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En la inmensa biblioteca de
la abadía de Montecassino (hoy convertida en Monumento Nacional
después de su destrucción y milagrosa reconstrucción), saciaría parcialmente Totágaras
de Santágunus sus inquietudes, se nutriría de toda la sabiduría de su tiempo y
marcharía luego a temprana edad, anticipadamente, tras los presentidos pasos de
Humbold hacia el
continente americano para repetir su andar, calcar las huellas y ejercer su curiosidad, aplacar su hambre de conocimientos casi dos siglos antes que Humbold.
Pero nada más llegar en1616 a Santo Domingo -ciudad
primada de América en la que estaba escrito su destino-, lo agarró la fiebre
amarilla, malaria, fiebre palúdica o paludismo, cualquier fiebre pandémica de
las muchas que había en esta desventurada zona del mundo nuevo. Aquí salvó
providencialmente la vida gracias a los avanzados conocimientos y pericia de
los ilustres galenos del Hospital San Nicolás de Bari que lo sangraron
abundantemente para drenar los humores malignos. Cuando lo dieron de alta estaba
reducido a un guiñapo, sin mucho andar ni moverse físicamente, pero con toda su
fuerza espiritual renovada que le permitía otro tipo de movimiento. Lo
hospedaron entonces en el convento de la iglesia de Las Mercedes, junto a la
celda que ocupaba el genial Tirso de Molina (quizás a petición del mismo), que
estaba trabajando provisionalmente como
profesor de teología en la universidad, y se dispuso a bien quererlo y lo quiso
mucho, como afirma en uno de sus escritos. En ese lugar conoció Totágoras al
filósofo Avelinus, de la desparecida orden bonillense, un asceta que llevaba
una dieta estrictamente vegetariana en todos los plausibles sentidos de la
lengua. Avelinus no tocaba, no probaba carne
de animales sacrificados y no tocaba carne de mujer, ni siquiera con efecto retroactivo. Se alimentaba de los dulces
frutos de la tierra, de los campos de Caín y nunca del rebaño de Abel, no de la
sangre de los inocentes.
continente americano para repetir su andar, calcar las huellas y ejercer su curiosidad, aplacar su hambre de conocimientos casi dos siglos antes que Humbold.
Pero nada más llegar en
Sobre un desvencijado
scriptorium instalaría Totágoras su laboratorium, su lugar de trabajo, y
empezaría a despejar las complicadas fórmulas químicas, físicas y matemáticas
que lo conducirían a los gloriosos descubrimientos que figuran en su tratado
sobre la partícula fantasma en el que se demuestra científicamente la
incontrovertible existencia de Dios y la virginidad de María. Lo primero era
fácil, más o menos, pues correspondía al ámbito de las matemáticas que
prescinden de la realidad y crean su propio mundo, como diría Borges muchísimos
años después, y no le costó mucho esfuerzo demostrarlo con unos cuantos
números. Lo segundo pertenecía al terreno de la física y no era tan fácil.
Necesitaba del dato empírico, el que procede de la experiencia.
En la medida en que empezó
a recuperarse parcialmente se dedicó, pues, en cuerpo y alma a profundizar en
el tema, el estudio, el conocimiento de las vírgenes con carácter estrictamente
científico, rigurosamente científico, pero de alguna manera sus experimentos
-realizados con la mejor buena fe del mundo- terminaban en fracaso y echaban las vírgenes a perder.
Totágoras era débil, era pequeño,
enjuto, casi desvalido, pero tenía una dulzura angelical, una mirada verde angelical
de indefensión de la que brotaba una súplica secreta que ninguna mujer
resistía. Todas se desvanecían, se derretían ante la muda, irreparable
solicitud que en sus ojitos inocentes ardía y florecía como veneno, y antes de
abrir la boca caían rendidas a sus pies. De hecho, su triste belleza etérea
causaba estragos y en poco tiempo no quedaba una virgen sin malograr por los
alrededores. Se había hecho de unos cuantos enemigos, ciertamente, pero siempre
en beneficio de la ciencia, y gracias a la fama de sus prodigios (que venía
aparejada al maravilloso don de levitar cuando decía sus oraciones) la mayoría
le perdonaba los daños colaterales que involuntariamente causaba.
Totágoras se llevaba más o menos
bien con todos los miembros de la congregación, pero nunca pudo conquistar la
amistad del más esquivo de todos los mercedarios, un tal Miguel de San Mejía que
recelaba precisamente de ciertas pasmosas habilidades que el benedictino al
parecer había adquirido en un capitulo de ciencias ocultas que no pertenecían
al pensum de la carrera eclesiástica de Montecassino. Incluso Tirso de Molina (que
en esos días pensaba casualmente en el escándalo que había desatado aquel
domingo de 1588 el entremés de Cristobal de Llerena, escenificado por la
compañía de teatro de José Molinaza en la catedral), notaba con inquietud mal
disimulada que Totágoras se aplicaba al ejercicio de cosas non santas, nada
santas. Se servía agua de la fuente en un jarro y la movía con el índice
acusador y el agua se tornaba de repente roja, muy roja, y, nada más beberla,
al poco rato empezaba a mostrarse achispado y disparatero. Agua de color vino,
quizás vino, que Totágoras no compartía con nadie por discreción, a pesar de
que siempre escaseaba en la iglesia para los fines de lugar durante el rito
sagrado de la consagración, la transubstanciación divina, y se sustituía a
menudo con aguardiente.
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