Serie Hemingway (3)
Pedro Conde Sturla
Numerosos
críticos consideran que “Fiesta” (“The sun also rises, 1926), es la primera
gran novela de Hemingway y
probablemente algo más. Quizás en este libro, en “Adiós a las armas”, en
ciertos robusto relatos (entre ellos los de Nick Adams) él ha dado lo mejor de
su arte. Sin lugar a dudas “Fiesta” es una de las narraciones más logradas y
equilibradas de su no muy escasa producción literaria. Ya en el mismo año
Hemingway había anticipado, aunque con poca fortuna (“Torrentes de primavera”)
no tanto el tema cuanto el espíritu lúdico y escéptico de los personajes de
“Fiesta”. Se ha dicho y repetido que la obra en cuestión está animada por un
explícito propósito de venganza contra algunas de las personas representadas en
la obra, y es posible que así sea (en lo que concierne, sobre todo al judío
Cohn). La historia es más fácil de contar que de entender, quizás porque no es
una verdadera historia novelesca. Los hechos no trascienden casi nunca la
cotidianidad, no hay una trama en sentido tradicional, no hay una aventura,
sino más bien una descripción de una situación dentro de la cual se encuentran
los personajes principales. Los primeros nueve capítulos, en general, tienen un
ritmo de crónica, una crónica casi banal. Y la cosa extraordinaria consiste
precisamente en el elevamiento al plano artístico de la crónica y la
autobiografía.
Jake,
Bill, Mike, Brett y Cohn, un grupo de amigos ingleses y norteamericanos
(“exilados” en París) se dan cita en Pamplona en el verano de 1924 para
disfrutar el Festival de San Fermín, las famosas carreras y corridas de toros.
La fiesta brava en todo su esplendor.
Durante la fiesta
ocurre todo lo que de costumbre ocurre en las fiestas a gente como
aquella: se emborrachan, se divierten, se critican entre sí, chismorrean, se
enamoran, se pelean, surgen complicaciones y se producen incidentes (incluso
mortales), y al final cada uno regresa a su casa por cuenta propia. ¿Es el
relato de un viaje? De alguna manera es más bien un estudio, una muestra de la
condición humana, sobre las relaciones humanas a un cierto nivel existencial.
Desde
el punto de vista de Jakes Barnes –el narrador en primera persona- el tema se
define como una toma de conciencia colectiva, de un proceso de maduración.
“Hay
otros modos –dice Giansiro Ferrata- para sentir e interpretar un libro similar,
tan fluído, renuente a todo análisis determinista.”
En
realidad no es posible, ni tampoco necesario, encasillar el libro, ponerle una
etiqueta que dé una idea global de su contenido. “Fiesta es un libro multiforme,
polivalente, cuyo sentido no puede aferrarse con una mano sin correr el riesgo
de empobrecerlo”.
“Adiós
a las armas”, “Tener o no tener”, “El viejo y el mar”, se desarrollan, al menos
aparentemente, en una sola dimensión y es más fácil entender el sentido con una
o pocas miradas de conjunto. El significado de “Fiesta” se hace más claro a la
luz de sus particulares porque no hay un conjunto en esta novela, es una
historia abierta.
La
unidad de la obra se logra en parte por varios trucos y motivos en cuyo uso
Hemingway se ha consagrado maestro. Uno de ellos proviene claramente de la
secular tradición literaria norteamericana: los lugares de referencia, es
decir, puntos fijos de orientación, como por ejemplo el Café de Pamplona y el
albergo de Montoya.
Del
café, en particular, se hacen múltiples menciones, casi como si se quisiera
invocarlo como testimonio de todos los hechos. Es esta una presencia maciza,
ente tutelar que ayuda a orientarse en la variada geografía en la que se
desarrolla la acción.
Más
importante aún es el hilo de Ariadna que constituyen las continuas borracheras
a que se someten los protagonistas. Las comederas y bebederas son
obsesionantes. “Fiesta” trasuda alcohol por todos los poros. Se brinda por todo
y contra todo en cualquier ocasión y en cualquier lugar, se brinda desde las
primeras páginas hastas las últimas páginas, y quién sabe si después. Lo menos
que puede decirse es que esta es gente con el hígado blindado. Casi casi
parecería que tal actitud es en parte una especie de réplica, de
cuestionamiento de la América puritana, prohibicionista e hipócrita de aquellos
años. Sin embargo, el consumo desproporcionado de alcohol es casi constante en
las obras de Hemingway y es difícil encontrar un personaje abstemio. Incluso el
protagonista de “El viejo y el mar” se toma una cerveza.
