Pedro Conde Sturla
07/06/13
Sí, precisamente Federico Engels (1820-1895), el lúcido y atildado
políglota, el erudito de copiosa barba impecable, miembro de una familia de
capitanes de industria, conservadora y religiosa, el mismo que se transformó en
revolucionario cuando conoció la condición de la clase obrera en Inglaterra que le inspiró un libro homónimo,
el mismo Engels que mantuvo financieramente a Marx y lo sacó una vez de sus líos de
faldas, el mismo que junto a Marx escribió obras que fundaron el comunismo ateo
y disociador, es el autor de un brillante texto “Sobre el cristianismo
primitivo”, que analiza sin prejuicios y quizás mejor que nadie las circunstancias
que hicieron al cristianismo convertirse “en la primera religión mundial
posible”.
El cristianismo -dice
entre otras cosas el ateo comunista y disociador en prosa impecable como la de
Marx- “pulsó una cuerda que debía
encontrar resonancias en innumerables corazones”. Aparte de todo lo que se
ha dicho sobre él, hay que reconocer que también era poeta. He aquí, a renglón
seguido, el fragmento final del notable documento.
Federico Engels: Sobre
la historia del cristianismo primitivo
Junto con las
peculiaridades políticas y sociales de los distintos pueblos, el Imperio Romano
también condenó a la ruina sus religiones particulares. Todas las religiones de
la antigüedad fueron espontáneamente religiones de tribu y más tarde nacionales,
que surgieron de las condiciones sociales y políticas de sus respectivos
pueblos y se fusionaron con ellas. Cuando estas bases quedaron disgregadas, y
destrozadas sus formas tradicionales de sociedad, sus instituciones políticas
heredadas y su independencia nacional, también se derrumbó, como es natural, la
religión correspondiente a ellas. Los dioses nacionales podían soportar a otros
dioses a su lado, como era la norma general en la antigüedad, pero no por
encima de ellos. El trasplante de las divinidades orientales a Roma sólo
resultó pernicioso para la religión romana, que no pudo contener la decadencia
de las religiones orientales. En cuanto los dioses nacionales estuvieron
incapacitados para proteger la independencia de su nación, sufrieron su propia
destrucción. Así sucedió en todas partes (salvo entre los campesinos, y en
especial en las montañas). Lo que la ilustración filosófica vulgar -estuve a
punto de decir volterianismo- hizo en Roma y Grecia lo hizo en las provincias
la opresión romana y el reemplazo de hombres orgullosos de su libertad por
súbditos desesperados y por pelafustanes que sólo buscaban su propio interés.
Tal era la situación
moral y material. El presente era insoportable, el futuro más amenazador aún,
si tal cosa es posible. No hay salida. No hay más que la desesperación o el
refugiarse en los más vulgares placeres sensuales, por lo menos para los que
podían permitírselo, que eran una pequeñísima minoría. De lo contrario, no
quedaba otra cosa que rendirse ante lo inevitable.
Pero en todas las
clases había necesariamente una cantidad de personas que, desesperando de la
salvación material, buscaban en cambio una salvación espiritual, un consuelo en
la conciencia para salvarse de la desesperación total. Este consuelo no lo
podían ofrecer los estoicos, y tampoco la escuela epicúrea, precisamente porque
estas filosofías no estaban destinadas a la conciencia común y, en segundo
término, porque la conducta de los discípulos de esas escuelas desacreditaba
las doctrinas de las mismas. El consuelo tenía que ser un sustituto, no de la
filosofía perdida, sino de la religión perdida; tenía que adoptar una forma
religiosa, lo mismo que todo lo que haría presa en las masas desde entonces y
hasta el siglo XVII.
Apenas hace falta
advertir que la mayoría de los que ansiaban semejante consuelo para su
conciencia, para esa huida del mundo exterior al interior, se contaban
necesariamente entre los esclavos.
El cristianismo
apareció en medio de esta decadencia general, económica, política, intelectual
y moral. Entró en decidida contradicción con todas las religiones anteriores.
