Serie Hemingway (2)
Pedro Conde Sturla
Entre los grandes narradores
norteamericanos del siglo XX, Hemingway es, sin duda, uno de los más conocidos
y populares. Su fama, indiscutible era mayor que la de muchos que lo superaban en
talento y en recursos literarios (Fitzgerald y Faulkner, por ejemplo, los
mejores escritores de la llamada “generación perdida”, como los bautizo
Gertrude Stein). Pero Hemingway era un favorito de la fortuna. Pocos autores, a
decir verdad, suscitaron en su época un interés semejante. Traducido a las
principales lenguas, sus libros se vendían por
millares cuando no por millones.
Ya en la cúspide de su consagración como escritor,
la primera edición de “El viejo y el
mar,” auspiciada por la fatídica revista Life, vendió si no me equivoco cinco
millones de ejemplares en un fin de semana.
Pero además Hemingway era un poco mitómano como
Malraux, y también uno de los grandes protagonistas de su tiempo.
Su existencia aventurera es casi legendaria.
Siempre se lo presenta como hombre enérgico, inquieto, audaz, y bajo esta luz
Hemingway se ha convertido en un mito, un símbolo, un cliché.
No habría quizás nada de malo si esta
presentación, sutilmente ideológica, no amenazara con sofocar todo aquello que
es valido en el escritor y la obra.
Nacido en 1899, “participante en la primera guerra
en Italia antes de cumplir veinte anos, donde fue herido, famoso a veinticinco
y a los treinta maestro”, corresponsal de guerra en España, corresponsal de
guerra en la guerra greco-turca, en la china-japonesa, en Normandía, viajador
incansable, cazador en Africa, pescador en el Caribe.
En definitiva un escritor de éxito, pluridecorado,
pluripremiado, plurienriquecido, publicasado y publidivorciado.
Es el modelo comportamental casi perfecto del
típico héroe individualista.
El mito y el
escritor
El modelo casi perfecto del típico héroe
individualista que representaba Hemingway dio paso al mito. El mito Hemingway.
No fue necesario retorcer su biografía para elevarlo a tal categoría, aunque no
es un secreto para nadie que los datos “objetivos” pueden ser interpretados en
un sentido o en otro, según las conveniencias. La imagen o propuesta de un
Hemingway mitológico corresponde perfectamente al programa de una publicística
tendenciosa que ha logrado esconder la parte más sufrida y tormentosa de su
existencia y la importancia de la historicidad de su arte.
El mito
Hemingway, alimentado en parte por Hemingway, sobre todo al final de su vida,
es una especie de bomba de humo que solo permite ver y admirar lo que Kurt
Vonnegut Jr. considera, con mucha razón su parte más odiosa: “The slayer of
nearly extint animals which meant him no harm”, su “noisy manliness” (“El exterminador de animales casi extintos que no
le hacen ningún daño”, su “ruidosa hombría, masculinidad”).
Este
es el aspecto que el mito pone mayormente de relieve y asume como modelo.
Hemingway superhombre, dignísimo producto de una nación de gigantes en perenne
floración. En base a este criterio no es difícil descubrir una filosofía
reaccionaria que idealiza al hombre decidido ante el cual todas las puertas se
abren. Lo que muchos celebran, en efecto, en la biografía de Hemingway, es el ejercicio y desperdicio interrumpido de
energía vital, algo tan cercano a la concepción del héroe fascista. Pero
Hemingway no lo era. No del todo. Alberto Moravia -cumbre de la literatura
italiana-, escribió sin embargo un artículo
titulado “Il colonnello
Hemingway”,
“El coronel Hemingway”, donde lo trata mal como “coronel” y como fascista y
elitista.
De
muchas maneras se vende la idea de un Hemingway aproblemático y ahistórico. De
este modo se vende un Hemingway cuya relación con su tiempo es idílico, armónico
hasta el fondo. Un Hemingway siempre vencedor y sonriente, de tal manera que
hasta el suicidio será asimilado como un dato romántico (un plato de contorno),
más bien que como un fracaso personal y una traición a su código de valores, el
famoso código Hemingway.
Hay
un interés preciso, de naturaleza política, en la base del mito Hemingway. Forma parte de la ideología
del sistema y corresponde perfectamente a un programa ideal de vida inculcado
desde lo alto a todas las generaciones, la propaganda de un país, un imperio. donde se quiere hacer
creer que la felicidad y prosperidad está
al alcance de todos. El optimismo ha sido adoptado como arma secreta en
Usamérica, a manera de vacuna contra los más serios problemas sociales y
económicos, el racismo, la
discriminación. Usamérica pretende ser una sociedad feliz y justa, a la que
todo el planeta es deudor.
A
fuerza de escuchar que son ricos y felices -aunque la violenta realidad
desmienta los hechos-, incluso los depauperados, los miserables sin techo y los
nadatenientes sueñan el sueño americano que para muchos es pesadilla. Es el
efecto mararavilloso de una política de persuasión no oculta, mentirosa y
aberrante, que cuenta con todos los recursos avasalladores de los medios de
comunicación de masas, y también con mecanismos más sutiles, capilares, que se
infiltran en las mentes desde la más temprana educación escolar. El arma más
poderosa del imperio es la mentira. Su capacidad de abultamiento y ocultamiento
de la realidad.
Ernest Hemingway, entre los grandes narradores
norteamericanos del siglo XX, es uno de los más cercanos al sistema. Este es un
hecho incuestionable. Pero también es incuestionable que a pesar de encontrarse
más cerca que lejos de dicho sistema, no es del todo asimilable, no es
recuperable al cien por ciento. Hay al menos un dato en su biografía que
difícilmente se reconcilia con el optimismo oficial del american way of life:
su visión absolutamente negativa del mundo, así como del mismo malogrado “sueño
americano”.