Otro
elemento importante que hay que tener en cuenta es el de la despiadada “caza al
hebreo”, que tiene inicio desde el primer párrafo. La misma resulta
sorprendente por la desfachatez y la ambigüedad con que sale a la luz. Resulta
difícil aceptar sin reserva una actitud tan impúdicamente racista. Hay que
detenerse a pensar en la causa de la feroz antipatía que el grupo siente por el
judío Cohn. El estudioso Marcus Cunliffe, al hablar sobre este personaje, saca a relucir de inmediato la
fórmula mágica del código de Hemingway y explica que “Cohn permanece fuera del
círculo encantado porque es demasiado
expansivo, habla de sus propias emociones.”
Cunliffe olvida, sin embargo, que también Bill y Jake son incluso demasiado
expansivos.
Quizás,
a la luz de un razonamiento banal, sin necesidad de acudir al código, se puede
entender mejor porque Cohn no es aceptado, o aceptado de mala gana por los
amigos.
El esquema de la situación en “Fiesta” es el
siguiente: Jakes Barnes (impotente a causa de una herida de guerra “en un
frente de burla como el italiano”) se ha convertido en “amante” de Brett, la
cual a su vez está comprometida para casarse con Mike. Mientras tanto es
cortejada ferozmente por el judío Cohn, al cual se le concedió, “por
compasión”, durante una semana, antes del viaje a Pamplona. Naturalmente Brett
hará público el suceso tanto al “amante” como al prometido
(2)
Brett
se reparte generosamente en besos leche y pan entre los miembros del grupo y un
torero, y es motivo de discordia permanente, pero es parte esencial del grupo
que le perdona todo, menos su breve relación con el judío Cohn. A primera
vista, parecería entonces que la antipatía y rechazo que provoca Cohn son por
razones de celos, o de envidia quizás. Pero no basta. Para el grupo Cohn es un
patán sin dignidad, no se respeta a sí mismo y es también un poco masoquista,
uno que se divierte sufriendo. Es un “minus habens” (un mediocre de escasa
capacidad mental), es molestoso, es ridículo, es patético, un bueno para nada,
un fortachón sin gracia, sin espíritu, idiotizado por infinitas y desordenadas
lecturas.
El
juicio sobre el comportamiento de los demás con relación al judío
recalcitrante, no debería ser tan negativo si se tienen en cuenta estos rasgos
de su personalidad. Sin embargo, aún llevando al límite del absurdo el peso de
este argumento, todo lo demás conduce al tema racial. Se diría que lo que resulta
verdaderamente insoportable e imperdonable in Cohn es la raza.
Incluso
“la objetiva impersonalidad de la narración” (que alguien podría citar para
descargar a Hemingway) esta comprometida, puesta en duda por el hecho de Jake
Barnes es un portavoz de Hemingway (de
hecho, es imposible no reconocer a Hemingway en Jake Barnes). No es casual que
a través de este personaje Hemingway trate de explicar, sin mucho éxito, la
aversión por el judío. Alguna vez Jake Barnes sentirá fuertes remordimientos de
conciencia, pero no podrá superar su sentimiento de desprecio hacia Cohn de
muchas maneras. ¿Por qué? Aparte de su raza Cohn es alguien a quien no le gusta
la bebida y no le gustan las corridas. Para sus compañeros de juerga, inscritos
en una especie de círculo exclusivo esto lo convierte en en un ser
despreciable. De estos personajes y de tantos otros personajes de Hemingway
puede decirse todo lo que dijo Alberto Moravia en su artículo “El coronel
Hemingway” a propósito del coronel Cantwell y de la condesita Renata
(protagonistas de “Más allá del río y entre los árboles”):
“Cantwell
y Renata, como algunas parejas de D’Annunzio, se pasean por el mundo con un
sentido evidente de privilegio y de desprecio. Su amor es el amor de dos
personas fuera de lo ordinario, casi se podría decir de un superhombre y de una
supermujer. Son el último coronel y la última condesa. Aparte de ellos no hay
más que pequeños burgueses burocráticos e intelectuales de raza inferior con
espejuelos”.
