A la grata memoria de Joselín
Miniño.
El Filósofo
adopta un aire entre ecuménico y paternalista y pide calma y pide moderación y
pide orden y pide una soda amarga y pide hielo frío, bien frío, con una voz
rasgada y cordial que quiere ser autoritaria, pero el dependiente del colmadón
no se da por enterado y el Filósofo vuelve a reclamar hielo frío, bien frío,
por favor hielo frío, y una silla y un vaso para el ingeniero que acaba de
llegar. Siéntese, por favor, ingeniero, y toma un respiro y toma un trago corto
y toma de nuevo la palabra y reanuda el tema de la revolución francesa, el
papel de los furufos en la revolución francesa. Robespierre, por ejemplo, era
un furufo, un don nadie, un carajo a la vela, un descastado. Y Marat otro
furufo. Y Danton más furufo. Furufos todos y fusiladores.
En todo
caso –corrijo- eran guillotinadores.
Terroristas,
dice el Filósofo con su vozarrón canónico, no más que terroristas, y vuelve a
pedir hielo frío al dependiente del colmadón de la Avenida Italia que no se da
por enterado.
En esos
términos –insisto-, Napoleón era más terrorista que nadie, más furufo que nadie
y más guillotinador y fusilador que nadie. Ahí está la tragedia de España y las
ejecuciones del 2 de mayo. Allí están las pinturas de Goya.
No es
verdad, no es verdad, dice el vozarrón del Filósofo, mentira, dice el vozarrón
del Filósofo, Napoleón era un noble o por lo menos un notable y Goya otro
furufo. Y la Maja desnuda otra furufa. Hielo frío, por favor, hielo frío.
Me parece que noble o notable en
una isla de cabras da por resultado una nobleza, una notabilidad cabrona y él
siempre fue un cabroncito, le petit cabrón como dice Pérez Reverte, o por lo menos
un cabruno, un cabrejo. El hijo de Leticia Ramolino no brilló en su isla más que
como independentista de relumbrón, independentista y oportunista. Fue la
revolución de los furufos que lo llevó al poder. Pero la familia siguió siendo
un conjunto de furufos. Emparentaron con la nobleza que es la forma más furufa y
parásita de la existencia y siguieron siendo furufos. Y a Napoleón al final los
ingleses lo furufiaron en Santa Helena.
Agustín pide la palabra y
empieza a palabrear, pero Barón lo interrumpe como de costumbre, coño, y
Agustín se desespera, coño, déjenme hablar. Empieza de nuevo a hablar pero esta
vez es Gustavo quien lo interrumpe, coño, y pide excusas y Agustín sigue
hablando y el Filósofo vuelve a pedir hielo frío, coño, déjenme hablar. Se para
indignado y sale afuera a fumar.
El ingeniero Barón apenas
acababa de llegar en una yipeta Lexus del año, pero en contraste con el
vehículo vestía una ropa de pobre, una gorra de pobre y una cara de pobre de
solemnidad que daban pena. Daba la impresión de ser un hombre que había agotado
todos sus recursos y no le quedaba dinero ni para la cena. Pedí que hiciéramos
una colecta para aliviar su condición de indigente y se quedó mirándome
torcido. Gustavo dijo que él se vestía así para disimular y confundirse con un
mecánico en caso de que quisieran raptarlo y Barón lo miró torcido. Saqué la
cartera y le ofrecí cien pesos, y cuando el Filósofo imitó mi gesto todos se
echaron a reír, menos Barón que se quedó mirándome torcido, pero esta vez no se
iba a quedar callado y acremente me recordó una película italiana de los años
sesenta, la escena de antología en que Vittorio Gassman, desairado por un amigo
de infancia le dijo a grito pelado lo que le dijo: faccia di culo.
A Lamborghini le salió la
criada respondona, dijo Luís, celebrando la ocurrencia en medio de un coro de
carcajadas que me dejaba mudo y acontecido, y César Félix, que no cabía en su
asiento, víctima de las convulsiones de un ataque de euforia, parecía a punto
de derrumbarse. Agustín regresó en ese momento y preguntó qué pasó, qué pasó, seguro
que están relajando conmigo. Las risas redoblaron y Agustín hizo un gesto
despectivo y se dio por ofendido y salió de nuevo a fumar. Regresaría al rato
echando humo por la nariz como un dragón cansado.
