas, frescas y ligeramente sombreadas de fino rubor. Era maravillosa. Peskarev permanecía inmóvil ante ella y ya dispuesto a olvidarse de todo, como se olvidaba antes; pero la bella, aburrida de tan largo silencio, le sonrió de una manera significativa mirándole a los ojos. Esta sonrisa estaba impregnada de cierto lastimoso descaro. Era tan extraña a su rostro y le iba tan mal como la expresión beatífica al del usurero o el libro de contabilidad al poeta. Él se estremeció. Abrióse la linda boca y comenzó a decir algo, pero necio y trivial… Se veía que al hombre, al perder la pureza, le abandona también la inteligencia. No quiso escuchar nada. Se produjo de una manera risible y con la sencillez de una criatura. En vez de aprovechar tal benevolencia, en vez de alegrarse de esta ocasión, como lo hubiera hecho sin duda cualquier otro en su lugar, echó a correr como un cordero salvaje hacia la calle”.
La vida alegre, por lo que dice Gógol, es bien triste, y pocos son como él capaces de representar la miseria moral, la “profundidad grotesca del abismo al que arrastra “la podredumbre del vicio”:
“Nunca, en efecto, se apodera tanto de nosotros la piedad como ante la vista de la belleza alcanzada por la respiración podrida del vicio. ¡Si fuera, al menos, la fealdad la que girara con él!… ¡Pero la belleza!… ¡La tierna belleza!… En nuestro pensamiento sólo puede unirse con la pureza y la limpidez. La bella que había hechizado al infeliz Peskarev era ciertamente un maravilloso y extraordinario fenómeno. Su presencia en aquel despreciable ambiente resultaba aún más extraordinaria. Todas sus facciones estaban dibujadas con tal nitidez, toda la expresión de su maravilloso rostro respiraba tal dignidad, que de ninguna manera podía creerse que el vicio hubiera dejado caer sobre ella sus terribles garras. Hubiera constituido una perla sin precio, el universo entero, el paraíso, la riqueza toda de un apasionado esposo, hubiera sido una prodigiosa y plácida estrella dentro de un círculo familiar, y un movimiento de su maravillosa boca hubiera bastado a dispensar dulces órdenes, hubiera aparecido como una diosa entre la muchedumbre de un salón, deslizándose sobre el claro parquet iluminado por el resplandor de las velas, recogiendo la callada devoción de la multitud de admiradores rendidos a sus pies… Pero, ¡ay!, por la voluntad terrible del espíritu infernal que desea destruir la armonía de la vida, había sido arrojada con risa grotesca en el abismo…”
El desafortunado encuentro de Peskarev con la mujer de sus sueños será su perdición.


Al teniente Piragov también le irá mal de otra manera.


(9) 

El retrato

El joven pintor Chartkov, protagonista de la siniestra narración “El retrato”, también es un artista, un pintor, como el Peskarev que conocimos en “La perspectiva Nevski”.
Peskarev sucumbe a los encantos de una belleza letal. Chartkov será victima de la ambición, de la traición a sus ideales artísticos, de la tentación del maligno.
“En ‘El retrato’ –dice Alejandro Jiménez- se sigue explorando la dualidad social de San Petersburgo pero desde una perspectiva distinta. En vez de analizar la contradicción entre la ilusión y lo real, se observan las consecuencias que en aquellos que no tienen riquezas ejerce el ansia de la posesión, mal entendida como un mecanismo de igualación social”.
Lo de Chartkov –dice Gógol- no tiene perdón ni justificación porque era un artista prometedor, talentoso, y “Quien ha recibido el don del talento debe tener el alma más pura que cualquiera. Muchas cosas que perdonarían a otros a él no se las perdonan”…Desperdiciar el talento es, sin duda un pecado capital, y usarlo mal es peor.
El encuentro de Chartkov con el retrato en una tienda de cuadros parecería fruto del azar si no sospecháramos desde el principio de la furtiva presencia del mal. El retrato lo encontró a él. Los ojos mirones del retrato lo miraron y lo eligieron a él.
“Aunque el retrato parecía inconcluso, sorprendía el vigor de la pincelada. Lo más extraordinario eran los ojos, donde el artista parecía haber empleado toda la energía de su pincel y todo su afanoso bienhacer. Los ojos miraban; sí, miraban sencillamente desde el retrato, cuya armonía parecían destruir con su vitalidad. La fuerza de la mirada se acentuó cuando llevó el retrato hacia la puerta y produjo la misma impresión en la gente. Una mujer que se había detenido detrás de Chartkov retrocedió gritando: ¡Me mira! ¡Está mirándome! Chartkov experimentó una desagradable sensación que no habría podido explicar y dejó el retrato en el suelo”.
El dueño de la tienda emplea entonces sus finas artes de mercader, reaviva o despierta su interés por la obra con una serie de ofertas que Chartkov no puede rechazar y finalmente la adquiere, casi sin darse cuenta. Todo induce a pensar que la obra lo adquirió a él:
