domingo, 4 de marzo de 2018

FÁBULA DEL FABULADOR (5)

Un relato del libro Los cuentos negros 
De venta en:

Pedro Conde Sturla

[Donde se recrean las míticas hazañas de un mítico personaje y las desventuras carcelarias que vivió el profesor Pagán en España, así como una tétrica experiencia en las mazmorras de Trujillo en la grata compañía del poeta Villegas].
El Che en el Congo

Por sus servicios a la patria, el títere Balaguer, impuesto, por las tropas de intervención norteamericanas,  despojó al Gallego de la nacionalidad dominicana y lo arrojó al exilio, un doble exilio, el de su patria  nativa y el de su patria adoptiva.
En Cuba y en Corea del Norte completó profesionalmente su formación militar. Meses de privaciones, sacrificios, dedicación  y estudios, durante el más duro de los entrenamientos, en situaciones y condiciones límites, templaron el acero de su ya de por sí recio carácter. Célebre, al poco tiempo, como instructor en guerra de guerrillas, el propio Che Guevara solicitó sus servicios para sustituirlo en el Congo, poco antes de partir a su destino final en Bolivia. Por sus manos pasaron, en todos los campos de entrenamiento (Cuba, Corea del Norte, Argelia, Libia), Tupamaros de Uruguay, Montoneros argentinos, Sandinistas de Nicaragua, miembros del Frente Farabundo Martí de El Salvador, sin mencionar a un selecto grupo de vietnamitas y camboyanos.
A pesar de vivir un poco tan al salto de la mata, con guerrillas por aquí y guerrillas por allá, el Gallego no descuidaba sus deberes familiares. Viajaba regularmente, esporádicamente, clandestinamente al país a visitar a su mujer y sus críos. Y era un padre amoroso, por supuesto, no tan fiero el león como lo pinto. En una ocasión, por lo menos, llevó al Galleguito –su hijo menor y su biógrafo- a pasarse las vacaciones en un campamento guerrillero del Congo asediado por tropas colonialistas. Pero la experiencia fue frustrante para el muchacho. Por razones de edad no le creció la barba, pero la lengua se le estiró enormemente.
Dato tenía que coincidir en Madrid con el Gallego y desde allí partir en tren al País Vasco. Un grupo de veinte insurrectos, con fines inconfesables, esperaba a un comandante de guerrillas y a un comisario político, el Gallego y Dato. El Gallego, sin embargo,  no apareció en parte, su fino olfato, su militar político, lo pusieron sobre aviso y donde debió estar  nunca estuvo. A Dato Pagán Perdomo, nada más presentar el pasaporte, lo sacaron gentilmente de la fila y lo llevaron en presencia de un prefecto, el jefe de la policía española en persona, un honor que Dato no agradecía. El prefecto abrió el pasaporte. Pasó lentamente las páginas, olió la tinta, lo miró al trasluz, y donde decía Ramón García Sarmiento, leyó Dató Pagán Perdomo. Dato tenía rango de diplomático pero el otro tenía rango de policía y ya con eso era suficiente. Sólo le quedaba el derecho al pataleo. Mi nombre es Ramón García Sarmiento, Embajador at  large, como puede ver, del gobierno nicaragüense y nieto del gran poeta Darío.
Dato Pagán Perdomo, repitió el jefe de la policía, y Dato se sintió chiquito, chiquitico. Dato Pagán Perdomo -volvió a decir el prefecto, como si saboreaba su nombre, el nombre de la presa- tenemos un dossier suyo con fotos en el congreso del Partido Comunista en Berlín del Este, en Corea y en Cuba, en Argelia y Viet Nam   y en Corea del Norte. Dato Pagán Perdomo, tenemos fotos suyas de frente, de perfil y de espaldas en compañía de Fidel Castro, el Che Guevara y Ho Chi Minh, tenemos fotos suyas con la mujer de un ministro soviético en la posición del misionero y tenemos y no tenemos, entre otras cosas, este documento seguramente comprometedor, a cuyo contenido no hemos tenido acceso... todavía. El documento era un texto de cincuenta páginas, armado y pegado, a retazos a la manera de Frankenstein, y en el que Dato reconoció, con terror, el instructivo secreto que le habían confiado en Moscú. Allí no había nada que hacer salvo rendirse a la evidencia o mentir, seguir mintiendo, que era lo más prudente. Dato se enfrío como un témpano. Dato Pagán Perdomo, repitió el prefecto abanicándose con el documento frankensteinniano, ¿qué viene a hacer a España? Señor Embajador Dato Pagán Perdomo, ¿a qué debemos su honrosa visita?