Sólo Pereyra se mantenía
completamente ajeno a la conversación y a las bromas. Tenía la vista fija en un
grupo de culinarias, intensamente fija. Una de ellas en particular llamaba su
atención y le había producido un absceso de fijación, un trance hipnótico. Luís
le pasó una mano frente a los ojos y Pereyra no reaccionó. Ahora no siente ni
padece, está convertido en estatua de sal y toda su atención se concentra en
aquel trasero monumental que realizaría sus más felices fantasías.
Déjenlo
tranquilo, dice el Filósofo, déjenlo que sueñe sus sueños de sueños, como dice
Tabucchi, el gran escritor italiano. Es la manera más barata de vivir.
Y
también de viajar, dice Gustavo.
Para viajar románticamente están los trenes, aunque la
mayoría prefiere los aviones o los cruceros. Pero el avión es siempre un imponderable
y los cruceros una pérdida de tiempo. En ambos casos es siempre cielo y mar. El
tren en cambio es siempre una metáfora cargada de despedidas y nostalgias,
alegoría del viaje único e irrepetible que es la vida. También me seducen
los andenes, porque estos son la imagen traslaticia y espacial de las
despedidas y de las lágrimas, pero también de los regresos repletos de alegrías,
coño, qué pasa con el bendito hielo y con la soda.
Esta vez
el Filósofo puso ojos de huevos fritos y se encaró con el dependiente y
preguntó por la soda y por el vaso y el hielo frío, bien frío y limón agrio, bien
agrio, un momento ingeniero que ya viene, y ponme este disco de Chavela, ahora
mismo, ingeniero.
Al
minuto estaba la hielera llena de hielo, los vasos rebosantes, las condiciones
propicias para el brindis a ritmo de bolero, Agustín reintegrado de mala gana y
Chavela Vargas maltratando el bolero, todos los boleros. Sólo Pereyra no cede,
no se distrae, permanece fiel a sus cavilaciones y permanece ajeno, enajenado.
Los quiero con carácter
retroactivo, dice el Filósofo alzando el vaso como una antorcha y en ese
momento llega Willians y la atmósfera se torna incendiaria, incandescente. A ti
también te quiero con carácter y efecto retroactivo, un vaso y una silla para
el ingeniero, dice el Filósofo. Willians llega feliz como una pascua, hablando
mal del gobierno, de todos los gobiernos y los funcionarios de los gobiernos. Willians
habla por los codos, habla por señas y por telegrafía. Es un tipo tan expresivo
que a una cuadra de distancia puede uno saber de qué está hablando, sobre todo
cuando habla de sexo y al poco rato, en efecto, se le olvida el gobierno y
comienza a hablar de sexo, del encuentro con una enfermera posiblemente imaginaria.
Comienza a describir con las manos su anatomía, su cuerpo de guitarra, la acaricia,
la besa, emite unos sonidos guturales y finalmente la desnuda a la enfermera
imaginaria y la tiende sobre la mesa imaginariamente desnuda y se la empieza a
comer por el ombligo como un pastel de cumpleaños, comete relaciones imaginariamente
sexuales y raudo como vino se marcha, hablando mal del gobierno, de todos los gobiernos.
Sería bueno que cambiáramos la
mesa, dice Gustavo, esta está llena de semen.
Barón dice que no, que el vio
cuando Willians hizo el ademán de ponerse un preservativo, y además creo que ni
siquiera se bajó los pantalones.
Eso me recuerda un pasaje de
El amante de Lady Chaterley, dice el Filósofo, sólo que ocurre en el bosque y
en un universo poético.
Además, no había tanta gente
presente, le digo, estaban solos y el guardabosque la depositó sobre un tronco
y le dio leña confidencialmente, no en público.
A mi me parece que desde ese
punto de vista, dice Agustín, me parece que desde ese punto de vista Barón, por
favor, no jodas, déjame hablar.
Pero si yo no he dicho nada.
Te conozco las intenciones.
Mudo estoy.