A
posteriori, una escena de redención permitirá justificar la actitud despectiva
contra el judío porque Cohn terminará dándole una golpiza tanto a jake como a
Mike, como al joven torero al que
encuentra en la cama con Brett. El desprecio de Mike y Jake es merecidamente
castigado y todos se podrán sentir con la conciencia limpia, tranquila. El
judío Cohn se convierte en un personaje brutal pero ya no ridículo, y
naturalmente desparece casi de inmediato
de la escena.
El
tema que a mi juicio es más importante en la obra es el tema de la impotencia, no
sólo la de tipo sexual, no sólo la de Jake. La historia describe a personajes
en un momento de crisis (si acaso la vida de seres semejantes no está siempre
en crisis). Los protagonistas
principales se mueven a la deriva, se “divierten”, pronuncian “discursos de
borrachos, y se refugian en el sarcasmo, el cinismo, usan frases hirientes
(menos Cohn que es la víctima y Brett que no brilla por su inteligencia) como
si fuera una tabla de salvación. Son verdaderos hollow man, gente hueca, vacía.
Su impotencia es de tipo existencial, se ahogan en el vacío de la cotidianidad,
falta en ellos cualquier sentido de la existencia, no tienen ideales, un propósito que alcanzar. Todos sus valores
están en crisis, no saben que hacer con el dinero y con su libertad. No poseen
siquiera una certidumbre interior, viven al día. En su presente se mide el
tiempo al son de borracheras, su futuro es más que desolado, en el pasado anida
el fantasma de la guerra. Solamente son capaces de programar las vacaciones,
las fiestas, se dejan arrastrar por la corriente.
Incluso
Jake Barnes, a pesar de su aparente distanciamiento y a pesar de su sangre
fría, es un personaje desolado, apegado como los demás a una especie amor que
se le escapa, un amor fugitivo, que huye de todos los demás.
Jake
Barnes es, como sus compañeros de juerga, impotente frente a la vida. Sin
embargo parece tener una ventaja sobre los demás. Tiene conciencia de sí mismo
y por lo tanto podría estar destinado a salvarse de alguna manera. Jake, al
final, está enfermo, amargado, desilusionado, y lo confiesa abiertamente. Pero
se diría que precisamente las decepciones, los tropiezos lo han hecho más
fuerte, aunque no más lúcido y maduro. Su fracaso entraba desde el principio en
el orden de sus cálculos y previsiones. Lo acepta, por lo tanto con estoicismo
y se resigna a vivir a medias su vida “porque nadie vive jamás toda la propia
vida, salvo los toreros”.
En
el extremo opuesto, desde este punto de vista, se encuentra la libidinosa Lady
Brett Ashley. El narrador se emplea a fondo (aunque con extrema sutileza, con
discreción, con palabras casi nunca dirigidas en contra suya) para presentarla
en toda su mezquindad, como una perfecta cretina. Brett es la típica mujer
fatal, vocacionalmente ninfómana, más institiva que intelectual, más vaginal
que pasional, insegura, inestable, sin verdadero contacto con la realidad,
egoísta, egocéntrica, colocada idealmente en el centro del universo e incapaz
de pensar en los demás, que los otros sufran y tengan problemas como ella. Para
el judío Cohn ella es una especie de Circe moderna que convierte a los hombres
en puercos. Vive siempre inútilmente en busca de sí misma y no puede prescindir
de admiradores y acompañantes para confirmar su femineidad. Se siente
ocasionalmente atraída por cosas exóticas como, por ejemplo, un torero. Es en
verdad una implacable y desilusionada cazadora que se reencuentra siempre con
las mismas emociones que conocía, una víctima del fastidio que le proporcionan
los deseos fácilmente asequibles. (“Supongo que ella quería solamente aquello
que no podía tener”, dirá Jake Barnes en un momento de sufrida lucidez. Brett
permanece en el fondo en el estadio infantil del niño que desea siempre un
juguete nuevo. Su limitación más grande consiste en su incapacidad para establecer
una verdadera relación humana y no solamente hormonal. De cualquier manera no
puede decirse que Brett sea una persona fallida porque no ha tomado conciencia
de sus fallos o por lo menos no tiene una conciencia clara de los mismos. Un
mecanismo de autodefensa la protege de la realidad. Ella no se reconoce ni
siquiera frente al espejo.
