domingo, 4 de marzo de 2018

FÁBULA DEL FABULADOR (4)

Un relato del libro Los cuentos negros 
De venta en:
http://www.elcaribe.com.do/autores/pedro-conde-sturla

Pedro Conde Sturla


   [De lo que aconteció a nuestro infatigable aventurero en el transcurso de una misión imposible, precedida por la inolvidable experiencia del beso casto del adiós]

      Liudmila lo acompañaría después en un viaje maravilloso a las Repúblicas Soviéticas del Báltico donde las ciudades parecían de fantasía y después al Mar Negro. Allí se alojarían en alguna de las  fastuosas residencias reservadas a las más altas nomenclaturas del partido, copulando como conejos, vodka y caviar a saciedad.  Luego viajarían a Bakú y después asistirían al festival de cine de Tasken. Y en Tasken, por cierto, los sorprendió un terremoto que dejó a la ciudad destruida y puso fin a la gira. En fin, vacaciones prepagadas, si acaso había algo por pagar, aparte del prendedor.
Al regresar a Moscú en un helicóptero de transporte del Ejército Rojo, lo esperaban noticias de Sánchez Córdova. Noticias cifradas, en clave, poniéndolo al tanto del inicio de una delicada operación en la cual sus servicios eran indispensables. Ahora había regresado a las filas.
Volvió a ver a Liudmila al día siguiente –última vez que la vio. Liudmila con su carita linda ensombrecida, el rostro desmejorado por la falta de sueño y la tristeza. Ella también había recibido noticias, instrucciones precisas que daban por terminada su labor al servicio de Dato. Partía esa misma tarde hacia Moldavia por razones de seguridad. Con los ojos arrasados en lágrimas lo despidió con un beso en la frente que todavía le quemaba. Liudmila, desde luego,  le escribía cartas de amor que Dato no respondía porque tenía marido y Dato no quiso enamorarse.
Y además en esos días conoció a la nigeriana en una recepción del partido, la del beso casto  del adiós. La nigeriana era una negra fantástica y delgada, esculpida en mármol africano, de facciones suaves, con un pelo lacio que caía como cascada sobre sus hombros. Tenía una boca, una voz, unos labios que alborotaban, en variados idiomas, todas las fantasías sexuales. Y se prendó de Dato por supuesto, a primera vista, pero era reticente, y casta. Dato se la jugaba toda en esa época y no había tiempo que perder. De modo que la invitó a comer, en un segundo encuentro, con la esperanza de que ella fuera la comida o por lo menos el postre y nadinola. Dato la invitó a cenar en un tercer encuentro con la esperanza de que ella fuera la cena y nadinola. La noche antes de viajar a España en la misión suicida que le habían encomendado por vía de Sánchez Cordoba, Dato la despidió, para siempre, resignado, en su puerta de habitación de lujo del Hotel Rossía. Y fue allí y fue entonces que la nigeriana le propuso aquello del beso casto del adiós. Un beso de despedida. Mejor un beso que nada, por supuesto. Dato puso la boca en posición de trompa para recibir el premio de consolación, pero he aquí que la nigeriana se arrodilló, se postró frente a él como santo de altar. La estamos viendo. Parsimoniosamente descorrió la cremallera y  el resto se lo pueden imaginar, si acaso cabe en la imaginación. La nigeriana tocó la flauta mágica y Dato se convirtió en un ente abstracto. Por primera vez y última vez en su vida, Dato se sintió ser y no ser. Sintió ser la armonía, la música y la danza, la cadencia y el ritmo, el compositor y la composición, y el instrumento musical, sobre todo, la flauta mágica. Todo su cuerpo, todos sus sentidos se agudizaron, se afinaron, se convirtieron en una dulce emanación divina, fluido angelical, fuego celeste corriendo por sus venas, sublime obra de arte. Durante varias semanas le temblaron las rodillas.
Ahora está en Barajas, aeropuerto internacional de Madrid,  en plena dictadura franquista, visiblemente agotado y nervioso. No era para menos. Aparte de la nigeriana, y al cabo de cuarenta horas de vuelo –sin mencionar los intríngulis del vía crucis- la tensión era insoportable. Había viajado de Moscú a Montreal con pasaporte mexicano, había viajado de Montreal a Ciudad México con escala en Mérida y pasaporte canadiense, había viajado de Ciudad México a París con escala en Jamaica –Kingston  y Montego Bay- con pasaporte venezolano. Desde París había viajado a las islas Canarias con una simple carta de ruta, y de Canarias a Madrid con pasaporte diplomático nicaragüense al servicio de la dictadura de Somoza, trabajo de orfebrería del capítulo de falsificación de la KGB. Con tantos días de ajetreo, cambios de pasaporte e identidad, ya no estaba seguro de ser quien era.
