Pedro Conde Sturla
27 de noviembre de 2009
Un pariente mío, llamado
Rafaelito, que tiene el número de teléfono de Jesucristo y habla frecuentemente
con Dios y Jesucristo de tú a tú, leyó hace unos días el último libro de
Saramago, esa genial travesura titulada “Caín”. Lo peor es que lo leyó a
escondidas de su mujer y sus hijos, que
también están tocados por la gracia divina, y mientras lo leía botaba humo por
las orejas.

Hay que entender que la dureza de
los términos que emplea Rafaelito se corresponde con lo que es, en el fondo, un
acto de constricción, y quizás una advertencia hipócrita a los lectores para
que no caigan en la tentación de leer el “Caín” de Saramago, a sabiendas de que
el efecto puede ser el contrario y los lectores sientan precisamente la
acuciosa tentación de leerlo, como en mi caso, que es un caso perdido.
En primer lugar, hay que advertir
que Rafaelito comete el error de tomar a Saramago en serio porque Saramago es
sobre todo un bromista con un agudo sentido del humor que no respeta tabúes ni
vacas sagradas. No escribe para complacer al lector sino con el propósito
confeso de causar desasosiego, cosa que logra a la perfección, y en la cual lo
acompaño en sus sentimientos. Para este genial bromista, la Biblia es una broma pesada,
un cúmulo de incoherencias, como la supuesta bondad de un dios que se manifiesta
en actos de crueldad: “Qué diablo de dios es éste que, para enaltecer a abel, desprecia a caín.”
Saramago, un ateo fascinado por
Dios, simplemente se permite ese ejercicio de libertad que es la herejía al
interpretar a su manera ciertos pasajes bíblicos que le parecen absurdos y que
traduce al ámbito de lo racional, su racionalidad. En una prosa volátil,
brillante, ligera como espuma (que Rafaelito considera desgarbada), Saramago da
rienda suelta a una imaginación que no respeta ni las mayúsculas de los nombres
propios y propone otra versión de la leyenda bíblica de Caín, una versión que
ha sido anticipada, en parte, por escritores como Hermmann Hesse, que lo
consideran un rebelde, un inconformista, alguien fuera de serie.
Hay que advertir, sin embargo,
que lo de Saramago no es apto para mojigatos ni beatos sinceros:
“Pronto se vio que las vocaciones
de los dos niños no coincidían. Mientras abel prefería la compañía de las
ovejas y de los corderos, las alegrías de caín iban todas con las azadas, los
bieldos y las hoces, uno destinado a abrirse camino en la pecuaria, otro para
singlar en la agricultura. Hay que reconocer que la distribución de la mano de
obra doméstica era absolutamente satisfactoria, ya que cubría íntegramente los
dos sectores más importantes de la economía de la época. Era voz unánime, entre
los vecinos, que aquella familia tenía futuro. E iba a tenerlo, como en poco
tiempo se habría de ver, contando siempre con la indispensable ayuda del señor,
que para eso está. Desde la mas tierna infancia caín y abel habían sido los
mejores amigos, a tal punto llegaban que ni hermanos parecían, donde iba uno,
el otro iba también, y todo lo hacían de común acuerdo. EI señor los quiso, el
señor los juntó, así decían en la aldea las madres celosas, y parecía cierto.