Otro personaje emblemático de
“Fiesta”, Mike Cambells, logra de alguna manera sobrevivir a la derrota, al
tedio de aquella vida disipada, quizás porque está derrotado de antemano. Es un
personaje ambiguo, incoherente (nihilista más que los demás) jura que esta
acostumbrado a los cuernos, pero su antipatía por quienes lo han cornificado
parece desmentirlo. De un modo u otro, su derrota parece ser una especie de
victoria secreta, como la de Jake Barnes. Él se jacta de ser un tipo en
bancarrota porque alguien que está bancarrota es alguien que “paga siempre”
(tesi fundamental de “Fiesta”) y este hecho es sin duda interpretado por él
como una forma de honesta superioridad en relación a aquellos que no están en
bancarrota precisamente porque no pagan siempre. “Estoy en bancarrota”, dice y
repite con orgullo, y aparentemente se toma las cosas con filosofía. Pero es
sólo una pose. Lo que lo delata es su prurito maniaco de dar grandes propinas
para impresionar a quienes lo sirven. Penoso gesto ritual con el que intenta
recobrar el sentido de su perdida bonanza.
En un primer momento se
dificulta entender qué papel desempeña en “Fiesta” un personaje como Bill
Gorton (escritor al igual que Cohn). Después se descubre que es bastante
revelador, peligrosamente revelador de lo que será la futura dirección de la
vida de tantos personajes de Hemingway y del mismo Hemingway. En cierto sentido
puede ser considerado como un tipo de complemento o de alter ego de Jake
Barnes. Gorton, en cierta forma, representa un modelo de intelectual
“positivo”, naturalmente contrapuesto al modelo de Cohn (furiosa fue la polémica
de Hemingway contra los intelectuales de ese género).
El tema de la guerra, que
se entreteje con el tema de la
impotencia, asume en este personaje características peculiares. Para todos los
demás personajes de “Fiesta”, la experiencia de la guerra fue traumática, un
infortunio personal. Bill Gorton, en cambio, es uno que participó en la guerra
y se divirtió guerreando. Esta es su nota distintiva (“No me divertía tanto
desde los tiempos de la guerra”). La violencia es para él una vocación natural, en la guerra se ha encontrado a su gusto
(quizás se ha encontrado a sí mismo) y la recuerda con emoción, si no con
alegría. La pesca, la corrida, la caza no serían más que sustitutos o
paliativos inocuos de la guerra.
Dice Carlos Pujol, en el
prólogo a una edición cubana de “Fiesta”:
“Todos viven así el infierno
en la tierra, cifrando su felicidad en lo que no pueden tener, tratando de
exorcizar sus frustraciones por medio del alcohol, el sexo, el peligro, las
retahílas de juramentos, las riñas entre sí, en medio de una fiesta que será
tan brillante y efímera como los globos iluminados que el pirotécnico municipal
lanza al aire para anunciar el fin de los Sanfermines. Pero la mayor parte de
las tragedias humanas apenas cuenta en el conjunto de un universo indiferente
que sigue su marcha y en el que siempre vuelve a salir el sol y vuelve a
ponerse para salir una vez más, mientras pasan las generaciones. La noción de
la insignificancia y de la soledad del hombre en el mundo y frente a él,
quedaba claramente aludida con el título, que quería indicarnos que la historia
iba a tratar de algo más que de una simple anécdota de unas vacaciones
españolas.”
La guerra, por lo tanto, pero
también la violencia y la disipación entendidas como evasión, como reacción al
vacío existencial, como respuesta a las estrecheces del ambiente, a la
moralidad de la época: He aquí “el vicio absurdo” de los protagonistas de
“Fiesta”. Y no podía ser de otra manera. Asfixiados moralmente por una cierta
atmósfera social, por un cierto modus vivendi, reaccionan al absurdo de su
entorno en un modo igualmente absurdo. Impotentes o castrados, han perdido el
sentido del “valor de las cosas”: giran en el vacío. No hay lugar aquí para el
optimismo, aún si continúan riéndose, bromeando, bebiendo. El panorama es gris,
escuálido. La idea de las relaciones humanas que se desprende la historia es
completamente negativa. Incluso en boca del personaje más puro (cuya vida
parece determinada por el preciso ritual de su “arte” de matador) escuchamos
palabras desconsoladas. “¿Siempre matas a tus amigos”, le pregunta Brett.