“De esta manera totalmente inesperada adquirió Chartkov el
retrato antiguo, al tiempo que se decía: “¿Para qué lo habré comprado? ¿Qué falta me hacía?. Pero ya no tenía remedio”.
Tiempo más tarde, en su estudio, volverá sentir la presión de aquellos ojos demoníacos:
“Terminaba de pronunciar estas palabras cuando se estremeció de pronto y palideció: un rostro convulsamente desfigurado lo miraba desde detrás de un cuadro… La sensación de temor desapareció al instante. Era el retrato comprado aquella tarde y del que se había olvidado por completo. El resplandor de la luna, que iluminaba la estancia, caía sobre él, comunicándole una extraña movilidad”…
Razonando en términos estéticos sobre la naturaleza del arte, el narrador intenta dar una explicación a lo inexplicable:
“Será que la imitación servil y exacta de lo natural constituye ya un fallo y resulta como un grito agudo y disonante?, ¿O será que un objeto tomado sin interés ni sensibilidad, sin que exista una compenetración, se manifiesta únicamente en su espantosa realidad, privado del resplandor de esa idea inaccesible oculta en cada cosa?”
La presencia del mal, la invasión del mal se impone, sin embargo, por encima de cualquier reflexión sobre la naturaleza del arte, a la que Gógol dedicó tanta atención como a la naturaleza del demonio. Es quizás la única explicación posible:
“De nuevo se acercó al retrato para examinar aquellos ojos prodigiosos, y notó con espanto que estaban efectivamente mirándolo. Aquello no era ya una copia del natural: era la extraña vivacidad que hubiera iluminado el rostro de un cadáver salido de su tumba… Espantado, miraba fijamente, como queriendo convencerse de que era una ficción. El caso es que, de pronto y sin saber por qué, el pintor sintió miedo”.
Ya era tarde. Su vida no volvería a ser la misma. Bajo el influjo de las fuerzas del mal abandonaría sus ideales, emprendería el camino del éxito, del reconocimiento social, la riqueza, la fama, y en ese mismo camino se le pudre el alma.
Cuando intenta reaccionar, volver a sus orígenes, se enfrentará a los más amargos descubrimientos, experimentara la impotencia del artista renegado y ya estéril:
“Durante cosa de un minuto, permaneció quieto e insensible
en medio de su espléndido estudio. Todas sus fibras y toda su
vida despertaron dentro de él instantáneamente, igual que si
hubiera vuelto a su juventud, igual que si se encendieran de nuevo
las chispas extinguidas de su talento. Había caido de repente
la venda que cubría sus ojos. ¡Dios! ¡Había sacrificado
despiadadamente, los mejores años de su juventud! ¡Había destruido y apagado la chispa de un fuego que quizá alentaba en su pecho, que quizá hubiera alcanzado ahora plenitud de grandeza
y hermosura, que quizá hiciera brotar también lágrimas de asombro y gratitud! ¡Y lo había destruido todo, lo había destruido sin la menor compasión! Creyó sentir que, de golpe y repentinamente, revivían en su alma todos los afanes y los ímpetus experimentados en tiempos. Tomó un pincel y se aproximó a un lienzo. El sudor del esfuerzo perló su rostro. Todo en él era deseo de dar vida a una idea; quería representar un ángel caido. Era la idea que mejor recordaba con su estado de ánimo. Pero, ¡ay!, las figuras, las actitudes, los grupos y las ideas iban apareciendo forzados e incoherentes. El pincel y la imaginación estaban ya excesivamente acotados, y el estéril impulso de romper barreras y las trabas impuestas por ellos mismos sólo conducía a incorrecciones y errores. Había desdeñado la larga y fatigosa escalera del estudio paulatino y de las leyes primordiales en que se basa toda gran creación futura. Embargado por la contrariedad, mandó sacar del estudio todas sus últimas obras, todos los cuadros de moda carentes de vida, los retratos de húsares, grandes damas y consejeros de Estado. Dio orden de no franquear la puerta a nadie y, recluido en su estudio, se entregó de pleno al trabajo con la paciencia de un joven principiante, de un aprendiz. Pero ¡con qué implacable ingratitud pagaba sus esfuerzos lo que salía de sus pinceles! Lo frenaba a cada paso la ignorancia de los elementos más rudimentarios. Un mecanismo simple e insignificante helaba cualquier impulso y alzaba una barrera infranqueable para la imaginación. Mecánicamente, el pincel volvía a las formas troqueladas: las manos adoptaban la posición acostumbrada, la cabeza no osaba tomar un giro nuevo y hasta las vestiduras se rebelaban y repetían los pliegues de siempre, en lugar de amoldarse a una postura nueva del cuerpo. Y Chartkov lo notaba, se daba perfecta cuenta de ello”.
Algo semejante ocurriría a Gógol, aunque por causas muy diferentes, cuando intentó escribir la segunda parte de “Las almas muertas”

