Relato del libro Los cuentos negros
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http://www.amazon.com/-/e/B01E60S6Z0 Pedro Conde Sturla
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[Donde
se describen las peripecias de nuestro héroe en los llanos venezolanos y la
aventura galante con una marquesa telefónicamente infiel durante su luminosa
estadía en París].
Uno se lo imagina todavía, a Dato Pagán Perdomo,
rodeado de serpientes en los llanos venezolanos. Ahora está sentado a una de
las mesas del Palacio de la
Esquizofrenia -la Cafetería Restaurante
El Conde-, compartiendo con sus cofrades. Minutos antes viajaba en el autobús
que había embestido contra aquel objeto que parecía moverse y se movía. La
anaconda del grueso de una palmera había salido de la nada y el autobús repleto
de pasajeros le pasó por encima y estuvo a punto de dar un vuelco. Fue un tumbo
fantástico, de casi dos metros, por lo menos. El autobús se elevó en la pista,
cayó con un ruido enorme –gritos despavoridos de los pasajeros- y anduvo un
trecho en dos ruedas, hasta que recobró la estabilidad.
Cualquiera pensaría que aquello fue un
desastre, ¿verdad?: el enorme animal apachurrado, quizás trozado en tres
partes, la sangre derramándose, la cola agonizando. Pero Dato dice que no, que
no le sucedió prácticamente nada, que el inmenso ofidio siguió su camino como
si le hubiera picado un mosquito y ni se dio por enterado. El autobús, en
cambio, tenía una goma pinchada a causa del golpe, o quizás a causa de las
escamas de la serpiente. Todos los pasajeros, menos Dato, bajaron de inmediato
a desaguar, a reponerse del susto, a curiosear. Dato bajó de último, casi a desgano.
Absorto como estaba en la lectura de Kant, apenas comenzó a percatarse
cabalmente del suceso en el momento en que se vio, de pronto, solo en el
autobús. De manera que en él la sorpresa fue mayor que el susto, aunque no
mayor que el disgusto de abandonar el libro para salir a entender lo que
pasaba. Una vez afuera, echó un vistazo de experto, una mirada de
reconocimiento para aquilatar la gravedad de la situación. El conductor y un
ayudante habían cambiado la rueda con presteza y estaban listos para partir.
Aparentemente no había daños mayores. Pero era sólo el principio.
El autobús se detuvo más adelante –un
calentón, esta vez- en medio de una nube de vapor de agua que escapaba del
capó, impidiendo casi por completo la visibilidad. Una escama del monstruo
había perforado el radiador, con las consecuencias que todos podemos ver. Ahora
el autobús estaba parado en el llano, con una avería de pronóstico reservado. Y
mientras el conductor y su ayudante se daban mañas para corregir el problema, Dato bajó deprisa, impelido por una necesidad
inconfesable. Discretamente se alejó por
el descampado, hasta un lugar donde se veían unos matorrales, detrás de una
roca de tamaño providencial. Pero es la discreción lo que lo pierde, además de
la prisa. Ahora cualquiera puede anticipar sus intenciones. Y algo peor.
Conforme a su natural pudendo, se aleja más allá de lo prudente y cae, de improviso, en una trampa mortal.
Sin darse cuenta había ido a parar en medio de un convite de cascabeles en
celo, por lo menos quinientas cascabeles en celo en torno a mí, cascabeleando
al unísono, un ruido infernal, se lo imaginan.
En la mesa presidencial, donde tiene su
cátedra el otro profesor, el profesor emérito, el Dato que no miente enfrenta
el asombro y la incredulidad de sus contertulios. El Teddy que peca de
impecable lo escucha con impaciencia. Aldemar y Jacobo lo escuchan con estupor.
El profesor emérito lo escucha distraído y sonríe. ¿Pero cómo escapó? ¿Salió
corriendo? ¿Quinientas serpientes de cascabel en celo rodeándolo? ¿Y las contó,
profesor Pagán? Las conté. ¿Las contó? Un estimado, quiero decir. ¿Pero cómo
salió sino volando? El secreto es contener la respiración y el sudor, caminar
hacia atrás. Escapar de esa situación no fue más difícil que escapar del marido
de la marquesa en París. ¿Cuál marquesa?
Lo de marquesa es otra historia. Ahora
Dato está en París de Francia. El relato de cómo la sedujo y la llevó al
orgasmo por teléfono es una suerte de filigrana. El Dato se acomoda, dirige las
antenas del recuerdo en dirección a la memoria feliz de aquel encuentro, se
prepara para darle largas a un relato y relata. Era la primera vez que
cometía adulterio por teléfono...
Pero la marquesa telefónicamente
infiel era ninfómana, insaciable, una mujer difícil de satisfacer, en pocas
palabras. Difícil, incluso, hasta para un hombre come él, dotado por supuesto
con la potencia sexual de un fauno. De manera que, después del primer asalto,
cuando Dato daba por cumplida su misión, creyendo haberla complacido a
saciedad, la marquesa reaccionó como una gata en calor, dando muestras de un
renovado apetito. El apetito de quien ha probado apenas un bocadillo, un simple
aperitivo, y siente que el estómago se expande. Tenía hambre, más hambre, y la
comida era él. Ahora le tocaba a ella seducir al seductor y lo sedujo, lo
atrajo a la perdición con cantos de sirena. La marquesa era mujer de una
belleza implacable, y de tal modo experta en artes amatorias que con el guiño
apropiado era capaz de provocarle una erección a la estatua de un santo.
