Un relato del libro Los cuentos negros
De venta en:
http://www.elcaribe.com.do/autores/pedro-conde-sturla
Pedro Conde Sturla
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Pedro Conde Sturla
[De lo que aconteció a nuestro infatigable aventurero en el transcurso
de una misión imposible, precedida por la inolvidable experiencia del beso
casto del adiós]
Liudmila lo acompañaría después en un viaje
maravilloso a las Repúblicas Soviéticas del Báltico donde las ciudades parecían
de fantasía y después al Mar Negro. Allí se alojarían en alguna de las fastuosas residencias reservadas a las más
altas nomenclaturas del partido, copulando como conejos, vodka y caviar a
saciedad. Luego viajarían a Bakú y
después asistirían al festival de cine de Tasken. Y en Tasken, por cierto, los
sorprendió un terremoto que dejó a la ciudad destruida y puso fin a la gira. En
fin, vacaciones prepagadas, si acaso había algo por pagar, aparte del
prendedor.
Al regresar a Moscú en un helicóptero
de transporte del Ejército Rojo, lo esperaban noticias de Sánchez Córdova.
Noticias cifradas, en clave, poniéndolo al tanto del inicio de una delicada
operación en la cual sus servicios eran indispensables. Ahora había regresado a
las filas.
Volvió a ver a Liudmila al día
siguiente –última vez que la vio. Liudmila con su carita linda ensombrecida, el
rostro desmejorado por la falta de sueño y la tristeza. Ella también había
recibido noticias, instrucciones precisas que daban por terminada su labor al
servicio de Dato. Partía esa misma tarde hacia Moldavia por razones de
seguridad. Con los ojos arrasados en lágrimas lo despidió con un beso en la
frente que todavía le quemaba. Liudmila, desde luego, le escribía cartas de amor que Dato no
respondía porque tenía marido y Dato no quiso enamorarse.
Y además en esos días conoció a la nigeriana en una
recepción del partido, la del beso casto
del adiós. La nigeriana era una negra fantástica y delgada, esculpida en
mármol africano, de facciones suaves, con un pelo lacio que caía como cascada
sobre sus hombros. Tenía una boca, una voz, unos labios que alborotaban, en
variados idiomas, todas las fantasías sexuales. Y se prendó de Dato por supuesto,
a primera vista, pero era reticente, y casta. Dato se la jugaba toda en esa
época y no había tiempo que perder. De modo que la invitó a comer, en un
segundo encuentro, con la esperanza de que ella fuera la comida o por lo menos
el postre y nadinola. Dato la invitó a cenar en un tercer encuentro con la
esperanza de que ella fuera la cena y nadinola. La noche antes de viajar a
España en la misión suicida que le habían encomendado por vía de Sánchez
Cordoba, Dato la despidió, para siempre, resignado, en su puerta de habitación
de lujo del Hotel Rossía. Y fue allí y fue entonces que la nigeriana le propuso
aquello del beso casto del adiós. Un beso de despedida. Mejor un beso que nada,
por supuesto. Dato puso la boca en posición de trompa para recibir el premio de
consolación, pero he aquí que la nigeriana se arrodilló, se postró frente a él
como santo de altar. La estamos viendo. Parsimoniosamente descorrió la
cremallera y el resto se lo pueden
imaginar, si acaso cabe en la imaginación. La nigeriana tocó la flauta mágica y
Dato se convirtió en un ente abstracto. Por primera vez y última vez en su
vida, Dato se sintió ser y no ser. Sintió ser la armonía, la música y la danza,
la cadencia y el ritmo, el compositor y la composición, y el instrumento
musical, sobre todo, la flauta mágica. Todo su cuerpo, todos sus sentidos se
agudizaron, se afinaron, se convirtieron en una dulce emanación divina, fluido
angelical, fuego celeste corriendo por sus venas, sublime obra de arte. Durante
varias semanas le temblaron las rodillas.
Ahora está en Barajas, aeropuerto internacional de
Madrid, en plena dictadura franquista,
visiblemente agotado y nervioso. No era para menos. Aparte de la nigeriana, y
al cabo de cuarenta horas de vuelo –sin mencionar los intríngulis del vía crucis-
la tensión era insoportable. Había viajado de Moscú a Montreal con pasaporte
mexicano, había viajado de Montreal a Ciudad México con escala en Mérida y
pasaporte canadiense, había viajado de Ciudad México a París con escala en
Jamaica –Kingston y Montego Bay- con
pasaporte venezolano. Desde París había viajado a las islas Canarias con una
simple carta de ruta, y de Canarias a Madrid con pasaporte diplomático
nicaragüense al servicio de la dictadura de Somoza, trabajo de orfebrería del
capítulo de falsificación de la
KGB. Con tantos días de ajetreo, cambios de pasaporte e
identidad, ya no estaba seguro de ser quien era.