(10) 

El retrato (2)

El registro narrativo de “El retrato” de Gógol se abre como quien dice en abanico en la segunda parte de la historia. El autor muestra como de costumbre, con su peculiar lujo de detalles, fondo y trasfondo  del escenario en que se mueven los personajes.
En primer lugar abre un espacio para la crítica social. Gógol describe con agrias pinceladas, en un tono exaltado casi panfletario, lo que parece ser el sector más desfavorecido de la fastuosa urbe, su miseria física y moral. En ese tono exaltado, casi panfletario, que merece toda mi admiración y respeto, han sido escritas algunas de las más gloriosas obras de la literatura.
Gógol es muchas veces panfletario, domina el difícil arte del panfleto político literario de calidad. Agita en su descripción una bandera de denuncia que podría enarbolar cualquier partido de izquierdas. Es, de hecho, una manifestación de protesta o por lo menos de solidaridad con los desposeídos. La paleta de Gógol tiene tintes, matices, colores, escorzos inapreciables:
    “Todos ustedes conocen la parte de la ciudad llamada Kolomna –comenzó el desconocido–. Allí nada es igual que en las otras partes de San Petersburgo: no es provincia ni es la capital. Al entrar en las calles de Kolomna tiene uno la impresión de que lo abandonan todos los anhelos y los impulsos de la juventud. Hasta allí no penetra el futuro; allí todo es silencio y retiro; allí está todo el sedimento del ajetreo de la ciudad. Allá se mudan los funcionarios jubilados, las viudas y gente modesta que, habiendo tenido algo que ver con el Senado, se condena a morar en ese sitio casi de por vida; cocineras que dejaron de servir y se pasan el día husmeando por el mercado, que charlan tonterías con el dueño de alguna tiendecita y compran a diario cinco kopeks de café y cuatro de azúcar y, por último, toda esa clase de gente a la que se suele llamar gris porque su ropa, su rostro, sus cabellos y sus ojos les dan el color desvaído y ceniciento de los días en que no hay en el cielo tormenta ni sol, sino que reina un ambiente indefinido y la niebla se difunde quitando todo relieve a los objetos.
“Se puede incluir también a varias categorías de jubilados, como conserjes de teatro, consejeros titulares o émulos de Marte con un ojo menos o un labio medio partido. Son personas carentes de pasiones: caminan sin posar la mirada en nada y callan sin pensar en cosa alguna. Su menaje es escaso. En ocasiones todo se reduce a un frasco de vodka ruso puro, cuyo contenido van apurando monótonamente a lo largo del día sin que su cabeza experimente el impacto provocado por una de esas fuertes dosis que suele absorber los domingos el joven menestral alemán, campeador de la calle Meschánskaia y dueño absoluto de la acera cuando pasa de medianoche.
      “La vida en Kolomna es sumamente recoleta: rara vez aparece un carruaje, como no sea el que usan los actores, que altera el silencio general con su estrépito, su crujido y su rechinar. Por allí todo el mundo anda a pie. Si acaso, pasa un coche de punto, por lo general sin cliente, cargado con una brazada de paja para el barbudo jamelgo. En Kolomna se puede encontrar alojamiento por cinco rublos al mes, incluyendo el café de por la mañana.
“Las viudas que disfrutan de una pensión constituyen allí la aristocracia. Observan una digna conducta, barren a menudo su habitación y comentan con las señoras amigas suyas la carestía de la carne de vaca y de las coles. Con frecuencia tienen una hija jovencita, criatura dócil y callada, incluso linda a veces, un perrillo odioso y un reloj de pared cuyo péndulo va y viene con triste tic–tac. Siguen luego los actores, cuyos emolumentos no les permiten alojarse en otra parte que en Kolomna, individuos enemigos de cualquier traba, como todos los artistas, que viven para el placer. Andan por casa en bata, dedicados a reparar una pistola o a fabricar diversos objetos de cartón que pueden ser de utilidad en el hogar, juegan a las damas o a los naipes con algún amigo que se acerca por allí, y así pasan la mañana, haciendo casi lo mismo por la tarde, con el solaz de un ponche de vez en cuando. Aparte de estos magnates y aristócratas de Kolomna, lo demás es morralla y gente de poca monta. Denominarlos a todos resultaría tan difícil como enumerar la multitud de bichejos que genera el vinagre ya pasado. Hay viejas que se entregan a la beatería y viejas que se entregan a la bebida, hay viejas que hacen las dos cosas y viejas que subsisten con medios inverosímiles, llevando a cuestas, como las hormigas, trapos y ropa vieja desde el puente de Kalinkin hasta el baratillo para venderlos por quince kopeks… En una palabra, suele verse allí al estrato más infortunado del género humano, seres cuya suerte no hallaría medio de aliviar ni un especialista en economía política bien intencionado”.
         Después de la tempestuosa descripción viene la calma. Gógol se cura en salud. Destina ahora un espacio para rendir prudentemente, en los términos más lisonjeros, tributo al poder, homenaje de gratitud devoción respeto, sobre todo al poder que encarnaba la inmensa Catalina, la grande, la sanguinaria, la uxoricida, calenturienta Catalina, zarina de todas las rusias. En gobernantes ilustrados como ella, se depositan las más rancias virtudes.
         La lisonja, en la pluma de Gógol, también es un arte, al igual que el panfleto. Un arte rigurosamente y delicadamente panfletario:
“La benévola soberana se horrorizó y, con la nobleza de espíritu que es patrimonio de la realeza, pronunció palabras que, aunque no han podido llegar hasta nosotros en forma literal, dejaron impresa en muchos corazones su profunda significación. La emperatriz señaló que las monarquías no sofocanlos sublimes impulsos del alma, ni desdeñan o persiguen las creaciones del entendimiento, de la poesía o de las artes; que, por el contrario, únicamente los monarcas han sido protectores; que los Shakespeare y los Molière florecieron bajo su benévolo amparo, mientras que Dante no pudo encontrar ni un rincón en su patria republicana; que los genios verdaderos surgen en las épocas de esplendor y poderío de los soberanos y sus Estados y no en las épocas de monstruosos fenómenos políticos y terrorismos republicanos, los cuales no han dado al mundo ni un solo poeta hasta el presente; que se debe ensalzar a los poetas y los artistas porque lo que vierten en el alma es paz y sosiego maravilloso y no inquietud y protestas; que los científicos, los poetas y los que producen obras de arte son, de hecho, perlas y brillantes de la corona imperial: con ellos se embellece y adquiere mayor esplendor la época de un gran soberano. En una palabra, que la emperatriz estaba divinamente hermosa al pronunciar estas frases. Recuerdo que los ancianos no podían recordarlas sin lágrimas en los ojos. Todos se interesaron por el asunto. En honor de nuestro orgullo nacional –se debe señalar que el corazón ruso alberga siempre el hermoso sentimiento de solidaridad con el oprimido”.
Estas son virtudes que por igual se reconocen o debemos reconocer a nuestro querido emperador, al zar de nuestra res pública, de todas las reses públicas, de los millones de ovejas que poblamos esta res pública.

(11) 

El retrato (y 3)

Otro tema de interés en “El retrato de Gógol” concierne a sus ideales éticos-estéticos. El arte es moral,  tiene que ser moral como explica el padre a su hijo, “la intuición del divino paraíso celestial está en el arte”. Merece todos los sacrificios, “la sublime creación del arte desciende al mundo para sosiego y reconciliación de todos. El arte no puede sembrar la protesta en el alma. El arte es una sonora plegaria que asciende eternamente hacia Dios. Pero hay momentos, momentos tenebrosos”…
Hay momentos –parece decir Gógol- en que la presencia del mal, el diablo en persona, se sobreponen a la buena voluntad del artista y contaminan la obra. El arte, de acuerdo con Gógol, también puede convertirse en instrumento del maligno. Esa es en parte la historia de “El retrato”.
Confieso que Gógol me hace recordar episodios de la remota infancia pueblerina, veladas a la luz de velas y velones o temblorosas luces incandescentes amarillas, literatura oral, cuentos espeluznantes y espeleznudos en boca de personas que creían y te hacían creer al pie de la letra en lo que contaban, cuentos  de galipotes, de muertos que salen o aparecen, del diablo en persona fumando cachimbo, echando fuego por la nariz, cuentos que te ponían los pelos de punta, la piel de gallina, te aflojaban el fulimiñín y te ponían a ver nimitas (admitiendo que existan esas palabras), convertían el corto e interminable camino de regreso a la casa en una dimensión desconocida.
La magia de “El retrato” de Gógol, una de las más densas y escalofriantes y suculentas narraciones  góticas de la literatura, produce o puede producir un efecto parecido, calor y frío, frío en el alma, una difusa mezcla de desconcierto, una embriaguez de los sentidos en una atmósfera literalmente toxica y luminosamente sombría…
        
El retrato (fragmento).

