Un relato del libro Los cuentos negros
De venta en:
Pedro Conde Sturla
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[Donde se
recrean las míticas hazañas de un mítico personaje y las desventuras
carcelarias que vivió el profesor Pagán en España, así como una tétrica
experiencia en las mazmorras de Trujillo en la grata compañía del poeta
Villegas].
Por sus servicios a la patria, el títere Balaguer,
impuesto, por las tropas de intervención norteamericanas, despojó al Gallego de la nacionalidad
dominicana y lo arrojó al exilio, un doble exilio, el de su patria nativa y el de su patria adoptiva.
En Cuba y en Corea del Norte completó
profesionalmente su formación militar. Meses de privaciones, sacrificios,
dedicación y estudios, durante el más
duro de los entrenamientos, en situaciones y condiciones límites, templaron el
acero de su ya de por sí recio carácter. Célebre, al poco tiempo, como
instructor en guerra de guerrillas, el propio Che Guevara solicitó sus
servicios para sustituirlo en el Congo, poco antes de partir a su destino final
en Bolivia. Por sus manos pasaron, en todos los campos de entrenamiento (Cuba,
Corea del Norte, Argelia, Libia), Tupamaros de Uruguay, Montoneros argentinos,
Sandinistas de Nicaragua, miembros del Frente Farabundo Martí de El Salvador,
sin mencionar a un selecto grupo de vietnamitas y camboyanos.
A pesar de vivir un poco tan al salto de la mata,
con guerrillas por aquí y guerrillas por allá, el Gallego no descuidaba sus
deberes familiares. Viajaba regularmente, esporádicamente, clandestinamente al
país a visitar a su mujer y sus críos. Y era un padre amoroso, por supuesto, no
tan fiero el león como lo pinto. En una ocasión, por lo menos, llevó al
Galleguito –su hijo menor y su biógrafo- a pasarse las vacaciones en un
campamento guerrillero del Congo asediado por tropas colonialistas. Pero la
experiencia fue frustrante para el muchacho. Por razones de edad no le creció
la barba, pero la lengua se le estiró enormemente.
Dato tenía que coincidir en Madrid con el Gallego y
desde allí partir en tren al País Vasco. Un grupo de veinte insurrectos, con
fines inconfesables, esperaba a un comandante de guerrillas y a un comisario
político, el Gallego y Dato. El Gallego, sin embargo, no apareció en parte, su fino olfato, su
militar político, lo pusieron sobre aviso y donde debió estar nunca estuvo. A Dato Pagán Perdomo, nada más
presentar el pasaporte, lo sacaron gentilmente de la fila y lo llevaron en
presencia de un prefecto, el jefe de la policía española en persona, un honor
que Dato no agradecía. El prefecto abrió el pasaporte. Pasó lentamente las
páginas, olió la tinta, lo miró al trasluz, y donde decía Ramón García
Sarmiento, leyó Dató Pagán Perdomo. Dato tenía rango de diplomático pero el
otro tenía rango de policía y ya con eso era suficiente. Sólo le quedaba el
derecho al pataleo. Mi nombre es Ramón García Sarmiento, Embajador at large, como puede ver, del gobierno
nicaragüense y nieto del gran poeta Darío.
Dato Pagán Perdomo, repitió el jefe de la policía, y
Dato se sintió chiquito, chiquitico. Dato Pagán Perdomo -volvió a decir el
prefecto, como si saboreaba su nombre, el nombre de la presa- tenemos un
dossier suyo con fotos en el congreso del Partido Comunista en Berlín del Este,
en Corea y en Cuba, en Argelia y Viet Nam y
en Corea del Norte. Dato Pagán Perdomo, tenemos fotos suyas de frente, de
perfil y de espaldas en compañía de Fidel Castro, el Che Guevara y Ho Chi Minh,
tenemos fotos suyas con la mujer de un ministro soviético en la posición del
misionero y tenemos y no tenemos, entre otras cosas, este documento seguramente
comprometedor, a cuyo contenido no hemos tenido acceso... todavía. El documento
era un texto de cincuenta páginas, armado y pegado, a retazos a la manera de
Frankenstein, y en el que Dato reconoció, con terror, el instructivo secreto
que le habían confiado en Moscú. Allí no había nada que hacer salvo rendirse a
la evidencia o mentir, seguir mintiendo, que era lo más prudente. Dato se
enfrío como un témpano. Dato Pagán Perdomo, repitió el prefecto abanicándose
con el documento frankensteinniano, ¿qué viene a hacer a España? Señor
Embajador Dato Pagán Perdomo, ¿a qué debemos su honrosa visita?