A bordo del avión de Aeroflot en Moscú le habían
entregado un instructivo de cincuenta páginas con lujo de detalles sobre su
misión en España. Estaba escrito en tinta simpática especial que debía
memorizar y destruir de inmediato, a pesar de que los caracteres desaparecían
pocos minutos después de ser expuestos a la más leve luz. En el vuelo a
Montreal memorizó diez páginas que desmenuzó concienzudamente antes de
arrojarlos al retrete, o mejor dicho a los retretes del avión, cinco de ellos
en total. En el aeropuerto de Montreal memorizó quince páginas que convirtió en
confeti y arrojó por igual a las cañerías de varios lavabos. De Montreal a
México, memorizó diez páginas que arrojó a la basura, y de México a Jamaica, en
el viaje más corto, memorizó cinco páginas. Durante el vuelo a París memorizó
el resto. Lo arrojó al desgaire en todos los sitios disponibles, aquí, allá,
discretamente, dando paseítos de incauto en Orly. De París a las Canarias abrió
y repasó mentalmente el texto y lo archivó de nuevo en su memoria fotográfica.
Durmió unas pocas horas en el trayecto a Madrid y ahora está en el aeropuerto
de Barajas, ya lo volvemos a ver, cansado y ojeroso, en la cola de una fila
larguísima que conduce a las horcas
caudinas de inmigración y aduana. Una y otra dependencia lo tenían sin cuidado.
El pasaporte era impecable y lo que guardaba en la cabeza era inaccesible. Más
bien lo preocupaba el encuentro con un personaje, un correligionario cuyo apodo
provocaba admiración o espanto, cuando no escalofríos, pero nunca indiferencia.
Era el Gallego, un gallego de Madrid. El nombre y apellidos quedaban reservados
a sus íntimos y nadie los pronunciaba a la ligera.
En la mesa presidencial del Palacio de la Esquizofrenia se
produce un momento de estupor y encantamiento. El tabaco cae de la boca de
Aldemar y Jacobo se estremece. ¿Lo conoció, profesor? Lo conocí. La sonrisa
burlona del otro profesor, el profesor emérito, se desdibuja momentáneamente y
traduce una emoción incontrolada. Sólo el Teddy se muestra impasible, a medias.
El sobrenombre y hazañas del Gallego se difuminaban,
se mezclaban, se perdían entre la historia, entre la irrealidad del mito y la
leyenda que son la forma real de la existencia humana, como sabemos por los
griegos y hebreos. A los doce años era veterano de la malograda guerra civil
española y así se inició su carrera como luchador de causas perdidas. Cuando
sobrevino la debacle -la derrota de la República y el triunfo del franquismo- emigró a
Santo Domingo con su familia y la familia de tantos españoles que se acogieron
a la hospitalidad del tirano Trujillo en el más extraño sainete de los tiempos.
El Generalísimo Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina -hechura y legado de la
primera intervención armada del imperio norteamericano en 1916, anticomunista y
partidario de Franco- era sobre todo racista y ganadero, y soñaba con mejorar
la casta, blanquear el color del pueblo dominicano, aparte del suyo propio,
como se dice redundantemente en esta zona de mal hablar andaluz con mezcla de
dialecto canario y extremeño. De modo que –simpatías políticas aparte- Trujillo
patrocinó la emigración masiva de españoles, al igual que una minoría de
húngaros y búlgaros (como el gentilísimo galeno Damaskine Stefanoff), judíos,
lituanos y japoneses a título de sementales de raza superior. Es decir, por
razones de esperma. Pero en cuanto a los españoles, no midió las consecuencias.
Gran parte de la hispanidad se reveló levantisca y traidora, sembró en el país su escuela y su secuela de rabia y su
decencia republicana, anarquista y comunista y se volcó en su contra
–incluyendo al Gallego, por supuesto. Surgió la izquierda. La Juventud Democrática
y el Partido Socialista Popular. El comunismo ateo y disociador de origen
hispánico creó un monstruo que Trujillo reprimió bárbaramente y allí acabó el
idilio. Trujillo se convirtió en Campeón del Anticomunismo en América. Todo lo
que se oponía a Trujillo era ateo, comunista y disociador.
El Gallego militó por años en el Partido Socialista
Popular y pagó su cuota de cárcel en las
mazmorras del tirano. Ganó fama en el frente, durante la insurrección
constitucionalista que condujo a la segunda intervención armada del imperio
norteamericano a Santo Domingo en 1965. A partir de allí esa fama lo precedió.
Era pequeño, enjuto, displicente, autoritario y atrabiliario, y su mayor fuerza
visible era su fuerza de cara y el vozarrón de mando, el bigote terrible a
manera de remache y unos ojos torvos, felinos, pequeños y alucinantes. Ni
claros ni serenos, ni de un dulce mirar tan alabados. Eran ojos puñales,
dotados de un extraño merodear torcido.
Relato de Los cuentos negros
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