El ingrato recuerdo de aquel interrogatorio y la nostalgia lo traen de nuevo a la mesa presidencial junto a sus contertulios del Palacio de la Esquizofrenia plagado de turistas, y a la juventud y la infancia en el Soco. El Soco, está en el Soco, en la desembocadura de un río de su provincia natal, tumbando cocos. La tarde arrebolada de colores dulcemente tropicales. Aquella experiencia en España le dejó profundas cicatrices emocionales que no era prudente molestar. Pero los contertulios, picados de infantil curiosidad lo acosan.
¿Lo torturaron, profesor? Físicamente no, quiero decir, pero hay cosas peores. A uno de los prisioneros le provocaron una crisis de identidad sexual tan grave que nunca más supo si era hombre o mujer. A Dato le aplicaron el suplicio de Tántalo. Mulatas de caderas enloquecidas, como sólo había visto en el fabuloso nigth club  Copacabana de la Habana, entraban a su celda  y bailaban a su alrededor prodigando a borbotones la sensualidad de sus cuerpos broncíneos semidesnudos y perfectos sin que Dato –atado a un camastro y desprovisto, literalmente, del auxilio de una mano amiga- pudiese hacer otra cosa, aparte de mirarlas. El espectáculo le hacía sudar todas las fiebres –los ojos desencajados saliendo de sus órbitas- y le producía dolorosos abscesos de priapismo.
Pero ahora está en la desembocadura del Soco, tumbando cocos. En esa época Dato subía a las palmeras con agilidad palmaria y tumbaba cocos secos que luego rompía con la cabeza y abría con las manos y los dientes. El poeta Villegas, Víctor Villegas -descendiente dominicano del famoso español y no por eso  inferior en obra y contenido-, nada en aguas frecuentadas por tiburones en las inmediaciones del matadero del Soco, sangre y vísceras en el agua, hervidero de escualos hambrientos. Pero los tiburones no lo buscan a él. Villegas busca a los tiburones. Villegas era un diestro en la panqueada, un arte isleño, nadar paralelo al costado del tiburón fingiéndose tiburón, girar repentinamente sobre su cuerpo y propinar un golpe casi siempre mortal con el talón en las agallas, el resto era asfixiarlo, si acaso quedaba vivo, tomarlo por la boca y llevarlo a tierra como a un cachorrito, filetear la cola y eliminar el resto que era un desperdicio. Esa noche cenarían pescado con coco en compañía de un grupo de enemigos del régimen y ultimarían detalles de un plan para matar a Trujillo. Villegas tenía las armas.
Ahora Dato está preso y sin ropas en compañía de Villegas y los demás enemigos del régimen en las mazmorras de Trujillo. De hecho esa fue su primera visita a la cárcel, las cárceles del tirano, no la última. Allí está preso y mal preso, y sin ropas, a merced de torturadores menos sutiles que en España. Bueno aquí varias veces lo hemos visto en circunstancias análogas, desnudo y preso de sus recuerdos y fantasías, feliz y sin ropa. Ahora simplemente está preso y sin ropas. Ejemplo clásico de que una misma situación  no remite a la misma condición, o viceversa. En fila india avanza desnudo junto a Villegas y los demás  enemigos del régimen, plato en la mano, en la cárcel, para recibir el chao, mezcla de harina de maíz con gusanos. En fila india, sí. Tristísima fila india de hombres desnudos y humillados en su desnudez, llevando el plato en una mano y con la otra mano cubriendo su desamparo, probóscides entumecidas, mustias,  alicaídas, el sexo una vez alegre colgando inútil a manera de butifarra.
Mea culpa, decía Villegas, en  momentos de intimidad. Mea culpa. Había cometido una indiscreción invitando a un delator al convite y allí en la cárcel meó y sangró todas sus culpas cuando le aplicaron la picana eléctrica en el miembro. 

(De Los cuentos negros).


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