Mi padre cobraba por su trabajo un precio muy módico: lo estrictamente necesario para el sustento de su familia y seguir pintando. Además, en ninguna ocasión se negaba a prestar su ayuda al prójimo ni a ofrecer su mano amiga a un pintor necesitado.
Creía en la sencilla y piadosa fe de los antepasados y quizá fuera esa la razón de que, en los rostros pintados por él, apareciera de modo natural la elevada expresión a la que no logran llegar brillantes artistas de talento. Finalmente, la perseverancia en el trabajo y el tesón con que seguía el camino que se había trazado empezaron a granjearle el respeto, incluso de aquellos que lo habían tildado de ignorante y de autodidacto casero. Recibía muchos encargos de las iglesias y nunca le faltaba trabajo. Uno de ellos lo tuvo ocupado mucho tiempo. No recuerdo exactamente cuál era el tema, pero en el cuadro debía figurar el espíritu de las tinieblas. Mi padre meditó largamente acerca del aspecto que le daría, pues era su deseo revelar en su rostro todo lo que agobia al hombre. Mientras meditaba de esta manera, algunas veces cruzaba por su mente la imagen del misterioso prestamista y se decía, aun sin querer: “Ese sí que me serviría de modelo para el demonio”. Imagínense ustedes su sorpresa cuando, un día, mientras estaba trabajando en su estudio, oyó llamar a la puerta y, al instante, se presentó el horrible usurero. Notó que un estremecimiento le recorría el cuerpo.
–¿Eres tú el pintor? –preguntó sin más preámbulos el recién llegado.
–Sí, soy yo –contestó mi padre extrañado, en espera de lo que vendría después.
–Bien. Hazme un retrato. Quizá me muera pronto y, como no tengo hijos, no quiero desaparecer del todo: quiero seguir viviendo de algún modo. ¿Puedes hacerme un retrato en el que salga exactamente igual que soy en la vida?
“¿Qué mejor ocasión? –pensó mi padre–. El mismo viene a ofrecerse para hacer de demonio en mi cuadro.” Y aceptó. Se pusieron de acuerdo sobre las horas de las sesiones y el precio.
Al día siguiente, mi padre estaba ya en casa del prestamista, provisto de paleta y pinceles. Le produjeron una singular sensación los altos muros que rodeaban el patio, los perros guardianes, las puertas metálicas y los cerrojos, las ventanas de medio punto, los cofres recubiertos de tapices antiguos y, en fin, el propio dueño de todo aquello, un extraordinario sujeto sentado delante de él sin hacer un movimiento. Las ventanas parecían obstruidas a propósito por toda clase de objetos, de modo que sólo dejaban pasar la claridad a través de la parte alta. “¡Demonios, qué buena luz tiene ahora el rostro!”, pensó mi padre, y se puso a pintar, ávidamente, temiendo que desapareciera la iluminación favorable. “¡Qué vigor! –repetía para sus adentros–. Si acierto, aunque sólo sea a medias, a sacarle tal y como lo tengo ahora, impresionará más que todos mis santos y mis ángeles, que se quedarán pálidos a su lado. ¡Qué fuerza diabólica! Va a salirse del cuadro a poco que yo logre aproximarme a la realidad. ¡Qué facciones tan extraordinarias!”, no cesaba de repetir, redoblando en su celo y viendo ya cómo iban revelándose en el lienzo algunos rasgos.
Sin embargo, cuanto más parecido iba dándoles, más se acentuaba en mi padre una sensación penosa y alarmante que no podía entender. A pesar de todo, hizo el firme propósito de captar con la máxima exactitud hasta lo menos perceptible de los rasgos y la expresión. Se esmeró, sobre todo, en los ojos.
Encerraban tanto vigor que parecía vana pretensión querer reproducirlos con exactitud, tal y como eran en realidad. De todas maneras, se empeñó en descubrir hasta las líneas y los matices ínfimos y desentrañar su secreto. Pero apenas le dio libertad al pincel para penetrar y profundizar en ellos, invadieron su alma una repulsión tan inusitada y una angustia tan incomprensible que hubo de suspender el trabajo por algún tiempo. Luego volvió a él, pero acabó por hacérsele insoportable: notaba que los ojos pintados se le metían en el alma y le causaban una inconcebible desazón, que fue en aumento al segundo día y más al tercero.
Sintió pavor. Abandonó el pincel y declaró terminantemente que no podía seguir con el retrato. Hubo que ver la alteración del misterioso prestamista al escuchar las palabras de mi padre. Se arrojó a sus pies suplicándole que terminase el retrato, diciendo que de ello dependían su suerte en el mundo, que mi padre había recogido ya sus rasgos vivos en el lienzo y, si acertaba a reproducirlos con fidelidad, su vida perduraría en virtud de una fuerza sobrenatural en el retrato, que de ese modo él no moriría totalmente y que necesitaba seguir presente en el mundo. Estas palabras aterraron a mi padre: le parecieron tan insólitas y espantosas que tiró la paleta y los pinceles y huyó a escape de la habitación.
El recuerdo de lo ocurrido lo tuvo desazonado el resto del día y la noche entera. A la mañana siguiente, una mujer que era la única sirvienta del prestamista le trajo de su parte el retrato a mi padre con el recado de que su amo lo rechazaba, que no daba nada por él y se lo devolvía. Por la tarde de aquel mismo día, mi padre se enteró de que el usurero había fallecido y ya estaban preparando el sepelio según el rito de su religión. Todo aquello le pareció inusitadamente anómalo.

