domingo, 4 de marzo de 2018

EL VIAJE

Un relato del libro Monedas en la fuente
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Pedro Conde Sturla


En Florencia las cosas fueron diferentes, hacía frío, pero también hacía sol, como de costumbre en Florencia. La ciudad de Dante es una de las más impresionantes del mundo y caminar por sus calles amplias y luminosas es siempre un encanto, un ejercicio de rejuvenecimiento. El arte desborda todo el paisaje urbano y en especial los alrededores de la catedral de Santa María de las flores, plazas y parques. Todo está abierto a la admiración del viajero en aquel escenario renacentista, allí donde una vez se realizaron las más grandiosas obras del genio artístico, literario y científico en una atmósfera de horror político, de inenarrables y abominables acontecimientos.

Un día vi que, sin darme cuenta, estaba pisando una lápida en forma de círculo con una inscripción en mármol indeleble: la lápida que en Plaza de la Señoría conmemora la muerte en la hoguera, aparte de otras torturas, de Girolamo Savonarola y varios de sus seguidores. Savonarola había sido un rebelde y fanático cristiano que comparó a la iglesia papal de los Borgia con la corrupta Babilonia, y Babilonia no se lo perdonó.
Los datos estaban bajo mis pies en aquel círculo. Pero no eran datos para turistas. Todo en ese círculo hablaba de seres humanos que habían pagado con el martirio el precio de sus ideales. Evoqué la hoguera, la multitud arremolinada para disfrutar el espectáculo (Leonardo da Vinci observando científicamente), los anatemas solemnes, los insultos, el martirio de aquellos religiosos que lo
dieron todo a cambio de nada, y me alejé del círculo con extremo respeto y conmiseración.
Esa noche me desperté sobresaltado. En el lugar donde habían quemado a Savonarola estaban quemando rumanas y gitanas y en medio de la pira, con un gesto de asombro indescriptible, se encontraba el Filósofo. En la mano derecha sostenía un ejemplar del último libro de Stephen Hawking, The grand design. Luchaba por salvarlo de las llamas con el brazo en alto, trataba inútilmente de pasarlo a Leonardo da Vinci, que en medio de aquel gentío no podía acercarse, aunque hacía todo lo posible. Lo peor es que los demás compañeros del grupo contemplábamos
la escena como si fuera algo ajeno a nosotros, y los Siameses, que raras veces se separaban, tiraban fotos y posaban junto a la pira con las caras sonrientes, turnándose el uno al otro. La Siamesa posaba y sonreía y luego le pasaba la cámara al Siamés que posaba y sonreía. Luego me pasaban la cámara y posaban y sonreían y yo tomaba las lúgubres fotos con el Filósofo al fondo, quemándose en la hoguera, sin que nadie se compadeciera de su suerte.

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