“Siempre”, dice el torero- en inglés y ríe. “Así ellos no me matan a mi”.
En otro pasaje, Jake Barnes
dirá palabras tan inquietantes como desangeladas: “Todos se comportan mal.
Denles sólo una oportunidad.” Pero lo que parece ser el verdadero leitmotiv de
“Fiesta (y que supone una concepción de la vida basada en una feroz
mercantilización de los valores del espíritu) sale a flote en palabras de
varios personajes: “Todo lo que hace se paga”, dirá Brett a Jake Barnes, y más
adelante él mismo hará un resumen (impecable pieza teórica) de su filosofía:
“Yo tuve cosas por las que no di nada en cambio. Esto sólo retrasaba la
presentación de la cuenta. La cuenta llega siempre. Esta es una de las cosas fantásticas
sobre las que se puede siempre contar.” Amor, simpatía, amistad y cosas del
género son concebidas a la medida de una relación de intercambio comercial.
Aún sin querer forzar el
sentido de las implicaciones de tipo histórico social, lo menos que puede
decirse es que el comportamiento, el modo de ser de estos
exilados-turistas es sobre todo típico
de un grupo social con pretensiones de élite. Una infortunada fórmula
omnicomprensiva pretende hacer de “Fiesta” la “novela de la generación
perdida”, como si esta etiqueta bastase por si sola para exorcizar al demonio
que la habita, lograr mostrarlo en toda su multiforme corporatura y en su
relación compleja con las tensiones de la época. “Fiesta” no puede ser
absolutamente “la novela de la generación perdida”. Si acaso, y muy
limitadamente, es la novela de un segmento de clase perdido o por lo menos muy
desorientado.
Cada personaje recibirá de las
vacaciones una lección diferente, menos Bill Gorton, que sólo se ha divertido.
Brett Ashley terminará refugiándose naturalmente en un sueño, un espejismo.
“Nosotros hubiéramos estado siempre bien juntos” dirá a Jake Barnes, cerrando
los ojos, como si la oscuridad de los párpados pudiera de algún modo
protegerla. En respuesta, Jake Barnes parecerá por un segundo secundarla: “Sí,
es lindo pensar así”. Pero él sueña con los ojos abiertos y todos sus sueños y
sus riesgos son calculados. Mike Cabell, por su parte, seguirá fingiendo el
tipo despreocupado y estoico, y continuará el camino de su vida sin perder la
compostura ni la coraza de cínismo.
(4)
El final de la fiesta es una
especie de Waterloo. “En la mañana había terminado todo”, dirá Jakes Barnes.
“La fiesta había terminado”. Hay nostalgia y remordimiento inmediatamente
después del final de la fiesta. Pamplona ya no es alegre como el día anterior.
Los turistas han desaparecido y la soledad de la ciudad refleja la soledad de
los protagonistas: “Me desperté hacia las nueve –dice Barnes-, tomé un baño, me
vestí y bajé. La plaza estaba desierta y no había gente en las calles. Unos
muchachos recogían las cápsulas de los petardos. Los cafés estaba abriendo y
los camareros sacaban las cómodas poltronas de mimbre y las colocaban a la
sombra de los pórticos, alrededor de las mesas de mármol. Estaban barriendo las
calles y lavándolas con bombas de agua”.
“Me senté en una poltrona de
mimbre y me recliné cómodamente. El camarero no tenía prisa por venir. Los
anuncios en papel blanco sobre la llegada de los toros y los grandes carteles
de los trenes especiales estaban todavía sobre los grandes pilares del pórtico.
Un camarero con un delantal azul salió
con un trapo y un cubo de agua y comenzó
a quitar los carteles rompiéndolos en tiras y raspando las partes que se
adherían a la piedra. La fiesta había
terminado”.
“Tomé un café. Poco después
llegó Bill. Lo vi venir a través de la plaza. Se sentó y tomó un café.”