12 

Diario de un loco

“Diario de un loco” es, paradójicamente, la más lúcida de las cinco “Historias de San Petersburgo” y también la más incomprendida, malinterpretada, incluso tergiversada obra de Gógol. La crítica más solvente por lo general confunde en este caso la gimnasia con la magnesia y al clarividente personaje con un orate, un chiflado, un lunático.
Un siquiatra, muchos siquiatras, afirman en jerga siquiátrica que ‘“Diario de un loco’ es el relato de la vida de Aksenti Ivanov Poprishchin, un funcionario de la burocracia ucraniana que, a través de las anotaciones en su blog diario íntimo, va mostrando cómo en medio de la rutina de su labor y las pequeñas humillaciones de su vida, surgen en su mente ideas referenciales y erotomaniacas que progresivamente adoptan tintes delusivos. El carácter disparatado de las fechas y la naturaleza arbitraria de sus vivencias es coronado de modo extravagante cuando abraza la delusión de ser el mismísmo Rey de España. Luego deviene su internamiento asilar, donde la penosa experiencia de colisión de su locura con el entorno constituye su aciago final”.
Santiago Simón Cabodevilla comparte, en parte, este juicio, pero sin perder de vista el valor testimonial implícito en el “retrato” de la locura:
“El relato es el monólogo en forma de diario del funcionario ucraniano Aksenti Ivanov Poprischin, quién narra la progresión de su enfermedad mental, asimilable a la esquizofrenia, que lo lleva por una constante pendiente de desvaríos y pensamientos negativos camino hacia su autodestrucción; por el camino llega incluso a creerse el Rey de España, de ahí su adaptación teatral recurrente. Un retrato que sirve tanto para la crítica de la burocracia funcionarial, como para la descripción del tormento causado por las humillaciones y miserias a que lo sometieron a lo largo de su vida”.
Poprishchin no es un loco, es un visionario, un incomprendido. Sólo un escéptico, un retarado mental, una criada tonta pueden negar que los perros puedan hablar, leer y escribir:
“Al tocar la campanilla, vino a abrirme una joven bastante mona, con la cara salpicada de pecas; era la misma que acompañaba a la anciana. Se ruborizó un poco al verme, y yo comprendí en seguida que ansiaba tener novio.
-¿Qué desea? —me preguntó.
-Necesito hablar con su perrita —le respondí. La joven era tonta y yo lo noté en seguida”. Sólo alguien sin imaginación, podría no sospechar “que los perros son mucho más inteligentes que las personas… El perro es un verdadero político: todo lo nota, no se le escapa ni un paso del hombre”.
La intolerancia más extrema y la insidiosa envidia es lo único que explica que a Poprishchin se le tome por loco cuando descubre que es el rey de España, como si no fuera posible que un designio de la providencia lo hubiera hecho merecedor de tan alto cargo. Aparte de que la condición de rey, como la de primer ministro o presidente en sí misma está sobrevalorada, Y como si no fuera posible, en última instancia, que un loco o un sinvergüenza o ambas cosas pueda llegar a ser rey o presidente.
“¡Hoy es un gran día! ¡En España hay un rey! ¡Por fin ha sido encontrado! Y este rey soy yo. Reconozco que al parecer me ha iluminado un rayo. No comprendo cómo pude pensar e imaginarme que era un consejero titular. ¿Cómo pudo ocurrírseme una idea tan loca? Menos mal que entonces no se le antojó a nadie meterme en una casa de locos. Ahora me ha sido revelado todo, ahora lo veo todo con claridad. Antes no comprendía, antes diríase que todo lo que veía estaba sumido en la niebla. Todo esto sucede, creo yo, porque la gente se imagina que el cerebro de una persona está en su cabeza; pero no es así, es el viento quien lo trae del mar Caspio. Primero declaré a Marva quién era yo. Al enterarse de que se hallaba ante el rey de España, alzó los brazos al cielo y por poco se muere del susto. Ella es tonta y jamás habrá visto al rey de España. Sin embargo, procuré calmarla y le aseguré con palabras indulgentes que estaba lleno de benevolencia para con ella y que no le guardaba rencor por haberme limpiado mal los zapatos algunas veces. Hace falta tener en cuenta que la pobre forma parte del pueblo y que no se le puede hablar de temas elevados. Se asustó porque está convencida de que todos los reyes de España son como Felipe II. Pero yo le expliqué que entre Felipe II y yo no había el menor parecido, y que yo no tenía capuchinos. No fui a la oficina. ¡Que se vaya al diablo!”
La mas infame intolerancia, la ceguera política, las más bajas intrigas palaciegas son lo único que explica que la supuesta condición de loco de Poprishchin (la sublime locura, en todo caso) justifique ser arbitrariamente recluido en una de las más brutales instituciones sociales de todos los tiempos, el manicomio:
“Y heme aquí en España. Esto ha sucedido con tanta rapidez, que apenas si puedo volver de mi asombro. Esta mañana se presentaron en casa los diputados españoles, y yo me fui con
ellos en una carroza. Me extrañó la extraordinaria rapidez del viaje, íbamos con tanta velocidad, que en menos de media hora llegamos a la frontera de España. Claro está que ahora en toda Europa los caminos de hierro colado son muy buenos y el servicio de barcos está muy organizado. ¡Qué país tan extraño es España! Al entrar en la primera habitación, vi a muchas personas con el pelo cortado al rape, y en seguida me figuré que debían de ser dominicos o capuchinos, pues tienen el hábito de afeitarse la cabeza. El comportamiento del canciller de Estado conmigo me pareció de lo más extraño: me llevó de la mano y me condujo a un cuarto, a cuyo interior me empujó, diciéndome:
—Quédate aquí. Y si persistes en pasar por Fernando, ya te quitaré yo las ganas de seguir haciéndolo”.
Poprishchin es un soñador, un idealista al que todos maltratan y desprecian. El mundo y sobre todo el mando, las riendas del poder están en manos de criminales de guerra, déspotas, presidentes, reyes o ministros que no son más que vulgares ladrones, saqueadores, predadores como los que tenemos en hay un país en el mundo. Por eso Poprishchin no puede ser rey. Por eso Gógol miraba al mundo de esa manera, a través de la risa y de las lágrimas.
“Y aún me está destinado por un maravilloso poder, caminar durante mucho tiempo de la mano de mis extraños héroes, contemplar toda la grandiosidad de la vida, a través de la risa que ve el mundo y de las lágrimas que le son invisibles”.

(13)

