Un relato del libro Monedas en la fuente
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Pedro Conde Sturla
Parecería, Palma, que al correr
de la vida -al paso de las horas, los días, los decenios-, tu imagen se alimenta
de esa informe, esa leve y aleve materia que es el tiempo. Te veo allí sentada,
aún te veo, sentada casualmente, platicando sonriente con Ennio aquella tarde, en
un abril remoto que casi ya no ocupa lugar en la memoria.
Era la vieja Roma, eran los
años jóvenes -mis años de estudiante- los cines de segunda, los sueños de
primera, los amoríos fugaces, los paseos nocturnos por el Pincho, las parejas
de amantes a la luz de la luna.
Era la época de la guerra ominosa
de Vietnam y las protestas masivas de estudiantes y obreros, eran los meses
finales de mi estadía romana, Hemingway y Pavese, la tesis que escribía sobre
el primero. Era el grupo de amigos y amigas que los años y la distancia se han
tragado y era Palma Ferrante en la casa de Ennio y era La Niña Veras -la
paisana-, que compartió conmigo lo de Palma.
Palma iba y venía, sobre todo,
en otoño con sus delgados pasos, cuando el cambio de las estaciones empezaba a
producirle ansiedad, desasosiego. Amaba los veranos y las playas y su pueblo
natal que era Bellegra, no muy lejos de Roma. Palma era tropical, como su
nombre, y era esbelta y alegre, una alegría contagiosa. Parecía hecha a mano,
con un cuerpo dotado de los mejores atributos, una carita dulce de ángel
travieso que la protegía de los malos pensamientos y unos ojitos verdes. Unos
ojitos verdes de un verde suave y sin malicia aparente, casi tirando a miel. Ojos claros, serenos, con un mirar
curioso y divertido.
Algunas pocas veces me invitó
a caminar por las calles y parques de la ciudad antigua que se cubre de un manto
de ocre en los crepúsculos, y me llevaba a sitios que conocía de memoria. El
Mausoleo de Adriano, la tumba de Augusto, la Fontana di Trevi. Alguna pizzería
en Via del Corso. Ocasionalmente me daba lecciones de guía turística sobre
historia de Roma que me hacían sonreír. Yo la dejaba hablar y la miraba. Miraba
y admiraba. Siempre me pareció una obra de arte, igual que sus hermanas.
Otras veces salíamos de noche en grupo
para el cine, el cine Olimpia, refugio de personajes de la cultura gay y
amantes del neorrealismo italiano, y a la salida nos íbamos a caminar y alborotar
por las calles desiertas. Palma y Ennio, alguna amiga pajarera y yo, La Niña
Veras y un novio meridional llamado Rocco, con el cual mantenía unos amores
arrebatados y felices. A ellos los vi bailar de madrugada, los veo, como a
Palma, todavía claramente, bailando sin música en la parada del autobús, el
conductor del autobús que se detiene a contemplarlos, que espera con los escasos
pasajeros a que terminen de bailar con su música por dentro, el conductor que rememora, quizás, un episodio de sus años de juventud, cuando las cosas se hacían sin pensar, el conductor que grita muchachos, muchachas que ya es tarde, hace frío, invitando gentilmente a subir al autobús, el último de la noche gélida del invierno romano.
En aquella locura que era el tráfico
de Roma, Palma me tomaba de la mano, me conducía con su manera suicida de
cruzar las calles, avanzando imprudente, tirándose entre los carros, diciéndome
camina, ven, no tengas miedo. Y claro que tenía miedo, Palma. Tenía miedo de cruzar esas
calles en aquel mar de impaciencia que era y sigue siendo el tráfico de
Roma. Tú avanzabas de prisa, caminabas conmigo tomándome de la mano en aquel
pandemonio, hablándome y sonriendo con tu carita linda. Yo presentía el final.
Terminaría mi vida de estudiante bajo las ruedas de un Fiat 500, un Lancia, un
Alfa Romeo, no importaba la marca.
A pesar de mis temores pasó el tiempo sin mayores
sobresaltos y de pronto me vi presentando la tesis ante Agostino Lombardo y un
jurado que me proclamó Doctor en Letras. En los dos días siguientes se me
juntaron de golpe los trámites, las emociones, los afanes, todas las cosas
pendientes que había dejado para último, como suele suceder. La compra del
pasaje de regreso al país natal, el telegrama para informar a la familia, los
preparativos y arreglos inesperados, los libros para empacar, la fiesta de
despedida, la esencial Carta de ruta que debía procurar en la embajada
dominicana para sustituir el pasaporte maculado con visas de los países
socialistas, que estaba prohibido visitar. Eso y otros escollos que en principio me parecían
imposibles de superar.
Palma pasó a buscarme puntualmente en compañía de La Niña
para llevarme en su Fiat 500 a la bulliciosa estación de tren, la famosa Estación
Termini que Vittorio de Sica había hecho aun más famosa en su film.
Parecía fácil, en principio, dejar la casa, el pequeño
apartamento de Via dei Vestini, abandonar en silencio un lugar que amaba, mi discreta morada en Roma, allí donde había
sido muchas veces feliz intensamente, pasear la vista en derredor, detenerme en
lugares que sólo para mi tenían significado, sentir aquel vacío, aquella
vibración que parecía correspondida. Con el corazón encogido cerré la puerta,
me despedí para siempre. La despedida glacial de mi apartamento en Vía dei
Vestini.
Bajé el pesado equipaje y subí al Fiat de Palma. También de
Palma me despediría para siempre aquel día.
Pocas horas después me iría de Roma, si alguna vez me he
ido. Regresaría al oprobio, a los doce años de Balaguer. Los tenebrosos agentes
vestidos de civil al pie de la escalera de desembarco. El largo interrogatorio.
El aeropuerto militarizado. El difícil proceso de readaptación al país. Buscar
empleo.
La vida tomó otro rumbo. Poco a poco se fue quedando atrás mi despreocupada época de estudiante. Nuevas tareas
ocuparon mi tiempo y pensamientos, pero
sin perder el contacto con el grupo de amigos ni presentir el golpe que venía,
la ira de un destino encarnizado.
Meses después, siete meses después de mi llegada a Santo
Domingo sonó el teléfono, la voz de La Niña Veras al teléfono, La Niña balbuceando,
llorando, mezclando los idiomas, La Niña que me cuenta, que me explica, La Niña a la que
grito que no entiendo, que no quiero entender, la voz que me desgarra, que
llora, que se rompe, que me duele, que me aturde, que me da la noticia que no
acepto, que no puedo aceptar, la tragedia de Palma, pobre Palma, brutalmente
arrollada por un auto, arrastrada,
golpeada, desfigurada, toda muerta. (Trascinata –me dijo La Niña Veras–: trascinata, colpita,
sfigurata, tutta morta). Veintidós años cumplidos y toda muerta.
De aquella época conservo la postal que me escribió Palma antes del
suceso, la nota de su hermana Pina que nunca respondí y la foto que acompañaba
el recordatorio necrológico. Los recuerdos que se convierten en riachuelos, la
memoria que se llena de palomas al evocar su nombre, su figura. Las feroces estaciones
del tiempo y la nostalgia que no tienen sentido en la vida ni en la muerte.
pcs,viernes, 20 de
noviembre de 2009
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