Me parece que desde ese punto
de vista, repite Agustín, se está acabando el hielo, dice el Filósofo, desde
ese punto de vista, coño, déjenme hablar.
Déjenlo hablar, dice Luís, déjenlo
hablar, dice César Félix, pero Agustín ya se estaba parando y salio afuera otra
vez a fumar y rumiar su indignación.
Oscar Wilde, dice el Filósofo,
igual que el autor de Lady Chaterley, fue un crítico terrible de la sociedad de
su época, y la sociedad se vengó, lo condenó como quien dice a la hoguera…
¿La hoguera de las vanidades?
No, la inmunda cárcel. A la cárcel
lo arrojaron. No podían encarcelarlo por sus críticas a la sociedad y lo
encarcelaron por homosexual en una sociedad de homosexuales, esa fue su gran
tragedia.
Sólo en parte, le digo. La
gran tragedia de los homosexuales es que a menudo se ven obligados a darles la
espalda a sus seres queridos. Casi igual que las noviecitas de la juventud que
luego se casaban vírgenes.
Lamborghini, por favor, dice
Luís, no rebajes el nivel de la conversación.
¿Cuántas mentiras dije?
Ya se me fue la idea, dice el
Filósofo, entornando los párpados. Suban la música.
Pereyra seguía en la luna
soñando con la culinaria y nadie parecía reparar en Chavela Vargas que maltrató
durante media hora el bolero, todos los boleros. Y ahora, para peor, canta
Julio Iglesias.
Le digo al Filósofo que yo
también soy una víctima del bolero, de la seducción del bolero, el maldito
bolero que me hierve en la sangre, pero Chavela Vargas lo trata como al
enemigo, igual que Julio Iglesias parece que canta siempre la misma balada con
esa vocecita electrónica de mierda que le ha dado tantos millones.
Eso no es verdad, no es
verdad, dice el Filósofo. Se trata de un estilo único, de un sentimiento puro,
inigualable.
Puro desafinar y puros gallos,
inigualablemente igual al de cualquier cantante de merengue o bachata.
Mentira, dice el Filósofo, no
es verdad, no es verdad. Chavela es al bolero lo que Newton a las matemáticas. La
intensidad de su interpretación excusa todas sus imperfecciones. Y además Julio
Iglesias no es un mal cantante.
Hay docenas de discos que
demuestran lo contrario.
Eso es una infamia, dice el
Filósofo, dramatizando cada palabra con un tono de convencimiento que tiene el
don de la autoridad irrefutable.
Cuestión de época y de gustos
y de circunstancias, le digo al Filósofo. En el cono sur, decía Borges -recuerdo
bien que lo decía-, brilló alguna vez un bolerista de abolengo y de renombre,
un tal Antonio Prieto, un chileno de mierda con voz suave y pausada, mejor
dicho melódica, al cual admiraba y con razón Julio Iglesias, y al final resultó
ser un travesti que cantaba mejor como mujer que como hombre.
Alto ahí, dice Agustín,
regresando de su exilio, no calumnies a mi cantante favorito. ¿De dónde sacaste
esa invención?
Es puro Borges, respondo. Antonio
Prieto cantó más de mil baladas que a las mujeres alborotaban el hormonamen,
según el decir de Carlos Fuentes y a los hombres provocaban reminiscencias. En
México, sin embargo, cantaba disfrazado de mujer y se hacía llamar Toña la
Negra. Fijate, pibe -decía Borges-, Antonio Prieto y Toña la Negra significan
la misma pavada.
Está buena esa ocurrencia,
dice Gustavo, ¿pero tiene algo de cierto?
Pura invención, Gustavo.
La invención es una débil
membrana entre la cordura y el desatino, dice el Filósofo. Y la invención
poética en particular es más delgada aún. Ahí están Rubén Darío y César
Vallejo, en los extremos opuestos, la diferencia entre un poeta y un poetiso.