El Capote

“El capote” sobresale, entre las obras de Gógol, como una de las más celebradas narraciones. Es de hecho, una de las narraciones más celebradas de la historia literaria, un sitial que comparte junto a “Bola de sebo”, de Maupassant, “La muerte de Ivan Ilich”, de Tolstoi y otros cien títulos y autores en la más selecta y rigurosa antología.
Gógol despreciaba (y también compadecía) a los burócratas, y sobre todo a los burrócratas, y a muchos de ellos los retrató en toda su grotesca deformidad. En “El capote” Gógol hace lo que podría llamarse una disección del alma de un burócrata, admitiendo que los burócratas tienen alma. Pero no de un burócrata cualquiera. Akaki Akakievich, que así se llama, está en uno de los niveles más bajos del servicio público, es un infeliz, un pobre diablo, un ser despreciado por sus mismos compañeros de trabajo, un humillado, un ofendido:
“Cuándo y en qué época entró en el departamento ministerial y quién le colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos directores y jefes pasaron le habían visto siempre en el mismo sitio, en idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo que se podía creer que había nacido así en este mundo, completamente formado con uniforme y la serie de calvas sobre la frente. En el departamento nadie le demostraba el menor respeto. Los ordenanzas no sólo no se movían de su sitio cuando él pasaba, sino que ni siquiera le miraban, como si se tratara sólo de
una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus superiores le trataban con cierta frialdad despótica. Los ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de papeles debajo de las narices, sin decirle siquiera: ‘Copie esto’, o ‘Aquí tiene un asunto bonito e interesante’, o algo por el estilo, como corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía, mirando tan sólo a los papeles, sin fijarse en quién los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía en el acto a copiarlos”
Lo más sorprendente es que, pesar de eso, Akaki Akakievich ama su trabajo, lo disfruta:
“Difícilmente se encontraría un hombre que viviera cumpliendo tan celosamente con sus deberes… y, ¡es poco decir!, que trabajara con tanta afición y esmero. Allí, copiando
documentos, se abría ante él un mundo más pintoresco y placentero. En su cara se reflejaba el gozo que experimentaba. Algunas letras eran sus favoritas, y cuando daba con ellas estaba como fuera de sí: sonreía, parpadeaba y se ayudaba con los labios, de manera que resultaba hasta posible leer en su rostro cada letra que trazaba su pluma”.
En contadas ocasiones, Akakievich protesta enérgicamente contra las burlas y se hace respetar, muestra la intimidad de su ser y el dolor que en él causa el desprecio:
‘“¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?’ Y simultáneamente con estas palabras resonaban otras:
“‘¡Soy tu hermano!’ El pobre infeliz se tapaba la cara con las manos, y más de una vez, en el curso de su vida, se estremeció al ver cuánta inhumanidad hay en el hombre y cuánta dureza y
grosería encubren los modales de una supuesta educación, selecta y esmerada. Y, ¡Dios mío!, hasta en las personas que pasaban por nobles y honradas”…
En el feroz clima de San Petersburgo, Akaki Akakievich sufre a causa del frío que su raído capote, su desgastado abrigo no logra mitigar y un día se decide a cambiarlo, pero el capote cuesta un ojo de la cara, casi el equivalente de lo que gana en un año. A fuerza de reducir sus gastos en comida y otros lujos relativamente superfluos, logra sin embargo reunir el dinero necesario y adquiere finalmente la codiciada prenda, un elegante capote o abrigo que cambia momentáneamente su vida social. Akakievich se siente feliz, pero la felicidad dura poco en casa del pobre. Lo asaltan, lo despojan, le arrebatan lo que tiene ahora más valor en su vida. Akakievich recurre inútilmente a los medios a su alcance, la policía, un alto funcionario. Las risas se mezclan como de costumbre en la obra de Gógol con las lágrimas. El capote es todo  para él, de la misma manera que la bicicleta lo es todo para el ladrón de la película de Vittoria de Sica, pero al ladrón de bicicleta le va mejor al final.
“Este relato semifantástico causó enorme impresión, aunque sus contemporáneos no entendieron el final sobrenatural por estar escrito de un modo burlón y jocoso.La piedad de Gógol hacia el pobre diablo, su manera de representar al insignificante ‘hombrecillo’, su sentimiento de la injusticia social o quizás universal, inherente al destino de los ‘humillados y ofendidos’, y su compasión cristiana por el débil y el humilde, todos estos temas básicos de la literatura rusa estaban presentes en este grotesco sentimental”. (Marc Slonim, “La literatura rusa”).