“-Así –dijo-, todo ha
terminado”,
Así, en efecto, “todo ha
terminado”: Los dos personajes sienten que les falta la tierra bajo los pies.
La miseria y la desolación del paisaje no puede ser más completa. Ha terminado
la fiesta, todo se inscribe en el ambiente de la vulgar rutina cotidiana, en el
orden establecido donde ya no “todo se convertía en irreal y parecía que nada
podía tener consecuencias.” Ha terminado la evasión, pero la realidad del mundo
está todavía presente e intacta. Sólo dentro del ambiente asaz trivial de la
fiesta ellos lograban justificar y convalidar sus conductas. Allí, y sólo allí,
las interminables borracheras y la disipación tienen un sentido. Fuera de esa
atmósfera de disipación hay que empezar a reflexionar.
Desde un cierto punto de
vista, “Fiesta” es la historia de un naufragio, de un grupo de náufragos
(“náufragos a la deriva”, como ha notado Carlo Izzo), o quizás desechos a la
deriva sobre una barca sin rumbo. Pero este criterio no pretende ser una
etiqueta. “Fiesta” es sobre todo un prisma, o mejor un caleidoscopio del cual,
a cada sacudida, se obtiene una imagen diferente.
Giansiro Ferrata ha hecho
notar la existencia de una “antítesis” o mejor una contraposición no sólo entre
los personajes de este libro, sino también entre los países donde se
desarrollan los acontecimientos (Francia y España). Ya se ha aludido al hecho de
que Robert Cohn, en cuanto intelectual, está en el extremo opuesto de Bill
Gorton y al extremo opuesto de Mike Cambell por lo que respecta a su
comportamiento. Es decir, por el modo en que se toma la derrota, y que todos en
general están derrotados, todos están a la deriva. En cambio, para algunos el
torero, el español, representa “la plenitud de la vida hecha para sobrevivir a
todas las derrotas”. Su “inocencia” y “pureza” se contrapone a los vicios y
corrupción de los turistas.
La contraposición entre España
y Francia es aun más notoria, y quizás más importante desde un cierto punto de
vista. Por una parte está París “en su doble faz de cosmopolitismo decadente”,
y por otra Pamplona con su “color local bárbaro”. Los disolutos turistas
resumen en estos países “los sueños de evasión del exilio norteamericano en la
Europa de los veintes, el rechazo de todas las facetas de su propia sociedad,
la búsqueda de parajes o sofisticadamente civilizados o muy primitivos que le
aportara nuevos estímulos que no encontraba en su vida cotidiana”.
Desde otro ángulo, no menos
significativo, Jake Barnes teoriza sobre este hecho (sobre el contraste
geográfico que es también contraste humano) con su acostumbraba claridad y
concisión: “Me sentí feliz de encontrarme en un país (Francia) donde es tan
fácil hacer feliz a la gente. No se puede nunca saber si un camarero español te
agradecerá o no. En Francia, en cambio, todo reposa sobre una neta base
financiera. Es el país donde es más simple vivir. Nadie complica las cosas
haciéndose amigo por razones oscuras. Si deseas parecerle simpático a la gente
sólo debes poner a disposición un poco de dinero. Yo le di un poco de dinero al
camarero y le caí simpático. Él apreció mi más importante cualidad. Se sentiría
contento de volver a verme. Si volviera aquí a comer él estaría contento de
volver a verme, me habría querido en su mesa. Hubiera sido una simpatía sincera
porque tenía una sólida base. Estaba en Francia de nuevo”.
“A la mañana siguiente, para
hacer otros amigos, di a todos en el albergo una propina generosa y partí con
el primer tren de la mañana para San Sebastián. En la estación no le di al
cargador una propina excesiva, porque no pensaba que volvería a verlo. Todo lo
que necesitaba era un grupo de franceses amigos que me hicieran una buena
acogida en Bayonne por si me tocaba tener que regresar. Sabía que si se hubiesen recordado de mi nuestra amista sería
leal”.
“En Irun tuvimos que cambiar
de tren y mostrar los pasaportes. Lamentaba dejar a Francia. La vida era tan
simple en Francia. Sentía que hacía mal al regresar a España. En España no se
puede nunca estar seguro de nada. Sentía que hacía mal al volver, pero me puse
en fila con mi pasaporte, abrí las maletas para los guardias, compré el
billete, crucé la puerta, subí al tren y
después de cuarenta minutos y ocho túneles estaba en San Sebastián”.