En todas las regiones
precedentes el ritual había sido lo principal. Sólo participando en los
sacrificios y procesiones, y, en el Oriente, observando los preceptos más
detallados de dieta e higiene, podía uno demostrar a qué religión pertenecía.
Mientras Roma y Grecia se mostraban tolerantes en este último sentido, existía
en el Oriente una manía de prohibiciones religiosas que contribuyó en no poca
medida a su derrumbe final. Las personas pertenecientes a dos religiones
distintas (egipcios, persas, judíos, caldeos) no podían comer o beber juntas;
realizar juntas acto cotidiano alguno o incluso hablarse. A esta segregación de
los hombres entre sí se debió en gran medida la caída del Oriente. El
cristianismo no conocía ceremonias distintivas, ni siquiera los sacrificios y
las procesiones del mundo clásico. Al rechazar de este modo todas las
religiones nacionales y sus ceremonias comunes, y al dirigirse a todos los
pueblos sin distinción, se convierte en
la primera religión mundial posible. También el judaísmo, con su nuevo dios
universal, había hecho un buen comienzo en lo referente a convertirse en una
religión universal. Pero los hijos de Israel siempre siguieron siendo una
aristocracia entre los creyentes y los circuncisos, y el propio cristianismo
tuvo que librarse de la idea de la superioridad de los cristianos judíos
(todavía dominante en el llamado Libro de la Revelación de Juan) antes de poder
convertirse en una religión realmente universal. Por otra parte el Islam,
debido a que conservó su ritual específicamente oriental, limitó el alcance de
su propagación al Oriente y el África del norte, conquistada y repoblada por
los beduinos árabes. Allí se convertiría en la religión dominante, pero no en
Occidente.
En segundo lugar, el cristianismo pulsó una cuerda que debía
encontrar resonancias en innumerables corazones. A todas, las quejas contra
la perversidad de la época y contra los sufrimientos morales y materiales
generales, la conciencia cristiana del pecado contestaba: Así es, y no puede
ser de otra manera. ¡Tú eres el culpable, todos vosotros sois culpables de la
corrupción del mundo, que es tu propia corrupción interna! ¿Y dónde estaba el
hombre que pudiese negarlo? ¡Mea culpa! La admisión de la participación de cada
uno en la responsabilidad de la desdicha general resultaba irrefutable y se
convirtió en la precondición para la salvación espiritual que el cristianismo
anunciaba al mismo tiempo. Y esta salvación espiritual fue instituida de tal
modo, que pudiese ser entendida con facilidad por los miembros de todas las
antiguas comunidades religiosas. La idea de la expiación para aplacar a la
deidad ofendida existía en todas las religiones antiguas. ¿Cómo era posible,
entonces, que la idea del autosacrificio del mediador que expiaba de una vez
por todas los pecados de la humanidad no encontrase en el cristianismo un fácil
terreno? La religión cristiana, por lo tanto, expresaba con claridad el sentimiento
universal de que los hombres son culpables de la corrupción general, y lo
expresaba en la conciencia individual del pecado. Al mismo tiempo
proporcionaba, en el sacrificio y muerte de su juez, una forma de salvación
interior universalmente anhelada, de salvación del mundo corrompido, de
consuelo para la conciencia. De esta forma volvía a demostrar su capacidad para
convertirse en una religión mundial y, en verdad, en una religión que convenía
al mundo tal como éste era entonces.
Así fue que entre los
miles de profetas y predicadores del desierto que llenaron ese período con
incontables innovaciones religiosas, sólo tuvieron éxito los fundadores del
cristianismo. No sólo Palestina, sino el Oriente todo bullía de esos fundadores
de religiones, y entre ellos se libraba lo que podría llamarse una lucha
darvinista por la existencia ideológica. El cristianismo conquistó el triunfo
gracias principalmente a los elementos arriba mencionados. La historia de la
iglesia de los tres primeros siglos enseña en detalle cómo desarrolló su
carácter de religión mundial, por selección natural, en la lucha de las sectas
entre sí y contra el mundo pagano. (Federico
Engel, “Sobre el cristianismo primitivo, fragmento).
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