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La nariz

Recuerdo que a un gobernador del Banco Central se le perdieron una vez, hace ya muchos años, unos lingotes de oro que nunca aparecieron. Recuerdo que una vez se perdió  una playa en una bahía de las águilas. Recuerdo que muchas veces desaparecieron entre las uñas de secretarios o ministros civiles y militares una buena parte de la sierra, una industria tabacalera, una o varias flotilla de autobuses, una compañía de aviación, una corporación entera de electricidad, una “barquita”. Recuerdo que a un siniestro personaje se le perdió un alijo de drogas confiscado a narcotraficantes y se perdió de paso el siniestro personaje.
Recuerdo que, en general, a los ministros o secretarios (os/as) se les  pierden, extravían  o desaparecen centenares de millones y que ahora mismo estamos en riesgo de perder la cancillería. Recuerdo también que, en el colmo de los colmos, un diligente funcionario se apuntó con una pistola a la cabeza y se despojó de todo el dinero que le habían confiado.
Recuerdo que a un gobernante luciferino se le perdían o desaparecían sindicalistas, oposicionistas, periodistas y profesores universitarios como los inolvidables Orlando y Narcisazo. Recuerdo que a otro insólito gobernante se le perdió la cabeza o llegó al gobierno sin ella y en su lugar le pusieron un ñame.
Lo que no recuerdo, no puedo recordar, es que a ningún presidente o funcionario se le haya perdido la nariz. Eso solo sucede o sucedía en la Rusia de Gógol, por lo menos en la Rusia de las “Historias de san Petersburgo” para ser más preciso.
Y sí, le sucedió al mayor Kovaliov, ‘el asesor colegiado’ y la encontró, horrorizado, el barbero Iván Yákovlevich. Allá, en la Rusia de Gógol, se perdían pero también encontraban ciertas cosas, por más extraño que parezca:
“En marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski se despertó bastante temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa, señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién cocidos.
“-Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna -anunció Iván Yákovlevich-. Lo que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.
“(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.)
“Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac encima del camisón de dormir, se sentó a la mesa provisto de sal y dos cebollas, empuñó un cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo cortado en dos se fijó en una de las mitades y, muy sorprendido, descubrió un cuerpo blanquecino entre la miga. Iván Yákovlevich lo tanteó con cuidado, valiéndose del cuchillo, y lo palpó. ‘¡Está duro! -se dijo para sus adentros-. ¿Qué podrá ser?’.
“Metió dos dedos y sacó… ¡una nariz! Iván Yákovlevich estaba pasmado. Se restregó los ojos, volvió a palpar aquel objeto: nada, que era una nariz. ¡Una nariz! Y, además, parecía ser la de algún conocido. El horror se pintó en el rostro de Iván Yákovlevich. Sin embargo, aquel horror no era nada, comparado con la indignación que se adueñó de su esposa.
“-¿Dónde has cortado esa nariz, so fiera? -gritó con ira-. ¡Bribón! ¡Borracho! Yo misma daré parte de ti a la policía. ¡Habrase visto, el bribón! Claro, así he oído yo quejarse ya a tres parroquianos. Dicen que, cuando los afeitas, les pegas tales tirones de narices que ni saben cómo no te quedas con ellas entre los dedos.
“Mientras tanto, Iván Yákovlevich parecía más muerto que vivo. Acababa de darse cuenta de que aquella nariz era nada menos que la del asesor colegiado Kovaliov, a quien afeitaba los miércoles y los domingos”.
El dueño o titular de la nariz, por su parte, se sintió mucho peor al realizar el macabro descubrimiento:
El asesor colegiado Kovaliov se despertó bastante temprano y resopló –‘brrr…’-, cosa que hacía siempre al despertarse, aunque ni él mismo habría podido explicar por qué razón. Kovaliov se desperezó y pidió un espejo pequeño que había encima de la mesa. Quería verse un granito que le había salido la noche anterior en la nariz. Y entonces, para gran asombro suyo, en el lugar de su nariz descubrió una superficie totalmente lisa. Mandó que le trajeran agua y se frotó los ojos con una toalla húmeda: ¡nada, que no estaba la nariz! Comenzó a palparse, preguntándose si estaría dormido. Pero, no; no era una figuración. El asesor colegiado Kovaliov se tiró precipitadamente de la cama, sacudiendo la cabeza con preocupación: ¡no tenía nariz! Pidió su ropa al instante y partió como una flecha a ver al jefe de policía”.
Kovaliov era un tipo atildado y coqueto, andaba siempre cubierto de joyas, vestía ropas finas y estaba pensando en casarse con una mujer adinerada, pero la desaparición de la nariz estropeaba momentáneamente todos sus planes:
“El mayor Kovaliov tenía el hábito de pasear todos los días por la Avenida Nevski. Llevaba siempre el cuello de la pechera muy limpio y almidonado. Sus patillas eran como las que todavía usan los agrimensores provinciales y comarcales, los arquitectos y los médicos de regimiento, igual que los funcionarios de policía y, en general, todos esos caballeros de mejillas rubicundas y sonrosadas que suelen jugar muy bien al boston: son unas patillas que bajan hasta media cara y llegan en línea recta a la misma nariz. El mayor Kovaliov lucía multitud de dijes, unos de cornalina, otros con escudos labrados y también de los que llevan grabadas las palabras miércoles, jueves, lunes, etc. El mayor Kovaliov había viajado a San Petersburgo para ciertos menesteres consistentes en buscar un acomodo a tenor con su rango: un nombramiento de vicegobernador, si lo conseguía, o, en todo caso, el de ejecutor en algún Departamento de fuste. El mayor Kovaliov tampoco estaba en contra de casarse, pero sólo en el caso de que acompañara a la novia un capital de doscientos mil rublos. Por todo lo cual podrá comprender ahora el lector el estado de ánimo de este mayor al descubrir un estúpido espacio plano y liso en lugar de su nariz, que no era nada fea ni desproporcionada.
“Para colmo de males, no aparecía ni un solo coche de punto por la calle, y el mayor tuvo que caminar a pie, embozado en su capa y cubriéndose la cara con un pañuelo como si fuera sangrando. ‘Pero, bueno, ¿no será esto una figuración mía? Es imposible que una nariz se extravíe así, estúpidamente’, pensó, y entró en una pastelería, con el solo fin de mirarse al espejo. Por fortuna, no había parroquianos en el establecimiento. Unos chicuelos barrían el local y ordenaban los asientos mientras otros, con ojos de sueño, sacaban bandejas de pastelillos recién hechos; sobre las mesas y las sillas andaban tirados periódicos de la víspera manchados de café. ‘¡Menos mal que no hay nadie! -se dijo Kovaliov-. Ahora podré mirarme.’ Se acercó tímidamente al espejo y miró. ‘Pero, ¿qué demonios de porquería es ésta? -profirió soltando un salivazo-. ¡Si por lo menos hubiera algo en lugar de la nariz!… ¡Pero, es que no hay nada!’”
Todo lo anterior no deja de ser trágico o por lo menos dramático, aunque parezca un cuento cómico, pero estoy seguro de que muchos preferirían que a nuestros funcionarios y mandatarios se les perdieran cosas como estas y no el país entero, como lo estamos perdiendo. Como se están perdiendo o se perdieron al parecer para siempre la vergüenza, la honestidad, el decoro de este país en el mundo.

(15)

