Pedro Conde Sturla
[De cómo la fina
inteligencia del poeta Villegas lo salvó de una muerte segura en la cárcel y
otras aventuras del intrépido profesor Pagán en las selvas amazónicas y los
llanos venezolanos].
Pero el calvario del grupo apenas había empezado. Los esbirros, por
distraerse, apagaban en sus espaldas colillas de cigarrillo y a veces se
divertían sacando uñas. Esporádicamente los conducían de madrugada a una
especie de paredón y montaban un simulacro de fusilamiento con balas de salva
que en nada afectaban el cuerpo, pero aflojaban el esfínter, con las
consecuencias que todos podemos imaginar. En uno de los días más negros de su
estadía carcelaria los llevaron a Dato y Villegas a una oficina con un aire
acondicionado ruinoso, donde se encontraba Johnny Abbes García, el tenebroso
jefe del Servicio de Inteligencia Militar de la tiranía. La entrevista con el
siniestro era como quien dice una especie de antesala de la muerte. Haría
preguntas insidiosas, ordenaría por rutina la ejecución. He aquí, sin embargo,
que el siniestro tenía sobre el escritorio, a título de orgullo, un recorte de
la última página literaria de El
Caribe en la cual le habían publicado un horrible poema que Villegas por
suerte alcanzó a leer al revés y memorizó con memoria de elefante. El tenebroso
los interrogó a propósito del complot antitrujillista y Villegas cambió el
tema. Citó unos versos del poema y el tenebroso se desorientó, momentáneamente.
El tenebroso volvió a preguntar sobre la conspiración y Villegas comenzó a
celebrar los méritos del poema, citando versos a granel, de modo que el
tenebroso se desencajó, se ablandó, se puso dulce y romántico, pero insistió en
el interrogatorio. Entonces Villegas recitó el poema entero y el tenebroso
preguntó ¿Qué le parece? Villegas dijo que le parecía muy bien, que debía
persistir en el intento, que su condición de militar no invalidaba su condición
de magnífico poeta, que si los distanciaba la política no los distanciaba el
aprecio por la gran poesía, que incluso en aquellas circunstancias trágicas no
podía menos que admirar su talento, y mire que no le miento, leí el poema la
pasada semana y no se me quita de la sesera. En fin que, borracho a fuerza de
elogios, el monstruo reenvió a los muchachos tremendones a seguir cumpliendo condena en la cárcel. Villegas siempre diría que en esa ocasión lo salvó la
poesía, pero en realidad fue la crítica literaria. De cualquier manera, el
carácter de aquellos hombres no hizo más que templarse en la adversidad.
Villegas jura y perjura que el efecto de
la picana aumentó su potencia sexual, y por lo menos uno de sus hijos se
graduó, casualmente, de Ingeniero Eléctrico. Nada más salir de la cárcel, seis meses
después, descoloridos y flacos como cadáveres ambulantes, volvieron a las
andadas, a conspirar contra el régimen, a las orillas de Soco y ahí los tenemos
de nuevo, recuperando el color y las fuerzas. Dato partiendo cocos con la
cabeza, Villegas extremando audacias, cabalgando a lomo de tiburón.
¿Tiburón?,
dice Jacobo incrédulo y Aldemar lo secunda. El Teddy eleva la mirada en
dirección a la Catedral
Primada y guarda sus pensamientos. El profesor emérito sonríe
con su sonrisa hermética. ¿Cabalgando a lomo de tiburón? Sólo Villegas podía
hacerlo. Muchos perdieron las piernas y otros miembros en el intento. Pero eso
no es nada relevante comparado con lo del Amazonas.
Las
pupilas de Dato se dilatan como para dar cabida a la intensidad del recuerdo y
su mirada se vuelve hacia el interior, ampliando la memoria para acoger la
vastedad amazónica. Ahí va en una piragua, remando frenéticamente. Durante unos
años de su vida, Dato desapareció del mapa y de la historia, posiblemente por razones de seguridad. Ni amigos ni
camaradas supieron de su paradero y Dato nunca fue prolijo al respecto. De
alguna manera insólita fue a parar a Brasil, a una aldea indígena por los
alrededores de Manaus, la ex capital del caucho donde Caruso inauguró un teatro
fastuoso en mitad de la selva. De lo que hizo Dato allí, a cientos de
kilómetros de la costa del Pacifico -salvo follar asaz y campañas de alfabetización- se conoce relativamente
poco. En aquellas instancias desmesuradas, al margen de los refinamientos de la
civilización, Dato vivió un período especial de su vida. Entre los aborígenes
fue acogido como un príncipe y las vírgenes
se le entregaban de regalo.