El cuadro se dibuja en estos
párrafos de tan sólida arquitectura, es tan preciso como poco edificante, y en
extremo revelador de la mentalidad del personaje. Se encuentra aquí en una España
complicada, aunque también idealizada. Lo que Jake deplora sinceramente
(admitiendo que sea cierto) es el hecho de que la amistad de los camareros
españoles no se puede comprar, no está a la venta. Desde el inicio del libro
había idealizado a los españoles y no había escondido su simpatía por ellos, ni
su paternalismo. Los idealiza implícitamente (aunque no se de cuenta) al
contraponerlos de esa manera a los franceses. Sin embargo, lo que sin duda es
una cualidad moral, representa una dificultad para Jake Barnes. Dificultad de
vivir entre gente que no se deja comprar. Así, su pasión por España se resuelve
en una relación de odio y amor en cuya base encontramos una vez más la
mercantil, canibalesca, que a su juicio
rige todas las relaciones humanas.
(5)
“Fiesta” es una obra ejemplar
en muchos sentidos: la revelación de un joven escritor que había alcanzado casi en pleno la madurez,
extremadamente conciente de su oficio, incisivo en el estilo, finísimo en el
manejo de las más intrincadas situaciones narrativas. El tema tocaba sus fibras
más intimas, lo apasionaba, y Hemingway se sumergió espontáneamente, felizmente
en sus aguas. Si “Fiesta” no es la obra maestra de Hemingway, posiblemente es
la más lúcida y sincera, sobre todo sincera, y quizás la más hondamente vital.
Las líneas de desarrollo de sus ideas son todas visibles. Está todo Hemingway
aquí dentro. En cuerpo y alma. Incluso, se podría decir que en aquella época de
fiesta tenía más espíritu, más sentido del humor del que manifestaría en otras
narraciones. Era, sin duda, un escritor penetrante y al mismo tiempo sutil,
agudo.
Hemingway escribiría otro
libro más sólido arquitectónicamente,
pero menos espontáneo y vivencial. Escribiría libros comprometidos con las
mejores causas y de gran aliento social, pero también retóricamente ambiguos,
programados para “servir”.
“Fiesta” es una obra rebosante
de humor y fina ironía, cuando no de de
sarcasmo. Algunos diálogos entre Jake y Cohn y entre Jake y Bill son ejemplares
en este sentido. Por otro lado, el retrato sicológico y la descripción de las
relaciones humanas es impecable. Quizás en ningún otro libro Hemingway logró crear
personajes tan auténticos, sustanciosos, insignificantes y a la vez
conmovedores en su desgarramiento existencial.
Aparte de la representación de
los norteamericanos y los ingleses (es decir, la gente suya, cuya idiosincrasia
conoce), le bastan poquísimos trazos para elaborar un perfecto retrato
ético-moral del español Montoya, poquísimos trazos para hacer entender, sin
necesidad de ulteriores mediaciones descriptivas, el peligro que éste corre en compañía de gente
disoluta que podría corromperlo, arruinarlo moralmente.
La importancia de este hecho
hay que ponerla de relieve enfáticamente. Más tarde Hemingway abandonará, junto
a otras cosas, su cautela para construir
personajes ajenos a su cultura, y debido a ello desfilarán por sus libros
algunas figuras caricaturescas y no personajes como, por ejemplo, ciertos
macarrónicos italianos en “Adiós a las Armas”, los españoles estereotipados de
“¿Por quién doblan las campanas?” o los esmirriados cubanos de “Tener o no
tener”.
Es notable, por otra parte, la
habilidad con la cual el autor logra evitar en “Fiesta” la fácil trampa del sentimentalismo.
Aquí todos se separan con un ligero asomo de pesar, pero sin dramatizar más
allá de lo necesario, sin melodrama ni manifestaciones semejantes.
La escena en que Jakes Barnes
se separa del querido amigo Bill tiene una solución más bien poética: “Pasó la
puerta y se dirigió al tren. El maletero iba adelante con el equipaje. Yo
miraba el tren que se ponía en marcha, Bill demoraba en la ventanilla. La
ventanilla se alejó, el resto del tren se alejó y los rieles quedaron vacíos.”
