Don Rafael Herrera reunía todas las condiciones del
prócer, pensó Flaubert, sin temor a
equivocarse. De aquel
corpachón inmenso se desprendía un halo
de simpatía y
amor al prójimo. Era alto, abundante,
con un pelaje blan-
co que denunciaba un carácter
dulcemente ovejuno, de
gran calor humano. Con él se entendería
fácilmente.
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Procedió entonces Flaubert a exponer a Don Rafael el
mismo caso con las mismas palabras que
había desperdi-
ciado con el infame jefe de redacción
de La Noticia. Habló
con lujo de detalles de los disparos,
el escarnio, los pájaros
muertos y podridos, la falta de respeto
a su persona, la
inseguridad, el torturadero que habían
fundado junto a
|
su hogar, los muertos en el zaguán, las
burlas, el techo de
su casa convertido en coladero. Y esta
vez los términos
que Flaubert empleaba en su copiosa
descripción, palabras
muy cultas y elegantes de uso poco
común, al parecer es-
taban al alcance de su interlocutor.
Aquel hombre manso,
mansito, que todo lo comprendía.
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Lo escuchaba todo, sí, con atención creciente, sin per-
derse un detalle, sin quitarle la vista
de encima, pendiente
todo el tiempo de la denuncia de
Flaubert, sosteniendo al
mismo tiempo una sonrisa angelical que
alternaba con
largas, reiteradas chupadas a un
larguísimo puro habanero.
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Don Rafael sabía escuchar con interés compuesto las
palabras que Flaubert depositaba
pulcramente, haciendo
gala de su retórica impecable. Palabras
que Flaubert había
aprendido a manejar al cabo de treinta
años de magisterio
en el Conservatorio Nacional de Música
junto a su inol-
vidable maestro Manuel Rueda, del cual
tenía, por cierto,
una foto dedicada en el cuarto de los
muertos de su agu-
jereada mansión.
|
Antes de responder, don Rafael se lo quedó mirando a
Flaubert con expresión cosmética y
abotagada, se despojó
del tabaco y la sonrisa. Se puso
tristón, condescendiente,
hizo con los brazos un gesto casi
teatral de impotencia.
Movió negativamente la cabeza ovejuna.
Miró con ojos
patéticos a Flaubert.
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–Me deja usted sumergido en las circunstancias de
un horror inconcebible, señor Flaubert.
Atónito me deja.
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Desgraciadamente debo decirle que casos
como estos no
tienen cabida en un periódico que se
respete…
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Flaubert captó en el acto la dirección del razonamiento
del director y lo interrumpió con un
gesto heroico, pre-
guntándole a boca de jarro, señor
director, si acaso una
de las misiones de la prensa no
consiste precisamente en
denunciar semejantes atrocidades. ¿Qué
otra cosa podría
ser más importante?
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Meloso y apoltronado, el director suspiró con un gesto
de profunda y humana inspiración.
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–¡Y se imagina usted, señor Flaubert, qué sucedería si
publicáramos estas cosas como hace la
prensa amarilla? La
publicidad del horror provocaría más
horror, señor Flau-
bert. Además daríamos la impresión de
ser un país en ma-
nos de incontrolables.
|
–Precisamente, señor director, así lo ha dicho el mismo
presidente en varias ocasiones. El
torturadero es prueba de
ello.
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¡Torturadero? No le parece una palabra fuera de tono,
señor Flaubert, después de todo vivimos
en una democracia.
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––Una floreciente democracia que la prensa puede
ayudar a consolidar mediante la
denuncia de las lacras so-
ciales que afean su bello rostro.
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El director se remeneó en su confortable sillón ejecu-
tivo como si una raquiña, un bicho
incómodo le estuviera
carcomiendo el fundillo.
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Abrió los brazos en actitud perpleja y se puso a gara-
batear un cuaderno con la cabezota
gacha para evitar la
mirada del incómodo visitante.
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Flaubert se desplomó por dentro. La conversación ha-
bía llegado a un punto ciego y se
sintió de pronto cansado
y sin fuerzas para continuar un debate
que ya estaba de-
finido en contra suya. Pero todavía
tenía algo que decir y
lo diría.
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El director se removió de nuevo en su sillón ejecutivo y
comprendió que Flaubert finalmente se
había rendido, ha-
bía tirado la toalla y no representaba
más que un incordio
del que se libraría enseguida. Volvió a
mirarlo y a sonreírle
entre chupada y chupada de su
larguísimo puro habanero,
pero la amplitud del gesto lo traicionó
porque Flaubert
pudo ver con asombro que entre los
pliegues de la sonri-
sa ovejuna se asomaba un par de colmillos
que indicaban
claramente que la oveja se había
convertido en lobo y era
hora de marcharse.
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Lo que tenía que decir no lo diría. Ahora estaba en
presencia del verdadero director y
cállese.
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