Ahora
rema frenéticamente, en piragua,
tratando de escapar de un asedio. En su visita a una comunidad cercana le
obsequiaron, en calidad de esclava, una hermosa guaraní recientemente capturada
en una expedición bélica contra grupos rivales. En principio, Dato no pudo
negarse por razones de cortesía, aunque estaba en su intención devolver intacta
la muchacha a sus predios. Era una criatura elemental, de sexo vegetal, húmedo
y frío, casi una niña. Pero nada más zarpar se le entregó. El Dato se dejó
tumbar en la piragua y la guaraní sobre Dato, y en el momento del clímax empezó
a escuchar silbidos como sinfónicos y golpes que se clavaban en la embarcación.
Cuando comprendió que estaba bajo una lluvia de dardos y flechas envenenadas,
se incorporó para tomar los remos sin desprenderse de su pareja, por supuesto.
Ahí va remando, con la fuerza de la desesperación, remando frenéticamente y
haciendo el amor al mismo tiempo con movimientos sincrónicos, tomando poco a
poco distancia de sus enemigos.
Como tantas otras veces, logró escapar de
puro milagro, pero el esfuerzo sobrehumano lo dejo agotado, maltrecho, durante
varios días. Sin embargo no fue ese el escenario de su mayor prueba de fuerza y
destreza sexual. Fue a la sombra de un árbol gigantesco donde empezó aquella
especie de obra maestra de la copulación suicida. El Dato dormitaba disfrutando
su merecido reposo de guerrero, al menos eso intentaba, cuando apareció la
amazona –en el amplio sentido de la palabra- a lomo de un caballo trotón,
atraída por la fama del macho cabrío que los rumores de la selva divulgaban. A
la sombra del árbol gigantesco tuvo lugar la primera parte del escarceo
erótico. Como gallos de traba se miraron, se midieron y caminaron en círculo,
exhibiendo cada uno su plumaje. Se besaron en círculo. Un beso y otros besos,
el despojo del plumaje, provocaron el incendio de la sangre, pero cuando la
mecha de dinamita de Dato estaba encendida, la amazona lo rechazó y trepó
ágilmente por el árbol hasta la cima. Dato la siguió, la persiguió de rama en
rama con su inveterada agilidad palmaria, pero la amazona se evadía, se evadía,
y Dato la perseguía con esa espada caliente digna del Salón de la Fama. Pero la amazona
se evadía y se evadía, haciendo maromas circenses, hasta que Dato, finalmente,
tomó un atajo y colgado de una mano, la atrapó con la otra mano y con genial puntería la ensartó por allí
donde quería. En esa luna de miel arborícola crapularon como simios, hasta que
la mano de Dato se desprendió como una hoja seca y cayeron al suelo derruidos.
El
profesor emérito esta vez no logra contenerse y exclama Dato, por favor, cómo
es posible. ¿Con una sola mano? El Dato
baja humildemente la cabeza y responde con impecable argumento antropológico,
explicando el fenómeno por aquello de lo atávico, ancestral: es que me volví un
orangután. El Teddy se rasca la cabeza. Jacobo y Aldemar lo miran con
admiración no contenida.
Ahora
está preso de nuevo en el país y ya no es fábula, ahora lo persiguen para
matarlo y ya no es fábula, ahora reparte volantes contra la tiranía y ya no es
fábula, ahora participa en una manifestación antitrujillista y ya no es fábula,
ahora es el Dato de carne y hueso que se opuso a la tiranía y ya no es fábula,
es el Dato un poco mitológico y real que se opuso a un régimen de oprobio.
Ahora está en el exilio, media vida en el exilio y la lucha.
Ahora
está de regreso en el Palacio de la Esquizofrenia en compañía de sus cofrades.
Describe en términos poéticos su encuentro con un esbirro mortal que lo
torturó, un asesino tan temible que cuando entraba a un bar de San Pedro de
Macorís se apagaban las velloneras. No tardará mucho en regresar al autobús que
lo conduce a través de los llanos venezolanos, después del incidente con la
anaconda. Esta vez los detiene un puma gigantesco en medio de la pista, devorando
a una presa. El chofer despavorido, los pasajeros despavoridos, cerrando
ventanas y dando gritos. Dato interrumpe de nuevo la lectura de Kant, con
desagrado no bien disimulado. Pide que
abran la puerta, baja y se quita el abrigo de piel, y sale al ruedo, espanta al
puma con lances de torero y preserva lo
que quedaba de la presa para una comilona.
El
Teddy finalmente se encabrita y le pregunta que coño hacía con un abrigo de
piel en los llanos venezolanos a cuarenta grados sobre cero. La respuesta de
Dato lo deja sin habla, sin dicción. Es que al otro día salía para Finlandia y
no quería que se lo robaran.
Vuelve
al Palacio de la esquizofrenia y allí está, allí estará para siempre en
espíritu, en El palacio de la
Esquizofrenia con sus dilectos cofrades, trashumante, andando
y desandando esas viejas calles de la Ciudad Colonial y
fabulando.
a roberto cassá
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