Por
lo tanto, no era éste para él, como se ha querido hacer creer, “el mejor de los
mundos posibles” como proclamaba el filósofo en “Cándido o el optimismo”.
Parece
evidente que, como decía Julio Argan, un criterio semejante “no es ya un
componente del sistema cultural, y el tipo de valor que representa no es
integrable en el sistema de valores, y si fuese admitido lo pondría en riesgo”.
Debe
quedar claro, sin embargo, que el retrato de Hemingway provisto por
la ideología no es, sin embargo, del todo falso. Se trata de una media
verdad y una media mentira. Más que un juego de palabras, se quiere aquí
responder a una pregunta difícil. ¿Cuál es el verdadero Hemingway?
El verdadero
Hemingway
¿El Hemingway triste
o el Hemingway alegre? ¿El apocalíptico o el integrado?
Hay que decir de
inmediato que, como tantos otros personajes, Hemingway puede ser integralmente
comprendido sólo teniendo presente a aquel personaje mitológico del panteón
romano llamado Jano Bifronte (el mismo de donde proviene el nombre del primer
mes del año en nuestro calendario, el calendario gregoriano: January en inglés,
Janvier en francés, Gennaio en italiano, Enero en cervantino).
Jano tenía dos caras,
una para mirar el pasado y otra para mirar al futuro. Lo de la doble cara
remite a su vez a la ambigüedad del ser humano. Sombra y luz a la vez, en el
mejor de los casos. Por eso no es nada sorprendente que, al decir de Kenneth
Rexreth, Hemingway “asista a la corrida de toros y luego escriba novelas sobre
la hermandad del ser humano”.
Es más, de la
ambigüedad de su persona y de su arte se desprenden a primera vista dos
lecciones diferentes. Hemingway oscilla entre ideología y subversión, tratando
de dar respuestas a problemas diferentes, pero cae en la trampa de la
indecisión. Quizás, el mayor conflicto de su arte y de su persona residan en
sus titubeos y repliegues, incluso muchas veces en el abandono de valores que
parecían irrenunciables, de posiciones ideales ya aparentemente adquiridas,
aparentemente interiorizadas.
Sus novelas clave, en
la gradualidad cronológica de su publicación, contienen la historia del desarrollo
de sus ideas, de sus ideas y contradicciones.
Algo ha sucedido
desde “Fiesta” a “Un adios a las armas” y “Por quién doblan las campanas”,
desde “Tener y no tener” hasta “El viejo y el mar”. Algo terrible ha sucedido
en ese horrible libro de chismes de su decadencia y decrepitud titulado “París
era una fiesta”.
Hay un hilo conductor
que permite seguir a través de estas obras sus desplazamientos, sus cambios de
óptica y de estilo, la radicalización, el enfebrecimiento de su pensamiento, de
su visión del mundo.
El mito Hemingway,
precisamente en cuanto mito, no deja casi lugar al verdadero Hemingway, y se
necesita, por lo tanto, como ya se ha sugerido, superar la leyenda del
superhombre para lograr entender al escritor.
El público, el lector
promedio, no conoce verdaderamente la idea compleja que del mundo tenía este
narrador: su naturaleza íntima. Es necesario entonces proponer, como auspiciaba
Agostino Lombardo, una clave de lectura que permita al lector comprender los
problemas fundamentales de la obra y de la biografía existencial de Hemingway.
Sólo de esta manera obtendremos un retrato integral de cuerpo y alma. Sólo de
esta manera (disipando la niebla plurienvolvente del mito) se puede tocar la
cuerda más sensible de su arte y de su personalidad histórica.
Un gran escollo, de
naturaleza ideológica, con el cual se tropieza de inmediato al hablar de
Hemingway, es el famoso código, the gentleman’s agreement, pacto de caballeros
o como se lo quiera llamar.
La mayor parte de los
críticos, cuando se aprestan a estudiar su obra, se ocupan en primer lugar de
definir este código (si acaso alguno lo ha logrado), y proponen en
consecuencia, explícitamente o no, una lectura total de la obra en esta clave.
Aquí –es necesario
decirlo- estamos frente a otra bomba de humo. El famoso (tal vez demasiado)
código de Hemingway, puede ser importante todo lo que se quiera, pero no
explica su obra. Incluso oculta el riesgo de no arrojar luz sobre lo que verdaderamente
cuenta, y oscurece las partes de deberían ser más claras.
Es francamente
absurdo, si no estúpido, pensar en el código como una suerte de llave mágica
que abre todos los secretos. No niego que sea útil para ayudar a entender las
actitudes y sicología de ciertos personajes, pero el código es usado por muchos
críticos como una fórmula unilateral infalible como el papa, como receta
universal buena y válida para todas las ocasiones, y en cuanto tal está
condenada al fracaso.
Si se quiere entender
la obra de Hemingway hay que ir más al fondo. Una investigación literaria no
puede limitarse a considerar al autor de una obra sólo desde el punto de vista
de su adhesión a una regla fija, que además, no es tan típica o no sólo típica
de Hemingway y de los personajes de Hemingway.
A la luz de famoso
código, aun no negando su validez dentro de ciertos límites, se compromete
muchas veces la investigación literaria en su totalidad, se banaliza incluso el
estudio del tejido dramático de la obra.
[Separata de la traducción de la tesis de grado para optar al título de
Doctor en Letras por la Universidad de los Estudios de Roma en 1975:
Ernest Hemingway
entre ideología y subversión]
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