Yo diría más bien que la
imaginación poética es una forma de locura, una membrana entre la imaginación y
la alucinación, y creo que la alucinación está más cerca de la poesía. Vallejo
era un alucinado, un loco y un poeta auténticos, Rubén Darío, en cambio, con su
infatuación de la palabra, su infantil preciosismo, sus arabescos idiomáticos y
la inútil elongación del texto es un poeta sobrevalorado. En algunos de sus
poemas más famosos incurre en flatulencias nostálgicas, ñoñerías, lloriqueos:
Juventud divino tesoro
Ya te vas para no volver
Cuando quiero llorar no lloro
Y a veces lloro sin querer.
He ahí la gran vaina, la gran obra que todos
celebran. Uno de nuestros gloriosos merengues tradujo en seis palabras lo que
al tarado de Darío le tomó veinte: “Plátano maduro no vuelve a verde”.
Eso es una herejía, dice el
Filósofo, una doble herejía, un sacrilegio. ¿Cómo te atreves a comparar unos
versos divinos con un vulgar merengue? Además, Vallejo era un panfletario, un
arbitrario que retorcía la lengua y no obedecía al sentido común de las
palabras.
Las palabras son para
retorcerlas, para desdoblarlas y descalabrarlas y despalabrarlas, incluso para
mamarlas, para sacarles el jugo, la quintaesencia. El escritor no obedece a las
palabras, las palabras obedecen al escritor o no es escritor.
Yo sostengo que no hay
comparación posible entre Darío y Vallejo.
Yo estoy de acuerdo contigo,
pero en sentido viceversa.
Es más, en última instancia Vallejo
era un furufo.
Y Rubén Darío un cortesano, un
lambefuiche al servicio de dictadores.
Hielo frío, por favor, hielo frío, dice el Filósofo.
Eso no es propio de ti,
Lamborghini, dice Luís. Tú generalmente transitas los caminos de la lengua con
elegancia y distinción, como corresponde a tu condición lamborghinesca, pero a
veces te internas por caminos vecinales indignos de tu prosapia e incurres en
expresiones innobles.
Roque Dalton decía más o menos
que diferenciar entre palabras nobles e innobles que no se pueden pronunciar de
ninguna manera significa establecer un hecho gravísimo. Las palabras están
hechas para ser dichas, aunque suenen mal. Tú hablas bonito y te celebro, pero
tú nunca paras de hablar en parábolas, Luís, mira que no eres Jesucristo.
Bueno, menos mal que a mi todavía
se me parábola.
En ese momento pensé decirle a
Luís que había caído en el gancho, que la respuesta era brillante pero innoble
en sus propios términos. No me dio tiempo.
César Félix dio un brinco en
su asiento y soltó una carcajada que se escuchó en el otro mundo y los demás lo
secundaron. Tan grande fue el alboroto que Pereyra salio de su letargo y se
incorporó al grupo, aunque sin entender lo que pasaba.
Yo me contagié de la risa, por
supuesto y me reí con ganas, pero ese no era mi papel. Frecuentemente mis
amigos se convierten en literatura y a veces, por esa misma causa, en enemigos.
Pero se supone que yo soy el narrador y no el narrado, soy yo el que debe burlarse
y no el burlado, sin embargo los amigos toman vida propia como personajes y a
veces me salen malcriados, respondones y taimados. La soledad acompaña al escritor
y es la mejor compañera del escritor, pero escribir no es un ejercicio de
soledad, es un acto regocijante muchas veces y a veces muy doloroso, y es
siempre una forma de compartir con amigos o conocidos reales o imaginarios,
vivos o muertos. La literatura, como la vida, sirve sobre todo para vivirse y
compartirse. Hielo frío, por favor hielo frío.
Lamborghini se quedó sin
habla, dice Barón.
Estoy reflexionando sobre el
sentido de la literatura y mis personajes y he llegado a la conclusión de que estamos
viviendo en una escena de Pirandello. Estamos en un callejón sin salida.
Alguien tiene que terminar la obra, y yo, que soy el autor, me he convertido en
personaje y no sé cómo terminarla. Necesitamos otro autor.
No te preocupes por eso, dice
el Filósofo. Recuerda que un escritor inglés dijo que hay que escribir para
divertirse. Y Ortega decía que ser es ser lo más feliz posible. Ponle un punto
y seguido a esta vaina y deja que los lectores se masturben buscándole un sentido.
PCS jueves, 28 de septiembre
de 2006
Reato del libro: Ritos ancestrales
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