El inspector

A una corrupta aldea de la Rusia zarista, perdida en medio de la nada, llega la noticia de la visita de un inspector procedente de San Petersburgo y cunde el pánico. Lo mismo podría pasar (pasa con cierta frecuencia) en un país imaginario como el nuestro cuando un procónsul del imperio viene a poner orden en los asuntos que afectan los intereses del imperio. Los funcionarios se alborotan y confabulan, se ponen a la defensiva. Se arma un avispero.
Lo que se arma en la mencionada aldea rusa es un hilarante pandemonio. Todos lo funcionarios, los burócratas, los militares, los trepadores, cabilderos y  adulones, todos los integrantes de la administración pública han privatizado de alguna manera sus funciones y tienen algo que temer y ocultar, todos tienen hechas y sospechas. Lo mismo podría pasar y pasa con frecuencia en un país imaginario y en vías de extinción como el nuestro.
A Nicolai Gógol, el autor de la obra, le bastan unos cuantos trazos para ambientar la situación e introducirse en la psiquis de sus personajes. Con su peculiar estilo incisivo los somete a una crítica, a una sátira corrosiva que desconstruye la visión idílica de la vida aldeana y muestra su miseria espiritual. Lo que parece comedia es una disección del alma, la representación de perfiles muchas veces siniestros que se disimulan, a fuerza de cara, detrás de un escudo de aparente inocencia. El descaro de la inocencia.
El alcalde, por ejemplo, predica su buena fe a la hora de hacer lo mal hecho:
“Los mercaderes y los burgueses me causan dificultades. Dicen que les saco mucho dinero; y yo, palabra de honor, si alguna vez le saqué algo a cualquiera de ellos, lo hice sin mala intención”.
Además, añade el alcalde:
“¿Y después de todo? ¿Hay acaso un solo hombre que no tenga algún pecadillo? El propio Dios lo ha dispuesto así, y será inútil que despotriquen contra eso todos los volterianos”.
El mismo argumento se escuchó recientemente en este país imaginario en boca de prestantes políticos que de seguro no han leído “El inspector” de Gógol. La corrupción es cosa de Dios, pura rutina, nada de que avergonzarse.
El alcalde se siente sin embargo nervioso y piensa que no está de más tomar precauciones. Se pregunta angustiado si “¿No habrá alguna denuncia contra mí? ¿Realmente… ? ¿Cómo se explica que venga un inspector aquí?”
Se dirige al jefe de correos y le pide si acaso “¿No podría usted, en bien de todos, abrir y leer un poco?. ¿Comprende?… Abrir y leer un poco todas las cartas que le lleguen al Correo, para ver si no contienen alguna denuncia o, simplemente, alguna correspondencia reveladora. En caso contrario, se puede volver a cerrar el sobre; por lo demás, hasta se lo puede entregar así, abierto”.
El jefe de correos responde con candoroso descaro:
“—Lo sé, lo se… No me dé lecciones. Eso lo hago no por cautela sino, más que nada, por curiosidad; me muero por saber qué novedades hay en el mundo. Le aseguro que esa lectura es interesantísima. Hay cartas que se leen con deleite… ¡Se pinta ahí cada cosa!… ¡Son más instructivas que ‘El Informativo’ de Moscú”.
Algo parecido a lo que se dice a continuación pasa en este país imaginario con el correo electrónico y las comunicaciones telefónicas:
ALCADE: —Entonces, dígame… ¿No ha leído sobre un funcionario de San Petersburgo?
JEFE DE CORREOS: —No, no se habla de ningún funcionario de San Petersburgo, aunque sí de varios de Kostrom y Sarátov. Pero es una lástima, qué usted no lea esas cartas: contienen pasajes preciosos. Hace poco, sin ir más lejos, un subteniente le escribía a un amigo, al describirle un baile en el más juguetón de los lenguajes…, muy, muy bonitamente: ‘Aquí la vida fluye en el séptimo cielo, querido amigo¿, decía. ‘Hay muchas muchachas, Suena la música, se baila con entusiasmo…’ Sí. Lo pintaba con mucha emoción. Me guardé la carta expresamente. ¿Quiere que se la lea?”
De una u otra manera, la situación es de alto riesgo, piensa el alcalde, y aconseja tomar precauciones:
ALCALDE: —….ya lo saben: están avisados. Por mi parte, he tomado algunas medidas.- ¡Les aconsejo que hagan lo mismo! ¡Sobre todo a usted, Artemio Filípovich! Sin duda, el inspector querrá examinar antes que todo el hospital…. de modo que le conviene adecentarlo; hágales cambiar los gorros de dormir a los enfermos y déles ropa limpia, para que no parezcan unos herreros, como sucede habitualmente cuando andan por la casa.
El diálogo chispeante que entablan ahora los personajes representa casi el mismo drama que se está viviendo en este país imaginario. Basta cerrar un poco los ojos, imaginar que entre los actores se encuentran Freddy Beras Goico, Boruga, Cuquín Victoria:  
ARTEMIO FILÍPOVICH: —Bueno, eso es fácil. Podemos cambiarles los gorros.
ALCALDE: —Sí. Y, además, convendría escribir encima de cada cama, en latín o algún otro idioma, el nombre de cada enfermedad y la fecha en que se enfermó cada paciente… Está mal eso de que sus pupilos, Artemio Filípovich, fumen un tabaco tan fuerte que lo hace estornudar a uno apenas entra. Además, sería preferible que no fueran tantos; pueden atribuirlo inmediatamente a la falta de cuidados o a la ineptitud del médico.
ARTEMIO FILÍPOVICH: —¡Oh! En cuanto a las curaciones, yo y Cristian Ivánovich hemos tomado ya nuestras medidas; cuanto más dejemos obrar a la naturaleza, mejor…, no usamos medicamentos caros. El hombre es un ser simple; si se tiene que morir, se morirá lo mismo; si se tiene que curar, se curará. Además, a Cristian Ivánovich le costaría trabajo entenderse con ellos: no sabe una sola palabra de ruso.
ALCALDE: —A usted. Amos Fédorovich, yo le aconsejaría también que tuviera más cuidado con su juzgado. En la antesala donde esperan habitualmente los litigantes, los ujieres han empezado a criar gansos con sus gansitos y uno tropieza con ellos a cada paso. Naturalmente, la avicultura es muy digna de elogio…, ¿y por qué no habría de criar aves un ujier?…, pero…, ¿sabe?…, ahí resulta indecoroso hacerlo. Siempre quise decírselo, pero no sé por qué se me olvidaba.
AMOS FÉDOROVICH: —Hoy mismo daré orden de que los lleven a la cocina. Si quiere-… venga a almorzar conmigo.
ALCALDE:, —Además, resulta lamentable que en plena sala de audiencias se tienda ropa a secar y cuelguen un morral sobre el propio armario de los expedientes. Ya sé que a usted le gusta cazar, pero de todos modos convendría descolgarlo por algún tiempo, y cuando se vaya el inspector, podrá volver a colgarlo. También debo decirle que su secretario,.. Claro está que es un hombre capaz, pero huele como si acabara de salir de una vinería… Eso tampoco es muy digno de elogio. Si, como dice su secretario, huele así de nacimiento, habría un recurso: aconséjele que coma ajo o cebolla o cualquier otra cosa. En ese caso, Cristian Ivánovich podría ayudarle con diversos medicamentos.
AMOS FÉDOROVICH: —No, eso sí que sería imposible eliminarlo; el secretario dice que su madre lo dejó caer al suelo cuando era pequeño y se lastimó, y que desde entonces huele un poco a vodka.
“El inspector” es la obra más divertida de Gógol. Entre una y otra escena se suceden episodios que hacen reír a carcajadas. Pero al tiempo que hace reír, el implacable Gógol va mostrando, va desenmascarando, desnudando la podredumbre del alma, de las almas vivas. El corazón de las tinieblas.       
“Pocos autores -muy pocos, de hecho- son capaces de hacer sombra a Nikolai Gógol a la hora de reflejar, utilizando el humor como método, las miserias del alma humana. Es más, es muy probable, que Gógol no tenga, en toda la historia de la literatura rusa, parangón en cuanto a maestría en el uso de la sátira como reflejo y protesta” (Juan Carlos Calderón).


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Almas muertas (pendiente)




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