Hasta que un día el futuro entendió que ya era hora de manifestarse. Abel tenía
su ganado, caín su campo, y, como mandaban la tradición y la obligación
religiosa, ofrecieron al señor la primicia de su trabajo, quemando Abel la
delicada carne de un cordero y caín los productos de la tierra, unas cuantas
espigas y simientes. Sucedió entonces algo hasta hoy inexplicado. El humo de la
carne ofrecida por abel subió recto hasta desaparecer en el espacio infinito, señal
de que el señor aceptaba el sacrificio y de que en él se complacía, pero el
humo de los vegetales de caín, cultivados con un amor por lo menos igual, no
fue lejos, se dispersó ahí mismo, a poca altura del suelo, lo que significaba
que el señor lo rechazaba sin ninguna contemplación. Inquieto, perplejo, caín le
propuso a abel que cambiasen de lugar, pudiera ser que circulara por allí una
corriente de aire que causara el contratiempo, y así lo hicieron, pero el resultado
fue el mismo. Estaba claro, el señor desdeñaba a caín. Fue entonces cuando se
puso de manifiesto el verdadero carácter de abel. En lugar de compadecerse de
la tristeza del hermano y consolarlo, se burló de él, y, como si eso fuese
poco, se puso a enaltecer su propia persona, proclamándose, ante el atónito y
desconcertado caín, un favorito del señor, un elegido de dios. El infeliz caín
no tuvo otro remedio que engullir la afrenta y volver al trabajo. La escena se
repitió, invariable, durante una semana, siempre un humo que subía, siempre un
humo que podía tocarse con la mano y luego se deshacía en el aire. Y siempre la
falta de piedad de abel, la jactancia de abel, el desprecio de abel. Un día
caín le pidió al hermano que lo acompañara a un valle cercano donde corría la
voz de que se escondía una zorra y allí, con sus propias manos, lo mató a
golpes con una quijada de burro que había escondido antes en un matorral, o
sea, con alevosa premeditación. Fue en ese momento exacto, es decir, retrasada
en relación a los acontecimientos, cuando la voz del señor sonó, y no sólo sonó
la voz, sino que apareció en persona. Tanto tiempo sin dar noticias, y ahora aquí
está, vestido como cuando expulsó del jardín del edén a los infelices padres de
estos dos. Tiene en la cabeza la corona triple, en la mano derecha empuña el
cetro, un balandrán de rico tejido lo cubre desde la cabeza a los pies. Qué has
hecho con tu hermano, preguntó, y caín respondió con otra pregunta, Soy yo
acaso el guardaespaldas de mi hermano, Lo has matado, Así es, pero el primer
culpable eres tú, yo habría dado mi vida por su vida si tú no hubieses
destruido la mía, Quise ponerte a prueba, Y quién eres para poner a prueba lo
que tú mismo has creado, Soy el dueño soberano de todas las cosas, Y de todos los
seres, dirás, pero no de mi persona ni de mi libertad, Libertad para matar,
Como tú fuiste libre para dejar que matara a abel cuando estaba en tus manos
evitarlo, hubiera bastado que durante un momento abandonaras la soberbia de la
infalibilidad que compartes con todos los demás dioses, hubiera bastado que por
un momento fueses de verdad misericordioso, que aceptases mi ofrenda con humildad,
simplemente porque no deberías rechazarla…”
Hay mucha tela que cortar y muy
poco desperdicio en el relato de Saramago, pero para disfrutarlo hay que
despojarse de prejuicios, leer con la mente abierta este ejercicio de libertad
incondicional que es característico de la obra del glorioso portugués, un
escritor dotado de una perenne sonrisa,
de juventud perenne, de un estrafalario sentido del humor que es a la vez un
gran sentido del amor por las criaturas terrestres que los dioses, en su
infinita ceguera, echan a perder:
“Y, pese a todo, ese hombre acosado que
vaga por ahí, perseguido por sus propios pasos, ese maldito, ese fratricida,
tuvo, como pocos, buenos principios. Que lo diga su madre, que tantas veces lo
encontró, sentado en el suelo húmedo del huerto, mirando un pequeño árbol recién
plantado, a la espera de verlo crecer. Tenía cuatro o cinco años y quería ver
crecer los árboles. Entonces, ella, por lo que se ve más fantasiosa aún que el
hijo, le explicó que los árboles son muy tímidos, sólo crecen cuando no los
estamos mirando, Es que les da vergüenza, le dijo un día. Durante algunos
instantes caín permaneció callado, pensando, pero luego respondió, Entonces no
mires, madre, de mí no tienen vergüenza, están acostumbrados. Previendo lo que vendría
después, la madre apartó la mirada e inmediatamente la voz del hijo sonó
triunfal, Ahora mismo ha crecido, ahora mismo ha crecido, ya te había avisado
que no miraras. Esa noche, cuando adán volvió del trabajo, eva, riendo, le contó
lo que había pasado, y el marido respondió, Ese muchacho va a llegar lejos.”
pcs,viernes, 27 de
noviembre de 2009
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