El análisis de este libro no pretende ni puede
ser exhaustivo, sobre todo tratándose de una historia “tan fluida, tan
sugestiva”. Sin embargo hay que hacer hincapié en la figura del torero. No es
difícil darse cuenta de que el torero representa un animal simbólico, representa
un punto firme de referencia para establecer la distancia con el grupo de
disolutos exilados turistas.
Carlos Pujol, considera que “El personaje del torero
introduce otro elemento mítico en la novela. Para Hemingway los toros son un
misterio, en el sentido antiguo de la expresión, sólo para iniciados, un
misterio que salva, que libera y purifica, y que está íntimamente ligado a la vida sexual. El
torero, de acuerdo con la creencia de muchos pueblos primitivos, se apropia de
la fuerza de los animales que mata y al desafiar continuamente a la muerte se
hace inmortal.” (“Yo nunca moriré”, dice el matador).
Mágicamente
hablando, el torero es pues un superhombre, o, mejor, un supermacho por el que
Brett se sentirá inmediatamente atraída. En la simbología de la novela, él es
el toro en la plenitud de sus facultades, en contraposición a Jakes Barnes cuya
deficiencia le asimila al papel de buey. Esta idea está acentuada en muchos
diálogos y por el hecho mismo de que Jake se presta a favorecer los amores del torero
con la lady, así como los mansos conducen a los toros a la plaza”. Pujol
identifica a Jake Barnes “con la figura mítica del Rey Pescador, según la
interpretación de Jessy Weston, proyectando todo este conjunto de elementos
(impotencia, leyenda) en una cierta visión filosófica del mundo”. Naturalmente
saldrá a relucir el nombre de Eliott, sacando a colación los fantasmas
simbólicos de su “Waste land” (“Tierra baldía”, en una limitativa traducción),
“Jake será un nuevo Rey Pescador, un rey impotente de una tierra estéril, de
ese yermo, esa tierra baldía que es el mundo en que vive, el mundo
moderno”. El mismo Pujol identifica a
lady Ashley “con una inconfundible deidad pagana, casi de ídolo, de fetiche.
Brett es la diosa que amor que preside la fiesta de Pamplona. En un momento
dado (capítulo quince), se baila a su alrededor como en torno a un ídolo, la
adornan con una ristra de ajos, la entronizan sobre un tonel de vino. Es el
símbolo de la Vida, de la Fecundidad, deseable e inalcanzable para el héroe, necesariamente
frustrado.”
Muchas
otras interpretaciones más o menos curiosas, pero siempre bastante
impresionistas, se encuentran en páginas de famosos críticos ingleses y
norteamericanos. A título de ejemplo, cito a Edmund Wilson. A su juicio “el
comportamiento de los personajes de ‘The Sun Also Rises’ no es típico sólo de
una pequeña y particular categoría de expatriados americanos e ingleses”.
Wilson sostiene que es “más bien típico de todo el mundo occidental
contemporáneo.” Mark Spilka, por su parte, pretender reducir a “Fiesta” a una
novela cuyo tema fundamental es “la muerte del amor en la primera guerra
mundial”.
De
cualquier manera el arte puede ser interpretado libremente dentro de ciertos
límites e infinitas pueden ser las interpretaciones de una obra cualquiera.
Mi intención, por lo demás, ha
sido desmontar este libro, sacudirle el polvo, desmitificarlo si es posible,
hacerlo accesible, en fin, a lecturas no conformistas. Nada en contrario con
lecturas en clave simbólica, siempre que se produzca el enganche con la
historicidad de la obra en cuestión. El mismo Hemingway definió a “Fiesta” con
estas palabras: “no una sátira, sino una tragedia que tiene como héroe a la
tierra”. Para algunos esta definición podría bastar. Pero de tierra y de tragedia
en realidad se ha visto poca. Y la sátira, en cambio, es feroz. El hecho es
que, incluso sin prescindir de lo que había querido decir Hemingway, era
necesario establecer lo que en verdad había dicho Hemingway, quizás a su pesar.
[Separata de la traducción de la tesis de grado para optar al título de Doctor en Letras por la Universidad de los Estudios de Roma en 1975:
Ernest Hemingway entre ideología y subversión]
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