A bordo del avión de Aeroflot en Moscú le habían entregado un instructivo de cincuenta páginas con lujo de detalles sobre su misión en España. Estaba escrito en tinta simpática especial que debía memorizar y destruir de inmediato, a pesar de que los caracteres desaparecían pocos minutos después de ser expuestos a la más leve luz. En el vuelo a Montreal memorizó diez páginas que desmenuzó concienzudamente antes de arrojarlos al retrete, o mejor dicho a los retretes del avión, cinco de ellos en total. En el aeropuerto de Montreal memorizó quince páginas que convirtió en confeti y arrojó por igual a las cañerías de varios lavabos. De Montreal a México, memorizó diez páginas que arrojó a la basura, y de México a Jamaica, en el viaje más corto, memorizó cinco páginas. Durante el vuelo a París memorizó el resto. Lo arrojó al desgaire en todos los sitios disponibles, aquí, allá, discretamente, dando paseítos de incauto en Orly. De París a las Canarias abrió y repasó mentalmente el texto y lo archivó de nuevo en su memoria fotográfica. Durmió unas pocas horas en el trayecto a Madrid y ahora está en el aeropuerto de Barajas, ya lo volvemos a ver, cansado y ojeroso, en la cola de una fila larguísima que  conduce a las horcas caudinas de inmigración y aduana. Una y otra dependencia lo tenían sin cuidado. El pasaporte era impecable y lo que guardaba en la cabeza era inaccesible. Más bien lo preocupaba el encuentro con un personaje, un correligionario cuyo apodo provocaba admiración o espanto, cuando no escalofríos, pero nunca indiferencia. Era el Gallego, un gallego de Madrid. El nombre y apellidos quedaban reservados a sus íntimos y nadie los pronunciaba a la ligera.
En la mesa presidencial del Palacio de la Esquizofrenia se produce un momento de estupor y encantamiento. El tabaco cae de la boca de Aldemar y Jacobo se estremece. ¿Lo conoció, profesor? Lo conocí. La sonrisa burlona del otro profesor, el profesor emérito, se desdibuja momentáneamente y traduce una emoción incontrolada. Sólo el Teddy se muestra impasible, a medias.
El sobrenombre y hazañas del Gallego se difuminaban, se mezclaban, se perdían entre la historia, entre la irrealidad del mito y la leyenda que son la forma real de la existencia humana, como sabemos por los griegos y hebreos. A los doce años era veterano de la malograda guerra civil española y así se inició su carrera como luchador de causas perdidas. Cuando sobrevino la debacle -la derrota de la República y el triunfo del franquismo- emigró a Santo Domingo con su familia y la familia de tantos españoles que se acogieron a la hospitalidad del tirano Trujillo en el más extraño sainete de los tiempos. El Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina -hechura y legado de la primera intervención armada del imperio norteamericano en 1916, anticomunista y partidario de Franco- era sobre todo racista y ganadero, y soñaba con mejorar la casta, blanquear el color del pueblo dominicano, aparte del suyo propio, como se dice redundantemente en esta zona de mal hablar andaluz con mezcla de dialecto canario y extremeño. De modo que –simpatías políticas aparte- Trujillo patrocinó la emigración masiva de españoles, al igual que una minoría de húngaros y búlgaros (como el gentilísimo galeno Damaskine Stefanoff), judíos, lituanos y japoneses a título de sementales de raza superior. Es decir, por razones de esperma. Pero en cuanto a los españoles, no midió las consecuencias. Gran parte de la hispanidad se reveló levantisca y traidora, sembró en el  país su escuela y su secuela de rabia y su decencia republicana, anarquista y comunista y se volcó en su contra –incluyendo al Gallego, por supuesto. Surgió la izquierda. La Juventud Democrática y el Partido Socialista Popular. El comunismo ateo y disociador de origen hispánico creó un monstruo que Trujillo reprimió bárbaramente y allí acabó el idilio. Trujillo se convirtió en Campeón del Anticomunismo en América. Todo lo que se oponía a Trujillo era ateo, comunista y disociador.
El Gallego militó por años en el Partido Socialista Popular  y pagó su cuota de cárcel en las mazmorras del tirano. Ganó fama en el frente, durante la insurrección constitucionalista que condujo a la segunda intervención armada del imperio norteamericano a Santo Domingo en 1965. A partir de allí esa fama lo precedió. Era pequeño, enjuto, displicente, autoritario y atrabiliario, y su mayor fuerza visible era su fuerza de cara y el vozarrón de mando, el bigote terrible a manera de remache y unos ojos torvos, felinos, pequeños y alucinantes. Ni claros ni serenos, ni de un dulce mirar tan alabados. Eran ojos puñales, dotados de un extraño merodear torcido. 

Relato de Los cuentos negros

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