domingo, 4 de marzo de 2018

FLAUBERT SE FUE A LA GUERRA


Un relato del libro Ritos ancestrales (fragmento)
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Pedro Conde Sturla

 Una hora más tarde Flaubert se encontraba en las ofi-
cinas del director del periódico de más abolengo, el más
influyente y de mayor circulación del país, el Listín Diario.
Se encontraba, Flaubert, cómodamente sentado en un
amplio y lujoso despacho frente a don Rafael Herrera, di-
rector vitalicio de un medio cuya fundación se remontaba
al 1 de agosto de 1889. Herrera era uno de los hombres de
más peso y mayor prestigio en la opinión pública de todo
el país. Era, sin lugar a dudas, la primera excelsa figura del
periodismo dominicano. El decano de la prensa nacional.
Y era además un hombre de reconocida cultura y dedica-
ción a los libros. No por nada era dueño de una biblioteca
memorable cuya colección de Biblias habían tratado de
comprarle sin éxito las principales universidades y museos
del imperio norteamericano.

     Don Rafael Herrera reunía todas las condiciones del
prócer, pensó Flaubert, sin temor a equivocarse. De aquel
corpachón inmenso se desprendía un halo de simpatía y
amor al prójimo. Era alto, abundante, con un pelaje blan-
co que denunciaba un carácter dulcemente ovejuno, de
gran calor humano. Con él se entendería fácilmente.
     Procedió entonces Flaubert a exponer a Don Rafael el
mismo caso con las mismas palabras que había desperdi-
ciado con el infame jefe de redacción de La Noticia. Habló
con lujo de detalles de los disparos, el escarnio, los pájaros
muertos y podridos, la falta de respeto a su persona, la
inseguridad, el torturadero que habían fundado junto a
su hogar, los muertos en el zaguán, las burlas, el techo de
su casa convertido en coladero. Y esta vez los términos
que Flaubert empleaba en su copiosa descripción, palabras
muy cultas y elegantes de uso poco común, al parecer es-
taban al alcance de su interlocutor. Aquel hombre manso,
mansito, que todo lo comprendía.
      Lo escuchaba todo, sí, con atención creciente, sin per-
derse un detalle, sin quitarle la vista de encima, pendiente
todo el tiempo de la denuncia de Flaubert, sosteniendo al
mismo tiempo una sonrisa angelical que alternaba con
largas, reiteradas chupadas a un larguísimo puro habanero.
      Don Rafael sabía escuchar con interés compuesto las
palabras que Flaubert depositaba pulcramente, haciendo
gala de su retórica impecable. Palabras que Flaubert había
aprendido a manejar al cabo de treinta años de magisterio
en el Conservatorio Nacional de Música junto a su inol-
vidable maestro Manuel Rueda, del cual tenía, por cierto,
una foto dedicada en el cuarto de los muertos de su agu-
jereada mansión.
      Antes de responder, don Rafael se lo quedó mirando a
Flaubert con expresión cosmética y abotagada, se despojó
del tabaco y la sonrisa. Se puso tristón, condescendiente,
hizo con los brazos un gesto casi teatral de impotencia.
Movió negativamente la cabeza ovejuna. Miró con ojos
patéticos a Flaubert.
     –Me deja usted sumergido en las circunstancias de
un horror inconcebible, señor Flaubert. Atónito me deja.
Desgraciadamente debo decirle que casos como estos no
tienen cabida en un periódico que se respete…
      Flaubert captó en el acto la dirección del razonamiento
del director y lo interrumpió con un gesto heroico, pre-
guntándole a boca de jarro, señor director, si acaso una
de las misiones de la prensa no consiste precisamente en
denunciar semejantes atrocidades. ¿Qué otra cosa podría
ser más importante?
      Meloso y apoltronado, el director suspiró con un gesto
de profunda y humana inspiración.
      –¡Y se imagina usted, señor Flaubert, qué sucedería si
publicáramos estas cosas como hace la prensa amarilla? La
publicidad del horror provocaría más horror, señor Flau-
bert. Además daríamos la impresión de ser un país en ma-
nos de incontrolables.
       –Precisamente, señor director, así lo ha dicho el mismo
presidente en varias ocasiones. El torturadero es prueba de
ello.
      ¡Torturadero? No le parece una palabra fuera de tono,
señor Flaubert, después de todo vivimos en una democracia.
     ––Una floreciente democracia que la prensa puede
ayudar a consolidar mediante la denuncia de las lacras so-
ciales que afean su bello rostro.
      El director se remeneó en su confortable sillón ejecu-
tivo como si una raquiña, un bicho incómodo le estuviera
carcomiendo el fundillo.
Abrió los brazos en actitud perpleja y se puso a gara-
batear un cuaderno con la cabezota gacha para evitar la
mirada del incómodo visitante.
      Flaubert se desplomó por dentro. La conversación ha-
bía llegado a un punto ciego y se sintió de pronto cansado
y sin fuerzas para continuar un debate que ya estaba de-
finido en contra suya. Pero todavía tenía algo que decir y
lo diría.
      El director se removió de nuevo en su sillón ejecutivo y
comprendió que Flaubert finalmente se había rendido, ha-
bía tirado la toalla y no representaba más que un incordio
del que se libraría enseguida. Volvió a mirarlo y a sonreírle
entre chupada y chupada de su larguísimo puro habanero,
pero la amplitud del gesto lo traicionó porque Flaubert
pudo ver con asombro que entre los pliegues de la sonri-
sa ovejuna se asomaba un par de colmillos que indicaban
claramente que la oveja se había convertido en lobo y era
hora de marcharse.
     Lo que tenía que decir no lo diría. Ahora estaba en
presencia del verdadero director y cállese.
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