Primero fue el chasquido en el auricular. Dato se
estremeció. Con un simple chasquido de la lengua le puso todos los pelos de
punta, por no hablar de otra cosa. Un miauguleo sensual crispó sus nervios, una
jaculatoria obscena lo sacó de casillas, perdió el control –a sus años- y allí
lo estamos viendo en su cama de hotel barato parisino, momentáneamente
abandonado a la vergüenza de la jaculación precoz, junto al teléfono.
Dato se empleó a fondo en el siguiente asalto con
toda su mala leche, de la cual más adelante le quedaría poca, y al cabo de un
complicado preámbulo erótico basado en técnicas orientales que no podía
revelar, le acarició fonéticamente el pubis (Dató, Dató, mon amour). Casi
rendida, la marquesa ripostó con un nuevo chasquido, una vez y otra vez y otra
vez. Pero en esta ocasión Dato estaba prevenido –ya lo hemos visto- y le soltó
un pasaje del Cantar de los cantares en un latín tan licencioso y
provocativo que le alborotó gravemente el hormonamen. (Dató,
Dató, mon amour). Hubo
una pausa, un silencio. Al otro lado escuchó los gemidos de una diosa en
agonía, arrastrando las eres en forma proporcional a la intensidad del placer,
y dio por terminado el asunto. Pero la marquesa se repuso en breve y volvió a
la carga con susurros y siseos, frases y fraseos parecidos a cosas del demonio
y en cuanto bajó la guardia (o mejor dicho: al revés) lo ordeño sin piedad
hasta que se puso azul, como hacía con todos sus amantes. Azul pintado de azul.
Dato se aplicó de nuevo con la voz y
el tacto, el tacto de la voz –su único órgano sexual disponible en ese momento.
Se aplicó con devoción, con destreza inaudita, soplándole al oído unas palabras
aladas de aquellas de las que habla Homero en la Ilíada. Halagó su
inteligencia, su vanidad -por supuesto- su belleza. Sutilmente la condujo a un
estado de éxtasis que era primero místico antes que sensual, y la marquesa se
desvaneció dulcemente. Esta vez había tratado de ganársela y se la ganó
espiritualmente, apelando a sus sentimientos profundos y no a sus bajos
instintos, hurgando entre los pliegues preciosos del alma, no del sexo. En
algún lugar había encontrado a la marquesa virginal y casta, que era la que
ahora le interesaba. La marquesa, en efecto, dormía tranquila, con un sueño
apacible al otro lado del teléfono. La experiencia del diestro había triunfado
sobre el instinto animal. Podía tomar su merecido reposo de guerrero. Dormiría
también, junto al teléfono abierto, por si acaso.
Fue entonces cuando escuchó aquel
jadeo de fiera enardecida que lo llenó de terror. El asunto iba en serio, muy
en serio. Ahora –pensó- le sacaría la sangre, porque otra cosa no le quedaba.
Ocurrió, entonces, lo que nadie habría podido imaginarse a esas alturas. La
marquesa se pronunció con una voz liviana, afrodisíaca, plena de leche y miel
bajo la lengua libidinosa de serpiente del paraíso, una voz en la cual estaban
conjuradas todas las artes de Venus y las argucias del demonio. Dato acusó el
golpe –¡Misericordia, Señor, misericordia!- antes de verse arrastrado al
torbellino de un orgasmo múltiple que le dejó el corazón en mangas de camisa.
En la mesa presidencial se produce un
revuelo, una ligera conmoción. Nueva vez, el Dato que no miente desafía los
límites de la imaginación y enfrenta el desconcierto, la incredulidad de la
audiencia. El Teddy que peca de impecable se lleva las manos a la cabeza y pone
la mirada en abstracto, una mirada beata, ¡ay, Dios mío!, y hace un gesto
mecánico, innecesario, como para desagurrar la inmaculada chacabana de lino. El
profesor emérito le dedica al semental una sonrisa de sorna. Aldemar y Jacobo
lo observan estupefactos con un dejo de admiración. ¡Orgasmo múltiple, profesor
Pagán? ¿Increíble, verdad? A mí también
me habría parecido.
Y en fin, aquello fue un duelo, un
choque de titanes, una carnicería. Al cabo de siete horas de sexo oral –salvo
el alivio de una breve caída de la comunicación equivalente a un coitus
interruptus- la ninfa y el macho cabrío quedaron extenuados. Cuando el marqués
entró a la habitación de la marquesa y la encontró, exhausta, con el teléfono
entre las piernas, supo de inmediato que había sólo un hombre capaz de dejarla
en ese estado. Monsieur Dató podía darse
por muerto.
Relato del libro Los cuentos negros
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