El ingrato recuerdo de aquel interrogatorio y la
nostalgia lo traen de nuevo a la mesa presidencial junto a sus contertulios del
Palacio de la
Esquizofrenia plagado de turistas, y a la juventud y la
infancia en el Soco. El Soco, está en el Soco, en la desembocadura de un río de
su provincia natal, tumbando cocos. La tarde arrebolada de colores dulcemente
tropicales. Aquella experiencia en España le dejó profundas cicatrices emocionales
que no era prudente molestar. Pero los contertulios, picados de infantil
curiosidad lo acosan.
¿Lo torturaron, profesor? Físicamente no, quiero
decir, pero hay cosas peores. A uno de los prisioneros le provocaron una crisis
de identidad sexual tan grave que nunca más supo si era hombre o mujer. A Dato
le aplicaron el suplicio de Tántalo. Mulatas de caderas enloquecidas, como sólo
había visto en el fabuloso nigth club
Copacabana de la Habana ,
entraban a su celda y bailaban a su
alrededor prodigando a borbotones la sensualidad de sus cuerpos broncíneos
semidesnudos y perfectos sin que Dato –atado a un camastro y desprovisto,
literalmente, del auxilio de una mano amiga- pudiese hacer otra cosa, aparte de
mirarlas. El espectáculo le hacía sudar todas las fiebres –los ojos
desencajados saliendo de sus órbitas- y le producía dolorosos abscesos de
priapismo.
Pero ahora está en la desembocadura del Soco,
tumbando cocos. En esa época Dato subía a las palmeras con agilidad palmaria y
tumbaba cocos secos que luego rompía con la cabeza y abría con las manos y los
dientes. El poeta Villegas, Víctor Villegas -descendiente dominicano del famoso
español y no por eso inferior en obra y
contenido-, nada en aguas frecuentadas por tiburones en las inmediaciones del
matadero del Soco, sangre y vísceras en el agua, hervidero de escualos
hambrientos. Pero los tiburones no lo buscan a él. Villegas busca a los
tiburones. Villegas era un diestro en la panqueada, un arte isleño, nadar
paralelo al costado del tiburón fingiéndose tiburón, girar repentinamente sobre
su cuerpo y propinar un golpe casi siempre mortal con el talón en las agallas,
el resto era asfixiarlo, si acaso quedaba vivo, tomarlo por la boca y llevarlo
a tierra como a un cachorrito, filetear la cola y eliminar el resto que era un
desperdicio. Esa noche cenarían pescado con coco en compañía de un grupo de
enemigos del régimen y ultimarían detalles de un plan para matar a Trujillo.
Villegas tenía las armas.
Ahora Dato está preso y sin ropas en compañía de
Villegas y los demás enemigos del régimen en las mazmorras de Trujillo. De
hecho esa fue su primera visita a la cárcel, las cárceles del tirano, no la
última. Allí está preso y mal preso, y sin ropas, a merced de torturadores
menos sutiles que en España. Bueno aquí varias veces lo hemos visto en
circunstancias análogas, desnudo y preso de sus recuerdos y fantasías, feliz y
sin ropa. Ahora simplemente está preso y sin ropas. Ejemplo clásico de que una
misma situación no remite a la misma
condición, o viceversa. En fila india avanza desnudo junto a Villegas y los
demás enemigos del régimen, plato en la
mano, en la cárcel, para recibir el chao, mezcla de harina de maíz con gusanos.
En fila india, sí. Tristísima fila india de hombres desnudos y humillados en su
desnudez, llevando el plato en una mano y con la otra mano cubriendo su
desamparo, probóscides entumecidas, mustias,
alicaídas, el sexo una vez alegre colgando inútil a manera de butifarra.
Mea culpa, decía Villegas, en momentos de intimidad. Mea culpa. Había
cometido una indiscreción invitando a un delator al convite y allí en la cárcel
meó y sangró todas sus culpas cuando le aplicaron la picana eléctrica en el
miembro.
(De Los cuentos negros).
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